Capítulo 4

Mientras seguía al Ghul por un laberinto de subterráneos enmohecidos, Jana no dejaba de darle vueltas a una de las frases que había pronunciado Harold. El regente Drakul había asegurado que Heru, el antiguo guardián del fuego, había abandonado a sus propios compañeros… ¿Sería cierto? Últimamente Nieve nunca lo mencionaba, y parecía evidente que vivía en el palacio del Gran Canal con Corvino y con ella, ya que Jana no lo había visto nunca desde su llegada.

También le había llamado la atención la violenta reacción de Nieve cuando Harold aludió a su relación con Corvino. No era normal que la guardiana de la voz llegase a perder los estribos de aquella manera. ¿Tanto le irritaba la idea de que alguien pudiese enemistarla con el único aliado que parecía quedarle?

Quizá se tratara de eso, pero también era posible que hubiese algo más, Jana sonrió al recordar la velada de la noche anterior, en compañía de sus anfitriones. Nieve se había mostrado muy locuaz durante toda la cena, pero Corvino, en cambio, había estado muy callado casi todo el tiempo. Jana había sorprendido un par de miradas del muchacho (era lo que parecía, pese a su calculable edad) dirigidas a su compañera cuando creía que nadie lo observaba. Había una mezcla de inquietud y frustración en aquellas miradas; era como si, de pronto Corvino viese a Nieve de un modo diferente, y daba la impresión de que lo que veía le turbaba y le irritaba al mismo tiempo. ¿Por qué? Corvino era el guardián de los sentidos. Nadie en el mundo poseía tanto dominio como él sobre las reacciones de su cuerpo y de su espíritu. ¿No sería que, pese a su largo entrenamiento en el control de sus emociones, de pronto había empezado a sentir algo que no podía controlar?

Y ese algo, probablemente, tenía mucho que ver con Nieve…

—Hemos llegado —dijo el Ghul, señalando con su velluda mano el final de un lóbrego corredor iluminado por el fuego tembloroso de un par de antorchas—. Es ahí, la última puerta a la derecha. No hace falta que te acompañe… Yadia te abrirá.

Mientras el Ghul regresaba sobre sus pasos, Jana contempló con curiosidad la figura desmadejada del joven que hacía guardia ante la mazamorra de Argo. El muchacho debía encontrarse medio adormilado antes de la llegada imprevista. Al oír pasos en el corredor, se había incorporado con brusquedad.

Jana caminó hacia él. El muchacho sonrió al reconocerla. Por lo visto, no le sorprendía demasiado su visita.

Solo al llegar hasta él se dio cuenta de lo alto que era. Le sacaba la cabeza a Jana, y eso que tenía tendencia a encorvar ligeramente los hombros, como si fuera viejo. Y otro rasgo que recordaba el aspecto de un anciano era la blancura casi azulada de sus cabellos, peinados en rígidos mechones puntiagudos alrededor de su cara.

Por lo demás, las facciones eran inequívocamente la de un muchacho de dieciséis o diecisiete años. Unas facciones bastante armoniosas, pero al mismo tiempo inquietantes. Quizá esa sensación la provocaba el brillo anormal de sus ojos azul claro, o a la sonrisa algo traviesa de sus labios.

Llevaba puesta una túnica marrón de aspecto anticuado sobre una camiseta negra con el logotipo de una banda de rock y unos ceñidos pantalones de cuero.

—La jefa del clan de los Agmar —saludó, inclinándose ceremoniosamente—. Había oído hablar mucho de ti, princesa…

—¿Eres Yadia? —Repuso Jana, examinándole con descaro de pies a cabeza—. No te imaginaba tan joven. Los cazarrecompensas suelen ser gente curtida…

—Lo tomaré como un cumplido —dijo el muchacho, tendiéndole la mano derecha.

Jana le ofreció la suya creyendo que se la iba a estrechársela, pero, en lugar de eso, Yadia se la llevó a los labios y la besó. Fue un beso protocolario, breve y respetuoso. Jana no intentó disimular su asombro. Los Varulf no se caracterizaban precisamente por su cortesía, y Yadia pertenecía, según había oído, al rango más humilde dentro de la jerarquía del clan, el de un mestizo medio humano… ¿Dónde le habían enseñado buenos modales?

