Ese fue el momento en el que Jana decidió dejar de luchar. Se sentía débil y confusa, la cabeza le dolía como si le estuvieran clavando agujas de cristal, y el rostro de Álex era una máscara sonriente que la miraba sin verla, incapaz de comprender sus sentimientos. Ni ella misma los comprendía, en realidad… Todo lo que sabía era que habría dado cualquier cosa por salir corriendo y no volver jamás.
Sin embargo no tenía ningún argumento racional para justificar su terror, de modo que se quedó donde estaba, mirando a Álex con expresión desamparada.
—La escultura de barro no contiene el verdadero libro —dijo Álex, señalando la estatua—. Tendrá mucho valor arqueológico o histórico, pero vista desde el punto de vista mágico no es lo que esperaba. Admito que estoy decepcionado…
Un brillo de esperanza afloró en los ojos de Jana, pero se apagó al oír las siguientes palabras del muchacho:
—Sin embargo, el sueño que nos ha conducido hasta aquí no ha sido una equivocación —añadió, bajando la voz—. Seguro que tú lo has notado también, Jana. El libro está en esta habitación, aunque no lo veamos. Hay algo muy poderoso entre estas cuatro paredes… Y muy peligrosos, además.
Jana mira a su alrededor, consciente de la ominosa presencia de la que hablaba Álex.
—Quizá sea uno de los viejos volúmenes de las estanterías —murmuró—. Podríamos echarles un vistazo.
Contrariamente a lo que esperaba, Álex asintió rápidamente.
—Sí, lo mejor será repartirnos el trabajo: tú empieza con los libros de la estantería de la izquierda, yo miraré la otra. Está aquí Jana. Está al alcance de nuestra mano, lo presiento…
Durante unos minutos, ambos se concentraron en hojear uno a uno los polvorientos volúmenes alineados sobre las baldas de madrea. Los sacaban, los inspeccionaban cuidadosamente y los devolvían a su lugar sin saber muy bien lo que estaban buscando. Todos los libros trataban de la cábala y alquimia. Eran textos herméticos, muchos de ellos escritos en hebreo o latín, la mayoría anteriores a la invención de la imprenta, por lo que habían sido cuidadosamente caligrafiados a mano y adornados con delicadas miniaturas. Su valor debía de ser incalculable…
Pero Jana se sentía cada vez más convencida de que no era aquello lo que buscaban.
—¿Podría ser… podría ser algo inmaterial? —balbuceó, mirando a Álex de reojo.
El muchacho tenía un pesado códice de pergamino en las manos, y ni siquiera levantó la vista de sus páginas para contestarle.
Supongo que, en teoría, es posible… Aunque creo que, sea lo que sea, el texto tiene que estar ligado a un soporte material sin el cual nadie podría acceder a él.
—Una especie de puerta…
—Algo así. Podría ser cualquier cosa. Un dibujo, un conjuro dibujado en el margen de un libro… Lo reconoceremos cuando la tengamos delante. Confía en tu instinto.
Jana dejó en la estantería el delgado tomo que acababa de inspeccionar y meneó lentamente la cabeza.
—Yo no creo que vaya a ser tan fácil —dijo—. No tenemos ni idea de qué estamos buscando. Así, resulta casi imposible encontrar nada…
—Entonces, ¿tú qué sugieres? —preguntó Álex, cerrando el códice con brusquedad.
—Una visión. —Jana tragó saliva, resuelta a afrontar la mirada del muchacho—. Puede que no sea agradable, pero no creo que haya otra manera.
—¿Quieres provocarte una visión? —Álex parecía perplejo.
—Una visión compartida —precisó Jana—. Como la de ayer. Sé que no te gusta la experiencia, que fue duro para ti —se apresuró a añadir—, pero si queremos encontrar el libro, supongo que es el precio.
Le pareció que Álex palidecía ligeramente.
—Oye, no me interpretes mal, no es que no quiera ayudar —dijo. Hablaba a trompicones, con excesiva precipitación—. No es por medio de lo que pueda ver, es que… yo no voy a hacer una ayuda, Jana sino todo lo contrario. Soy un humano, no un Medu.
