De regreso en la cocina del palacio, Jana encontró a Corvino y a Nieve sentados en la mesa, esperándola para servirse. Sobre el mantel de cuadros, una fuente de porcelana contenía los tagliatelle con salsa de setas que Corvino había estado cocinando, todavía humeantes.
Jana se apresuró a ocupar su asiento, mientras Corvino repartía la pasta entre los tres platos decorados con festones de olivas negras. Le sorprendió lo hambrientos que parecían sus dos compañeros, así como el aspecto alegre y relajado de sus caras.
Intentó emular su apetito, pero el recuerdo de la esfera gelatinosa que acababa de dejar en la mesilla de noche había conseguido quitarle el hambre. Aun así, comió todo lo que pudo. No quería que Corvino y Nieve notasen su malestar y empezasen hacer preguntas.
Por fortuna, durante la primera parte del almuerzo Nieve llevó todo el peso de la conversación.
—Ese Glauco es un idiota —dijo, limpiándose delicadamente los restos de la salsa que le manchaban las comisuras de los labios con una servilleta de papel—. Todavía no entiendo por qué me tuvo esperando hora y cuarto en su encantadora compañía antes de entregarme a Argo.
—Querría ligar —bromeó Corvino—. Apuesto a que le gustas…
—Sí. Se nota a la legua lo mucho que le gusto. ¿Qué demonios les pasa a esos Varulf? Cada vez que me acerco a uno de ellos, pone caro de asco. Sé que odian a los guardianes, pero al menos podrían disimular un poco…
—Es tu olor —dijo Jana—. Los Varulf tienen el sentido del olfato muy desarrollado. Hace siglos que aprendieron a reconocer la proximidad de un guardián por su olor particular… Supongo que siguen percibiéndote como una amenaza.
Corvino se echó a reír.
—Ya lo sabes Nieve. Apestamos. Para Glauco debió de suponer toda una tortura estar contigo todo ese tiempo.
—En realidad, no estaba solo —explicó Nieve—. Harold no se apartó de él ni un segundo, y parecía vigilar cada palabra que decía el otro. Cuando Glauco empezó a presumir acerca de su jet privado, Harold se puso pálido de ira, y se apresuró a cambiar de conversación. Todavía no entiendo por qué…
—Yo sí —dijo Jana—. El clan de los Varulf siempre ha sido el más pobre de los clanes Medu. El hecho de que Glauco vaya por ahí en un jet privado da mucho que pensar. Su clan no podría financiarle esos caprichos.
—¿Ah no? —Nieve parecía sorprendida—. Pero, entonces, ¿quién…?
Corvino suspiró.
—Nosotros —repuso, mientras enrollaba media docena de tagliatelle sobre su tenedor—. Con todo el dinero que le hemos dado a cambio de Argo, pueden permitirse unos cuantos caprichos…
—Un jet privado, no —le contradijo Nieve—. Jana, ¿tú qué piensas?
—Pienso que ha sido Harold. Los Drakul están financiando a los Varulf, y también, seguramente, a los Íridos. Si no, ¿qué pinta su jefe, Eilat, aquí en Venecia? Deben haber formado una especie de alianza… Aunque no tengo ni idea de con qué fin.
Corvino terminó de masticar la porción de pasta que tenía en la boca antes de expresar su opinión.
—Probablemente, quieren romper el tratado de paz entre los Medu y los guardianes —apuntó—. A Harold nunca le ha gustado, y a Glauco todavía menos. Solo firmaron porque los Pindar y los albos se pusieron de tu parte, Jana, y apoyaron el pacto. Pero ahora que saben que Argo está enfermo y que Heru nos ha abandonado, deben de estar replanteándose las cosas. Solo quedamos Nieve y yo… Y tienen muchas cuentas pendientes con nosotros.
Jana removía distraídamente la pasta de su plato mientras escuchaba la hipótesis de Corvino.
—Estoy casi segura de que te equivocas —dijo cuando el guardián terminó de hablar—. No digo que Harold y Glauco no tengan ganas de romper el pacto, pero no creo que esa sea ahora mismo su prioridad. Vosotros no sois el enemigo: soy yo. Quiero decir, mi clan… los Drakul no pueden perdonarme lo que le sucedió a Erik. Sienten que lo han perdido todo por mi culpa, y antes o después buscarán la forma de vengarse.
