La casa en la que los Varulf custodiaban a su prisionero no tenía acceso desde la calle, sino únicamente a través del embarcadero situado en su parte trasera, sobre un estrecho y maloliente canal. El barquero que habían alquilado a la salida del palacio arrugó la nariz al oír la dirección. Por lo visto, no le gustaba nada aquella parte de la ciudad. Sin embargo, el billete que Nieve le deslizó en la mano bastó para hacerle olvidar sus objeciones. Las olvidó tan completamente que se dedicó a canturrear y a hacer chistes durante todo el trayecto, sacando a Jana de quicio con su exuberante buen humor.
Estaban llegando a su destino cuando el hombre, quizá en homenaje a sus elegantes pasajeras, quiso impresionarlas con un pequeño truco mágico que en los últimos tiempos se había puesto muy de moda entre los de su oficio. Dejando el largo remo con el que guiaba la góndola sobre su soporte, bostezó y estiró los brazos.
—Creo que ya he remado bastante por hoy —dijo—. Necesito un descanso…
Se inclinó sobre la corriente y, formando un cuenco con las manos, las hundió en las aguas tranquilas, profundamente verdes. Al momento volvió a sacarlas llenas de líquido, y, soplando sobre ellas, susurró una larga fórmula mágica, probablemente de su propia cosecha.
Cuando devolvió el agua al canal, la góndola comenzó a deslizarse sola. Avanzaban sobre una alfombra de reflejos de fachadas de ladrillo con guirnaldas de ropa tendida en las azoteas. Era imposible distinguir a través de ellos qué o quién guiaba la barca, pero Jana podía oír, sofocados por el chapoteo del agua, los murmullos risueños de las invisibles criaturas que habían acudido a la llamada del barquero.
Al ver la sonrisa complacida de Nieve, puso los ojos en blanco.
—Increíble —murmuró—. Incluso a ti te gusta…
—¿Y qué tiene de malo? —Nieve parecía disfrutar provocándola—. No es más que un poco de magia inofensiva. Y me parece maravilloso que la gente esté aprendiendo a utilizarla.
El barquero asintió vigorosamente y le dedicó una sonrisa a Nieve. Jana se encogió de hombros, pero no dijo nada. Notaba la hostilidad del barquero, que la miraba con manifiesta desconfianza. Probablemente habría detectado su sangre Medu…
Pocos minutos después, cuando el hombre le dio la mano para ayudarla a desembarcar en el muelle de los Varulf, Jana se dio cuenta de que sus ojos la evitaban. Ya en el embarcadero, junto a Nieve, siguió la góndola con la vista mientras se alejaba en dirección a Cannaregio.
—Los humanos solo utilizan la magia para hacer tonterías —murmuró—. Me ponen enferma…
—No seas tan dura. —Mientras hablaba, Nieve levantó el llamador de bronce de la puerta y lo dejó caer con fuerza—. Solo intentan divertirse un poco.
Antes de que Jana pudiera responder, oyeron pasos que se acercaban atravesando un patio empedrado. Vieron alzarse una mirilla, y los cerrojos se deslizaron sobre sus engarces de hierro con un largo quejido metálico. La puerta se abrió, revelando la presencia de un Ghul con hocico de chacal y ojos cobrizos bajo unas espesas cejas negras.
—Déjanos entrar —exigió Jana con voz imperiosa—. Tengo permiso para visitar al prisionero en su celda.
El abundante vello de los brazos del Ghul se erizó al notar la proximidad de Nieve.
—Lo siento —dijo el esclavo con los ojos bajos—. Nadie entra aquí si no es con un salvoconducto firmado por mi señor Glauco.
Jana lo empujó a un lado y penetró en el patio con paso decidido.
—Idiota —dijo sin volverse—. Soy Jana, señora de los Agmar. Nadie me dice dónde puedo o no puedo entrar…
—Esto es una prisión, señoras —balbuceó el Ghul, observando impotente cómo Nieve seguía a la princesa Medu—. No se puede entrar así como así. Hacen falta permisos…
—Entonces, avisa a tus superiores —dijo Nieve, volviéndose a mirarlo con tranquilidad—. Ellos te darán esos permisos que tanto necesitas.