—Eres medio Medu —le recordó Jana—. El último descendiente de directo de los Kuriles, para ser exactos. Y ya has demostrado de sobra las poderosas que pueden llegar a ser tus visiones…
—No. Ahora no. —Álex trató de suavizar la contundencia de su negativa con una sonrisa—. La visión de ayer me dejó agotado. Físicamente agotado, no sé si me entiendes… No quiero consumir mis últimas energías en una nueva visión, cuando además, estoy convencido de que mi esfuerzo no es necesario.
Jana alzó las cejas, interrogándolo con la mirada.
—Sabes perfectamente que tengo la razón —prosiguió Álex. Su voz ganaba seguridad a medida que iba desgranando sus argumentos—. Tú solo puedes invocar cualquier visión, no me necesitas a mí para nada.
—¿Quieres que encuentre el libro yo sola? —preguntó Jana, asombrada—. Ni siquiera estoy segura de poder hacerlo…
—Podrás. Sé que podrás. Yo estaré aquí a tu lado, por si algo sale mal. Todo lo que tienes que hacer es concentrarte y olvidarte de cualquier cosa que no sea el libro.
—¿Incluso de ti?
—Incluso de mí. Puedes hacerlo, de verdad. Además, tienes la piedra…
—La Luna de Sarasvati —recordó Jana con estremecimiento—. No la he vuelto a utilizar desde la muerte de Erik.
—Pero ahora es más poderosa que nunca. Piensa en lo que contiene…
Jana sintió un escalofrío al recordar el rostro triple de las hijas de Pértinax. El momento en que las había vencido, atrapándolas en el cristal mágico de la pequeña joya, volvía con frecuencia a su mente. No había olvidado la cara de porcelana de Urd, sus ojos de cristal azul llenos de odio y terror en el momento en que se dio cuenta de que estaba derrotada. Y, sobre todo, no había olvidado la frente arrugada y la mirada vacía de Pértinax, su expresión enloquecida al comprender que no volvería a ver nunca a sus hijas.
—Preferiría no tener que recurrir a la piedra —dijo en un susurro.
—Pero, Jana, no tenemos otra opción. —El tono de Álex era tan persuasivo que por un instante Jana se preguntó si no estaría ensayando sus trucos de voz con ella—. Confía en mí; nadie podrá hacernos daño cuando tengamos el libro.
Jana suspiró. Álex tenía razón; la piedra le pertenecía, y tenía derecho a servirse de ella para invocar una visión. Además, ¿qué podría perder?
Se apartó unos pasos de la estantería y se quedó inmóvil sobre las desgranadas baldosas, contemplando la figura de barro que, en el catálogo de la Fundación Loredan, figuraba bajo el epígrafe de «Libro de la Creación». Era cierto que los signos desgastados que recubrían la escultura carecía de poder. Sin embargo, tal vez existiera algún modo de insuflarles vida, de devolverles el significado perdido… La luz del zafiro de Sarasvati había demostrado ya en una ocasión su poder a la hora de descifrar el contenido de un libro Kuril. Quizá pudiese utilizarla para «reanimar» los signos muertos, volviéndose legibles.
Una larga invocación en la lengua sagrada le traería el zafiro. Ella era su legítima propietaria. Los labios de Jana comenzaron a recitar en susurros las palabras olvidadas de su linaje reproduciendo con absoluta precisión cada sonido, cada silaba de aquella plegaria misteriosa y llena de poder que le había enseñado su madre cuando tenía solo diez años.
Transcurrieron unos ocho o diez minutos. El tiempo parecía haberse detenido y nada se movía en la habitación. Incluso el cuerpo de Álex se mantenía tan rígido como una segunda estatua. Ningún sonido, salvo el de la extraña e interminable fórmula ritual, quebraba el silencio en el lugar.
De pronto la piedra, se materializó flotando en la obscuridad, a unos treinta centímetros del rostro de Jana. Un haz de luz azul brotaba de su interior, cayendo oblicuamente sobre el rojo oscuro de las baldosas del suelo.
Jana alzó una mano y la movió hacia delante, sin llegar a tocar la piedra. Esta giró unos treinta grados sobre sí misma, y el rayo de luz cambió de dirección. Ahora, su fulgor azulado incidía sobre los signos borrosos inscritos en el pie izquierdo de la estatua de barro. Los signos se veían con mayor claridad a través de aquella luz acuática, pero aparte de eso, no parecían haber sufrido ningún cambio. La estatua permanecía tan quieta como antes. Ningún símbolo nuevo apareció en su superficie, nada que pudiese ayudar a desentrañar los misterios de aquel texto tan antigua, según algunos, como el mundo mismo.
