Capítulo 14

La chica de la linterna alargó la mano para coger las entradas que Álex le tendía y observó un momento sus números antes de ponerse en marcha. Era una rubia explosiva enfundada en un vestido negro que se ajustaba como un guante a sus impresionantes curvas. Como acomodadora, a Jana le pareció un tanto sospechosa, y sus ruidosos tacones no eran demasiado apropiados para pasar inadvertida en sus idas y venidas por los silenciosos pasillos del teatro.

Álex debía de estar pensando lo mismo, porque miraba con mucho interés a su joven guía. ¿Era por eso, o era porque no podía apartar los ojos de sus caderas en movimiento? Jana no estaba segura de querer conocer la respuesta.

Curiosamente, el patio de butacas estaba lleno, a pesar de que aún faltaban cinco minutos para el comienzo de la representación. Una penumbra amarillenta bañaba las apretadas filas de espectadores, muchos de los cuales susurraban entre sí en distintas lenguas. Había al menos tres grupos diferentes de turistas, cada uno de ellos pastoreado por un guía. La guía del grupo suizo era una mujer que, de cuando en cuando, levantaba un enorme paraguas de colores en su butaca para amansar a su rebaño con su tranquilizadora presencia. El guía japonés se había embarcado en una retahíla interminable de explicaciones atropelladas, como si tuviera muchas advertencias que hacerles a sus seguidores antes de que se alzase el telón. En cuanto a la francesa, se comportaba de un modo más discreto, aunque constantemente iba de un lado a otro, inclinándose ante las distintas butacas para intercambiar unas palabras con los miembros de su grupo.

Al llegar la hora fijada para el comienzo de la representación, las luces empezaron a declinar hasta extinguirse por completo. En la oscuridad, Jana suspiró, aliviada. Oía la respiración tensa y superficial de Álex a su lado, pero no se atrevió a cogerle una mano, ni a susurrarle algún comentario irónico sobre la situación. Había estado distante todo el día, y Jana no entendía el motivo. A fin de cuentas, ella no le había obligado a acompañarla al teatro… Si estaba allí, había sido por decisión propia.

En el escenario, un círculo de luz dorada iluminó las pesadas cortinas de terciopelo. Un instante después, las cortinas se abrieron en silencio, descubriendo un estrado completamente forrado de negro, y amueblado tan solo por dos sillas blancas. Una voz grabada sobre un fondo de tambores y platillos anunció al incomparable Armand Montvalier. El público aplaudió sin mucho entusiasmo, mientras por la izquierda hacía su entrada el mago de la grabación que había visto Jana, vestido con un esmoquin azul y una pajarita del mismo color sobre su camisa blanca.

Armand se inclinó exageradamente a un lado y a otro para agradecer los tibios aplausos de los espectadores. Tras él había aparecido un fornido ayudante calvo, con grandes bigotes castaños y un aro de metal en la nariz. El tipo llevaba puestas unas mallas rojas con rayos amarillos en la parte exterior de ambas perneras, lo que le daba el aspecto de un superhéroe de pacotilla.

—Damas y caballeros, es un honor presentarme ante ustedes para ofrecerles mi nuevo espectáculo —dijo Armand. Debía de llevar un micrófono prendido a la ropa, porque su voz sonaba fuerte y algo metálica, aunque agradable—. Los números que van a contemplar hoy aquí les dejarán con la boca abierta, y cuando regresen a sus casas intentarán convencerse a sí mismos de que solo eran trucos, y de que no han visto nada que no tenga explicación. Pero se equivocarán: porque la magia que hoy vamos a ofrecerles no es magia de circo, sino magia real, de esa que poco a poco va empezando a formar parte de sus vidas. Yo les voy a mostrar lo que se puede hacer con esa magia… Pero les daré un consejo: no intenten imitarme. Si sufrieran un accidente por mi culpa, nunca me lo perdonaría.

Un conato de aplauso saludó el final de las explicaciones. Armand volvió a ejecutar una elegante reverencia y se retiró al fondo del escenario junto con su ayudante, mientras del techo, iluminado por dos focos azules, descendía un pesado acuario repleto de agua.

—Voy a realizar ante ustedes el célebre número de la caja de tortura china, inmortalizado por el gran Houdini —dijo Armand, acercándose de nuevo al patio de butacas y señalando con un gesto majestuoso la gigantesca pecera de cristal—. En homenaje a él, introduciremos algunas variantes que esperamos consigan sorprenderles y deleitarles.

