Capítulo 16

En el cuarto de baño, Jana extrajo unas tijeras de manicura de su neceser violeta y las miró unos instantes, pensativa. Luego, regresó a su habitación, donde Álex la esperaba sentado en la moqueta, justo delante de las ondulantes cortinas (habían abierto un poco la ventana y la brisa húmeda de la noche se colaba en la recalentada habitación, refrescándola).

Jana echó una ojeada a la lámpara del tocador, la única que habían dejado encendida. La luz era suave y aterciopelada, perfecta para el ritual que estaba a punto de realizar. Se sentó ágilmente frente a Álex cruzando las piernas y alargó una mano para sujetarle un mechón de sus cabellos rubios. Él la miró sorprendido.

—¿Qué…?

Antes de que pudiera continuar, Jana había cortado el mechón con las pequeñas tijeras. Cerrando el puño a su alrededor, dejó libres el índice y el pulgar para sujetarse un tirabuzón de su propio cabello y repitió la operación.

—Parte de ti y parte de mí —murmuró, con los ojos clavados en Álex.

A continuación, extendió los brazos y abrió las manos, mostrando los dos mechones de pelo que acababa de cortar. El de Álex, rubio y liso, reposaba sobre su palma izquierda. El suyo, largo y oscuro, formaba un amasijo sobre su palma derecha.

Jana cerró nuevamente los puños y, bajando los párpados, comenzó a pronunciar las largas y antiguas fórmulas de la invocación. La cadencia de las palabras la llevó, poco a poco, a concentrarse en el ritual y a olvidarse completamente de Álex. Perdió la noción del tiempo; era como si su propia voz la transportase a través de los siglos hasta una región remota, anterior a su existencia y a la de todos los Medu.

De pronto, sintió una quemazón brutal en la zona de su piel en contacto con los dos mechones de cabello. Abrió los ojos y extendió las manos, con las palmas hacia arriba. Los dos mechones habían comenzado a arder, pero lo hacían de un modo muy distinto. El de ella, sobre su mano derecha, formaba una llama blanca y resplandeciente, en forma de huso. Por el contrario, el de Álex proyectaba una sombra tan negra e impenetrable que parecía hecha de tinta.

—Sombra y llama —dijo, recordando a medida que las pronunciaba las palabras sagradas de la invocación Agmar—. Sombra y llama…

Los dos fuegos, el claro y el oscuro, se consumieron simultáneamente, dejando en cada una de sus palmas una pequeña pirámide de ceniza. Las cenizas de su cabello eran plateadas; las del mechón de Álex tenían el color del hollín. Jana juntó las manos y las frotó una contra la otra, hasta que los dos montones formaron uno solo.

Volcó la ceniza en su palma izquierda y hundió en ella los dedos índice y corazón de la mano derecha.

—Cierra los ojos —le ordenó a Álex.

El muchacho obedeció. Jana trazó, con los dedos manchados de ceniza, una esquemática figura de ave sobre su rostro. Reconoció el símbolo a medida que lo dibujaba: era un ibis. Su largo cuello atravesaba verticalmente el párpado derecho de Álex.

—Ahora te toca a ti —dijo al terminar—. Tienes que trazar una figura sobre mi rostro.

Álex la miró desorientado. —Pero Jana, yo no sé…

—Tu mano te guiará. La ceniza le dirá lo que tiene que dibujar. Tú solo tienes que seguirla sin oponer resistencia.

Jana cerró los ojos, y se estremeció al notar la caricia de los dedos de Álex descendiendo desde su frente hasta la comisura de sus labios. Su párpado derecho tembló bajo el peso de la ceniza. Álex había dibujado una cruz de Amón sobre la mitad derecha de su rostro: no necesitaba mirarse al espejo para saberlo.

—El Ibis y el Anj —dijo. Su voz le sonó lejana y melodiosa, como si no le perteneciera—. Estamos preparados.

Dejó caer al suelo la ceniza restante y alargó ambas manos para entrelazarlas con las de Álex. Antes de cerrar los ojos, le dirigió una larga mirada. El corazón le latía con violencia. Esperaba que viajasen juntos, que la visión los condujese a ambos al mismo lugar. La invocación que acababa de realizar tenía esa función: unir sus almas para que nada ni nadie pudiera separarlas en su descenso al mundo de las sombras, donde la realidad se ocultaba bajo el disfraz de un sueño.

