Epílogo

Más allá de la pradera, rodeada de altos castaños de hojas doradas, se podía distinguir una franja de mar de color azul plomo. Aunque no se veían los acantilados, Jana podía oír el estallido de las olas contra las rocas y el hervor de la espuma allá abajo.

Los organizadores del evento habían llenado el césped de sillas blancas de plástico. Había un estrado de madera, y una especie de carpa de seda escarlata detrás, con banderas que exhibían el dragón plateado de los Drakul ondeando en la brisa.

Poco a poco fueron llegando los invitados. Entraban en el recinto con timidez, en grupos familiares.

Todos llevaban puestas las túnicas ceremoniales de su clan. Se notaba que no estaban muy acostumbrados a usarlas, y menos aún en público y al aire libre, porque se movían con bastante torpeza, y a la mayoría se los veía incómodos.

Los sacerdotes Drakul, con Harold a la cabeza, habían insistido en que la ceremonia de coronación se celebrase en el palacio de Polgar, pero Erik no había querido ni oír hablar de ello. Los nuevos tiempos requerían gestos nuevos, en su opinión. Ya era hora de que los Medu dejasen de esconderse. Al fin y al cabo, ahora que la magia había desaparecido definitivamente del mundo de los vivos, era muy poco lo que los diferenciaba del resto de los seres humanos. Tenían, por supuesto, su larga historia, sus ritos, leyendas y tradiciones. Eso era lo que debían preservar, el legado que debían trasmitirles a sus descendientes. Todo lo demás pertenecía al pasado… Y todos, en los clanes, debían empezar a asimilar aquellos cambios.

Con su invitación en la mano, Jana pasó el control de la carpa de la organización y se dirigió a la barra del bar, donde había quedado con Álex.

Le sorprendió encontrarlo hablando con Edgar, que era quizá el único Drakul de todos los que pululaban por el recinto que no llevaba puesta la tradicional túnica escarlata. En lugar de eso, iba vestido con una sudadera negra y unos vaqueros.

Ahora que comenzaba a habituarse a mostrar su verdadero rostro, el parecido con Erik comenzaba a desdibujarse. Ambos tenían la misma nariz recta, la misma mandíbula firme y cuadrada, pero el resto de sus rasgos eran bastante diferentes.

Álex y él sostenían cada uno un vaso de refresco en la mano.

—¿Te pido algo? —le preguntó Álex a modo de saludo.

—No, gracias.

Por alguna razón, Jana no se sentía capaz de beber nada, ni siquiera de probar un sorbo de refresco. Se había levantado con el estómago revuelto, y no había podido desayunar aquella mañana.

—¿Nerviosa? —preguntó Edgar, sonriendo.

—Un poco. ¿Y tú? No te veo muy preparado… ¿Dónde está tu túnica?

—Cambio de planes a última hora. No me voy a poner la túnica Drakul… Le he pedido a Erik que me deje sentarme con los Íridos.

Álex y Jana se miraron.

—¿Y Erik está de acuerdo? —preguntó Álex sin disimular su asombro.

Edgar se encogió de hombros.

—No, claro. Me ha echado un sermón de hermano mayor bastante aburrido, pero cuando ha visto que no iba a poder convencerme me ha dicho que hiciera lo que quisiera.

—¿Por qué no quieres vestir la túnica Drakul? —Preguntó Jana—. Todo el mundo sabe ya lo que ha ocurrido. Los Drakul no están enfadados contigo por lo que hiciste, al contrario. Erik lo ha presentado de tal forma, que prácticamente te consideran un héroe dentro del clan.

—Puede. Pero resulta que todo lo que hice fue utilizar mis poderes Íridos. Admítelo, Jana: aunque llevo la sangre de Óber, nunca seré un verdadero Drakul. No tengo los poderes del clan…

—¿Y qué importa eso ahora? —Dijo Jana—. Nadie tiene ya poderes, ni de una clase ni de otra. Eso es historia.

—Me da igual. Si las tradiciones son lo único que nos queda, prefiero defender las tradiciones Íridas.