Una voz en off repitió las explicaciones de Armand en varias lenguas mientras él se quitaba la chaqueta y su ayudante desaparecía entre bastidores para regresar al cabo de un momento portando un hacha roja de enormes proporciones. Algunas personas se echaron a reír ante la grotesca imagen, pero Armand, frunciendo el ceño, los acalló con un gesto. A pesar de su imborrable sonrisa, era evidente que se tomaba el espectáculo muy en serio.

De nuevo se oyó un redoble de tambores, y del techo cayó una pesada cadena que chocó contra las tablas del escenario exactamente a los pies de Armand. El ayudante se acercó, recogió el extremo de la cadena del suelo, y parecía a punto de pasarla alrededor de la cintura del mago cuando este levantó un dedo admonitorio y lo miró con gesto severo.

—¡Alto, Fiorino! Te olvidas de una cosa —dijo, volviéndose sonriente hacia el público—. Necesitamos un voluntario… Por favor, esas manos: ¿alguien se ofrece voluntario para ayudar a Fiorino en este peligroso número?

Varios brazos se alzaron entre los espectadores, pero Armand señaló a un muchacho pálido, de cabello castaño, que se encontraba sentado a la izquierda de Álex y no había levantado la mano.

—¿Usted, señor? Magnífico, muchas gracias. Adelante, se lo ruego: suba al escenario.

El joven, que no parecía tener más de veinte años, miró confuso al mago y, después de una leve vacilación, obedeció sus instrucciones.

—Qué raro; ¿por qué a él? —Susurró Jana acercando su cabeza a la de Álex—. Ni siquiera se había ofrecido… Solo lo ha elegido porque está sentado a nuestro lado.

Álex se volvió a mirarla en la penumbra.

—¿Crees que nos ha visto? —Preguntó en voz baja—. Hay mucha gente…

—Seguro que se ha puesto de acuerdo con Yadia y que nos tienen vigilados —repuso Jana—. Si nos han hecho venir, es que algo pretenden…

Armand carraspeó, y Jana tuvo la sensación de que lo había hecho para reclamar su atención y obligarlos a callarse.

En cuanto el joven pálido subió al escenario, Fiorino se acercó a él y, con una graciosa reverencia, le entregó solemnemente el hacha roja. Al cogerla, el muchacho se tambaleó, debido a lo pesada que era. Se oyeron algunas risas disimuladas en la platea.

—Mi querido amigo —dijo Armand—. Te llamas…

—Paolo —logró contestar el joven—. Paolo Testa…

—Paolo; magnífico, Paolo. Tengo que pedirte que te sitúes a la izquierda de esta urna mortal y que permanezcas cerca con el hacha preparada, por si acaso el truco falla. Permaneceré sumergido en estas aguas gélidas durante tres minutos exactos. Si al cabo de tres minutos y medio no he salido, debo pedirte que rompas el cristal de la urna con el hacha para librarme de la muerte. No es más que una medida de precaución —añadió, con una tranquilizadora sonrisa dirigida al público—. No se preocupen, Paolo no tendrá que liberarme.

Dejando al perplejo Paolo estacionado junto a la enorme pecera, Armand pasó por delante de ella y se detuvo junto a la cadena. Fiorino procedió entonces a arrollarla varias veces alrededor de su cuerpo, ascendiendo desde los tobillos hacia el pecho. Después de asegurar los cierres de seguridad y de cerciorarse de que el mago estaba perfectamente sujeto, hizo un gesto al vacío, y la cadena comenzó a ascender, enganchada simultáneamente a los tobillos y a la parte superior del torso de Armand. Cuando este se encontraba ya encima del tanque, el enganche del torso se soltó, dejando al mago únicamente sujeto por los pies.

Lentamente, la cadena empezó a descender. Diez segundos más tarde, Armand estaba sumergido boca abajo en el agua del acuario. Algunos murmullos nerviosos recorrieron el teatro. Las luces se apagaron por completo, dejando un único foco azul sobre la urna y una proyección de un reloj digital sobre el fondo negro del escenario, un falso reloj que, con su ruidoso tictac, iba desgranando angustiosamente los segundos.