Entonces Jana tuvo una idea. Si la ausencia del libro era algo inmaterial que sus sentidos no lograban captar, tal vez pudiera llegar hasta ella prescindiendo de los sentidos. Debía despojarse temporalmente de su cuerpo y volverse inmaterial para acceder al misterioso texto invisible que estaba buscando. Y la piedra de Sarasvati podía ayudarla a conseguirlo.
Jana conocía el procedimiento, aunque nunca se había atrevido a utilizarlo. Abandonar el cuerpo constituía una aventura un tanto peligrosa, porque, según había leído, no siempre resultaba fácil regresar a él. Por poderoso que sea, un espíritu se encuentra en desventaja cuando se tiene que enfrentar al mundo material. Incluso el cuerpo más débil e indisciplinado puede derrotarle.
Pero, aun así, valía la pena intentarlo. Liberada de su envoltura corporal, Jana podría percibir el lado oculto de aquella habitación, aquella aparte a la que no podía acceder a través de sus sentidos. Si el libro de Dayedi estaba allí, lo descubriría. Y también sabría de una vez por todas qué había detrás de aquellos relámpagos de sombra que adopta la forma de Álex, y que se disolvían en cuanto ella intentaba atraparlos.
Haciendo un cuenco con las manos, detuvo el chorro de luz azul que emitía el zafiro, transformándolo en una arcilla resplandeciente que ella modeló con los dedos hasta darle la forma de una luna. Luego con mucho cuidado, se llevó aquella luna de luz mágica a la frente.
En cuanto rozó su piel, Jana notó que una ola brutal la golpeaba, arrojando su cuerpo al suelo y separándola de él.
De pronto se estaba viendo a sí misma desde arriba, como si el contacto de la piedra la hubiese convertido en una especie de cuerpo astral. En aquella nueva forma seguía conservando las sensaciones físicas, pero el cuerpo que normalmente las soporta se hallaba separado de ella, convertido en un fardo inerte abandonado en el suelo. Sentía los pies, pero no tenía pies, o al menos ella no podía verlos. Y lo mismo le sucedía con la mano, con el pelo, con la piel del rostro… Era como sí cada uno de sus órganos se hubiese doblado, como si cada sensación fuese un eco lejano del tejido nervioso que la había originado.
En ese nuevo estado, Jana se sentía muy frágil. Pero a la vez se sentía ligera, y protegida por su envoltura invisible. Álex, arrodillado junto a su cuerpo, lo contemplaba con atención. No parecía espantando, sino expectante. Era como si esperase de antemano aquel resultado, como si supiese lo que ella iba a hacer… Sin embargo, estaba claro que alguien se lo había contado.
No debía perder tiempo pensando en eso. Sabía que su espíritu no podría sobrevivir separado de su cuerpo más que algunos minutos, y debía aprovecharlos para escudriñar hasta el último rincón de aquella lúgubre estancia. Observó los postigos cerrados de la ventana, y mentalmente vio el rectángulo del cielo luminoso y el contorno de los edificios que se ocultaban detrás. Allí no estaban las respuestas que buscaba.
Su mirada se deslizó a través de la mohosa pared de la esquina cuajada de telarañas la habitación, y luego resbaló hasta la puerta por la que habían entrado. Creyó percibir un frío silencioso detrás de aquella puerta, al acecho. Había notado otras veces esa helada presencia de los muertos en los edificios muy antiguos: algún espectro olvidado procedente de un mundo desaparecido, desesperado por disolverse en la luz. Quizá supiera algo, pero no era prudente invocar esa clase de presencias. Después de siglo de abandono y muerte, por lo general se hallaban demasiados lejos de las preocupaciones de los seres humanos como para compadecerse de ellos.
No; tampoco era aquel viejo espectro invisible agazapado en el pasillo lo que estaba buscando. Fuera lo que fuera, tenía que estar dentro y la magia que lo envolvía debía de ser de otra naturaleza diferente, mucho más poderosas y amenazadora.
Con un esfuerzo de voluntad, logró atravesar el aire de la habitación hasta situarse exactamente encima de la estatua del Gólem. Tímidamente, extendió el fantasma inmaterial de una mano para rozarlo con sus dedos. Los signos y los dibujos que cubrían la escultura de barro se volvieron más nítidos a su contacto. Jana reconoció algunos. Eran interesantes… Había símbolos alquímicos cabalísticos, relacionados con distintas tradiciones mágicas, pero estaba claro que la mano que los había trazado era humana y que ninguno de aquellos dibujos, en sí mismo, era mágico.