Mientras hablaban, la carpa se había ido llenando de personalidades Medu que iban a participar directamente en la ceremonia de coronación. Jana vio a Issy charlando con Lilieth y con Athanambar mientras este manipulaba unos cables conectados a los focos que debían iluminar el estrado. Railix, por su parte, estaba colocando a los guardias de seguridad que debían vigilar la carpa durante la ceremonia en posiciones estratégicas a ambos lados de las cortinas que servirían de telón. Al ver a Jana y a Álex, agitó la mano para saludarlos.

—Todos parecen muy contentos —observó Edgar, no sin cierta ironía—. Como si esto fuera lo que han deseado toda la vida.

—¿Y no lo es? —Jana señaló vagamente hacia las cortinas, detrás de las cuales estaban preparando el trono—. El primer rey de los Medu desde hace quinientos años…

—De unos Medu que ya no tienen magia, que no se diferencian en nada de los seres humanos normales y corrientes —gruñó Edgar—. Si eso te parece un motivo para estar contenta…

—No es cierto —dijo Álex, mirando a Edgar con gravedad.

—¿Qué no es cierto?

—Que seáis como el resto de los seres humanos. Tenéis vuestra historia, vuestra cultura, vuestro arte. Es lo más importante… y la gente sabe que Erik mantendrá a todos los clanes unidos para conservar esa herencia. Por eso están contentos.

Edgar iba a contestar, cuando se armó un gran revuelo en la entrada trasera de la carpa. En medio de una nube de fotógrafos, cámaras y periodistas con grabadoras, Erik avanzaba por el pasillo central, seguido de cerca por los jefes de los otros clanes. Llevaba una camisa blanca de mangas abullonadas y un peto oscuro con un dragón de plata bordado en el pecho. Su túnica escarlata tenía varios metros de largo.

—Solo le falta la corona —dijo Edgar, sin el menor asomo de burla en su voz.

—Es cierto —Jana siguió con la vista el cortejo de periodistas que rodeaba a Erik—. Parece un verdadero rey…

—Los otros jefes deben de sentir un poco de envidia —observó Edgar—. Míralos.

Jana los miró. Los conocía a todos, a unos más que a otros, y por eso justamente no le resultaba difícil percibir la incomodidad que sentían bajo su aparente indiferencia. Era una situación nueva para ellos, y pasaría un tiempo hasta que asumiesen todo lo que les había ocurrido a los clanes en las últimas horas.

Lo único que sabían, por el momento, era que el legado mágico que habían jurado custodiar al tomar posesión de su cargo ya no existía, de modo que tendrían que buscarse otra manera de ejercer su poder y de justificar el mandato que habían recibido de su pueblo.

Un poco separado de ellos, al final del grupo, iba David. Jana notó que la buscaba con la mirada y lo llamó, al tiempo que agitaba los brazos para atraer su atención. Cuando su hermano la vio, su gesto preocupado se transformó en una ancha sonrisa. Duró tan solo unos segundos… pero fue suficiente para que Jana pudiese respirar hondo, mucho más relajada.

—Lo hará bien —dijo Álex—. Será un buen jefe, Jana…

—Lo sé —Jana suspiró—. El problema es que él aún no lo sabe.

—Todavía no he entendido por qué vas a renunciar —dijo Edgar arqueando las cejas—. Erik no quería, supongo que lo sabes…

—Es lo mejor para todos. David conoce mejor que yo las antiguas tradiciones de los Medu. Siempre que surjan conflictos entre linajes o problemas de herencias, podrá emitir un juicio con más conocimiento de causa que yo. En el fondo, sé que terminará gustándole, ya lo verás.

—Pero ¿y tú? ¿Qué piensas hacer?

Jana notó que Álex contenía la respiración, pendiente de su respuesta a la pregunta de Edgar.

—Quiero alejarme de todo esto durante un tiempo —murmuró—. Pensar sobre mi futuro, decidir a qué quiero dedicarme… Son cosas que, hasta ahora, ni siquiera me había planteado. No me sentía libre para hacerlo. Pero todo ha cambiado, y eso significa que ahora puedo elegir.

