Capítulo 4

Cuando sus ojos lograron acostumbrarse a la luz, Álex se obligó a mirar a su alrededor. Reconoció enseguida la silueta del puente de Rialto sobre el Gran Canal y las decenas de góndolas que iban y venían bajo su enorme arco. Había regresado a Venecia…

Contempló, horrorizado, la marea de turistas que rodeaban las tiendas de collares de vidrio junto al puente. Antes o después, lo verían. O, mejor dicho, verían al monstruo en el que se había convertido… Verían el cuerpo reseco y cubierto de tatuajes del Nosferatu.

Se preguntó cómo reaccionarían al verlo. Probablemente alguien gritaría. Se armaría un gran revuelo, se oirían exclamaciones en distintos idiomas. Alguien terminaría avisando a la policía.

Álex respiró hondo. Quizá fuese mejor así. No deseaba acostumbrarse a aquel cuerpo que no era el suyo, que no era nada más que una costra de oscuridad alrededor de su espíritu atormentado. Cuanto antes lo libraran de él, mejor… Antes o después, alguien, enloquecido por el temor, atacaría al monstruo. Quizá de esa forma consiguiese liberarlo.

O quizá no. Tal vez su propio destino había quedado ligado para siempre a la suerte de aquella horrible piel muerta. En ese caso, tendría que morir con ella. Cualquier cosa sería mejor que seguir siendo su prisionero.

Al principio intentó gobernar la frágil materia que lo envolvía, con la esperanza de poder dirigir sus movimientos. Pero pronto se dio cuenta de que era inútil. El cuerpo del Nosferatu solo le obedecía cuando su voluntad coincidía con la de él. Pero eso no sucedía casi nunca… La mayor parte del tiempo, era el monstruo quien decidía por sí mismo hacia dónde y cómo quería moverse.

Conservaba el control, en cambio, sobre su mirada. Eso le permitió buscar con los ojos la figura de David. Pero el hermano de Jana parecía haberse volatilizado en el aire… O tal vez el conjuro de la puerta lo hubiese conducido a un lugar distinto.

Álex sintió una oleada de pánico cuando los ojos de una turista se posaron en él. Por un lado deseaba que lo vieran, pero por otro lado le repugnaba imponer su horrible presencia a aquella pobre e indefensa mujer…

Sin embargo, los iris grisáceos de la dama resbalaron sobre él sin detenerse. Al parecer, ni siquiera lo había visto.

Álex se miró, espantado, las manos. La frágil envoltura de piel del Nosferatu era casi transparente, incluso para él.

¿En qué se había convertido? No tenía cuerpo, ni órganos, y la prisión que lo envolvía resultaba tan invisible como su propio espíritu. No podía gritar, ni hablar, ni comunicarse de ningún modo con el resto de los seres humanos. Había quedado reducido a la condición de un espectro… aunque, al mismo tiempo, tenía la certeza de que aún seguía vivo. Vivo, pero misteriosamente escindido de su cuerpo. Dividido en dos mitades que tal vez nunca volverían a juntarse.

La piel del Nosferatu, aquella piel que no era la suya, le ardía como si toda ella fuese una inmensa quemadura supurante. Pronto descubrió que, si se protegía de la luz directa del sol, la quemazón remitía un poco, y a partir de ese momento su principal preocupación consistió en buscar el lado más sombrío de las calles que iba atravesando.

Álex se dio cuenta enseguida de que, pese a su invisibilidad, la gente que pasaba parecía evitarlo inconscientemente. Era como si, de algún modo, captasen su presencia y lo «rodeasen».

A medida que transcurrían los minutos, el muchacho iba ganando cierto control sobre su cárcel de piel, y en un momento dado consiguió incluso estirar un brazo para rozar con la punta de los dedos a un joven gondolero que descansaba indolentemente apoyado en un poste de madera. Le pareció que el veneciano se estremecía un poco, como si sintiese frío. Sin embargo, sus ojos no llegaron siquiera a buscar a su alrededor al causante de aquel leve contacto que acababa de experimentar.

