Avanzando entres las columnas cubiertas de jeroglíficos, Jana se fue aproximando al lugar del que brotaban las sombras, tras la pared sobre la que, un día lejano, Arawn había leído las primeras páginas del Libro de la Creación. Detrás de las columnas había un largo muro que hacía esquina con la pared del libro, y, en mitad del muro, un rectángulo de oscuridad señalaba el lugar de la puerta. Jana se dirigió hacia allí, aunque cada paso que daba le costaba un esfuerzo mayor que el anterior.
Cruzando el umbral de la oscura puerta, penetró en el templo. Era un recinto rectangular, iluminado por el suave resplandor de un objeto suspendido al fondo la nave central. Dos hileras interminables de columnas flanqueaban aquella nave, pero Jana no podía ver más que sus siluetas, más negras que la oscuridad misma.
Al pasar entre las dos columnas, un rápido aleteo la sobresaltó. Un ave grande, de cuerpo blanco y largo cuello negro, pasó volando majestuosamente un poco por encima de su cabeza. Jana reconoció su pico curvo y robusto al instante. Era un ibis…
El pájaro fue a posarse sobre el capitel en forma de loto y se quedó allí, observándola desde arriba con indiferencia.
Un ibis sagrado. El símbolo que había utilizado en su invocación para representar a Álex, la noche en que ambos compartieron aquella visión funesta. Solo que ahora era un símbolo vivo, un ave que respiraba y volaba impulsada por una voluntad propia.
Jana tragó saliva para deshacer el nudo que estrangulaba su garganta y siguió caminando. A medida que iba aproximándose al fondo del templo, el objeto que brillaba se iba perfilando ante ella con mayor claridad. Se trataba de una balanza, una balanza antigua con los platillos de oro colgados por relucientes cadenas de una barra horizontal. Se hallaba situada sobre una mesa de piedra que, en realidad, era el capitel de una columna destruida. Un capitel en forma de loto…
Inclinada sobre la balanza había una forma humana. Tenía el rostro de Álex y los ojos de fuego del Nosferatu, con dos pájaros negros inscritos en su iris de color rubí.
Aquellos ojos espantosos se clavaron en Jana nada más notar su presencia. En el rostro de Álex, apergaminado y cubierto de tatuajes, se dibujó una sonrisa.
—Llegas a tiempo para el juicio —dijo con su voz de siempre, la que Jana había escuchado tantas veces en la intimidad de la noche, mientras ambos contemplaban abrazados el avance de las sombras—. Mira la balanza… Su veredicto es claro: culpable.
Jana se fijó por primera vez en los dos objetos que descansaban sobre los platillos de la balanza. Fue como si la sangre se le congelara en las venas: uno de ellos era el zafiro azul de Sarasvati, y el otro…
El otro era un corazón humano, un corazón vivo, palpitante y cubierto de sangre.
Instintivamente, Jana se llevó la mano al pecho. No sintió nada, ni el más leve movimiento. Era como si su corazón se hubiera parado… O, más bien, como si ya no estuviese allí.
Volvió a fijar la mirada en la víscera sanguinolenta que brillaba en la balanza. Ella sabía que aquella no era más que una ilusión provocada por un poderoso hechizo. Su corazón seguía en su sitio, aunque ella no pudiera oírlo. Y aquella triste masa roja e informa no era su verdadero corazón; no podía serlo…
Sin embargo, allí estaba. Y, por absurdo que pudiera parecer, aquella escena golpeó a Jana como si realmente el corazón que latía en el platillo dorado fuera el suyo.
Álex la había juzgado y la había condenado. Álex, no el Nosferatu… la balanza representaba la relación entre ellos dos, su historia de amor. La piedra azul contra el corazón rojo.
Y la piedra, a pesar de su tamaño, pesaba más que el corazón.
Jana se sintió desfallecer. En aquel momento habría dado cualquier cosa por salir de allí, por apartarse lo más deprisa posible de aquella caricatura de sí misma que Álex le estaba mostrando a través de la balanza; sin embargo, por alguna razón, no podía apartar la vista de ella. Era como si un sortilegio la obligase a seguir mirando.