—No… no lo entienden. No soy yo quien necesita los permisos, sino ustedes. Además, yo soy la máxima autoridad aquí. Ninguno de mis superiores se encuentra presente.
—¿En serio? —Jana miró con sorpresa a Nieve, que, de pronto, parecía extrañamente encolerizada. Se había puesto muy pálida, y el iris de sus ojos se había agrandado, volviéndose de un azul tan intenso como el de los zafiros. Un leve brillo azulado bañaba también su piel de mármol.
El Ghul retrocedió, espantado.
—No intentes engañarme, estúpido —dijo la guardiana con una voz terrible, hecha de cristal y de viento enfurecido—. Sé que estás mintiendo. Aquí hay al menos un «sangre azul»… Noto la presencia de un príncipe Medu.
El Ghul tragó saliva.
—Está bien —murmuró—. Síganme; las llevaré hasta ellos, y que ellos decidan.
El Ghul echó a andar con la cabeza baja en dirección a la oscura entrada que se abría en el muro de la izquierda. Era un muro de ladrillo carcomido por la humedad, con manchas de moho verde y dorado en la parte baja, donde nunca le daba el sol. Una enredadera polvorienta trepaba por él, enganchándose a las rejas de las ventanas más altas… ¿Se encontraría Argo detrás de una de aquellas rejas?
Al entrar en la casa, Jana notó un fuerte olor a manteca y a hierbas medicinales. El vestíbulo era diminuto y daba acceso a una empinada escalera de piedra desgastada y protegida, en el centro, por una alfombra amarillenta cuyos dibujos geométricos apenas podían distinguirse.
El Ghul guio a sus visitantes escaleras arriba y, una vez en el primer piso, las condujo hasta el final de un corredor de suelo ajedrezado, donde había una puerta blanca. Delante de la puerta, el sirviente dudó unos instantes, pero finalmente se decidió a llamar: tres golpes rápidos, dos lentos, y luego otros tres rápidos, en una secuencia probablemente convenida de antemano con sus patronos para avisarlos de cualquier imprevisto.
Jana y Nieve esperaron un buen rato hasta que la puerta, finalmente, se abrió. Apartando al Ghul sin ceremonias, Jana penetró en la estancia, pero se detuvo, un tanto desconcertada, al reconocer a Eilat y Harold, dos de los líderes más importantes de su pueblo. El primero ostentaba la jefatura del clan de los Íridos, y el segundo se había convertido en el regente de los Drakul tras la muerte de Erik.
—¿Qué hacéis aquí? —preguntó, mirando a Eilat con desconfianza.
El anciano llevaba un sombrero negro sobre sus cabellos grises, y una cuidada barba canosa que infundía respetabilidad a sus expresivas facciones. Jana nunca lo había visto bajo aquella apariencia, lo cual no era de extrañar, dado que los Íridos más poderosos tenían por costumbre cambiar continuamente de aspecto con el fin de demostrar el alto rango que ostentaban dentro del clan. Sin embargo, lo reconoció al instante por el tatuaje en forma de camaleón que cubría el dorso de su mano derecha.
Harold, por su parte, llevaba la túnica púrpura propia de los sacerdotes Drakul. Estaba más calvo de lo que Jana recordaba, pero sus labios finos y perfectamente delineados exhibían la misma sonrisa despectiva que la muchacha había sorprendido varias veces en su rostro durante la convalecencia de Erik, en la fortaleza de los Drakul.
—Esa pregunta deberíamos hacértela nosotros a ti —repuso el regente con voz calmada—. ¿Qué haces aquí, princesa? No te esperábamos hasta mañana.
—Sí, ¿y por qué ha venido ella contigo? —preguntó Eilat con una sorprendente voz de barítono, armoniosa y agradable. Su dedo señalaba a Nieve, aunque sus ojos evitaban encontrarse con los de la guardiana—. A Glauco no le gustará cuando se entere…
—¿Qué sois, sus invitados? —inquirió Jana, sin molestarse en contestar—. No sabía que estuvieseis en tan buenas relaciones con los Varulf… ¿Habéis participado en la captura de Argo?