Sin embargo, algo falló. Antes de que las formas se materializasen a su alrededor, notó que las manos de Álex ya no estaban entre las suyas. En algún momento lo había perdido…

Sintió una caricia de luz tibia en el rostro, y alzó los párpados. Una vez más, estaba en la Caverna.

Notó que se le hacía un nudo en la garganta. Y también notó algo más: una opresión indefinible en el pecho que amenazaba con asfixiarla. La Caverna había cambiado… Una densa oscuridad se había tragado todos los contornos, y lo único que emergía de aquel océano de sombras, flotando como un barco de luz, era la tumba de Eric, iluminada por la corona de llamas que ceñía sus sienes.

Los pies de Jana se deslizaron sin esfuerzo hacia el sepulcro de piedra. Sentía que flotaba en un mar de oscuridad, y su faro era el rostro sereno y noble de Eric. Un vértigo extraño se apoderó de ella al rozar con los nudillos la fría losa sobre la que reposaba el cuerpo del muchacho. La belleza de aquel rostro dormido le resultaba casi insoportable. Una parte de ella ansiaba alargar la mano y tocar aquella frente amplia y despejada, o acariciar los cabellos rubios del joven, que parecían haber crecido desde su última visión.

Pero lo más extraño, lo que la atraía hacia el sepulcro con la fuerza magnética de un hechizo, eran los ojos del último jefe Drakul. Se estremeció al observar que los tenía abiertos, aunque sus iris claros permanecían tan inmóviles como los de una estatua. No la veía. Y sin embargo, ella tenía la extraña sensación de que Eric notaba su presencia, de que algo en su interior la estaba llamando, y de que esa llamada era triste, como si brotase de un corazón completamente vacío de esperanza.

No supo exactamente qué era lo que le estaba ocurriendo hasta que notó el puño metálico de la espada Aranox debajo de su cuerpo, incrustándose suavemente en sus costillas. El fuego blanco de la Esencia de Poder la había envuelto, arrastrándola hacia Eric, uniéndola a él. A su alrededor, las sombras parecieron oscilar, como si una ráfaga de viento hubiese penetrado hasta las profundidades del mar, removiéndolas. Pero a Jana no le importaban las sombras. Solo quería sentir el abrazo cálido de aquella luz que protegía a Eric, que parecía formar parte de él. No intentó apartarse cuando notó en sus labios el roce de papel de otros labios tan fríos como el mármol. A pesar de su suavidad de roca desgastada, ella supo instantáneamente que estaban vivos, que respondían al contacto de su piel con un beso ardiente; un beso que, de pronto, se volvió tiránico como una cadena, amenazando con mantenerla prisionera de su luz para siempre…

El suelo cedió bajo sus pies, y gritó mientras su cuerpo se hundía en una caída eterna. Creyó que era el final, que la oscuridad la arrastraba hacia un abismo solitario en el que ya nunca volvería a sentir la cálida seguridad de aquella luz que emanaba de Eric, que formaba parte de su ser.

Las tinieblas habían ganado.

O tal vez no.

Abrió los ojos y se encontró frente a frente con el rostro desencajado de Álex.

Sin saber muy bien por qué, empezó a justificarse. Se sentía culpable por lo que acababa de experimentar durante la visión, aunque sabía que aquello no formaba parte de la realidad, sino de otra dimensión secreta e inalcanzable.

—Has vuelto antes que yo —dijo, obligándose a sostener la mirada torva y colérica del muchacho—. Siento que nos hayamos separado; algo ha debido de fallar…

—¿En serio? —La voz de Álex era fría, cortante como un filo de acero—. ¿Estás segura? Porque yo creo que nada ha fallado.

—Bueno; la idea era que los dos viésemos lo mismo…

—¿Y cómo sabes que no lo hemos visto?

Una terrible sospecha se abrió paso en la mente de Jana.

—No… no puede ser —balbuceó—. Tú no estabas allí. Lo habría notado…

Se interrumpió bruscamente, comprendiendo que ella misma se había delatado. Incluso aunque Álex no la hubiese visto besando a Erik, la turbación que delataban sus palabras tenía, por fuerza, que alarmarle.