—El zafiro representa tu ambición —dijo Álex. La normalidad de su voz hacía aún más horripilante, por contraste, el monstruoso aspecto de su rostro y de sus ojos inyectados en sangre—. El corazón representa tu amor por mí. El zafiro pesa más; tu ansia de poder es mucho más fuerte que tu amor. Me has traicionado…
Lo peor de aquella voz dolida y quejumbrosa era que se filtraba en el alma como un veneno, contaminándolo todo. Era la voz de víctima cargada de reproches y de celos. Una voz corrosiva como ácido sulfúrico, colándose hasta el último rincón de la mente de Jana, impidiéndole pensar.
—Yo… yo te quiero —fue lo único que se le ocurrió decir—. Te lo he demostrado muchas veces.
—Mientes —escupió Álex, frunciendo su apergaminada frente cubierta de dibujos negros—. Ni siquiera tú misma crees en tus palabras.
La injusticia de Álex hizo que una rabia absurda comenzase a crecer en el interior de Jana, mezclándose con su dolor.
—En la Caverna intenté dar la vida por ti —replicó en voz baja—. ¿Cómo puedes haberlo olvidado?
—Probablemente lo que querías no era salvarme a mí, sino salvarlo a él…
—¿A Erik? —las mejilla se Jana se encendieron de indignación—. Estás loco.
—Ya. ¿Y también estaba loco cuando os vi besaros en la Caverna? Eres una…
—Cállate. Era una visión, Álex. Una maldita visión simbólica. No puedes confundir los símbolos con la realidad…
—Entonces, es incluso peor de lo que creía. ¿Ese beso era un símbolo? ¿Un símbolo de qué, Jana?
La confusión se adueñó por un instante de la muchacha. No tenía respuesta para aquella pregunta. Recordaba con perfecta nitidez la emoción que había sentido al rozar los labios de Erik; una emoción tan intensa y profunda, que por unos segundos, había llegado a confundirla con el amor…
Sostuvo la mirada de Álex no había más que odio: un odio ignorante y cruel, anterior a su amor, anterior a todo. Un odio tan antiguo como el mundo.
Y entonces, Jana tuvo una especie de revelación. Comprendió aquel odio no iba dirigido contra ella en realidad, sino contra el propio Álex, contra la parte de sí mismo más sombría y violenta; una fuerza destructiva que latía en su interior y que ni él mismo comprendía.
El Libro de la Muerte. Quizá todos los seres humanos llevasen una copia de él en su conciencia. Pero solo algunos, los más valientes, se atrevían a sacarla a la luz; a enfrentarse a sus propios demonios…
¿Y ella? Resultaba fácil dejarse atrapar por la lógica de aquel odio aplastante que Álex le escupía a la cara, porque ella también tenía demonios que sacar a la luz. En su alma latía tanta capacidad de destrucción como en la de Álex. Tenía motivos más que sobrados para sentir rencor hacia él. Estaba siendo injusto y desagradecido. Malinterpretaba a propósito todo lo que ella había hecho, empeñado en verlo bajo la luz más oscura posible. La odiaba…
Ella también podía odiarle.
Sobre todo, le odiaba por obligarla a sacar lo peor de sí misma. Por obligarla a defenderse de las acusaciones en las que Jana podía reconocer un germen de verdad. Era cierto que le gustaba luchar por lo que quería; que tenía ambición. Que su vida no se reducía a estar enamorada de un chico y vivir con él en un mundo de color rosa, sin preocuparse por nada más…
Podía odiarse por ello, como la odiaba Álex. Podía reaccionar contra aquel odio atacándole a él.
Podía contaminarse de su veneno y convertirse en un monstruo…
Pero también podía enfrentarse de otro modo a su propia oscuridad.
Podía vencer a sus demonios. En algún lugar, dentro de ella, dormía el Libro de la Vida.
Ahora comprendía que no se trataba de un texto hermético que solo una poderosa hechicera podía descifrar. Como otro libro, el de la Muerte, este se encontraba en todos los seres humanos.
Pero para leerlo hacía falta aún más valor que para leer el otro texto.
Hacía falta, sobre todo, más fe. Más fe en el corazón humano… Más fe en los demás y en sí misma.