Como el resto de los espectadores, Jana contuvo el aliento mientras observaba cómo, a medida que transcurrían los minutos, el rostro de Armand se volvía rojo, luego púrpura y, finalmente, azulado. Grandes trozos de hielo flotaban en la superficie del tanque, para demostrar la bajísima temperatura del agua. Los segundos pasaban: dos minutos cincuenta y siete, cincuenta y ocho, cincuenta y nueve…

—¡Basta! ¡Sáquenlo ya! —chilló una voz fuera de sí.

Álex y Jana miraron sobresaltados a su izquierda. El grito procedía de la butaca que, poco antes, el voluntario forzoso reclutado por Armand había dejado vacía.

Un foco amarillo recorrió las hileras de butacas hasta detenerse en la del espectador histérico, que seguía chillando sin control. Cuando el charco de luz bañó su rostro, toda la sala estalló en exclamaciones de sorpresa. El tipo que chillaba sin parar, mientras se aferraba convulsamente a un hacha roja de grandes dimensiones, era ni más ni menos que el mismísimo Armand.

Cegado por la brillante luz del foco, el ilusionista dejó de gritar y cerró los ojos. Su expresión, en ese instante, era de absoluto desconcierto. La gente empezó a ponerse de pie para espiar su reacción, pero, antes de que esta llegara a producirse, el foco amarillo giró bruscamente hacia el escenario.

Y allí, delante del tanque de cristal, completamente empapado y envuelto en una alegre toalla playera, se encontraba de nuevo Armand. Exhibía en sus labios todavía amoratados por el frío la misma sonrisa obsequiosa y vacía de un momento antes, y gruesas gotas de agua caían de su pelo, chorreando sobre sus rubias pestañas y sus pálidas mejillas.

El público estalló en aplausos; se oyeron ovaciones nerviosas desde distintos puntos del teatro. Algunas provenían de los palcos… Diez segundos más tarde se encendió la gigantesca lámpara de cristal de Murano que pendía sobre el patio de butacas. Todas las miradas se volvieron al unísono hacia el asiento que, un instante antes, ocupaba Armand. Allí sentado, con expresión confusa y un brillo asustado en las pupilas, se encontraba el joven voluntario llamado Paolo. Aún sostenía el hacha entre las manos, y parecía ignorar completamente la milagrosa transformación que acababa de protagonizar.

Fiorino saltó ágilmente del escenario y, recorriendo el pasillo central, se detuvo junto a la fila que ocupaban, entre otros espectadores, Paolo, Álex y Jana.

—¿Me la devuelve, por favor? —dijo, apuntando al hacha roja que sostenía el joven.

Este lo miró con gesto de desamparo. No parecía muy seguro de que Fiorino se estuviese dirigiendo a él.

—El hacha —le susurró Álex al oído—. Tienes que devolvérsela…

Mientras el joven le tendía el hacha al imperturbable ayudante, los aplausos del público redoblaron su intensidad.

—Diez minutos de descanso —anunció Fiorino, regresando pesadamente al escenario—. El gran Armand necesita recuperarse de esta incomparable hazaña.

El telón cayó despacio, ocultando al mago y a su asistente, pero los aplausos tardaron un buen rato en apagarse.

Poco a poco, la gente comenzó a levantarse de sus butacas y a desfilar hacia el vestíbulo del teatro. Al pasar junto al asiento de Paolo, un hombre de rostro embrutecido y triste se le encaró, colocando su prominente barriga justo enfrente de la cara del muchacho. Su mujer, cuya fealdad era de esas que brotan directamente de un alma retorcida, se detuvo a su lado, sus labios finos apretados en una caricatura de sonrisa.

—¿Cuánto te han pagado por esta pantomima? —preguntó el tipo en tono desagradable—. No creo que mucho…

El joven frunció el ceño, y, por un momento, Jana tuvo la impresión de que estaba considerando seriamente la posibilidad de darle un puñetazo al tosco individuo en plena cara. Sin embargo, finalmente se contuvo, y lo único que hizo fue ponerse en pie, apartar al tipo de un manotazo y abandonar su butaca en dirección a la salida.

El hombre lo siguió con la mirada, obviamente defraudado por no haber conseguido humillar al chico.

—¡Como actor no vales nada! —Le gritó, enrojeciendo de frustración—. ¡Eres muy malo!