Tenía que hacerse a la idea: estaba totalmente incomunicado. La gente normal no lo veía ni podía oírle. Su única esperanza eran los Medu. Quizá alguno de los miembros de los clanes conservase la suficiente magia como para notar su presencia.

¿Dónde diablos se habría metido David? Tal vez estuviese en otro rincón de la ciudad, buscándole. Interiormente, maldijo a Jana por haber abandonado Venecia sin despedirse, dejándolo solo en aquella aventura. Ella podría haberle ayudado. Era una de las hechiceras Medu más poderosas que quedaban, incluso después del episodio de la Caverna. Estaba seguro de que, si la tuviera delante, ella no le ignoraría. Seguramente habría conseguido captar su atención, hacerle notar que estaba allí.

Pero aquellos pensamientos solo conseguían hacerle daño. Tenía que hacerse a la idea de que Jana no estaba, de que no podía contar con su ayuda. Y el resto de los Medu que conocía en la ciudad no eran precisamente gente de fiar. Recurrir a ellos en una situación tan delicada como la suya suponía un riesgo que, por el momento, no le tentaba demasiado.

Quedaban los guardianes. Nieve lo ayudaría, estaba seguro; pero para eso, antes tenía que llegar a su casa y conseguir que ella lo viera.

La primera parte del plan parecía relativamente fácil. Álex recordaba bien el lugar del palacio de los guardianes, y creía poder llegar con facilidad hasta él desde el puente de Rialto.

Sin embargo, cuando comenzó a caminar comprendió que los planes del Nosferatu no coincidían con los suyos. La cárcel viva que lo envolvía había decidido moverse en una dirección diferente. Tenía, al parecer, su propio plan… O quizá se limitaba a recordarle que ya no era libre.

Álex luchó al principio contra aquellas piernas que no le obedecían, pero lo único que consiguió fue fatigarse hasta la extenuación. Aquella era una batalla que no podía ganar. El Nosferatu lo tenía a su merced. Si luchaba contra él, se hacía daño a sí mismo.

Al final se dio por vencido. Dejó que el cuerpo invisible del Nosferatu le arrastrase por las calles de la ciudad de un barrio a otro, de una plaza a otra, sin oponer la menor resistencia. Al fin y al cabo, ¿de qué le habría servido? Prefería reservar las escasas fuerzas que le quedaban hasta encontrar una forma mínimamente eficaz de utilizarlas.

Perdió la noción del tiempo. Una de las ventajas de verse separado de su cuerpo era que ya no tenía que preocuparse por el hambre, la sed o cualquier otra necesidad fisiológica. Eso le permitía concentrar todas sus fuerzas en percibir lo que ocurría a su alrededor y en reflexionar sobre ello. Además, una vez que se acostumbró a dejarse llevar por la extraña carcasa de piel mágica que lo aprisionaba, comprobó que la fatiga desaparecía. Mientras no se revelase contra el Nosferatu, no tendría que preocuparse por sufrir un nuevo episodio de agotamiento. Incluso la sensación de estar cubierto de quemaduras había desaparecido.

Una campana resonó en el cielo acuoso de la ciudad, desatando un huracán de palomas histéricas que huían de la torre de una iglesia para refugiarse en los tejados cercanos. Álex alzó la vista hacia el campanario. Había un reloj que señalaba las siete en punto. Tenían que ser, forzosamente, las siete de la tarde.

El sol empezaba a declinar. Álex habría deseado detenerse un momento frente a aquella iglesia apacible, sentarse sobre el empedrado y echarse a llorar. Pero el Nosferatu no se lo permitió… Contra su voluntad, se vio obligado a continuar la marcha.

Habían dado tantas vueltas por la laberíntica ciudad de los canales que ya no sabía muy bien dónde se encontraba, aunque tenía la impresión de que uno de los puentes que acababa de atravesar conducía al barrio de Cannaregio. Si estaba en lo cierto, eso significaba que no se hallaba muy lejos del palacio de Nieve.