Álex la observó con el rostro ladeado. Su mirada era cínica, y su sonrisa crispada resultaba casi amenazadora.

—Dímelo —suplicó ella, incapaz de soportar por más tiempo aquella incertidumbre—. ¿Qué has visto?

Tal y como esperaba, Álex no contestó. Se limitó a contemplarla largamente, con un gesto que se iba haciendo más y más sombrío a medida que transcurrían los segundos.

Jana notó que las mejillas comenzaban a arderle. Aquello equivalía prácticamente a una confesión. Una confesión que debía intentar explicar con palabras.

—Las visiones tienen un significado simbólico —dijo, en un tono que sonaba demasiado a excusa—. Si has visto lo mismo que yo, espero que lo interpretes así.

—¿Así? —Álex no parecía dispuesto a ponerle las cosas fáciles—. ¿Así, cómo?

—Bueno; quizá… una parte de mí desea que Erik regrese para devolverles a los clanes Medu el sitio que les corresponde —repuso Jana con cautela—. Quizá esta historia del libro me haya dado esperanzas…

—Embustera —silabeó Álex sin llegar a pronunciar la palabra en voz alta.

Y a continuación, sin hacer caso de la expresión herida de Jana, se puso en pie con agilidad y, dándose media vuelta, salió de la habitación sin mirar atrás.

La puerta se cerró tras él con un sonoro portazo. Jana escuchó con el corazón desbocado los bruscos pasos que se alejaban, la puerta principal de la suite que se abría y luego volvía a su lugar con un lento chirrido. La alfombra del pasillo exterior amortiguaba el sonido de los zapatos de Álex en dirección al rellano principal, pero lo que Jana sí oyó con claridad fue el breve timbrazo musical del ascensor al detenerse y abrir sus puertas. Después, ya no quiso seguir escuchando… Álex se había ido, y poco importaba adónde. Se había ido únicamente para alejarse de ella, porque no podía soportar la verdad que acababa de serle revelada durante la visión: que Jana había besado a Erik… Que ansiaba que Erik despertase de su oscuro sueño, tan parecido a la muerte.

Las agujas fluorescentes del antiguo reloj de pulsera de su madre, que Jana siempre metía bajo la almohada antes de acostarse, marcaban las siete menos cuarto de la mañana. Jana suspiró y, con un suave tirón, sacó de debajo de su mejilla un largo mechón de pelo que había quedado atrapado entre su cara y la almohada. Las contraventanas entreabiertas filtraban una luz turbia, que bañaba las paredes en un pálido reflejo verdeazulado. Desde la cama, Jana veía el mueble bar con el pequeño televisor de pantalla plana sobre él, y también una esquina del tocador blanco, decorado con pinturas de delicadas flores sobre tallos dorados.

Sin pensar demasiado en lo que hacía, se incorporó, apartó las sábanas y buscó con los pies el contacto afelpado de sus zapatillas grises. Recorrió a oscuras el pasillo que conducía al baño, por miedo a que Álex hubiese dejado la puerta de su cuarto entreabierta y las luces pudieran molestarle. Pero al pasar comprobó que la puerta de Álex estaba cerrada. Como si quisiera dejar bien claro que, por el momento, quería estar solo, y que no sentía el menor deseo de recibir visitas.

Jana lo había oído regresar a eso de las cinco de la madrugada, de modo que aún debía de hallarse profundamente dormido. No tenía ni idea de dónde podía haber ido a esas horas, aunque se le ocurrían varias hipótesis, todas ellas bastante intranquilizadoras. Era posible que hubiese salido en busca de Yadia, para pedirle explicaciones. Y también podía haber regresado al teatro para entrevistar a solas al hombre que se hacía llamar Armand. Aunque lo más probable era que se hubiese limitado a pasear por la ciudad mientras intentaba recuperar la calma. Jana le conocía lo suficiente para saber que le habría costado al menos un par de horas serenarse. Estaba muy nervioso después de la visión, aunque su rostro no lo delatara. Aquella tensión fría que se adivinaba en sus ojos, aquella sombra que parecía haber invadido su semblante… Jana se estremeció al recordarlas.