Fue como si una brisa fresca entrase en su mente y se llevase el polvo y las telarañas. Ahora podía verlo todo con claridad. El odio de Álex seguía allí, materializado en apariencia monstruosa del Nosferatu. Y también en la balanza…
Pero ahora era capaz de captar unos cuantos detalles de la escena que antes se le habían escapado. En primer lugar se dio cuenta de que el zafiro no era un espejismo. Se trataba de la verdadera Luna de Sarasvati, de la piedra real. Mientras que el corazón no era más que una visión extraordinariamente realista. Por eso pesaba menos. Sencillamente, no se trataba de algo material; era tan solo una imagen.
Al mismo tiempo notó otra cosa. Del platillo sobre el cual reposaba el zafiro emanaba una negrura casi insoportable. La piedra misma era la fuente de toda la oscuridad que pesaba sobre el templo, quizá sobre toda Venecia.
¿Cómo no se le había ocurrido antes? Solo un objeto mágico tan poderoso como la piedra Sarasvati podía estar detrás de la plaga que asolaba la ciudad. El Nosferatu se la había robado en algún momento, probablemente cuando intentó entrar en su habitación. Álex conocía el poder del zafiro…
Ahora ya sabía cuál era la fuente del hechizo que amenazaba todas las obras de arte creadas por el ser humana. Era un primer paso para conjurarlo.
Lo primero que se le ocurrió fue intentar arrancar la piedra de la balanza utilizando su poder sobre ella. Después de todo, el zafiro de Sarasvati había permanecido en su familia durante generaciones. Jana sabía cómo utilizarlo, lo había demostrado varias veces.
Solo tenía que concentrarse en el resplandor azul de su superficie e invocarlos para que flotase hasta su mano.
Pero enseguida desechó esa idea. Álex la conocía muy bien y en cuanto comenzase a concentrarse en el zafiro lo notaría. Debía hacer todo lo posible por distraer su atención, para que él creyera que no estaba luchando contra el hechizo sino completamente concentrada en defenderse de sus acusaciones.
Y, mientras tanto, su mente trabajaría sin descanso hasta conjurar el sortilegio de un modo más sutil.
Jana apoyó todo su peso en la columna de piedra que tenía más cerca y centró sus esfuerzos en ella. Se había trazado un plan de acción: a través de aquella columna debía canalizar todo el peso del templo hacia el platillo de la balanza que sostenía el corazón. Solo así conseguiría equilibrarla.
Sabía que lo que se proponía hacer era algo casi imposible. Para lograr su propósito, habrían hecho falta unos poderes mágicos muy superiores a los suyos.
Sin embargo, tenía a su favor aquel texto antiguo y extraño que acababa de descubrir en su interior: el Libro de la Vida…
Lo único que debía hacer era atreverse a leerlo.
Debía confiar en sí misma.
Mientras su espalda reposaba sobre la columna sumida en la oscuridad, Jana volvió a concentrarse en Álex. Su reflexión había durado tan solo unos segundos, pero el rostro apergaminado cubierto de símbolos del muchacho parecía inquieto. Era como si temiese lo que ella podía estar pensando mientras se mantenía callada.
Jana comprendió que, para conseguir su propósito, necesitaba ganar tiempo. Necesitaba distraerlo hablando con él.
—¿Qué es lo que te propones hacer conmigo? —Preguntó desafiándole con la mirada—. ¿Vas a matarme?
Álex sacudió la rapada cabeza, pesaroso.
—¿Y qué otra cosa puedo hacer? —replicó—. Si yo no te mato, tú intentarás matarme a mí.
Poco a poco, el sortilegio de la columna empezaba a hacer efecto. Jana sentía sobre sí una opresión cada vez mayor, como si parte de la estructura del edificio hubiese descargado su peso en la espalda de la muchacha.
—Yo no quiero matarte, Álex. Pero si tú sí quieres destruirme. ¿Por qué me temes tanto?
El monstruo rio sarcásticamente.
—¿Por qué te temo? —repitió—. ¿Crees que no sé lo que te propones? Quieres quitarme de en medio para quedarte con el Libro de la Creación. Quieres leerlo y cambiar el mundo. Quieres despertar a Erik.