—No sé; Harold No me parece ningún loco —reflexionó Nieve—. Al menos, hasta ahora nunca se ha comportado como tal. Quizá lo único que quieran los Drakul es comprar ciertas alianzas para ir recuperando poco a poco su influencia. Habrá que estar atentos… Pero, sinceramente, no creo que tengamos motivos serios para preocuparnos, al menos por ahora.
—Un problema menos, entonces —concluyó Corvino, sirviéndose un poco más de pasta de la fuente—. Ojalá todos pudiesen despacharse así.
Jana observó la mirada de preocupación que intercambiaban los dos guardianes.
—¿Ocurre algo? —preguntó.
Nieve se volvió hacia ella. Tenía el ceño levemente fruncido.
—Argo —contestó a bocajarro—. Eso es lo que ocurre. Tenerlo aquí va a ser un problema, y todos lo sabemos. Además, está claro que se trae algo entre manos… ¿Cuándo vas a contarnos lo que te dijo, Jana?
La muchacha no se esperaba un ataque tan directo.
—No… no puedo contaros nada —contestó, incómoda—. Me obligó a jurar mediante la fórmula de los Agmar que no revelaría su secreto… Y un juramento Medu no puede quebrantarse.
Nieve se apartó con energía un tirabuzón rubio que le caía sobre la frente.
—Estupendo —dijo, visiblemente descontenta—. Ahora resulta que no confías en nosotros. En serio, Jana; no sé si te das cuenta de lo peligroso que puede ser Argo. Él solo pretende utilizarte, nada más.
—¿Crees que no lo sé? —Jana arrojó la servilleta sobre la mesa, irritada—. No soy una imbécil, se perfectamente que Argo intenta tenderme una trampa. Pero un juramento es un juramento… Y eso es algo que vosotros dos deberíais entender.
—No te pongas así, Jana; lo entendemos —murmuró Corvino, poniendo una mano sobre la muñeca izquierda de la chica—. Estamos preocupados por ti, eso es todo.
Jana deslizó la mano por debajo de la de Corvino para rehuir su contacto. Estaba demasiado nerviosa para apreciar aquel gesto de amistad.
—No tenéis por qué preocuparos —dijo—. Sé cuidar de mí misma. Llevo haciéndolo desde muchos años…
—No tantos como nosotros —observó Nieve jocosamente.
Jana la miró con los ojos entrecerrados. No estaba de humor para bromas.
—Decís que no confío en vosotros, pero sois vosotros los que no confiáis en mí —murmuró—. Lo que os preocupa no es que yo pueda correr peligro, sino que os ponga en peligro a vosotros… y quizá también a los demás.
Nieve y Corvino se miraron de nuevo.
—Vamos, Jana —dijo este último con suavidad—. Eso es injusto, y tú lo sabes.
Jana escrutó el rostro sereno y apuesto de su interlocutor durante unos instantes. Los rasgos de la muchacha ya no reflejaban irritación, sino una mezcla de turbación y ansiedad.
—Si lo que dices es verdad, demuéstramelo —dijo—. Demostrádmelo los dos… No puedo contaros lo que me ha dicho Argo, pero si me cedéis su custodia durante unos días, prometo compartir con vosotros lo que averigüe. Necesito investigar un poco por mi cuenta. No tenéis que preocuparos por él, yo sabré manejarlo… Si se convence de que le sigo el juego, al final conseguiré averiguar lo que trama. Una semana: eso es todo lo que os pido. Demostradme que confiáis en mí. —Un silencio sepulcral acogió las últimas palabras de Jana. El buen humor había desaparecido de golpe del rostro de Nieve, y los rasgos de Corvino parecían de golpe rígidos, acartonados, como si estuviese realizando un gran esfuerzo para no dejar traslucir sus sentimientos.
—Bueno, supongo que esa es vuestra respuesta —musitó Jana, desalentada—. Debería habérmelo imaginado.
Hizo ademán de levantarse de la mesa, pero Nieve la detuvo cogiéndola de la mano.