Se había comportado de un modo muy torpe intentando quitarle importancia a lo que los dos habían visto, como si Álex fuese un niño al que se le engaña con facilidad. Los dos sabían que la escena que habían presenciado a través del ritual de la invocación era de suma importancia para su futuro, aunque Jana aún no tuviese del todo claro su significado.

Después de una rápida ducha de agua tibia (la fontanería del hotel no se encontraba a la altura de un establecimiento de lujo, y el agua nunca alcanzaba las altas temperaturas que a Jana le gustaban) se secó con rapidez y regresó a su habitación envuelta en el albornoz blanco con la insignia bordada en oro del Cimarosa. Al pasar ante la puerta de Álex, se detuvo y escuchó. Creyó captar el rumor acompasado de la respiración de Álex, aunque tal vez no fuese más que una impresión. Pensó en colarse dentro del cuarto y deslizarse en la cama junto a él, sorprendiéndole en mitad del sueño. No le daría tiempo a enfadarse con ella. Antes de que pudiese reaccionar, los labios de Jana le recordarían la fuerza de los lazos invisibles que los unían…

Siguió caminando, maldiciéndose interiormente por su falta de valor. Se sentía demasiado vulnerable como para arriesgarse a una nueva pelea con Álex. No habría podido soportar su rechazo, después de toda la tensión acumulada en los últimos días. Pero tampoco soportaba la idea de esperar a que a Álex se le pasase el enfado provocado por la visión y regresase a ella como si nada hubiera sucedido.

Desazonada, Jana abrió la puerta del armario, eligió unos vaqueros y un jersey negro de cuello alto y empezó a vestirse. Estaba tan distraída, tan abstraída en sus pensamientos, que no se fijó en que se había puesto dos calcetines de distinto color hasta que llegó el momento de anudarse los zapatos. Tal vez para mortificarse a sí misma con aquel detalle de descuido en su aspecto, ni siquiera se los cambió. Arrancó el enorme bolso de ante del perchero, cogió una chaqueta y, sin tratar de amortiguar el ruido de sus zapatos sobre la moqueta, volvió a recorrer el pasillo, esta vez hasta la salida.

Al abrir la puerta de la suite, vaciló un instante. La tarjeta de la habitación se hallaba inserta en la ranura de la pared, junto al interruptor de la luz. Si se la llevaba, Álex no podría encender ninguna luz cuando se levantara, incluyendo las del baño. Con un suspiro, dejó la tarjeta donde estaba y cerró la puerta tras ella, procurando hacer el menor ruido posible.

Cinco minutos después, al atravesar el vestíbulo alfombrado del hotel, su mirada tropezó con la sonrisa agradable e ingenua del recepcionista de noche. Se le ocurrió que tal vez él podría facilitarle otra tarjeta, así que se fue directa al mostrador y le explicó lo que quería.

El recepcionista ensanchó su sonrisa tras escuchar la petición y le contestó en un italiano con fuerte acento veneciano que esperase unos minutos. Jana lo observó desaparecer tras una puertecilla en forma de arco que comunicaba con las oficinas, y se preparó mentalmente para una larga espera. El joven recepcionista tenía aspecto de buen tipo, pero se movía de un modo tan parsimonioso que no parecía posible que hiciese las cosas con rapidez. Lo más probable era que perdiese una buena parte de la mañana allí esperando…

Para su sorpresa, sin embargo, el individuo regresó casi de inmediato y le tendió un tarjetero de cartulina blanca estampada con el emblema del Cimarosa.

—Aquí tiene su tarjeta, signorina —le dijo—. Para desayunar, tendrá que esperar todavía media hora a que abran el comedor…

—No importa —contestó Jana sonriendo—. Voy a salir a dar una vuelta.

En el exterior, el agua del canal tenía un color verde alga sobre el cual las sombras de las fachadas se proyectaban como dientes oscuros. La parada del vaporetto se encontraba dos calles más abajo, al otro lado de un puente de piedra con un león roto en cada extremo de las barandillas. Jana llegó al puente justo en el momento en que el vaporetto número 5 maniobraba para acercarse al muelle. Apretó el paso, ya que solo había otra persona esperando, por lo que supuso que el barco reemprendería su camino enseguida.