Antes de que sus manos se separaran, Jana echó un vistazo a los anchos tatuajes geométricos en forma de brazalete que decoraban las muñecas del joven. No eran de muy buena calidad, y estaban muy descoloridos, pero, aun así, se notaba enseguida que no eran tatuajes Varulf. Se decía que Yadia se había criado con su madre humana… en ese caso, ¿por qué llevaba tatuajes como los Medu? Tatuajes de exiliado, sin marcas de clan… ¿Le habrían obligado a hacérselos?

—Argo no esperaba tu visita hasta mañana —dijo el muchacho, interrumpiendo las reflexiones de Jana—. Quizá no quiera recibirte… Aunque yo diría que está ansioso de entrevistarse contigo —añadió, desenganchando un pesado manojo de llaves de su cinturón—. Y, teniendo en cuenta cómo está empeorando su salud… tal vez se alegre de que te hayas adelantado.

—Pareces saber mucho acerca de tu prisionero —dijo Jana, observándolo con atención—. ¿Habla contigo?

—A veces. Pero también he aprendido a interpretar sus silencios. Ten en cuenta que tuve que espiarle durante semanas para conseguir atraparlo.

Yadia introdujo una llave en el cerrojo de arriba y la giró, emitiendo un breve chasquido. Luego repitió la operación con el resto de los cerrojos. Había siete en total. Una precaución que no parecía excesiva, teniendo en cuenta la identidad del prisionero.

—¿Lo hiciste por encargo? —preguntó Jana en voz baja. Yadia, que estaba a punto de levantar la barra de hierro atravesada sobre la puerta, se detuvo un instante para mirarla.

—¿Capturar a Argo? No, lo hice por iniciativa propia —contestó, sonriendo con malicia—. Sabía que un golpe así me haría popular… Y fíjate, no me he equivocado. Ahora, hasta una princesa Agmar recuerda mi nombre.

Jana le dedicó una fría sonrisa, y no dejó de observarle mientras él apartaba la barra de seguridad y abría la puerta.

Dentro de la celda reinaba un calor húmedo, provocado quizá por el fuego de las numerosas velas que ardían en las cuatro esquinas de la estancia, repartidas en cuatro candelabros. Olía a humo, a sudor y a cera derretida. Pese a la fresca brisa que penetraba a la mazmorra a través de un alto ventanuco enrejado, Jana tuvo la sensación de que le faltaba el aire, o de que este se encontraba tan viciado que le costaba trabajo respirar.

Argo yacía acostado en un camastro gris, arrebujado bajo una raída manta de cuadros escoceses. Ni siquiera se incorporó al oír abrirse la puerta.

—Argo, ha venido a verte Jana, la jefa del clan Agmar —anunció Yadia.

El guardián caído apartó la manta y muy despacio, como si cada gesto le costase un gran esfuerzo, deslizó las piernas hacia el suelo y se sentó en la cama. Sus alas negras eran dos muñones carbonizados que entorpecían todos sus movimientos. Jana sintió una oleada de repugnancia al enfrentarse con su rostro. Más que envejecer, era como si se hubiese corrompido, como si una blandura putrefacta hubiese invadido sus aristocráticos rasgos. El pelo le caía en grises mechones sin vida sobre las hundidas mejillas, y los ojos eran dos alfileres de oscuridad sobre una máscara cenicienta, infinitamente antiguos y malvados.

Al ver a Jana, su expresión se recompuso en una siniestra sonrisa.

—La joven que sacrificó a su pueblo a cambio de un abrazo —dijo. Su voz sonaba a papel crujiente y amarillo, a punto de deshacerse entre las manos—. Al menos, estabas dispuesta a hacerlo… ¿Por qué has venido?

Jana se obligó a sostenerle la mirada.

—Dijiste que querías verme, ¿no lo recuerdas?

Argo se sacudió la ceniza de una de las alas. Un intenso olor a quemado invadió la celda.

—¿Crees que he perdido la memoria? —Replicó, chasqueando los dedos—. No te esperaba hasta mañana… ¿pensabas que podrías confundirme?

Jana seguía mirándolo sin pestañear. Sus aterciopelados ojos castaños permanecían atentos a cada cambio de expresión del guardián, por mínimo e insignificante que fuera.

