Capítulo 7

—Hemos llegado, Jana.

Jana abrió los ojos bruscamente y vio el rostro de Erik justo por encima del suyo.

Durante unos segundos se quedó mirándolo desorientada, convencida de que se trataba del verdadero Erik. Luego recordó a Edgar, recordó dónde estaban. Al menos, dónde estaban cuando ella se durmió… ¿Cómo pudo dormirse en medio de aquel océano sobrenatural, justo después de haber visto aparecer flotando, como en una pesadilla, el rostro de porcelana de Urd?

—Hace… hace mucho calor —murmuró, sentándose en el banco.

Todavía se encontraban a bordo de la lancha. Pero en lugar de un mar embravecido, los rodeaban las aguas turquesas de una playa tropical bordeada de altísimas palmeras y de otros árboles con grandes flores naranjas y violetas que no supo identificar.

—¿Aquí es adonde veníamos? —preguntó.

Stanislav, encorvado sobre una especie de mapa antiguo un poco por detrás de Edgar, levantó los ojos hacia ella y gruñó algo ininteligible.

—No hay otra orilla, Jana —dijo el rey—. Tiene que ser aquí…

—¿Habíais venido antes? Nada de todo esto parece sorprenderos demasiado…

—Yo vine hace un par de meses, pero no pude desembarcar —dijo Railix, que había saltado al agua y ayudaba a Edgar a dirigir la embarcación hacia la arena procurando que no se dañase el casco—. Algo falló en el último instante. Vi la isla, las palmeras, esa pared volcánica… Y luego, no sé cómo, me encontré medio ahogado junto a ese condenado tiovivo de feria. Había tragado mucha agua, pero no lo recuerdo. Esta vez ha salido mejor…

—Por ahora —precisó Stanislav—. Este sitio huele a muerte, con toda su luz y sus colores.

El ruso tenía razón. Desde la playa llegaba un extraño olor a flores podridas, a frutas descompuestas. Y había algo más raro aún: el silencio… No se oían gaviotas, ni el zumbido de ningún insecto, ni el ruido del viento en las copas plumosas de las palmeras. Nada… La playa parecía un acartonado paisaje de tarjeta postal.

—¿Es real? —preguntó Jana, más para sí misma que para los demás—. No puede ser real…

—Las ruinas están por allí —dijo Stanislav—. Dirección norte-noroeste… Justo donde hay más árboles… No será fácil avanzar.

Desembarcaron como en un sueño y atravesaron la arena blanca que ardía bajo sus pies hasta llegar al borde de la jungla. Stanislav, con el mapa en la mano, se había puesto a la cabeza del grupo; detrás iba Railix, y Jana y Edgar cerraban la marcha.

Empezaron a avanzar bajo la carpa verde que formaban las copas de los árboles. Ni un chillido, ni un crujido, ni el más leve rumor perturbaba la calma sobrenatural de aquel lugar. El ruso le había dado el mapa a Railix e iba abriéndose paso con un viejo y oxidado cuchillo de monte, cortando lianas y arbustos para crear una especie de senda donde no la había. Porque aquella selva era tan densa y tupida como si jamás la hubiese pisado un ser humano…

Después de hora y media de marcha, empezaron a ensancharse las distancias que los separaban a unos de otros. Cada uno necesitaba avanzar a su ritmo, y eso impedía mantener la cohesión del grupo.

Además, allí no había ningún peligro. Al menos, ningún peligro evidente… aparte de aquel pesado silencio que lo envolvía todo, dándole a la jungla la apariencia de un terrario encerrado en una pecera, o de una colección de plantas en formol, aprisionadas en frascos de cristal invisibles.

Hasta que, de repente, algo se movió. Crujieron las hojas de una planta, se agitaron sus flores. Jana miró hacia la planta y vio fugazmente la figura de Urd, una especie de holograma flotante que se disolvió tan pronto como cesó el vaivén de la planta.

Era absurdo tener miedo. Jana se había enfrentado a Urd cuando estaba viva y llena de poder, y la había vencido. Y aquella no era ni siquiera Urd, sino un cascarón vacío, una sombra…

Pero por eso precisamente, porque había perdido lo poco de humanidad que latía en ella, Jana se sentía aterrorizada.