Después de deslizar su billete válido para una semana a través de la perforadora automática, se sentó en la cubierta de popa y cerró los ojos, disfrutando de la caricia del aire salobre de la Laguna sobre sus mejillas. La vibración del barco parecía un eco del desagradable zumbido del motor, y le producía un leve cosquilleo en la espalda. Los otros pasajeros, media docena de jóvenes venecianos que se dirigían a sus puestos de trabajo, iban leyendo el periódico o contemplando las orillas con ojos somnolientos, por lo que resultaba fácil ignorar su presencia. El bamboleo de la embarcación recordaba el rítmico balanceo de una cuna, o de un columpio, y terminaba aturdiendo los sentidos. Embotada, Jana tuvo que hacer un gran esfuerzo para despegar los párpados cuando notó que el vaporetto enfilaba un canal de aguas más hondas y tumultuosas. El Gran Canal… Cuando el barco se detuvo en la siguiente parada, junto al puente de Rialto, comprendió que había llegado a su destino.

Saltó al muelle, y mientras recorría las tablas de madera que comunicaban la acera con el embarcadero, seguía teniendo la sensación de que el suelo se movía bajo sus pies. Estaba un poco mareada, y comprendió que no podía seguir caminando con el estómago vacío.

A unos cincuenta metros brillaba el toldo rayado de una cafetería. El camarero estaba colocando las mesas y las sillas de la terraza. Como una flecha, Jana se dirigió hacia allí y, en cuanto llegó, se dejó caer pesadamente sobre una de las sillas de madera, asintiendo con la cabeza al gesto obsequioso del propietario del establecimiento, que le mostraba un menú abierto desde la puerta.

Pocos minutos más tarde, le habían servido un humeante capuccino y un par de miottini recién traídos de la confitería. Jana mordisqueó con deleite uno de aquellos dulces. Cerró los ojos para paladear mejor su sabor a almendras y a maíz, y durante unos minutos se dedicó a disfrutar de su temprano desayuno sin pensar en nada más.

Pero de pronto, mientras hacía girar la cucharilla plateada en la taza del capuccino, le vino a la mente la imagen de Nieve mirándola furiosa y desencajada, tal y como la había visto la última vez, después de lo de Argo. Se dio cuenta de que, desde el momento en que había salido del hotel Cimarosa, una parte de ella sabía que se dirigía al palacio de los guardianes, aunque otra parte de su persona (la parte consciente) hubiese preferido ignorarlo.

Se mordió el labio inferior, turbada. La casa de Nieve y Corvino se encontraba en aquella misma orilla del Gran Canal, a escasos cien metros de la cafetería que había elegido para desayunar. Ni siquiera se molestó en engañarse a sí misma diciéndose que aquella coincidencia era casual. Sabía que no lo era.

Todavía tardó un cuarto de hora en abandonar la cafetería, pero mentalmente ya no estaba allí. Cuando el camarero le trajo la cuenta, su mirada cayó sobre el plato de miottini, donde Jana había dejado intacto el segundo de los dulces, y luego se alzó hacia la muchacha con gesto de incomprensión. En otras circunstancias, Jana le habría tranquilizado con una sonrisa y un comentario acerca de la calidad de los pequeños bollos, pero esta vez ni siquiera prestó atención a la reacción del buen hombre.

Cuando abandonó la terraza, sus pasos la llevaron directamente hacia el palacio de los guardianes. Se detuvo justo debajo, y por un momento le asaltó el temor de que la puerta se abriese en cualquier instante y se viese obligada a enfrentarse cara a cara con Nieve. Incluso pensó en esconderse en un portal cercano y espiar desde allí, pero enseguida desechó la idea.

En realidad, no sabía muy bien qué era lo que estaba buscando. Sus ojos vagaron sobre la elegante fachada de piedra, deteniéndose sucesivamente en cada una de las ventanas. Casi todas tenían los postigos cerrados, pero un par de ellas en el piso inferior (las que correspondían a la biblioteca principal) estaban abiertas. La brisa abombaba las cortinas de muselina blanca y agitaba las delicadas puntillas de sus bordes…

De pronto, Jana vio pasar una silueta de mujer por detrás de aquellas cortinas. Contuvo el aliento. Era Nieve, estaba segura… De repente, sintió el impulso de llamar a la puerta del palacio, de correr escaleras arriba y contárselo todo. Ella conocía la existencia del libro, al igual que el resto de los guardianes. Seguramente sabría algo acerca del paradero de la copia realizada por los Kuriles, si es que tal copia realmente existía.