Jana se apartó de la estatua con una brusca sacudida de sus piernas invisibles. Impulsándose con los brazos y los pies, como si estuviera nadando, se desplazó hasta una de las estanterías que había estado examinando antes con Álex. Enseguida detectó la vibración secreta de algunos volúmenes. Era como escuchar el coro de unas abejas distantes. Había mucha magia antigua y valiosa en aquellas páginas que, poco antes, le habían parecido indescifrables. Por algún momento estuvo a punto de ceder a la tentación de detenerse a curiosear en su interior de aquellos manuscritos que la estaban llamando con sus milenarios secretos.
Sin embargo, ninguno de ellos era el Libro de la Creación. Había en aquella estancia una presencia espiritual mucho más poderosa que la de los libros, aunque solo hacía unos minutos que había comenzado a notarla. Era como si, después de tomarse un tiempo para acostumbrarse a su estado incorpóreo, su alma hubiese sintonizado por fin con esa otra presencia tenebrosa que hechizaba el lugar. Como si, por fin, lo hubiera descubierto…
Nerviosa, Jana miró en todas direcciones. Su cuerpo astral volteaba ágilmente en el aire una y otra vez, con la intención de sorprender el evasivo intruso gracias a alguno de aquellos rápidos movimientos. La criatura estaba allí; lo notaba. Pero no era capaz de ubicar dónde se escondía, ni sabía exactamente qué era.
Se suponía que estaba buscando un libro: ¿cómo diablos podía ser un libro inmaterial? Sentía la oscuridad que emanaba de él, pero al mismo tiempo, sentía que en aquella oscuridad se ocultaba un dolor profundamente humano. Y había algo en aquel dolor, en aquella negrura henchida de sufrimiento, que le resultaba familiar. Pero ¿dónde lo había sentido antes? ¿Cuándo?
Las respuestas se le escapaban como agua entre los dedos.
Su conciencia vagó sin rumbo unos segundos, pasando de los libros a la estatua del Gólem, de la estatua de Gólem a la ventaban cerrada, de esta a las bombillas encendidas, sin detenerse en nada…
De pronto, empezó a costarle trabajo mantenerse flotando en la penumbra. Sentía un peso insoportable que tiraba de ella hacia abajo. Su espíritu se estaba debilitando, necesitaba volver cuanto antes a su cuerpo. Si no regresaba de inmediato, era posible que luego no encontrase las fuerzas para hacerlo.
Sin embargo, se resistía abandonar la búsqueda, ahora que por fin se estaba acercando a su objetivo…
Avanzando espasmódicamente se dirigió hacia el lugar donde su cuerpo yacía inerte en el suelo, a los pies de Álex. Permaneció unos instantes justo encima de él, observando la escena.
Entonces sucedió algo muy curioso. Fue como si Álex, de repente, notase su presencia. Estaba arrodillado en las baldosas, con los ojos fijos en la pared, pero en un momento dado alzó la vista hacia arriba y fue como si la mirase directamente, como si supiese con exactitud dónde estaba.
Pero lo que ocurrió a continuación fue aún más extraño. En cuanto los ojos de Álex tropezaron con la mirada fantasmal de Jana, una leve vibración sacudió su rostro. Y en ese instante, Jana observó que sus rasgos se habían transformado, como por arte de magia, en los de Erik. En realidad, no era exactamente el rostro de Erik, al menos no como Jana lo recordaba. Parecía una versión más joven de su amigo muerto. Tenía el pelo ligeramente más oscuro, los ojos de un azul más intenso, pero también más triste. Jana recordaba el aspecto de Erik con aquella edad (debía tener unos trece o catorce años). Ya iban al mismo colegio por aquel entonces, pero las imágenes posteriores del joven habían sustituido las antiguas. Ni siquiera el ver aquella momentánea transformación en el rostro de Álex tuvo la sensación de reconocerlo. Sin embargo, era Erik, estaba segura.
Tanto como podía estarlo, teniendo en cuenta que la transformación apenas había durado unos segundos.
Cuando el prodigio cesó, Álex continuó mirando hacia arriba, buscándola, intentando comunicarse con ella.