La mujer soltó una vulgar risotada, y ambos se alejaron cogidos del brazo. Jana los observó con una mueca de desagrado. Cuando desaparecieron tras la cortina negra de la salida central, sus ojos se encontraron con los de Álex.

—Qué pareja tan horrible —dijo—. Hay que estar muy enfermo para reaccionar así…

Álex asintió, pero su mente parecía estar en otra parte.

—¿Qué te ha parecido? —preguntó—. Impresionante, ¿no?

—Más que eso; extraño. No sé, Álex, a mí no me ha parecido que hubiese truco…

—A mí tampoco —coincidió el muchacho.

Se quedaron callados un instante, mientras el grupo de espectadores suizos desfilaba junto a ellos por el pasillo.

—¿Salimos nosotros también? —preguntó Jana cuando terminaron de pasar—. Me estoy asfixiando aquí dentro, necesito respirar.

Álex asintió, mirándola con preocupación. Ambos recorrieron el pasillo con las manos entrelazadas, apoyándose levemente el uno en el otro.

En el vestíbulo, alguien había puesto en marcha una pianola que desgranaba una vieja y monótona melodía de cabaret. El grupo de turistas japoneses formaba un círculo delante de la taquilla, y su guía comenzó a repartir triángulos de cartón con porciones de pizza que iba sacando de una enorme cesta de picnic. Mientras los japoneses daban cuenta con eficaz rapidez de su cena, el resto de los espectadores formaban animados corrillos donde se comentaba el espectacular truco de la primera parte del espectáculo. Todo el mundo hablaba en murmullos, como si existiese cierto temor a levantar la voz…

Álex se acercó al bar a por un par de botellas de agua, pero había mucha gente en la barra y tuvo que esperar turno durante varios minutos. Cuando regresó al lado de Jana, el timbre que señalaba la reanudación del espectáculo acababa de sonar. La pianola, para entonces, ya había enmudecido… Ante las puertas del patio de butacas se habían formado largas colas; ellos fueron de los últimos en regresar a sus asientos.

Antes de que las luces se apagaran, Jana se fijó en que la butaca contigua a la de Álex continuaba vacía.

—Parece que al «voluntario» no le han quedado ganas de ver la segunda parte —observó en voz baja.

—No me extraña —repuso Álex en el mismo tono—. A ver con qué nos salen ahora…

Mientras el telón subía, se oyó de nuevo un atronador redoble de tambores, que de inmediato desencadenó un nervioso aplauso entre las filas de espectadores. Armand salió al escenario, saludando a diestro y siniestro con su sombrero de copa forrado de lentejuelas verdes. Se había cambiado de ropa; ahora llevaba un esmoquin de color verde brillante, a juego con el sombrero. El pintoresco Fiorino no le acompañaba.

Algunos miembros del grupo de turistas suizos, que ocupaban las primeras filas, se pusieron en pie y comenzaron a lanzar rosas al escenario. Algunos lanzaban sus flores con tal violencia, que, más que homenajear al mago, daba la impresión de que quisieran golpearle.

Armand cogió al vuelo una de las rosas, tan marchita que casi todos sus pétalos cayeron al suelo cuando el mago intentó mostrársela al público. Con gesto apenado, Armand se agachó a recoger aquellos pétalos mustios uno a uno.

—Los magos siempre nos movemos en la frontera entre lo posible y lo imposible —reflexionó en voz alta, concentrado en su tarea—. Todos ustedes saben que esa frontera ha cambiado mucho en los últimos tiempos. El don de la magia se ha extendido por el mundo. No sabemos por qué, pero lo recibimos con gratitud. Ahora bien, ¿dónde queda ahora el papel de los magos? Debemos ir más allá que nunca, explorar los límites que, hasta ahora, la magia nunca había alcanzado…

Con los pétalos en la mano, se puso en pie y mostró solemnemente el tallo mustio de la rosa a su auditorio.

—La última frontera, damas y caballeros, es la muerte —dijo.

Después, acarició el tallo marchito con la mano que contenía los pétalos. Cuando la retiró, la rosa estaba intacta, y volvía a tener todos los pétalos que poco antes había perdido. Armand arrojó la rosa a una mujer de la primera fila, que la atrapó y la olió con fruición. El público aplaudió entusiasmado.

Cuando los aplausos se acallaron, Armand carraspeó afectadamente y volvió a hablar.