Cuanto más lo pensaba, más le agradaba la idea de confesárselo todo a Nieve. Le hablaría de Armand; le contaría lo del vídeo en el que el supuesto mago renacía de sus propias cenizas, y lo que Álex le había dicho acerca de aquel cadáver calcinado de Vicenza. Quizá Nieve pudiese encontrar una explicación lógica para todo aquel embrollo. Quizá ella fuese capaz de encajar las piezas del puzle que a Jana tanto se le estaba resistiendo…

Dio un par de pasos indecisos hacia la puerta del palacio; después se paró y dejó escapar un hondo suspiro.

Si hablaba con Nieve acerca del libro, Álex se pondría furioso. No podía tomar aquella decisión sin consultarla con él. Por lo menos, tendría que escuchar sus consejos, aunque luego no los siguiera.

Lentamente, se dio media vuelta y comenzó a rehacer el camino hacia el hotel Cimarosa. Iba tan distraída que terminó equivocándose de dirección, y fue a parar a un rincón desierto de la ciudad cuya existencia, hasta entonces, ni siquiera sospechaba. Un rincón donde las losas se agrietaban debido el empuje de las raíces vegetales que crecían debajo, donde el verdín color esmeralda se mezclaba con la pátina oxidada de los líquenes sobre las viejas piedras de los edificios. Una plaza ruinosa y triste, delimitada por un círculo de palacios oscuros, corroídos por la humedad, decrépitos y conmovedores como ancianos a punto de morir.

Sintiendo una extraña opresión en el pecho, Jana se dio la vuelta y corrió sin mirar a derecha ni izquierda sobre el empedrado irregular de las calles, hasta volver a la estrecha calle comercial donde había errado el camino.

Desde allí, caminó como en un sueño hacia el hotel Cimarosa. Los gritos y las risas de los turistas le llegaban amortiguados, como a través de un grueso cristal aislante. Un zumbido enloquecedor se había instalado en su cabeza, fundiéndose con los ruidos de la ciudad. Se sentía mareada, como si el capuccino que acababa de tomarse le hubiese sentado mal; como si acabase de bajar de una noria o de una montaña rusa.

Al llegar al hotel, se fijó en que el recepcionista de noche había sido sustituido por una joven rubia de rostro inexpresivo que la siguió con la mirada, frunciendo levemente las cejas, mientras ella se dirigía al ascensor.

Cuando la puerta se abrió en el tercer piso, la sensación de náusea se había vuelto tan insoportable que Jana temió empezar a vomitar directamente sobre la moqueta, antes de llegar a la habitación. Avanzó como pudo por el pasillo débilmente iluminado, guiñando un poco los ojos para comprobar la numeración de las habitaciones. Ante el número 12, se detuvo. Era la suya.

Mientras buscaba la tarjeta en el bolso, creyó oír el ruido de la ducha. Eso significaba que Álex ya se había levantado, lo cual le produjo, sin saber por qué, un extraño alivio. Dentro de unos minutos estarían juntos, y su desencuentro de la noche pasada quedaría olvidado, desdibujado como una absurda pesadilla.

Introdujo la tarjeta en la ranura de la puerta y empujó el picaporte, pero la puerta no cedió. Sacó el pequeño rectángulo de plástico y lo contempló con impaciencia. Seguramente lo habría metido al revés. Volvió a intentarlo, esta vez con el emblema del hotel hacia la izquierda…

Un pequeño piloto rojo sobre la manilla de la puerta le indicó que tampoco en esta ocasión lo había conseguido. Meneó la cabeza, contrariada. El recepcionista nocturno debía de haberse equivocado al activar la tarjeta. Tendría que volver a bajar a recepción para que solucionasen el problema. Álex no la oiría llamar con los nudillos si se estaba duchando; y, aunque la urgencia de vomitar había remitido, sabía que podía volver a aparecer en cualquier momento.