—Espera, Jana. Intenta comprendernos. Sería una irresponsabilidad por nuestra parte cederte la custodia de Argo. Si algo te ocurriera, no nos lo perdonaríamos…
—Tú no lo conoces como nosotros —dijo Corvino—. Lo estás subestimando. Crees que puedes manejarlo porque está enfermo y desesperado. No te das cuenta de que eso lo vuelve todavía más peligroso.
—Cuatro días. —Jana se puso de pie y miró suplicante a Nieve—. Tres… Dejad que me lo lleve y averigüe que se trae entre manos.
—Cuéntanos lo que te ha dicho, y decidiremos si es conveniente con firmeza.
Su respuesta, en la práctica, equivalía a una negativa. Ella sabía que Jana no quebrantaría su juramento.
Jana le dirigió una mirada llena de rencor.
—Creía que éramos amigas —dijo—. He venido aquí porque me necesitabais para cerrar el trato con Glauco. Te recuerdo que, si yo no hubiese accedido a entrevistarme con Argo, él seguiría ahora en una mazmorra Varulf.
—Una razón más para desconfiar —replicó Corvino sin perder la calma—. Seguramente los Varulf habrán llegado a algún acuerdo con Argo que te incluye a ti. Si no nos cuentas lo que sabes, no podemos ayudarte…
Nieve había retirado la mano que sujetaba a Jana. Aparentemente, había renunciado a retenerla.
—De acuerdo —dijo la joven Agmar, levantándose con brusquedad—. Si no queréis ayudarme me las arreglaré sola. Al fin y al cabo, estoy acostumbrada… Espero que no tengáis que arrepentiros de la decisión que acabáis de tomar.
Una vez en su habitación, Jana se quitó un zapato con el otro, y a continuación se sacó el segundo de una patada. Tuvo que hacer un esfuerzo para desenfundarse los ajustados vaqueros, y eso no hizo sino aumentar su mal humor. Arrojando los pantalones a una silla, abrió de golpe el armario y se quedó mirando las escasas prendas que colgaban de las perchas. En diez segundos se decidió por un vestido negro con diminutos lunares rojos que siempre le habían parecido gotas de sangre. Delante del espejo, se lo puso. Luego, observó con expresión crítica su reflejo, salpicado de resplandores del canal. Le sentaba bien…
Quería tener el mejor aspecto posible cuando hablase con Álex. No deseaba que él notase lo mal que se sentía, ni cuánto le estaba afectando su ausencia. Intentaría que su voz sonase neutra, ni demasiado cálida ni demasiado irritada. No pensaba darle el gusto de demostrarle lo preocupada que había estado por él… Aunque Álex era tan distraído para esa clase de cosas que probablemente ni siquiera se daría cuenta.
Encendió el ordenador y esperó impaciente a que el sistema operativo se pusiese en marcha. Esta vez, tenía que contestar. Necesitaba hablar con él, contarle lo que estaba pasando. Bueno, no todo… El juramento que le había hecho a Argo le impedía contar lo que le había revelado el anciano, y eso incluía también a Álex. Pero, aunque no llegase a explicárselo todo, podría decirle suficiente para que él entendiese que se hallaba de una pista importante. Álex conocía bien a Nieve y Corvino, había convivido con ellos durante meses. Si hablaba con los guardianes, si intercedía a su favor, tal vez lograse que le cediesen la custodia de Argo. Era la única forma de averiguar, de una vez por todas, que pretendía el anciano.
Le bastó echar un vistazo al programa de videoconferencias para comprobar que Álex se encontraba desconectado. Eso no la desanimó: le llamaría por teléfono y le pediría que encendiese el ordenador: Quería hablar con él cara a cara, ver su expresión cuando ella le preguntase qué había estado haciendo y cuándo pensaba dar señales de vida.
Marcó rápidamente su número. El contestador saltó casi de inmediato: usuario ocupado. Álex estaba hablando con otra persona… ¿Con quién?
Con la boca seca y una angustiosa opresión en el pecho, como si su cuerpo se hubiese olvidado de pronto de respirar, Jana regresó a la pantalla del ordenador. Había una conexión fallida de David, apenas una hora antes. Le había dejado un mensaje en el chat: «Llámame lo antes que puedas. Me ha pasado algo muy raro».