Jana sonrió, ocultando como podía el dolor que le producía el peso cada vez mayor que su cuerpo soportaba. Lentamente, comenzó a canalizar todo aquel peso hacia el platillo de la balanza que sostenía el corazón sangrante.
—Ahora es el Nosferatu el que está hablando, no tú —dijo con fingida seguridad—. El monstruo no quiere que nadie encuentre el Libro de la Creación, porque sabe que sería su final.
Los ojos de fuego del monstruo se clavaron en ella.
—¿Qué quieres decir? —preguntó.
Su voz sonaba ahora más cavernosa, menos humana.
—Te he desenmascarado, ¿verdad? —Dijo Jana, ensanchando su sonrisa—. Tú sabes que no eres una copia del Libro de la Creación, sino únicamente su mitad. ¿Lo sabía también Álex, tu prisionero? No, déjalo. No hace falta que me contestes: no lo sabía…
—No sé de qué estás hablando —siseo el monstruo desde sus labios negros.
—Sí que lo sabes —insistió, Jana, cada vez más seguro de sí misma—. El Libro de la Creación está compuesto por dos libros: el Libro de la Muerto y el Libro de la Vida. Créeme, Álex, dondequiera que estés: te estoy diciendo la verdad.
—Todos esos embustes no van a conseguir engañarme —rugió el Nosferatu—. Además, aunque así fuera, ¿por qué iba a temerte? Tú no tienes la otra mitad del libro, nadie la tiene. Nadie la ha visto nunca…
A medida que hablaba, las facciones de Álex empezaron a difuminarse sobre el rostro de la criatura hasta desaparecer por completo. El Nosferatu había recuperado su antigua apariencia… Un cadáver momificado sobre cuya reseca piel se amontonaban los tatuajes. Solo los ojos de fuego conservaban, al mirar a Jana, un rescoldo de humanidad enferma y maligna.
—¿Dices que nadie tiene el libro? —Repitió Jana—. Te equivocas. Yo sí lo tengo. Y, gracias a ti, ahora sé cómo leerlo. ¿Qué te parece? Álex ya ha leído, al reanimarte, la parte de la Muerte. Si yo leo la parte de la Vida, habremos completado el Libro de la Creación. Habremos fusionado para siempre las dos mitades irreconciliables del libro… Lo que significa que tú habrás dejado de existir.
El Nosferatu descargó un puñetazo sobre una de las columnas de piedra que hizo temblar los cimientos del templo.
—Estás mintiendo —rugió—. Nadie tiene ese libro, nadie. Dayedi lo buscó durante años y años y no llegó a encontrarlo…
—Eso es porque no buscó con la suficiente fe. La búsqueda crea el libro, pero para eso hay que creer en él. Hay que creer en la vida.
El Nosferatu emitió una larga y sombría carcajada.
—Tú no crees en la vida, Jana —dijo con voz atronadora—. Crees en el poder. No es lo mismo.
A través del aspecto cada vez más inhumano de la criatura. Jana creyó percibir un eco de los reproches de Álex. Eso le produjo un instante de desfallecimiento. El peso mágico que su cuerpo estaba haciendo fluir hacia la columna se aligeró.
Comprendió que debía concentrar todas sus energías para recuperarlo, así que se apresuró a contraatacar.
—Todo este juico no es más que una pantomima absurda para hacerme sentir culpable —afirmó, sin apartar la mirada de los ojos purpúreos del Nosferatu—. Pero no me impresiona tu balanza de la injusticia… Ese corazón no es mío.
—Pero la piedra sí lo es —replicó Nosferatu, sonriendo de un modo siniestro—. Quizá el problema sea que no tienes corazón.
—¿Cómo me robaste el zafiro? —preguntó Jana, impávida—. Recuerdo haberlo dejado sobre el tocador, en mi habitación del palacio de los guardianes. Allí dentro se suponía que estaba protegido…
—¿Recuerdas cuando acudí a tu ventana a pedirte que me dejaras entrar? Sabía que me dirías que no. Pero aproveché el momento para proyectar mi reflejo en el espejo del tocador y robar el reflejo del zafiro. El resto fue fácil. A través del reflejo invoqué a la verdadera piedra.