—No abandones todavía, Jana —dijo en tono de súplica—. Tenemos que encontrar el libro. Por favor… Hazlo por él, por Erik.
El acento de seguridad del joven era tan profundo que Jana se sintió terriblemente conmovida. Y pensar que ella había dudado de la lealtad de Álex hacia Erik, que había pensado que él temía encontrar el libro porque no quería que su amigo regresase de la muerte.
Tenía que hacer un último esfuerzo. Álex tenía razón: tenía que hacerlo por Erik; se lo debía. La breve transformación del muchacho había servido para recordar con viveza cómo era Erik cuando vivía, y cuánto los había querido a los dos. Si el libro podía hacerlo regresar… Bien, era algo que tenía que intentar, por peligroso que fuera.
Su debilidad crecía por momentos. Le quedaban, como mucho, tres o cuatro minutos. Tenía que aprovecharlos al máximo, tenía que encontrar la fuente de aquel dolor oscuro que latía en algún lugar de la habitación. En algún lugar…
Su mirada se detuvo en el antiguo espejo. Sólo en ese entonces cayó en la cuenta de que, hasta aquel momento, había estado evitándolo. Como si algo en su interior se resistiese a enfrentarse con él: como si le temiera…
Y no obstante, estaba claro que la oscuridad brotaba de allí. Jana flotó hasta rozar el pesado brocado que lo cubría. Era una tela antigua, bordada con hilos de oro y plata que representaban antiguos emblemas de la tradición Medu, entrelazados con largas secuencias de palabras en hebreo y en latín que reproducían en estos idiomas la vieja maldición ritual de los clanes «El que se atreva a levantar el último velo, que contemple su propia destrucción; el que viole la protección de los símbolos, que se enfrente a la muerte eterna e infinita nada».
Su cuerpo astral comenzó a temblar. Un medio atávico se había apoderado de su conciencia, paralizándola. Sin embargo, recordó una vez más el rostro rejuvenecido de Erik tal y como acaba de verlo, recubriendo los rasgos de Álex, y eso le dio fuerzas para vencer el terror que sentía.
Alargó una mano incorpórea y consiguió tocar el brocado amarillo. Intentó retirarlo, pero era demasiado pesada para ella. Pesado como el plomo. Jamás conseguiría levantarlo…
Le pareció oír un rumor de las olas debajo de la tela, un zumbido remoto que emanaba de la superficie del espejo. Miró el tercio inferior de su bruñida superficie, y el miedo que la atenazaba se convirtió en pánico.
El espejo no reflejaba nada de lo que tenía delante. La parte visible de su cristal reflectante estaba completamente vacía.
Y ese vacío que resonaba en sus oídos con un zumbido interminable contenía el libro; era el libro. Estaba segura…
Se le acaba el tiempo. Ella sola no podía levantar la tela. Estaba protegida por un sortilegio que su débil magia no conseguiría romper.
Necesitaba ayuda. Y sabía dónde podía encontrarla.
También sabía que era una locura hacer lo que acababa de ocurrir. Se arrepentiría toda su vida, y probablemente tendría que pagar un precio muy alto por esa acción, sin embargo, no tenía alternativa… haciendo un esfuerzo sobrehumano, comenzó a desgranar una formula ritual para atraer hacia sí el zafiro de Sarasvati.
Observó como la luz de la piedra abandonaba su cuerpo desmadejado en el suelo, dejando una sombra en su frente con forma de media luna, para volar hacía su espíritu. Retuvo la luz entre sus dedos espectrales, y vaciló un instante antes de continuar. Si daba el siguiente paso, sería irreversible…
Pero lo dio. Las palabras de la antigua lengua fueron tomando forma en su mente una tras otra, invocando los espíritus de las tres hermanas. Una tarea, una única tarea a cambio de la libertad: retirar la tela que cubría el espejo y dejar al descubierto su superficie.
Cada palabra afloraba en su conciencia con mayor dificultad que la anterior. Todo su ser se resistía a pronunciarlas; pero lo logró vencer aquella resistencia. Sabía que Urd y sus hermanas conseguirían lo que ella no había podido lograr. Habían quedado atrapadas en el zafiro azul de Sarasvati antes de que los Medu perdieran su primacía mágica, y conservaban intacta todo su poder. Las tres juntas eran casi invencibles…
Oyó una risa, una risa alada que se quebró en un eco triple, ligero como el aire caliente en el interior de un globo. No las había visto escapar, pero sintió el movimiento del aire a su paso.