Jana releyó varias veces las dos escuetas frases. David era la persona más independiente que conocía: si había sentido el impulso de hablar con ella, debía de tener un buen motivo…
Aparcando momentáneamente su rencor hacia Álex, coloco el cursor sobre el nombre de su hermano en la lista de contactos y pulsó el botón de llamada.
No tuvo que esperar mucho. Primero vio su propia imagen esperando con gesto sombrío su respuesta, y luego apareció, en un recuadro más pequeño, el rostro pálido e inquietante de David. En un par de segundos, el recuadro pequeño ocupó toda la pantalla. David llevaba un jersey oscuro de cuello alto, como si tuviese frío. Probablemente habría olvidado encender la calefacción. No solía prestar demasiada atención a sus necesidades materiales. Cuando ella no estaba, era capaz de pasarse un día entero sin comer otra cosa que batidos de chocolate y bolsas de patatas fritas.
Los ojos verdes de David se iluminaron al ver a su hermana.
—Vaya, Jana, estás guapísima. La vieja Europa te sienta bien…
—Tú en cambio estás hecho un asco. En serio, necesitas pasarte el peine.
David sonrió con aire complacido.
—Siempre ejerciendo de hermana mayor. Creí que nunca llegaría a decir esto, pero lo echaba de menos.
Aquello logró arrancar una leve sonrisa de Jana.
—Estaba comiendo cuando llamaste —explicó—. Con Nieve y Corvino.
—Debe ser fascinante pasar las vacaciones con esos dos. Cuando lo piensas bien, ¿no lo encuentras surrealista?
La sonrisa se borró del rostro de Jana tan rápidamente como había aparecido.
—No he venido de vacaciones —le recordó su hermana—. El traslado de Argo ha sido hoy… Me rogaron que viniera, por si lo has olvidado.
David ladeó la cabeza.
—Vamos, no te mosquees. Por lo menos espero que haya merecido la pena. ¿Qué quería contarte ese tipo?
—¿Argo? No puedo decírtelo. Me hizo jurar bajo la fórmula Agmar que no hablaría con nadie del tema.
—No debiste jurarlo —dijo David, frunciendo el entrecejo—. Él habría hablado de todas formas. Demostró tener mucho interés…
—No podía arriesgarme. Le queda poco tiempo de vida, David, y un retraso podría significar…, ya sabes, no volver a verlo. Pensé que era mejor no poner obstáculos… y creo que no me equivoqué.
—Entonces, ha merecido la pena.
—Todavía no estoy segura. Pero, si hay algo de verdad en lo que Argo me ha contado, podrían cambiar muchas cosas…
Se interrumpió al ver que David levantaba su mano derecha para que ella la viera.
—¿También esto? —preguntó en voz baja.
Jana miró fijamente aquella mano oculta bajo un guante negro. En realidad, no sabía cuál era el aspecto, y prefería no saberlo. David jamás se quitaba el guante en su presencia. Pero notaba la rigidez de la muñeca, los dedos acartonados, como muñones sin vida.
La mano derecha de David, la que él usaba para dibujar, había quedado horriblemente dañada durante su combate con Heru en la Caverna Sagrada. Desde entonces, no había vuelto a ser capaz de dibujar nada. Él, que vivía para sus tatuajes, se había visto obligado a renunciar a su arte. Era tan injusto, tan cruel, que Jana intentaba pensar en ello lo menos posible.
David, por su parte, jamás se quejaba de su desgracia. Por eso, a Jana le sorprendió que blandiese ante ella aquel guante odioso, sabiendo como sabía, que el solo hecho de verlo le hacía daño.
—Te dije que me había pasado algo raro —dijo el muchacho, mirándose la mano con extrañeza—. Ayer de madrugada me asaltó una visión. Fue una visión increíble, la más poderosa que he tenido nunca. En ella volvía a dibujar; estaba tatuando a alguien invisible, alguien hecho de aire. Y mi mano se movía con movimientos exactos, precisos, sabía exactamente qué era lo que estaba dibujando. No sé cómo explicártelo: el dibujo también era invisible, pero yo lo sentía dentro, podía reconstruir su contorno sin trazos, no necesitaba ver las líneas. Y cuanto más dibujaba, más cerca me sentía el trance. El poder del dibujo era inmenso, y estaba íntimamente unido a mí.