—Existe otra frontera, además de la muerte. Otra frontera que el hombre común raramente se aventura a explorar… Me refiero a la Verdad, damas y caballeros. Y yo, para concluir el espectáculo de esta noche, los invito a explorarla conmigo.

Sus ojos se entrecerraron ligeramente mientras recorría las mudas filas de espectadores, evaluando el efecto de sus palabras.

—Antes de comenzar, debo advertirles de algo que seguramente ya saben. La verdad puede resultar muy peligrosa… Ténganlo muy presente. A continuación, voy a responder a las tres primeras preguntas que ustedes quieran formularme, y voy a responder LA VERDAD. Pero existen algunas reglas: primera, no más de una pregunta por persona. Segunda, formulen preguntas cuya respuesta realmente sea de una importancia vital para ustedes. Esta condición es muy importante, y si no la tienen en cuenta se arriesgan a enfrentarse con una desagradable sorpresa. No intenten averiguar verdades que solo pueden hacerles daño… Por último, una tercera condición: mediten bien lo que van a preguntar. Y si no están seguros de querer saber la respuesta, no pregunten; porque el gran Armand conoce todas las verdades, y no vacila en revelarlas si se le desafía a hacerlo.

Un silencio helado acogió las últimas advertencias del mago. Era evidente que sus palabras hablan conseguido impresionar a los espectadores.

De pronto, al otro lado del pasillo y un par de filas por delante de la que ocupaban Álex y Jana, se puso en pie el hombre que poco antes había insultado al joven voluntario del hacha. Con los brazos en jarras y en tono burlón, formuló su pregunta:

—A ver, hombre. Si tanto sabes, ¿por qué no me dices qué número va a resultar premiado en la lotería?

Su mujer emitió una risilla de deleite, y entre el público se oyeron algunos murmullos.

Por primera vez desde el comienzo de la velada, Armand palideció. En su frente aparecieron dos profundas arrugas verticales, y la sonrisa desapareció de su rostro.

—Ha hecho usted una elección deplorable, caballero —dijo con voz ronca—. Les advertí de que tuvieran cuidado con lo que preguntaban. Debía ser algo absolutamente vital para ustedes…

—¿Y quién te dice a ti que no es vital para mí ganar a la lotería? —replicó el tipo agresivo con una risotada.

Armand tardó unos segundos en contestar.

—Está bien —suspiró—. Si eso es lo que realmente desea, contestaré a su pregunta. El número que resultará premiado en la lotería es el del billete que ahora mismo tiene usted celosamente guardado en su cartera. Pero eso no es lo que debería haber preguntado. Ahora, su vida corre peligro. Y la pregunta que podría salvarle es…: «¿Quién de los presentes intentará matarme esta noche para robarme el décimo premiado?».

El tipo miró a Armand petrificado. Todo su aplomo parecía haberle abandonado de golpe. Todavía de pie, se volvió hacia su mujer, colérico.

—Tú tienes la culpa —dijo—. Tú te empeñaste en que le preguntara… Yo ya no puedo hacer más preguntas, hazla tú por mí. Si alguien quiere matarme, quiero saberlo.

La mujer lo miró con infinito desprecio y no dijo ni una palabra.

El individuo se dejó caer en su asiento, aturdido. Algunas personas, apiadándose de él, formularon al mismo tiempo la pregunta que le atormentaba, pero Armand los acalló con un gesto.

—Lo siento, señoras y señores. Me preguntan quién va a intentar matar a este caballero, pero no puedo responderles… porque esa pregunta no es de vital importancia para quienes la han formulado. Solo podría contestar en caso de que la formulara la víctima (que ya ha desperdiciado su oportunidad) o el asesino (y no creo que él quiera que yo revele su identidad en voz alta).

—Está tomándonos el pelo —dijo el tipo con voz insegura desde su asiento—. Una broma de muy mal gusto. Le denunciaré; le llevaré a los tribunales…

—¿Desde cuándo el mal gusto es un delito? —Preguntó Armand, alzando exageradamente las cejas—. Si lo fuera, mi querido señor, usted y su mujer llevarían mucho tiempo en la cárcel.

El público estalló en carcajadas, y la tensión del momento se diluyó hasta desaparecer en aquel coro de risas. Los ánimos tardaron algunos minutos en serenarse… El individuo del billete de lotería permaneció sentado en su asiento con los ojos bajos, rojo de ira, pero sin decir palabra. Por lo visto, la idea de provocar a Armand ya no le divertía tanto como antes.