—Es un gran cambio, desde luego —dijo Álex con gravedad—. Y no solo para ti…

Erik y su comitiva estaban a punto de salir al estrado. Los periodistas habían empezado a abandonar la carpa para ocupar sus puestos de cara a la retransmisión de la ceremonia. Algunos políticos y académicos que habían sido invitados a asistir y que, hasta entonces, sabían muy poco acerca de los Medu, formaban grupos alrededor de la barra del bar y junto a la entrada, y miraban a todas partes con curiosidad, aunque un poco acobardados.

—Tengo que ir a cambiarme —dijo Jana—. Esto está a punto de empezar…

Álex la besó brevemente en los labios.

—Te veo luego —le susurró—. Estaré en la tercera fila, hacia el centro. Todo irá bien… No te preocupes, ¿vale?

Jana asintió. Erik ya había salido de la carpa, junto con los principales dignatarios de los clanes. David atisbaba entre las cortinas cómo iban ocupando, uno a uno, sus puestos. Jana se le acercó por detrás, le abrazó y le dio un beso en la mejilla.

—¿Ya has visto qué asiento tienes que ocupar? —le preguntó, sonriendo.

—Han dejado uno vacío en el extremo izquierdo. Junto a Glauco… ¡Vaya suerte! Y tú, ¿no vas a vestirte?

—Sí; me han dicho que use el camerino de Erik. Nos vemos aquí en cuanto esté lista.

Jana atravesó el suelo de moqueta negra que la separaba del barracón de los camerinos. Encontró a Kinow Kuud esperándola allí con la bolsa de plástico que contenía el atuendo que debía vestir para la ceremonia.

—Kinow, muchas gracias —la saludó, cogiendo la bolsa—. No hacía falta que hicieses esto por mí, de verdad…

—No ha sido ninguna molestia. Se me da bien restaurar joyas antiguas, es una de las pocas cosas que sé hacer que no están relacionadas con la magia… Ha quedado como nueva; mira.

Kinow metió la mano en la bolsa y sacó un pequeño estuche de terciopelo blanco. Al abrirlo, Jana vio, enganchado a la almohadilla interior, el zafiro que Álex le había regalado el día después que leyeran juntos el Libro de la Creación. Lo había conseguido por medios mágicos, y era una piedra idéntica al zafiro de Sarasvati, el más antiguo emblema del clan que Jana representaba. Para la ceremonia, Kinow se había ofrecido a montarlo en un broche que se utilizaría para sujetar la capa ritual de los jefes Agmar.

El recinto se estaba quedando vacío. Nadie quería perderse el discurso que el rey estaba a punto de pronunciar.

—Vete, Kinow. Te lo vas a perder si no te das prisa. Ya me arreglo yo sola…

Kinow dudó un momento, pero finalmente se decidió a seguir a los demás para ocupar su puesto entre el público que asistía a la coronación.

Estaba previsto que el traspaso de poderes del clan Agmar se llevase a cabo después de la ceremonia de la proclamación de Erik. David y ella debían salir juntos al estrado, y tendrían que intercambiar una serie de fórmulas antes de que ella se quitase la capa ritual y se la pusiese sobre los hombros a su hermano. De ese modo escenificarían el traspaso de la jefatura Agmar del uno al otro. Después, seguirían algunos rituales menores relacionados con el resto de los clanes, y por fin todo habría terminado.

Sería libre. Por primera vez desde la muerte de sus padres, se sentiría dueña de su propio destino.

El guardia de seguridad apostado en la entrada del camerino asintió con la cabeza antes incluso de que le enseñase su acreditación. Estaba claro que había recibido instrucciones para dejarla pasar.

Encontró la túnica ceremonial blanca que debía ponerse colgada de una percha, detrás de un biombo.

La capa azul con bordados de plata que distinguía a los jefes del clan desde tiempos inmemoriales se hallaba extendida sobre una silla, frente al espejo rodeado de bombillas doradas.

Cogió la capa entre sus manos y se la quedó mirando. Nadie la había vuelto a usar desde que Pértinax se la puso en los funerales de su madre. Ahora la llevaría ella. Sería la primera vez… y también la última, porque su papel en la ceremonia iba a consistir precisamente en quitarse la capa y ponérsela sobre los hombros a su hermano.