Jana sondeó los grandes ojos claros de su hermano. Estaban húmedos.
—¿Qué representaba el dibujo? —preguntó en voz baja.
David meneó lentamente la cabeza.
—No lo sé —murmuró—. No era nada concreto. Pero en un momento dado, mi mano trazó una forma circular, y sentí una quemazón intensa en los dedos. Ya sabes que normalmente no reaccionan a nada. Se han vuelto tan insensibles como si fuesen de madera…
—Continúa.
—Como te decía, era una especie de anillo grande, ondulado, y estaba hecho de luz, aunque yo no podía verlo.
—La Esencia de Poder…
—Eso mismo pensé yo —confirmó David con los ojos brillantes—. O, mejor dicho, lo sentí. Era esa corona, la que mató a Erik. Y el resto del dibujo representaba, de un modo abstracto, la Caverna Sagrada.
Jana se quedó callada durante unos segundos.
—¿Cuándo dices que tuviste la visión? —preguntó al fin.
—De madrugada. No sé, serían las cinco y media o las seis de la mañana…
—Aquí debía de ser ya mediodía —dijo Jana, pensativa—. Justo cuando yo tuve mi visión…
—¿De qué estás hablando?
Jana miró largamente el rostro anguloso de su hermano, sus fríos ojos verdes llenos de curiosidad.
—No puedo contarte los detalles, pero las revelaciones de Argo me llevaron a un lugar; y en ese lugar tuve una visión… Una visión de la Caverna Sagrada.
—Una visión así no puedes haberla provocado tú sola —observó David con viveza—. ¿Qué diablos había en ese sitio?
Jana se mordió el labio inferior. No quería traicionar su juramento, pero al mismo tiempo sentía que necesitaba compartir lo que sabía con alguien. Estaba detrás de algo importante… y también, probablemente, muy peligroso. Si algo sucedía, tenía que asegurarse de que alguien de su confianza supiera lo que estaba pasando. Había pensado en recurrir a Álex, pero no podía seguir esperando a que diera señales de vida. Sabía que en David podía confiar…
Además, en cierto modo, él ya estaba metido en el asunto. La visión que había tenido no era casual. Ambos estaban conectados por vínculos mágicos muy profundos, y él había captado una parte de lo que ella había experimentado en su regreso a la Caverna Sagrada… Tenía derecho a conocer la verdad.
—Había un vídeo —explicó—. En él se veía a un mago que se quemaba y luego renacía de sus cenizas. Como una especie de ave fénix… Yadia asegura que se trataba de un truco de imagen, pero yo no estoy tan segura.
—Un momento, me he perdido —la interrumpió su hermano—. ¿Quién es Yadia?
Jana suspiró.
—El cazarrecompensas que capturó a Argo. Los Varulf pusieron como condición a mi entrevista con Argo que él estuviera presente. Se empeñó en venir conmigo… Es un tipo espabilado, pero no creo que tengamos que preocuparnos por él.
—Y dices que vio el vídeo contigo —murmuró David—. ¿Qué tiene eso que ver con la visión?
—En el vídeo se veía un reflejo extraño. Puse la mano sobre él, y tuve la visión. Había un objeto muy poderoso detrás de la cámara cuando lo grabaron. Yo supuse que podría ser un libro de la biblioteca de los Kuriles. Volví a ver a Argo para interrogarlo… Y él me lo confirmó.
—¿Un libro Kuril? —David arqueó las cejas—. ¿El mismo que Álex descubrió en la torre de los Vientos?
—¿El tablero de ajedrez?, No, creo que no. Cuando la torre desapareció, el libro debió de esfumarse con ella. Esté donde esté, no creo que sea el libro que me ha mostrado Argo.
—Pero podría serlo… Piénsalo; no puede haber muchos más libros Kuriles escondidos por ahí.
—Según Argo, este no es ni siquiera un libro Kuril, sino algo mucho más antiguo. Él lo llama «el Libro de la Creación». Los Kuriles, según dice, se habrían limitado a hacer una copia. Lo que yo vi fue el reflejo de esa copia… Esa es, al menos, su versión.