—Me dijeron que estabas muy mal. Pensé que no valía la pena arriesgarse a esperar.

Argo lanzó una crepitante carcajada.

—Siempre sincera. Y, de paso, pensaste que podrías cogerme desprevenido si venías antes de la cita acordada… Retorcida y, a la vez, ridículamente ingenua. Soy demasiado viejo para dejarme engañar por una adolescente con aires de grandeza.

Jana ladeó la cabeza y desplegó una seductora sonrisa. Quería demostrarle al viejo guardián que no se dejaba intimidar con facilidad.

—En cualquier caso, los que me hablaron de tu enfermedad no mentían —dijo—. La verdad es que tienes muy mal aspecto… ¿Te han maltratado los Varulf?

—¿Los Varulf? —Argo emitió una risotada que se prolongó en un largo acceso de tos—. No seas ridícula. Su poder no es tan grande como para provocar… esto.

—Entonces no lo entiendo —confesó Jana, avanzando dos pasos en dirección a la cama para ver más de cerca al prisionero—. Tus compañeros se encuentran perfectamente. Nieve parece incluso más joven que antes de la muerte de Erik, allá en la Caverna. Tiene que haber alguna razón para que a ti te haya ocurrido esto…

—La hay. Hice algo que ellos nunca se atreverían a hacer. Desafié a la naturaleza. Intenté conquistar la inmortalidad… Y este ha sido el resultado.

Jana se estremeció.

—Quizá haya sido lo mejor —dijo con franqueza.

—¿Para ti y para los tuyos? Puedes apostar a que sí. —La voz de Argo se había vuelto agresiva y cortante como una hoja de cuchillo—. Me da igual lo que ocurriese en esa caverna, yo siempre os consideraré mis enemigos. Solo que ahora tengo a otros enemigos a los que odio más que a los Medu.

—Te refieres a…

—Me refiero a ellos, sí; a mis antiguos compañeros. Me han abandonado, y ahora yo voy a pagarles con la misma moneda.

Jana frunció el ceño, intentando encajar las piezas del puzle.

—¿Por eso querías verme? ¿Quieres vengarte de los guardianes?

En el centro de las pupilas de Argo apareció una luz anaranjada, como el reflejo de un cigarrillo encendido.

—Por desgracia, no tengo tiempo para una venganza. Me estoy muriendo, Jana… Además, sigo siendo un guardián. Los guardianes no disfrutamos haciendo daño.

—Entonces, si no es venganza, ¿qué quieres de mí?

—Pronto moriré, y he estado pensando muy seriamente qué hacer con mi legado. No deseo compartirlo con mis antiguos compañeros, pero tampoco me gustaría que se perdiese en el olvido cuando yo desaparezca. Por eso pensé en ti: te he elegido para transmitirte esa pequeña información, que es toda mi herencia. Lo que hagas con ella es cosa tuya… Yo, al menos, moriré tranquilo.

Jana sonrió, incrédula. Quería que Argo notase lo poco que le impresionaban las palabras. Yadia, que había permanecido todo el tiempo junto a la puerta, se dirigió en ese instante hacia uno de los candelabros que iluminaban la mazmorra y prendió con su mechero de bolsillo las dos velas que una corriente de aire acababa de apagar.

Jana siguió sus movimientos con expresión de desagrado.

—Creí que esta entrevista era entre tú y yo —dijo, volviéndose hacia el guardián—. ¿No puedes ordenarle que se vaya?

Una chisa de ironía bailó en los ojos de Argo.

—¿Que se lo «ordene»? —Dijo, recalcando burlonamente la última palabra—. Querida, pareces haber olvidado que soy un prisionero…

—Pero dijiste que querías una entrevista a solas conmigo —insistió la joven Agmar—. Él puede vigilar la puerta desde fuera, no hay necesidad de que escuche nuestra conversación. Hablaré con Harold y con Eilat, si es necesario. No quiero testigos.

—Pierdes el tiempo —dijo Yadia. Seguía de espaldas a Jana y a Argo, ocupado en limpiar la cera caliente que una de las velas había derramado en el suelo—. Ni Harold ni Eilat te harán el menor caso. Tengo que asistir a la entrevista, son órdenes expresas de Glauco. Pregúntaselo a él, si quieres…

—Fue la condición que pusieron los Varulf para permitirme hablar contigo —confirmó Argo en tono cansado—. No me fío de ti ni de los Varulf. Y tengo muchas cosas que hacer como para seguir perdiendo el tiempo con esta pantomima.