Jana acarició con tristeza el pesado brocado azul, tan antiguo que, en algunos lugares, la trama del tejido parecía a punto de deshacerse. Su dedo corazón recorrió con deliberada lentitud la serpiente simbólica bordada con hilos de plata en la parte trasera de la prenda. Hubo un tiempo en el que soñaba con ponerse esa capa mientras todos los Agmar la aplaudían exaltados. Pero hacía mucho que había renunciado a aquel sueño. Los Agmar, despojados de sus poderes, habían cambiado para siempre, y ella también.

Sin embargo, ya antes había dejado de interesarle el poder; no sabía exactamente en qué momento…

Tal vez fue en Venecia, después de su enfrentamiento con el Nosferatu. Tal vez el horror que había visto en aquel rostro inhumano le había hecho comprender lo peligroso que podía llegar a ser sacrificarlo todo por culpa de una ambición desmedida. O quizá el hecho de recuperar a Álex cuando ya creía que lo había perdido para siempre le había llevado a ver las cosas de otra manera. Quería lo mejor para su clan, pero los Agmar, sencillamente, habían dejado de ser el centro de su existencia.

El mundo era demasiado grande e interesante como para darle la espalda a los diecisiete años. Tenía todavía mucho que aprender. Sobre todo, debía encontrar su camino, aquello que realmente quería hacer con su vida. Había estado tan ocupada intentando mantenerse a la altura de las expectativas que los demás habían depositado en ella, que no había tenido tiempo de pensar en quién quería convertirse realmente, en lo que quería llegar a ser.

Mientras se quitaba el pantalón y la camiseta negra para ponerse la túnica, llegaron a sus oídos las primeras palabras del discurso de coronación de Erik. La voz le llegaba distorsionada a través de los altavoces exteriores, pero de vez en cuando, quizá debido a algún cambio en la dirección del viento, podía oír fragmentos enteros del discurso.

—Los nuevos tiempos exigen compromisos nuevos —comenzaba uno de aquellos fragmentos—. Los Medu ya no volveremos a ser nunca el pueblo de la magia, pero seguiremos siendo el pueblo de los símbolos. Y los símbolos son las llaves que abren la puerta de la imaginación. Eso significa que seguimos teniendo poder. El poder de imaginar, el poder de crear y de cambiar las cosas en la dirección que queramos. No es la magia a la que estamos acostumbrados… Pero se le parece bastante.

Jana sonrió con tristeza. Sabía que Erik tenía razón, pero echaría de menos la belleza de los antiguos hechizos, los vínculos tan especiales que aquellas viejas fórmulas le permitían establecer con las fuerzas de la naturaleza. Ya nunca volvería a disfrutar de aquella sensación de fundirse con el resto del universo para aprovechar su energía. Esos tiempos habían pasado…

Se echó la capa sobre los hombros y, uniendo las dos esquinas superiores sobre su pecho, las enganchó con el broche que Kinow le había dado. El zafiro que brillaba en el centro era tan deslumbrante, que costaba trabajo hacerse a la idea de que ya no tuviese ningún poder. Mientras forcejeaba con el engarce para cerrarlo, oyó decir a Erik algo sobre un sacrificio, sobre una princesa Agmar que habría sido una gran reina para los Medu, y que había renunciado a sus derechos para favorecer la unidad de los clanes.

Estaba hablando de ella.

Caminando con precaución, al tiempo que sujetaba con ambas manos los pliegues inferiores de la capa para no arrastrarlos por el suelo, Jana salió del camerino y volvió a cruzar la carpa para reunirse con su hermano ante la puerta que daba acceso al estrado.

—¿Qué tal ha estado? —le preguntó en un susurro.

—Muy bien, para ser un Drakul —bromeó David—. No, en serio, consigue emocionarte… Erik es muy grande.

Fuera había estallado una gran ovación. Los aplausos se mezclaban con gritos de «Viva el Rey».

Muchos, sobre todo los ancianos, gritaban la fórmula en el antiguo dialecto de su clan: siete formas distintas de decir lo mismo. Por una vez, todos los Medu parecían estar de acuerdo…

A Jana se le puso la carne de gallina.