—¿Y un reflejo de una copia te llevó hasta la Caverna Sagrada? —David se echó a reír—. No quiero ni pensar lo que podría hacer el original…
—No te lo tomes a broma —le regañó su hermana—. Allí había algo, de eso estoy segura. Algo extraordinariamente poderoso… Y quiero averiguar qué era. Tú sabes más de antigua mitología que yo. Solías inspirarte en viejas leyendas Medu para hacer tus tatuajes… ¿Alguna vez habías oído lo de ese libro?
—¿El Libro de la Creación? —David pareció reflexionar—. No, nunca en mi vida. ¿Qué te contó Argo?
Jana dudó un momento antes de contestar. No podía dejar de pensar en el juramento que había hecho. Pero, interpretando literalmente la fórmula sagrada, ella solo había jurado que no revelaría la dirección de Venecia adonde Argo la había enviado. Lo demás habían sido deducciones suyas… que el viejo guardián se había encargado de confirmar.
No era un argumento demasiado convincente, pero Jana decidió aferrarse a él para vencer los escrúpulos. Además, compartir un secreto con David era casi como quedárselo para ella… David era su hermano, y no haría nada que pudiera perjudicarla.
—Tampoco me contó demasiado —explicó, mirando la imagen levemente ralentizada de su hermano—. Me dijo que el libro existía desde tiempos inmemoriales, que algunos pensaban que había creado el mundo; me dijo que podía devolverle la vida a un hombre… Y a un inmortal, la inmortalidad.
David chasqueó la lengua. El sonido llegó al ordenador de Jana un poco después de que ella viera su gesto en la pantalla.
—Te está tomando el pelo. O se está engañando a sí mismo… Ni siquiera un libro Kuril podría hacer eso.
—Tú no has visto ese vídeo. Juraría que el tipo que aparece en él se quema de verdad, y que luego renace de sus cenizas.
—¿Quién es? ¿Lo sabes?
Jana asintió.
—Un mago humano llamado Armand.
—Deberías buscarlo —opinó David—. Quizá el tipo sepa algo más. ¿Qué quería Argo a cambio de esa información? Porque algo querría, seguro…
—Quiere que lo ayude a escapar.
Esta vez, la carcajada de David llegó a oídos de Jana sincronizada con la imagen.
—¿Qué lo ayudes a escapar? Está claro que se le ha reblandecido el cerebro. No puede ser tan estúpido como para creer que vas a caer en su trampa…
El ceño arrugado de Jana consiguió apagar finalmente las risas de su hermano.
—Te lo estás planteando —murmuró, mirando a la pantalla con los ojos muy abiertos—. No puedo creerlo, te lo estás planteando en serio.
—¿Por qué no? —Preguntó Jana, a la defensiva—. Estoy harta de hacer siempre lo que me dicen todos. Han pasado muchas cosas, pero tú y yo seguimos teniendo responsabilidades… Especialmente yo. Todavía soy la jefa de los Agmar.
—¿Y qué tiene eso que ver? —David parecía alarmado—. Precisamente por las responsabilidades que tienes, deberías andarte con más cuidado.
—Argo no está bromeando —le interrumpió Jana—. Desde el principio sabía que iba a desconfiar de él, y aun así ha recurrido a mí. ¿No te das cuenta? Desconfiar es lo fácil, lo que haría cualquiera.
—Menos tú…
—No seas idiota. Claro que desconfío; pero, aun así, quiero averiguar qué hay detrás de su historia. Aunque lo saque del palacio, no le perderé de vista. Está muy débil, no se me escapará…
—¿Qué pasa, te ha hechizado o algo así?
Jana miró fijamente a su hermano antes de contestar.
—Todavía no he dicho que lo vaya a hacer. Él me ha ofrecido una prueba más. Dice que, después verla, no me quedarán dudas. Tendría que ser esta noche.
—¿De qué se trata? ¿Otra visión?
Jana se alejó del ordenador para abrir el cajón de su mesita. De allí sacó una bufanda negra con bordados de color verde claro. Sentándose de nuevo ante la pantalla, empezó a desdoblarla con cuidado, hasta sacar el pequeño objeto envuelto en ella.