Sacó el tarjetero de cartulina que le habían dado abajo para guardar la tarjeta. Al abrirlo, le llamó la atención el número anotado con bolígrafo azul en la parte de la derecha. Era un 13. Jana miró aturdida hacia las dos cifras doradas que brillaban en la puerta que tenía enfrente. Habría jurado que la suite que compartía con Álex era la número 12…

Caminó indecisa hasta la puerta siguiente. Exhibía, en efecto, el número 13, aunque la segunda cifra había sido colocada al revés, por lo que, en lugar de parecer un tres, tenía el aspecto de una épsilon griega.

Con gesto inseguro, Jana introdujo su tarjeta en la ranura del picaporte. El piloto verde se encendió de inmediato, y la puerta se abrió con un breve chasquido metálico.

Caminó de puntillas por el pasillo en penumbra. Al llegar a la altura de la habitación de Álex, se detuvo. La puerta seguía cerrada, y dentro se oía un zumbido apagado procedente del sistema de climatización.

Conteniendo el aliento, Jana empujó el picaporte con suavidad y entró en el dormitorio. A través de una rendija entre las contraventanas se filtraba un haz de luz pálida que atravesaba la cama en diagonal, trazando sobre la espalda desnuda de Álex una fina línea blanca.

A pesar del sigilo con que se movía, los pasos de Jana parecieron sobresaltar a Álex, que se dio la vuelta con brusquedad, al tiempo que se incorporaba. Sus ojos sobresaltados se posaron en Jana, y al instante afloró a los labios del muchacho una amplia sonrisa.

—Estás de vuelta —dijo—. Te estaba esperando…

Jana recorrió el espacio que aún la separaba de la cama y se sentó en el borde, indecisa. Álex la observó un instante sin dejar de sonreír. Luego, consciente de que ella seguía mirándole, se inclinó sobre la mesilla de noche, abrió el cajón superior y rebuscó un momento en su interior. Finalmente, con gesto teatral, sacó una caja de terciopelo rojo adornada con un enorme lazo plateado.

—Toma, para hacer las paces —dijo, tendiéndosela a la muchacha—. Son tus preferidos.

Jana observó perpleja la caja. Álex no solía ser muy detallista; no estaba acostumbrada a que le hiciese regalos…

—¿No vas a abrirla? —le apremió Álex, empujándola cariñosamente con el hombro.

Jana deshizo el lazo de plata y alzó la tapa de la cajita. Estaba llena de bombones en forma de rombo. Los reconoció de inmediato: eran los bombones con sabor a violeta de su chocolatería favorita. Los más caros de la tienda. Normalmente no los hacían más que por encargo, o en fechas especiales como las Navidades y San Valentín.

—¿Por qué no me los diste ayer? —preguntó, alzando los ojos hacia Álex.

Él se encogió de hombros.

—Te gustan, ¿no? Venga, vamos a probarlos —dijo, sacando uno de la caja.

Jana imitó su gesto y se llevó el bombón a la boca.

Cerró los ojos para saborearlo mejor. Estaba delicioso. Aunque tenía un sabor un poco diferente al que ella recordaba.

Cuando abrió los párpados de nuevo, se encontró con la mirada de Álex, que la observaba expectante. La ansiedad que reflejaba su rostro hizo sonreír a Jana.

—Tan buenos como siempre —dijo, y a continuación le estampó un beso en la mejilla—. Gracias, mi amor…

Un profundo suspiro conmovió el pecho de Álex en el instante en que los dos se abrazaron. Jana se apretó aún más contra él, mientras los brazos musculosos y tiernos del muchacho la envolvían.

Con su mejilla apoyada en el hombro tatuado de Álex, Jana cerró una vez más los ojos y se abandonó a sus sensaciones. Sentía en sus sienes el latido de sus propias arterias, cálido y acelerado.

Y entonces, de repente, Jana volvió a ver mentalmente la sonrisa despreocupada y vacía que Álex había desplegado al verla. Una sonrisa sin sombras, demasiado luminosa…

Una sonrisa que, sin que ella misma pudiese comprender por qué, le había helado el corazón.