—Ya han visto, señoras y señores, que la verdad puede llegar a incomodar, o incluso a amenazar —dijo Armand, poniéndose repentinamente serio—. Por eso, les ruego que se lo piensen muy bien antes de alzar la mano y formular su siguiente pregunta. Háganme caso, es un buen consejo.

Un silencio de piedra cayó sobre el patio de butacas. Después de la inquietante respuesta que había recibido el primer voluntario, nadie parecía dispuesto a seguirle el juego al mago.

De pronto, para sorpresa de Jana, Álex se puso en pie.

—Yo tengo una pregunta —dijo con voz firme—. ¿Dónde está Armand en este momento?

Se oyeron murmullos de sorpresa, mezclados con algunas exclamaciones escandalizadas. Después de la demoledora respuesta que el mago le había dado al hombre de la lotería, no parecía prudente provocarlo con una broma.

Sin embargo, Armand no parecía escandalizado. Con perfecta calma, paseó la mirada sobre las butacas hasta detenerla en el rostro de Álex y le dedicó una inocente sonrisa.

—¿Podría explicarse mejor, señor? —solicitó educadamente—. Creo que no le he entendido bien…

—Usted no es el verdadero Armand —contestó Álex en tono retador—. Armand Montvalier era un ilusionista de tercera que malvivía viajando de pueblo en pueblo con su triste espectáculo. Hasta que algo sucedió… Algo que lo quitó de en medio. Sus restos calcinados se encuentran todavía en el depósito de cadáveres de Vicenza, en espera de que alguien los reclame. Yo mismo contemplé su cadáver hace tres noches; la policía no alberga ninguna duda acerca de su identidad.

De nuevo se oyeron susurros, conversaciones ahogadas, exclamaciones de asombro de algunos espectadores; pero esta vez Jana apenas les prestó atención. El corazón le latía a mil por hora, y sentía de pronto un ardor insoportable en las sienes.

Intentaba procesar lo que Álex acababa de decir. Había estado viendo un cadáver en Vicenza, a escasos kilómetros de Venecia, tres días atrás, cuando ella le creía a miles de kilómetros de distancia. Lo que significaba que llevaba en Italia bastante más tiempo de lo que ella suponía, evitándola…, sin tan siquiera contestar a sus llamadas. ¿Por qué? ¿Qué explicación tenía aquello? ¿Desde cuándo estaba siguiendo Álex la pista de Armand, y por qué no había compartido con ella lo que sabía? ¿Qué era exactamente lo que le estaba ocultando?

Necesitaba con tal urgencia una respuesta a aquellas preguntas que incluso se olvidó de Armand (o del falso Armand) por un momento. Solo cuando el mago se aclaró la garganta para responder a las acusaciones de Álex, volvió a prestarle atención.

—Le recuerdo, señor Torres —dijo Armand con una cínica sonrisa—; le recuerdo perfectamente, aunque en el momento de nuestro encuentro yo no era más que un espíritu incorpóreo, un alma vagabunda arrastrada hacia la extinción por el viento del destino y que luchaba con todas sus fuerzas por no separarse de su encarnadura mortal. Es cierto, yo era un mago lamentable, lo admito. Pero uno tiene derecho a querer superarse, a progresar en la vida, ¿no lo creen así? Todos queremos ser mejores; lo que ocurre es que la mayoría de las veces no estamos dispuestos a pagar el precio necesario. Porque el precio es la muerte, señoras y señores —añadió deslizando la mirada sobre las filas de espectadores con teatral solemnidad—. Para cambiar hay que morir, es la única manera. Y eso exige valor… Yo lo tengo, ¿y usted? —Su mirada regresó a Álex, y la sonrisa se borró bruscamente de su rostro—. ¿Está usted dispuesto a morir por lo que desea, señor Torres? O, para ir aún más lejos…, ¿está usted dispuesto a matar?

Álex miró fijamente al mago, tan pálido como si acabase de encajar un terrible golpe. Por un momento, Jana creyó que iba a responderle, pero en lugar de hacerlo se dejó caer en el asiento y bajó la mirada, mientras el mago sonreía satisfecho. Desde las butacas de alrededor, varias personas miraban a Álex con descaro.