El brocado cayó al suelo. Cayó con el sonido pesado de un ave sorprendida por un disparo sorprendida en pleno vuelo.
Y ella se arrastró, como pudo, hasta el refugio de su cuerpo desmayado.
Había hecho, lo que tenía que hacer. Había conseguido retirar el velo de conjuros y maldiciones que cubría el Libro de la Creación…
Con un escalofrío, penetró aquel cuerpo inmóvil que la esperaba y se aferró a él, a sus órganos, al flujo cálido y continuo de su sangre a través de los menudos capilares que alimentan sus células. Sintió un espasmo de angustia, el latigazo repentino del espesor de su recién recuperada prisión…
Y luego respiró hondo. Aspiró el aire con fruición, hasta sentir que se llenaban por completo los pulmones.
Había regresado a la vida.
—¿Estás bien?
Inclinando sobre ella, Álex la observaba con gesto preocupado. Estaba muy pálido, y Jana notó una leve vibración en su rostro que distorsionaba la armonía de sus facciones. El problema debía de estar en sus ojos… Quizá les costase trabajo enfocar las imágenes, después de su reciente experiencia extracorporal.
—Estoy bien —musitó, tratando de acostumbrarse al sonido de su propia voz—, —Creo… —todo le parecía áspero y agresivo en su regreso al mundo de la materia. Los sonidos eran demasiado nítidos. Incluso la débil luminosidad de las dos bombillas del techo la molestaba. Se sentía confusa, como si acabase de despertar de una pesadilla con la cabeza dolorida y un sabor desagradable en la boca.
Sin embargo lo que acaba de vivir no había sido un sueño. Había ocurrido de verdad. Todo: la oscuridad de aquella presencia invisible, su lucha con el brocado que cubría el espejo, el resplandor azul de zafiro, la risa de las hijas Pértinax, la tela que caía, dejando al descubierto el espejo al descubierto… y seguía allí, lo percibía con toda claridad. Solo que ahora estaba desnudo, expuesto, vigilándola desde el cristal reflectante donde se encontraba atrapado.
Mientras Álex la ayudaba a ponerse de pie, y la estrechaba entre sus brazos para tratar de devolverle algo del calor que había perdido su cuerpo, ella dejó resbalar sus ojos hacia el espejo, aterrada.
Había una sombra.
Era tan oscura que parecía engullir la luz a su alrededor, transformándola en una penumbra grisácea. Al principio formaba una masa informe, de contornos difusos, pero pronto empezó a fluir de unos lugares a otros para redistribuir su espesa negrura, dibujando sobre el espejo la silueta amenazadora de un hombre.
Jana ahogó un grito. Había reconocido de inmediato la complexión de aquella figura, su estatura, la leve inclinación de sus hombros. Era él, duplicado. Era Álex, un reflejo oscuro e irreconocible de Álex… el muchacho, que seguía sosteniéndola en los brazos, acercó sus labios a los suyos, y la besó, pero enseguida se apartó con brusquedad. Había notado su rigidez, y al mirarla a los ojos, vio el espanto dibujado en ellos. Instantáneamente, su mirada reflejó el mismo horror, como si Jana le hubiese contagiado sus sentimientos.
La muchacha lo observó volverse lentamente y alzar la vista hacia el espejo. Los dos permanecieron nos segundos así, el uno junto al otro, con la mirada clavada en la forma semihumana que iba concretándose sobre el brillante cristal.
Era Álex, sí; pero, al mismo tiempo, no lo era. O mejor dicho, era Álex mezclado con algo más, con algo tan monstruoso e inhumano que resultaba insoportable contemplarlo sin sentir repugnancia.
Era Álex; y al mismo tiempo, era el Libro de la Creación.
Poco a poco, los rasgos del muchacho fueron precisamente y ahuecándose hasta adquirir volumen. El rostro de Álex parecía formado por la unión de miles de fragmentos de papel carbonizado, como si se tratase de una diabólica escultura de ceniza. En medio de aquella cara deslavada, compuesta de millones de partículas grises, lo único sólido eran los ojos, dos almendras de azabache en cuyo centro ardían dos esferas rojas, como dos planetas gemelos rodeados de la noche más profunda. En algunos momentos, dentro de aquellos círculos de fuego, aparecía la forma estilizada de un ave, perfectamente negra y nítida. Dos ibis. El monstruo llevaba tatuados en la mirada los símbolos que Jana había utilizado para representar a Álex en su visión compartida.