—Y yo no me di cuenta de nada. He sido una estúpida…
Mientras decía aquello, Jana se dio cuenta de que había logrado canalizar todo el peso del edificio hacia el platillo de la balanza sobre el que reposaba el corazón. El platillo descendió casi un par de centímetros.
El Nosferatu advirtió el movimiento y fijó la vista sobre la balanza, incrédulo. Solo en ese instante comprendió lo que Jana estaba intentando hacer.
Jana apoyó la nuca en la columna que tenía detrás y cerró los ojos, agotadas. Había consumido hasta la última gota de su energía, no le quedaba nada más.
Y lo peor era que el platillo del corazón no había descendido lo suficiente. El otro plato, el del zafiro, continuaba estando más abajo.
Ni siquiera proyectando todo el peso del templo sobre el falso corazón invocado por Álex había conseguido equilibrar la balanza.
¿Cómo era posible? Había puesto en juego toda su confianza en sí misma, había sacado fuerzas de donde no las había…
Y, sin embargo, no bastaba. Necesitaba algo más.
Miró al monstruo. Ya no quedaba en él ni un solo rasgo que recordase la apariencia de su prisionero. Sin embargo, Álex seguía estando allí, atrapado, en alguna parte.
Seguía estando allí. Lo único que tenía que hacer Jana era encontrarlo. Ignorar al monstruo y concentrarse en él. Hacerle comprender que confiaba en él, que nunca había dejado de confiar en él, y que todavía, a pesar de todo, lo quería.
Jana seguía mirando fijamente al Nosferatu, pero, poco a poco, su expresión empezó a dulcificarse. Y en sus ojos apareció una emoción profunda y conmovedora. Una expresión de auténtico amor.
Desconcertado, el monstruo cerró los ojos, como si no pudiese soportar aquella mirada. Y justo entonces, Jana vio surgir una mano casi transparente del pecho del Nosferatu.
La mano se apoyó con delicadeza sobre el corazón palpitante, inclinando la balanza a su favor.
En ese momento, con asombrosa rapidez, un rayo atravesó la oscuridad del templo, disolviendo a su paso el espesor de las sombras. El rayo fue ensanchándose hasta formar una larga franja deslumbrante que cruzaba oblicuamente las bóvedas para estrellarse contra la columna en cuyo capitel descansaba el ibis sagrado.
Al contacto con la luz, el plumaje negro y blanco del ave se disolvió en la nada. Y al mismo tiempo, como por arte de magia, apareció en el fuste de la columna el antiguo jeroglífico egipcio que representaba a ibis. El símbolo del dios de la escritura… El emblema del dios Thot.
Un sonido ronco, como un sollozo, brotó de la garganta del Nosferatu. Jana se volvió a mirarle. A través de su odiosa máscara de piel pintada, Jana creyó vislumbrar por un segundo la sonrisa de Álex, confiada llena de ternura.
Pero la visión duró tan solo unos segundos. Alcanzada por la luz del sol, la piel muerta del Nosferatu comenzó a humear. Un intenso olor a carme quemada invadió la estancia.
La criatura profirió un agudo alarido.
Jana retrocedió, espantada. El sol había disuelto todas las sombras del templo excepto la que proyectaba la columna grabada con el símbolo de ibis. El Nosferatu se abalanzó hacia aquella sombra, tratando de protegerse de la luz. Sin embargo, algo se lo impidió. Una silueta idéntica a la del monstruo, pero tan tenue e inmaterial como un holograma, reverberó un instante sobre el cuerpo horrible de la criatura. Jana comprendió que era el alma de Álex, que luchaba por retener a su carcelero e impedirle que se refugiase en la oscuridad de la columna.
—Destruye esa columna. —La voz de Álex resonó con toda claridad en el pensamiento de Jana—. Allí reside su alimento, destrúyela y lo habrás vencido…
Horrorizada, Jana comprendió el significado oculto de las palabras de Álex. Si el alimento del Nosferatu residía en la columna, eso quería decir que el cuerpo de Álex se encontraba escondido allí.