—Es el asesino —dijo alguien, apuntándole con el dedo—. El que va a matar al de la lotería para quedarse con su número. Eso es lo que ha querido decir…

Varias personas apoyaron sus palabras, pero Álex no parecía prestarles ninguna atención. Se hallaba aislado en una especie de burbuja invisible, abstraído en unos pensamientos que, a juzgar por la expresión tensa y apenada de su rostro, debían de ser extraordinariamente sombríos.

—Creen que vas a matar a ese hombre —le susurró Jana, zarandeándole el brazo para obligarle a que le prestara atención—. Tienes que defenderte; una multitud asustada puede ser peligrosa…

Álex la miró como si no la viera. En ese instante, Armand dejó escapar una cristalina carcajada, como si todo aquello no hubiera sido más que un chiste.

—La tercera pregunta —dijo cuando consiguió dominar su ataque de hilaridad—. Solo una, por favor; tendrán que conformarse con eso. Les ruego que sean comprensivos.

La advertencia era innecesaria, ya que nadie parecía ansioso por preguntar nada. Algunas personas se estaban poniendo sus abrigos, enfadadas. La segunda parte del espectáculo estaba siendo un fiasco, una absurda y monumental tomadura de pelo.

Fue entonces cuando los centenares de bombillas de la lámpara de cristal del techo chisporrotearon todas a la vez y se apagaron. Al mismo tiempo, los dos focos que iluminaban el escenario estallaron con violencia. El teatro quedó sumido en la más completa oscuridad.

Alguien gritó, y comenzaron a oírse voces nerviosas, gente que intentaba salir, y otros que intentaban tranquilizarlos. Desde el escenario, Armand pidió calma.

—No se preocupen, damas y caballeros. Manténganse sentados en sus butacas, se lo ruego. El equipo de electricidad está intentando arreglar la avería. Reanudaremos el espectáculo lo antes posible…

Algunos espectadores encendieron sus teléfonos móviles, y se vieron un par de linternas oscilando por los pasillos, acompañadas de un ruido apresurado de pasos. Jana estaba rebuscando en su bolso para sacar su propio teléfono, cuando oyó una vez más la voz de Armand, aunque ahora sonaba ronca y perentoria, sorprendentemente transformada.

—Antes de que esto acabe, quiero contestar a tu pregunta —dijo; y Jana comprendió instantáneamente que se dirigía a ella, y que nadie más que ella podía oír sus palabras—. No intentes negarlo, te he oído formularla tan claramente como si hubieses hablado en voz alta. Lo sé, lo sé; no digas nada…

Jana miró de reojo a Álex, que permanecía completamente inmóvil en su butaca, un bulto negro recortándose contra la oscuridad algo menor del teatro. Se preguntó si él también habría oído la voz. Pero no; estaba segura de que no la había oído. Nadie más podía oírla, solo ella. Se relajó y esperó pacientemente a que la voz regresase. Sabía que Armand no le exigiría respuestas para seguir hablando, solo que abriese su mente y le escuchara.

—Cómo encontrar el libro —dijo el mago casi en un susurro, aunque Jana lo oyó con dolorosa claridad—. Eso es lo que quieres saber, ¿verdad, muchacha? Cómo encontrar el Libro de la Creación… Está bien, te daré una respuesta. Si quieres encontrarlo, tendrás que seguir la pista que te indique tu hermano David. Es una buena pista, una pista importante… Pero hay una condición. Para encontrar el libro, deberás separarte de tu amigo. Si seguís juntos, si regresáis juntos a casa, jamás lo encontraréis ninguno de los dos.

La última frase aún resonaba en los oídos de Jana cuando dos hileras de bombillitas doradas se encendieron de pronto, iluminando los márgenes del pasillo central.

—Señoras y señores, debemos pedirles que abandonen ordenadamente el teatro —anunció una voz femenina por megafonía—. La avería del sistema eléctrico no podrá solucionarse en un plazo breve de tiempo, por lo que el espectáculo queda suspendido. Rogamos disculpen las molestias…

La gente empezó a protestar, a levantarse, a exigir que le devolviesen el dinero. Todas las miradas se volvieron hacia el escenario, débilmente iluminado ahora por un equipo de luces de emergencia. Pero allí no quedaba nadie que pudiera escucharlos… El escenario se hallaba desierto.

Armand Montvalier había desaparecido.