Los dos jefes Medu intercambiaron una rápida mirada.
—Solo hemos venido a ver al prisionero —dijo Harold con un brillo de desafío en los ojos—. Sentíamos curiosidad, eso es todo. Corre el rumor de que se ha convertido en un ángel, de que tiene alas… Y no todos los días puede uno contemplar la derrota de su más antiguo enemigo.
Al decir esto, se encaró con Nieve, que le sostuvo la mirada con aplomo.
—Ella tiene que irse —exigió Harold frunciendo las cejas, oscuras y bien delineadas, sobre sus ojos de halcón—. Sigue siendo nuestra enemiga, no pienso liarme de ella.
—Pero está previsto que Nieve y Corvino acudan mañana a recoger al prisionero —protestó Jana—. ¿Qué más da mañana que hoy?
Eilat se metió las manos en los bolsillos de su deformado traje gris.
—La terquedad de los Agmar siempre me ha sacado de quicio —se quejó, rematando su afirmación con un profundo suspiro—. Glauco se pondría furioso con nosotros si supiese que la hemos dejado entrar.
—Escucha, yo he venido porque Argo exigió verme —explicó Jana, decidida a no perder la calma—. Glauco ya autorizó esta entrevista, de modo que no tenéis excusa para negaros a dejar que lo vea. Y, en cuanto a ella… No necesitáis temerla tanto. Creedme, solo ha venido a echar un vistazo, como vosotros.
—¿Piensas que le tenemos miedo? —Dijo Harold, borrando la sonrisa de su rostro—. Qué estupidez. Ella ya no puede hacernos daño. Además, estoy seguro de que no querrá provocar un nuevo conflicto diplomático entre los guardianes y los Medu… Ya tienen suficientes problemas entre ellos. Mira lo que ha pasado con Argo; y el otro, Heru, los ha abandonado hace tiempo. ¿No es cierto lo que digo, Nieve? —Preguntó, mirando a la joven guardiana—. Solo quedáis Corvino y tú, y estoy seguro de que Corvino se irritaría mucho si, por culpa de tu visita, el trato al que habéis llegado con Glauco se rompiese.
—Él no sabe que has venido, ¿verdad? —preguntó Eilat con malicia.
La alusión a Corvino acabó de golpe con la paciencia de Nieve. Jana contempló sorprendida la transformación de su rostro, que en una fracción de segundo abandonó su habitual delicadeza para transformarse en una máscara terrible y vengativa, con una mirada tan despiadada como la de una antigua diosa.
—No te atrevas a meter a Corvino en esto —tronó. Incluso Jana sintió un escalofrío al notar el poder de su voz, capaz de estremecer incluso a las piedras—. ¿Crees que hemos perdido todo nuestro poder, que ya no podemos haceros daño? Puedo demostrarte ahora mismo que te equivocas. Si insistes en que me vaya, te arrepentirás…
El azul sobrenatural de sus ojos parecía haber dejado petrificado a Eilat. Como solía sucederles a los Íridos en situaciones de extremo peligro, su rostro no tardó en reflejar el miedo que sentía. Lentamente, la barba fue disolviéndose en un borrón difuso alrededor de su barbilla, y las arrugas de su rostro se desdibujaron mientras los rasgos se redondeaban, confiriéndole el aspecto de un niño de seis o siete años.
De no ser por la tensa escena que acababa de producirse, Jana se habría echado a reír. Realmente, Eilat debía de estar muy asustado para que su aspecto se transformase de esa manera…
Nieve, sin embargo, no parecía ver el lado cómico de la situación.
—Me quedaré aquí hasta que Jana regrese de su entrevista con Argo —afirmó, volviéndose hacia Harold—. ¿Algo que objetar?
El regente de los Drakul, después de unos segundos de absoluta inmovilidad, negó lentamente con la cabeza.
—Acompaña a la princesa Jana hasta la celda del prisionero —murmuró, volviéndose hacia el Ghul que esperaba tembloroso junto a la puerta—. Al fin y al cabo, no vale la pena provocar un altercado por esto… Ten cuidado con Argo, Jana. Lleva más de mil años sobre la Tierra, tiempo más que suficiente para aprender a no dejarse engañar.