—En cuanto terminen los aplausos nos toca salir —dijo David—. ¿Estás preparada?

Jana asintió.

Por encima de los últimos ecos de la ovación, Erik anunció que se iba a producir un traspaso de poderes en la jefatura del clan Agmar. David tiró del brazo de su hermana y la arrastró al estrado. Una inexplicable sensación de vértigo se había apoderado de Jana, que por un momento lo vio todo borroso.

Después, cuando consiguió por fin enfocar sus ojos, el primer rostro que distinguió, en el centro de la segunda fila del público, fue el de Dora.

La joven Varulf la saludó con una ancha sonrisa. Sus mejillas parecían un poco más sonrosadas de lo habitual, y llevaba el pelo suelto sobre los hombros. El vestido que se había puesto, verde y con un gran escote, le hacía parecer mayor de lo que era. Realmente iba vestida como una princesa… y, si todo iba bien, no tardaría mucho en convertirse en reina.

Como en un sueño, Jana repitió las fórmulas rituales que le iba dictando Erik, de pie entre los dos hermanos Agmar. Ni ella misma sabía lo que estaba diciendo. Veía el rostro serio e inteligente de David y se daba cuenta de que, a pesar de su juventud, él era consciente del peso que estaba a punto de recaer sobre sus hombros. Y lo aceptaba… En parte, porque sentía que era su deber, y en parte porque estaba seguro de que podría hacer grandes cosas.

Con su creatividad y su sentido artístico, David era el líder perfecto para los Agmar en los tiempos que se avecinaban. Jana estaba segura de que la mayor parte de los miembros del clan lo veían así… Ella, a sus diecisiete años, formaba parte de otro tiempo, de una época que estaba a punto de convertirse en historia.

Después de que David contestase a las palabras que ella había formulado del modo apropiado, llegó el momento de traspasarle los símbolos del poder Agmar. Los dedos de Jana temblaron al abrir el engarce del broche de zafiro. David recibió la capa con una reverencia, y mientras se la ponía, Jana vio en sus ojos una profundidad y una resolución que eran completamente nuevas para ella.

Se oyeron algunos aplausos, al principio tibios, luego cada vez más decididos y entusiastas. Jana saludó al público con cierta timidez y corrió a refugiarse entre bastidores.

Al entrar en la carpa se encontró a Álex, que la esperaba a pocos pasos de la puerta del estrado.

—Eres la mejor —dijo él con sencillez.

Jana sonrió burlonamente.

—Sí, soy estupenda quitándome capas rituales. Se me da de maravilla. Lástima que sea la última vez que lo hago…

—Hay que ser muy especial para hacer lo que has hecho tú hoy. No sé si te lo he dicho alguna vez, Jana, pero, además de quererte, te respeto muchísimo. Y te admiro… cada día más.

Ella fue a su encuentro y se detuvo a un paso del muchacho. Se miraron un buen rato a los ojos antes de besarse. La caricia de Álex en su pelo le recordó a Jana lo que sintió cuando se tocaron la primera vez.

En realidad, con Álex siempre parecía la primera vez… porque, por mucho que se conocieran, aún eran capaces de sorprenderse el uno al otro.

—Tenemos que irnos —dijo Álex—. Hay que pasar por el crematorio antes de las dos.

Jana asintió.

—Sí, vamos. Así podremos coger el último transbordador de mediodía.

En el crematorio quedaban aún algunos papeles que firmar, incluidos unos formularios que iban a formar parte del informe policial. El inspector encargado del caso de los dos ancianos encontrados muertos en el parque temático no quería dejar ningún cabo suelto. Incluso había puesto algunas objeciones a que Álex y Jana recogiesen las cenizas, a pesar de que los documentos hallados en el bolso que sujetaba uno de los cadáveres atestiguaban que existía un lejano parentesco familiar entre los muertos y aquellos dos jóvenes, y que ellos dos eran los únicos beneficiarios de su testamento.