Su mano se desprendió de la de Álex, temblorosa. Lentamente se volvió hacia el muchacho que tenía a su lado. De nuevo observó la vibración que desenfocaba su rostro. Pero esta vez supo con toda certeza que no se trataba de una ilusión óptica.
No. Aquel rostro vibraba porque no era un rostro real, sino una máscara. El muchacho que tenía a su lado, el chico que la había conducido hasta aquella antigua casa del ghetto y que unos segundos antes la había besado, no era el verdadero Álex. El verdadero Álex se encontraba atrapado en el espejo, prisionero en una envoltura inhumana que lo deformaba hasta arrebatarle su propia humanidad, convirtiéndole en un ser irreconocible y peligrosamente amenazador.
Pero si el chico que estaba a su lado no era Álex, ¿quién era en realidad?
Jana intentó pensar con rapidez. Alguien capaz de adoptar el aspecto de otra persona con tanta maestría tenía que ser, a la fuerza, un Medu. Sí; un Medu perteneciente a la tribu de los Íridos… se obligó a concentrar toda su atención en los rasgos cada vez más temblorosos y distorsionados del joven. El miedo debía haber debilitado el sortilegio mágico que protegía su máscara. En pocos segundos, Jana lo vio pasar sucesivamente por media docena de apariencias diferentes. Cuando una de ellas logró estabilizarse, Jana ahogó un grito de asombro: el rostro que había remplazado al de Álex no era otro que el de Yadia.
Por un momento, incluso llegó a olvidar la negra silueta que acechaba en el espejo, atravesándola con sus ojos de fuego.
—Debí suponerlo —dijo, sonriendo con amargura—. No eres un Varulf, sino un Írido…
—Mi madre era Írida —precisó el mercenario—. Yo he heredado sus poderes. No hay ninguna deshonra en ello.
—Los poderes mismo no son deshonrosos; tu forma de utilizarlos sí lo es —escupió Jana, furiosa—. Me has utilizado, me has engañado… ¡Incluso me has besado!
—Sí, qué gran atrevimiento por mi parte, ¿verdad? Besar a toda una princesa Agmar; yo, un insignificante bastardo…
Un zumbido procedente del espejo interrumpió al muchacho. Su intensidad crecía por momentos, como si una nube de langostas se estuviese acercando e inundase el aire con la vibración simultanea de millones de alas membranosas.
Jana hizo un esfuerzo para mirar hacia el lugar de donde provenía aquel sonido. Una negrura espesa como tinta cubría la superficie del espejo, adaptándose al relieve del rostro que acechaba en su interior. Era el rostro de Álex, del verdadero Álex, deformado por la oscuridad de un odio mucho más viejo que él, un odio que parecía provenir del mismo origen mismo de la lucha entre los humanos y los Medu, del fondo de los siglos.
No tenía ningún sentido; pero Jana sabía que era verdad…
La vibración metálica que brotaba el espejo había alcanzado tal intensidad que Yadia tuvo que taparse los oídos mientras fruncía el ceño con gesto de dolor. Jana observó que, de pronto, se volvía esperanzado hacia la ventana.
—Necesitamos luz —dijo el muchacho—. La luz lo detendrá, recuerda, lo que te dijo esa mujer de la Fundación Loredan.
Jana no contestó. Se sentía paralizada, incapaz de hablar y de actuar. Si Yadia tenía razón, si la luz detenía aquella monstruosa presencia, ¿qué le sucedería a Álex? No estaba segura de querer saberlo.
Pero Yadia estaba dispuesto a intentarlo. El joven mercenario se lanzó hacia la ventana, decidido a abrir los pesados postigos de manera para dejar entrar la luz de la tarde. Sin embargo, antes de que pudiera alcanzar su objetivo, un tentáculo de sombra se atravesó en su camino y descargó sobre él un latigazo que lo arrojó al suelo. Jana contempló horrorizada el vórtice de oscuridad que envolvía al muchacho, sacudiéndolo como un pequeño huracán en miniatura.
En el espejo, el movimiento había deformado aún más las facciones de Álex, desencajándolas completamente. El zumbido se había vuelto más agudo, tanto que resultaba difícil soportarlo. Y mientras, de su superficie brotaba un viento cada vez más salvaje y negro que fluía directamente hacia Yadia, atacando de su cuerpo débiles gemidos.