Mientras hablaba, Jana se dio la vuelta y caminó decidida hacia la puerta, como para irse. Sus manos forcejearon con el pestillo. Estaba cerrado con llave.

—No puedo creerlo —protestó, girándose instantáneamente hacia Yadia, que ahora la observaba con aire de aburrimiento—. ¿Te has atrevido a encerrarme? ¿A mí, una jefa Agmar? Estás loco…

—Solo estoy protegiendo la intimidad de la entrevista —se justificó Yadia arrugando levemente el entrecejo—. Fueron las órdenes que recibí.

—Ya está bien. Abre esa puerta y déjame salir. De lo contrario… Es cierto que nuestro poder ha decaído mucho, pero aún me queda el suficiente como para hacer volar esta sucia cárcel y el resto del edificio en pedazos.

Yadia se echó a reír, lo que no hizo sino aumentar la irritación de Jana. Pero entonces intervino Argo en un tono sorprendentemente conciliador.

—Vamos muchacha no te enfades. Te estás dejando dominar por tus prejuicios y tu rencor. Espera a oír lo que tengo que revelarte, en cuestión de un par de minutos… Después, Yadia te abrirá la puerta y todo habrá terminado.

Con una mueca de dolor, el anciano se puso de pie y se ajustó los pliegues de su harapienta túnica, que parecía tan vieja como él. Jana observó su rostro con atención. Ahora no parecía estar divirtiéndose. Al contrario, era evidente que sufría… Argo estaba muriéndose, y eso hacía que, fuese cual fuese el secreto que quería comunicarle, adquiriese una especial importancia.

—Está bien —suspiró Jana—; he venido a escucharte y te escucharé. Dime lo que tengas que decirme…

—Antes, tienes que jurar por el linaje Agmar al que perteneces que no compartirás esta información con nadie.

Jana lo miró con fijeza.

—No puedes pedirme eso —murmuró—. Es un juramento peligroso…

—No mientras no intentes romperlo. Jura —le exigió Argo en tono apremiante.

Jana vaciló un momento, pero finalmente alzó la mano derecha, cerró los ojos y pronunció con voz firme la fórmula ritual del juramento Agmar.

—Por la sombra oscura de la luna, por la negra profundidad del corazón. Por el vuelo secreto de los pájaros nocturnos, por la palabra y sus abismos, por el misterio eterno de los símbolos, juro no repetir a nadie lo que estás a punto de revelarme.

—Que el silencio de la eternidad nuble para siempre tu mente si no cumples tu juramento —contestó Argo con solemnidad—. Y que mi maldición caiga sobre ti y los de tu tribu hasta el fin de los días.

La última frase, ajena al ritual Agmar, consiguió provocarle a Jana un intenso escalofrío. En ese instante se alegró de que la iluminación de la celda fuese tan escasa. Confiaba en que, al amparo de la penumbra, su inquietud pasase desapercibida.

—Bueno ya he jurado —dijo, mirando a Argo con ojos desafiantes—. Ahora, suelta lo que tengas que soltar. Ya me has hecho esperar demasiado…

Una sonrisa exaltada, de loco, Transformó por un instante el rostro agotado del guardián.

—Es solo esto: Calee dei Morti 2251 Santa Croce 30135.

Instintivamente, Jana puso en práctica las técnicas memorísticas que su madre le había enseñado en la infancia para grabar en su mente la secuencia de palabras y números que el guardián acababa de pronunciar.

Parecía tratarse de una dirección, una de esas crípticas direcciones que utiliza el servicio de correos para identificar un determinado edificio en el laberíntico plano de Venecia.

Cuando Argo se calló, lo miró inquisitivamente, esperando a que añadiese algo más. Pero el guardián, sonriendo de medio lado, se dio la vuelta y regresó despacio a su camastro. Una vez allí, se tendió trabajosamente de cara a la pared, tapándose con su sucia manta. Lo único que Jana podía ver de él eran los retorcidos muñones de sus alas, negros como los despojos carbonizados de un pájaro atrapado en un incendio.