—Todavía no me explico qué motivos podían tener estos pobres viejecitos para ir a suicidarse en un sitio como Magic Land —dijo la recepcionista del crematorio, una joven de cabellos rizados y castaños que iba vestida de negro de pies a cabeza—. ¿Qué querían, asustar a los niños? Imagínate que un crío los hubiese encontrado…

—Creo que solo pretendían denunciar el consumismo que provocan esos parques —dijo Álex con gran convicción—. Ellos eran así.

La chica lo miró con curiosidad.

—¿Los conocías bien? Eran parientes lejanos, ¿no? —Los conocíamos bastante bien —dijo Jana—. Hasta donde se dejaban conocer, claro. Eran muy reservados… Siempre lo fueron.

—Esperad en aquel mostrador —les indicó la recepcionista—. En seguida os bajarán las cenizas.

Mientras esperaban, Jana observó desde la puerta el amplio vestíbulo de mármol negro, decorado con macetas de plantas tropicales. El lugar destilaba mal gusto… Resultaba casi imposible asociar a Nieve y a Corvino con un edificio así.

Al cabo de unos cinco minutos oyeron unos tacones descendiendo por unas escaleras metálicas, al fondo de las oficinas. Poco después apareció una anciana vestida con un traje sastre gris y una camisa verde limón. Llevaba dos urnas en forma de copa, una en cada mano.

Se acercó y expresó sus condolencias por la muerte de sus familiares a los dos jóvenes. Estaba claro que no tenía ni idea ni de quiénes eran los muertos, ni de qué lazos los unían a Álex y a Jana. Mejor así, en realidad. Aquella mujer no sentía el menor interés por lo ocurrido en Magic Land; lo único que deseaba era pronunciar las frases consoladoras de rutina y seguir con su trabajo.

En el metro, cada uno con una urna en el regazo, Álex y Jana notaron muchas miradas curiosas sobre ellos. Pero la atención que les prestaban los otros viajeros del vagón no duraba demasiado rato; enseguida se veía atraída por algo o alguien diferente…

Se apearon en la parada del puerto deportivo, subieron las escaleras y cruzaron la carretera de las playas. La taquilla de los transbordadores se encontraba en un edificio acristalado, a pocos pasos del club náutico. Sacaron sus tickets y se fueron al embarcadero. Había un par de turistas asiáticas esperando para dar una vuelta por la bahía. Llevaban un montón de folletos y trípticos que parecían haber cogido de la oficina de turismo, y, apoyadas en la barandilla de piedra, las dos iban subrayando o rodeando con círculos aquello que les parecía interesante en cada uno de ellos.

Cuando el barco llegó, tuvieron que esperar a que saltaran a tierra los pocos viajeros que transportaba desde el otro lado de la bahía.

El marinero que les recogió los tickets tenía una estrella tatuada en cada brazo. Jana observó la calidad de los tatuajes con interés profesional. No eran demasiado buenos, y, desde luego, estaba claro que nunca habían sido mágicos.

Dentro del barco olía fuertemente a gasóleo. Para huir en lo posible de aquel olor, Álex y ella se instalaron en los asientos de popa. Era un día muy desapacible, por lo que el resto de los pasajeros que iban llegando preferían refugiarse en el interior del transbordador. Pero ellos no podían imitarles… lo que se disponían a hacer solo podía hacerse desde la cubierta.

La vibración del motor hizo temblar los asientos, y, después de soltar amarras, el barco enfiló la entrada de la bahía. Las olas se estrellaban sin fuerza contra el casco blanco, con algunas manchas de óxido al filo del agua. El asiento de madera subía y bajaba, subía y bajaba, inclinándose tan pronto hacia la derecha como hacia la izquierda. El estómago de Jana, revuelto desde primera hora de la mañana, iba empeorando por momentos. Volvía a tener ganas de vomitar. Quizá cuando salieran a las aguas abiertas más allá de la entrada del puerto, no sería capaz de contenerse…

Pero, curiosamente, sucedió todo lo contrario. En aguas abiertas, el barco se bamboleaba más, pero eso, en lugar de acentuar el malestar de Jana, lo calmó.

Detrás de ellos, la ciudad había quedado reducida a una cinta de palmeras con altos edificios grises al fondo. Las playas se extendían a la izquierda, una serie de lunas blancas y deslumbrantes bajo la mortecina claridad del sol otoñal.