—Eso es —dijo Álex, como si hubiese podido oír la deducción de Jana—. Dispara a la columna con el arco de Heru y el Nosferatu dejará de existir.
Jana asintió. Sus ojos no se apartaba del Nosferatu, que seguía forcejeando con el espíritu de Álex para escapar hacia la oscuridad.
Álex no podría retenerlo por mucho tiempo…
Con manos temblorosas, Jana se descolgó el arco, sacó una flecha de fuego del carcaj y tensó la cuerda sobre ella. Luego se giró hacia la columna y respiró hondo. Tenía que serenarse si no quería errar el blanco.
Cerró un ojo y, con el otro, calculó el punto exacto en el que quería alcanzar la columna. El ibis grabado en la piedra: allí dispararía. Utilizando todo su poder de concentración, logró estabilizar su mano lo suficiente para que dejara de temblar.
Ya lo tenía. Tres, dos, uno…
Lo tenía, pero no disparó. En el último momento, algo le impidió hacerlo. Miró hacia el Nosferatu, que la contemplaba con una horrible expresión de angustia.
Pero enseguida, sus ojos se desviaron hacia la balanza. Una fuerza misteriosa la había equilibrado… Ahora, los dos platillos se encontraban exactamente al mismo nivel.
Las sombras de las otras columnas del tempo se perfilaron sobre el suelo, contrarrestando en parte la luminosa claridad de su interior. Una de aquellas sombras alargadas atravesaba el suelo de piedra justo delante del Nosferatu. Álex no pudo impedir que el monstruo se arrastrase hasta ella, huyendo de la luz.
¿Qué había pasado? ¿Qué era lo que, de repente, había hecho recuperar el poder al zafiro de Sarasvati, permitiendo que las sombras recuperasen parte del terreno perdido?
Asustada por aquel nuevo avance de la oscuridad, Jana se apresuró a alzar nuevamente el arco y a apuntar una vez más hacia la columna. Tenía que acabar con el Nosferatu antes de que este recuperase sus fuerzas. Por mucho que le doliera lo que iba a sucederle a Álex, tenía que hacerlo.
Pero le dolía horriblemente. Le dolía muchísimo.
Quizá por eso, justo en ese momento de disparar, giró el torso y apuntó directamente a la balanza.
La flecha salió despedida, dejando en el aire una estela de fuego, y se estrelló directamente contra la Luna de Sarasvati.
El ruido del impacto reverberó un instante en la caverna con una breve música de cristales rotos. El zafiro había quedado hecho pedazos.
Jana había destruido la fuente de sus poderes mágicos. Ahora, el fiel de la balanza apuntaba al platillo que sostenía el corazón.
El Nosferatu tenía los ojos fijos en el platillo vacío. Parecía desconcertado.
De pronto, Jana vio cómo su piel muerta se llenaba de diminutos y frágiles hilillos de luz. Eran grietas, grietas que se iban ensanchando más y más, separando los fragmentos apergaminados que componían la superficie del cadáver y filtrando el intenso resplandor que ardía en su interior.
Jana comprendió entonces que el Nosferatu estaba ardiendo por dentro. La luz del alma de Álex lo consumía. El gesto de Jana le había dado las fuerzas que necesitaba para liberarse.
Jana no podía apartar los ojos de aquellos fragmentos de piel que se rizaban al contacto de la luz como papeles arrojados al fuego. Papeles llenos de extraños e incomprensibles dibujos cuyo significado ya nadie, nunca, lograría desentrañar.
Y con cada retazo de piel muerta que se transformaba en un copo de hollín, una parte del templo desaparecía. Las columnas, las paredes cubiertas de signos, el capitel con forma de loto sobre el cual reposaba la balanza… Todo se fue difuminando hasta disolverse en la nada.
En pocos segundos, el cuerpo del Nosferatu quedó reducido a cenizas.
Luego, también las cenizas desaparecieron. Y con ellas desapareció el último fragmento del templo que aún seguía en pie: la columna marcada con el signo de ibis.
Y allí mismo, en el vacío dejado por la columna, Jana vio un cuerpo tendido de bruces sobre el suelo pedregoso de la Caverna.
El cuerpo de Álex.