—¿Qué es eso? —Preguntó David, entrecerrando los ojos para enfocar la imagen—. Parece una pelota en miniatura…
—Es un ojo —explicó Jana, mirando con asco la negra esfera que le había tiznado los dedos—. Uno de los ojos de las alas de Argo. Me ha dicho que me lo trague después de que anochezca, pero no sé si tendré estomago para hacerlo.
Sus ojos se elevaron lentamente hacia la pantalla, donde la imagen de David la observaba con expresión demudada.
—Ni se te ocurra tragarte eso, Jana —dijo el muchacho con voz ronca—. ¿Has perdido la cabeza? Podría ser un veneno, o, todavía peor, un hechizo… Dime que no estás tan loca como para tragártelo.
Jana se encogió de hombros.
—Es asqueroso —admitió—. Pero ¿y si de verdad puede provocar visiones? No puedo quedarme con la duda…
—Claro que puedes. —David se estaba poniendo histérico, cosa muy poco habitual en él—. Tienes que prometerme que no vas a tragarte esa cosa. No pienso dejarte en paz hasta que me lo prometas. Por favor Jana…
Ella lo miró con una mezcla de perplejidad y diversión.
—¿No te parece que estás exagerando un poco? No me importa que interpretes el papel de hermano protector de vez en cuando, pero te estás pasando de la raya…
—¿Me estoy pasando? No creo. Dime la verdad, ¿qué opina Álex de todo esto?
Por un momento, Jana dejó que su rostro reflejase la contrariedad que le producía aquella pregunta.
—Álex no sabe nada —repuso con voz apagada—. Pero no creo que eso importe…
—¿Se lo estás ocultando?
Los dos hermanos se miraron unos instantes a través de las pantallas de sus ordenadores.
—Hace bastantes días que no sé nada de Álex, David —confesó finalmente Jana—. Aunque hubiese querido contárselo, no habría podido… No consigo localizarlo.
Un destello de malicia atravesó los ojos de David.
—¿Tu novio no da señales de vida? —preguntó—. Vaya, vaya, la pareja idílica tiene problemas… ¡Quién iba decirlo!
—Parece que te alegra —bufó Jana, asesinándolo con la mirada—. Estupendo, veo que todo el mundo está de mi parte.
David suspiró, cansado.
—Vamos, no te pongas dramática. Esté donde esté, seguro que no hace más que pensar en ti. Nunca he visto un tío más loco por alguien que Álex… De verdad, no tienes por qué preocuparte.
Jana asintió. Sus ojos se desviaron un instante hacia la ventana, distraída por el chillido largo y quejumbroso de una gaviota.
Volvió a centrarse en la pantalla cuando oyó carraspear a su hermano David.
—Escucha —dijo este—. No tienes por qué tirar el ojo de Argo, si no quieres. Solo te pido que esperes un poco antes de tomar una decisión sobre él. Voy a intentar informarme sobre ese libro. Tú sabes que tengo mis contactos… Si Argo no se ha inventado esa historia, lo averiguaré. Alguien tiene que haber oído hablar del Libro de la Creación, si realmente ha existido.
Jana asintió, pensativa.
—Está bien, esperaré —dijo—. ¿Cuánto crees que tardarás en encontrar algo? Argo está muy mal, podría morir en cualquier momento…
—Dos o tres días. Menos, si tengo suerte. Vamos, no es tan terrible —añadió David al ver la cara de angustia que ponía Jana—. Me imagino que convivir con Nieve y Corvino unos días más no debe de ser especialmente excitante, pero tampoco es para tanto.
—No es por ellos. Al menos, no solo por ellos… Es que me estoy consumiendo aquí encerrada, sin hacer nada. Si ese libro existe, lo quiero, ¿me oyes? Y no puedo esperar a tenerlo entre mis manos.
Sus ojos se encontraron con los de David.
—¿Por qué? —Dijo este—. ¿Por qué es tan importante? El mundo ha cambiado, Jana; ni siquiera el Libro de la Creación, suponiendo que exista, hará que vuelva a ser como era…
—Con más motivo, entonces. Es este mundo de ahora, no puedo confiar en nadie. Por eso no puedo dejar que ese libro caiga en otras manos que no sean las mías… Lo hago por todo nosotros. Por el clan, por el legado de nuestros antepasados… Y también por ti, David.