—¿Aquí te parece un buen sitio? —preguntó Álex.

Jana miró hacia abajo, hacia las aguas plomizas y oscuras.

—No lo sé —dijo—. No sé si este es el lugar que ellos habrían elegido.

—Cualquier sitio les habría parecido bien, Jana. Su verdadero lugar ya lo eligieron. Te recuerdo que yo estaba delante.

Jana asintió con aire ausente.

—Lo que no entiendo es por qué los cuerpos que dejaron atrás estaban tan envejecidos. El forense dijo que parecían tener más de cien años…

—Tenían más de mil, en realidad. El forense se quedó muy corto.

Jana miró con cierta aprensión la copa marrón que sujetaba entre las manos.

—Pensándolo bien, ellos no estaban allí, ¿verdad? Quiero decir, los cuerpos que encontraron en Magic Land…

—No, Jana. Ellos ya se habían ido antes.

—Me pregunto por qué no dejaron ninguna instrucción para que avisásemos a Heru. Ahora, solo queda él. Y me imagino que le gustaría saber lo que les ha ocurrido a Nieve y a Corvino.

—Quizá ellos no quisieron que se enterara por alguna razón. Quizá creían que a él todavía le quedaba un cierto camino por recorrer.

Jana buscó la mirada de Álex.

—¿Crees que nos encontraremos con él alguna vez?

—¿Con Heru? —Álex hizo un gesto ambiguo con la mano derecha—. Es posible. Quizá lo veamos aparecer alguna vez por el viejo palacio de Venecia. Ahora es nuestro, según estos papeles. O puede que aparezca en el otro palacio, en el de las montañas…

—Me dijiste que estaba en ruinas.

—Así es —Álex le cogió una mano a Jana—. Alguna vez me gustaría ir allí contigo. Es un lugar muy especial. Es como si contuviera una parte de su alma.

—¿De la de ellos dos? —preguntó Jana, mirando de nuevo a la urnas.

—Sí; pero también de la de todos los guardianes que les precedieron. Y de sus compañeros. Heru… y Argo.

—Puede que su fantasma se haya refugiado allí —dijo Jana.

Se estremeció sin poder evitarlo.

—Puede ser, pero no lo veo muy probable. Si algo ha caracterizado siempre a Argo, es que nunca ha hecho lo que se esperaba de él.

Jana miró hacia el cielo, incómoda.

—O quizá esté aquí mismo, espiándonos. Vigilando lo que hacemos con las cenizas de Corvino y de Nieve…

—Esté donde esté, ya no importa. Ha perdido su magia… igual que todos los demás.

La brisa cambió ligeramente de dirección en ese instante. Ahora les golpeaba la espalda, filtrándose entre sus ropas.

—¿Lo hacemos? —preguntó Jana levantando la urna por encima de la barandilla de popa.

Álex asintió.

Los dos a la vez, desprendieron las tapas circulares de las copas y las inclinaron hacia abajo. Las cenizas salieron volando. El viento las apartó rápidamente del barco, dispersándolas sobre la estela de espuma blanca que dejaba.

Álex y Jana se quedaron largo tiempo mirando aquella estela, un camino de plata sobre el agua oscura.

Seguían sujetando las urnas vacías. Y Jana sentía también, por dentro, un extraño vacío. Como si, al arrojar aquellas cenizas por la borda, se hubiese desprendido a la vez de una parte de sí misma: de todo un conjunto de miedos, obsesiones y ambiciones que ya no volvería a recuperar.

El barco atracó unos minutos más tarde en un islote turístico. Las pasajeras asiáticas aceptaron la ayuda del marinero con los tatuajes de estrellas para bajar a tierra.

—¿Y nosotros? —Preguntó Álex mirando a su compañera—. ¿Bajamos también, o nos quedamos? La verdad es que ya no tenemos ninguna prisa. Podríamos salir a dar una vuelta. Y quién sabe, a lo mejor hasta nos gusta. Hay una playa ahí abajo que no tiene mala pinta…

—Me parece bien —Jana sonrió—. Cualquier sitio es bueno para volver a empezar.