El cuerpo del muchacho se estrelló contra la pared, cayó al suelo y, cuando logró enderezarse, fue derribado de nuevo. Esta vez, sus huesos chocaron contra las baldosas con un chasquido de madera seca. Yadia no fue capaz de levantarse.
Con una mezcla de horror y fascinación, Jana observó el ciclón de oscuridad que se dirigía a ella. Un momento más y la envolvería completamente. Quizá su propósito no fuera destruirla, pero aquella fuerza negra e inhumana llevaba dentro la destrucción. Era la destrucción misma. Y Álex, el Álex de quién estaba enamorada, se había convertido en su instrumento…
Se tiró al suelo y se protegió la cabeza con ambos brazos. Era la primera vez que se rendía sin luchar. Aquello, fuera lo que fuera, era demasiado poderoso para plantarle cara.
Además, ¿cómo podía luchar con Álex?
Todo se oscureció alrededor. Tenía la sombra encima, planeando como un enorme buitre negro. El zumbido la rodeaba por todas partes, haciéndola sentir como si se encontrase prisionera en el interior pegajoso de una colmena. ¿Cuánto tiempo le quedaba? Cinco, diez segundos…
Pero entonces la puerta se abrió, y algo helado e invisible entró en la habitación. Jana miró hacia el rectángulo de luz. Le pareció distinguir la silueta transparente de un animal que se lanzaba con largas zancadas elásticas hacia el espejo.
Se oyó un estallido de cristales rotos. La oscuridad se disolvió de golpe, restableciendo una débil penumbra anaranjada, creada por las dos bombillas del techo. Jana se puso en pie, avanzó hacia el amasijo de cristales que seguían cayendo con un repiqueteo de lluvia. Sobre los brillantes fragmentos danzaba un remolino de copos cenicientos, como de fragmentos de papel quemado.
Era todo lo que quedaba del monstruo.
Pero aquella nieve gris no se movía al azar. Formaba un torbellino cada vez más organizado, lento, que describía amplios giros alrededor de ella. Unos segundos más, y las cenizas empezarían a caer, a adherirse a su piel. Sentía que ella las atraía como un imán, y que algo en su interior también se veía atraído irresistiblemente hacia ellas.
Tenía que impedir que la atrapasen antes de que fuera demasiado tarde. Recordó las palabras de Yadia. El muchacho seguía en el suelo, inconsciente. Él creía que la luz detendría aquella cosa…
El remolino se volvió más rápido y espeso mientras Jana cruzaba a toda velocidad la habitación y forcejeaba con los postigos de madera. Sintió el contacto ardiente de algunos de aquellos copos de ceniza. No se desprendían de su piel, se quedaba allí pegados, como tatuajes indelebles.
Por fin, consiguió desatrancar los cierres de madera, y los dos postigos se abrieron hacia dentro chirriando sobre sus goznes. La claridad del crepúsculo invadió la habitación. El cielo rosado, empedrado de nubes, hizo que los ojos se le llenaran de lágrimas. Sabía que ninguna oscuridad podría combatir contra la belleza de aquel cielo.
Oyó un alarido espantoso que le recordó el aullar del viento en una noche de tormenta. Las cenizas cayeron al suelo reducidas a un polvo finísimo.
Era el final del Libro de la Creación. Esa batalla, al menos, la había perdido el libro.
Jana alzó una mirada llena de gratitud hacia los ojos dorados del animal que le había salvado la vida.
Era un lobo. O, mejor dicho, el espectro de un lobo. Jana habría reconocido sus ojos en cualquier parte. Su cálido color ámbar no había cambiado desde que los había visto con vida la última vez, vigilando lealmente la espalda de Erik.
—Gracias, Garo —murmuró—. ¿Te envía él?
«No me hagas esa pregunta —oyó que le respondía una voz en su mente—. No quieres conocer lo que no pertenece al reino de los vivos».
Jana inclinó la cabeza en señal de aceptación. El espectro de Garo también pareció asentir levemente.
Luego, con pasos rápidos y sigilosos, se deslizó hacia la puerta. Jana apenas podía distinguir su contorno embozándose tenuemente sobre la pared que tenía detrás.
Cuando salió, dejó tras de sí una estela de frío.
Jana se secó las lágrimas con el dorso de la mano.
Una vez más, Erik le había salvado la vida.