Sin embargo, para entonces ya había perdido las esperanzas de poder recurrir a la ayuda de los guardianes. Sabía que el Nosferatu no se lo permitiría. La monstruosa criatura que lo recubría había logrado infiltrarse misteriosamente en su conciencia, leyéndole cada uno de sus pensamientos en el mismo instante en que cobraba forma. Y haría lo que fuera para impedir que su prisionero recuperara la libertad, porque eso significaría para ella volver al estado inanimado, perder aquella vida robada que le había permitido, después de varios siglos de inmovilidad, salir de su escondite en busca de sus propios objetivos.

Pero ¿qué objetivos? Por más que se esforzaba, Álex no conseguía imaginar cuáles podían ser los propósitos del monstruo. Era posible que el Nosferatu no actuase por su propia voluntad, sino que alguien, en la distancia, lo estuviese manejando. Pero, en tal caso, ¿quién podía ser ese alguien? ¿Armand? Sí, tenía que ser Armand; o, mejor dicho, el impostor que había adoptado la apariencia del difunto mago para hacerse pasar por él.

De repente, Álex sintió un violento golpe en el hombro derecho. Se detuvo, sobresaltado. Aún no había conseguido acostumbrarse a tener que padecer los sufrimientos de un cuerpo que, en realidad, no le pertenecía. Se frotó con su mano transparente el hombro dolorido mientras sus ojos se fijaban en el hombre contra el cual se había golpeado.

Era un norteamericano de mediana edad. Un tipo alto y fornido, con un sombrero tejano y camisa de cuadros sobre unos desgastados pantalones vaqueros. Miraba a derecha e izquierda, conmocionado por el golpe, y evidentemente malhumorado por no haberlo visto venir. Intentaba descubrir quién había sido el bromista que tan hábilmente se había escabullido después de lanzarse contra él, pero a su alrededor no había más que jubilados y parejas jóvenes de su mismo grupo, un rebaño de turistas incapaces de atacarlo, y menos aún de disimular en una situación como aquella. El tipo parecía tener claro que el golpe no podía proceder de sus compañeros, pero por más que buscaba al intruso responsable, no lo encontraba. Era evidente que no podía ver a Álex, y que ni siquiera notaba su presencia.

Después de varios intentos desesperados por llamar la atención de aquel tipo (gritos y súplicas que ni siquiera el propio Álex llegó a oír), el muchacho se dio la vuelta y comenzó a alejarse del grupo de turistas, completamente derrotado. Esta vez, la piel del Nosferatu no se opuso a sus movimientos. Al contrario, era como si le diese alas, como si le permitiese deslizarse sobre el pavimento con tanta ligereza como si flotara, conduciéndolo a través de una ancha plaza de edificios casi simétricos que Álex identificó como el centro del ghetto judío, hasta una callejuela lateral donde, de buenas a primeras, detuvo bruscamente su avance.

Álex miró desorientado a su alrededor. En la calle no había más que una pareja de jóvenes a punto de entrar en una casa viejísima.

El muchacho ahogó un grito al reconocer a la muchacha. Era Jana…

Pero cuando desvió los ojos hacia el chico que la acompañaba, su sorpresa se transformó en terror.

No podía creer lo que estaba viendo; o, mejor dicho, no deseaba creerlo.

Era imposible. Era un error, un monumental error de la naturaleza. O, peor aún, un terrible engaño, un maleficio de la peor especie…

Porque el muchacho que tenía delante, el joven que apoyaba distraídamente una mano en el hombro de Jana mientras con la otra tanteaba el dintel de piedra de la puerta, no era otro que él mismo. O, al menos, tenía el mismo aspecto que él. Que Álex. O, mejor dicho, que el antiguo Álex, el Álex que iba y venía por donde quería, que era libre para hacer lo que quisiera…

El Álex que no estaba atrapado en un cuerpo siniestro, en la oscuridad de una prisión con forma humana, a medio camino entre los muertos y los vivos.