Aceleró el paso. Quería alcanzar a Railix y a Stanislav cuanto antes, pero la densa cortina de árboles le impedía ver a qué distancia se encontraba de ellos. Y tampoco los oía… Tal vez caminaban en silencio, o tal vez aquella isla espectral absorbiese los sonidos antes de que pudieran llegar a ser oídos por los seres humanos.

Jana seguía la senda que iba abriendo Stanislav con su cuchillo, pero en algunos lugares las lianas habían vuelto a su lugar después del paso de los dos Drakul, y resultaba difícil abrirse camino entre ellas sin ninguna herramienta. Quizá lo más sensato fuese esperar a Edgar, que avanzaba por detrás de ella. Tal vez en su presencia, Urd dejaría de manifestarse… Pero la perspectiva de quedarse quieta en medio de aquella selva amenazante no resultaba muy apetecible, así que Jana siguió caminando al mismo ritmo al que se había acostumbrado desde casi el principio de la marcha, procurando mirar lo menos posible a derecha e izquierda.

Aun así, volvió a verla dos veces. La primera fue en un árbol. Los tirabuzones de Urd colgaban como un fruto siniestro de una de sus ramas, balanceándose en la silenciosa brisa. Primero eran rubios, pero al oscilar cambiaban de color, volviéndose tan pronto oscuros como pelirrojos.

Los tres rostros de Urd. Y sus ojos, brillantes y redondos como canicas azules, brillando un momento en su cara de porcelana para disolverse en el aire al instante siguiente.

La segunda vez que la vio fue justo al llegar al borde de la jungla, allí donde esta se abría para dar paso a una explanada de piedra que al principio le pareció vacía, hasta que empezaron a perfilarse, surgiendo de la nada como un ejército de naves extraterrestres, media docena de moles piramidales truncadas en la punta, que recordaban a los antiguos templos de los mayas.

Pero no había solo pirámides: también había escaleras, puentes que iban de unos templos a otros, terrazas amuralladas, paredes altísimas… No eran materiales, pero lo parecían. Sus masas oscuras se recortaban contra el azul eléctrico del cielo como deidades petrificadas. Dioses de otras épocas…

Y allí, sobre una de ellas, Jana vio por fin la silueta completa de Urd. Su vestido de terciopelo, sus enaguas de tul blanco, la cara de cera, sus labios breves y perfectamente perfilados, y aquellos ojos de cristal, de pájaro antiguo, azules como pedazos de cielo… Podía distinguir su brillo con toda claridad, a pesar de la distancia que las separaba.

Jana intentó ignorar la aparición, hacer como que no estaba allí. En respuesta a las señas que le hacían Railix y Stanislav, se acercó a ellos.

—¿Dónde está la Puerta de Plata? —les preguntó.

Railix señaló vagamente hacia una de las pirámides.

—Tiene que estar aquí, en algún lugar de estos muros. ¿Hay que preparar algún ritual para recitar el conjuro?

—No, no hace falta. Según me dijo Pértinax, las palabras son lo suficientemente poderosas como para actuar sin ninguna ayuda externa.

—Mejor —murmuró Stanislav, que se había cruzado los brazos sobre el pecho como si tuviese frío, a pesar del pegajoso bochorno que se notaba al llegar a la explanada—. No es sitio para los vivos… Acabemos con esto cuanto antes.

—¿No esperamos a Erik? —preguntó Jana, sorprendida.

—No lo sé —Railix se encogió de hombros—. No puede tardar mucho en llegar. Tú eres la que va a pronunciar el conjuro; decídelo tú… ¿Te lo sabes de memoria?

—Sí. Tuve tiempo de aprendérmelo en el autobús de regreso desde la prisión… Mirad, por ahí viene el rey.

Edgar, en efecto, acababa de surgir de la jungla y caminaba a su encuentro a buen paso. Jana lo vio detenerse en seco al fijar la vista en la cima de una de las pirámides. Su rostro palideció instantáneamente. Él también había visto a Urd, estaba casi segura.

Los otros, en cambio, no habían advertido la presencia del fantasma… Si es que era de eso de lo que se trataba.

Intercambiaron algunas frases incoherentes. Edgar parecía desorientado, indeciso. Era como si aquella brusca aparición de la hija de Pértinax le hubiese hecho dudar, de pronto, de toda la operación. Jana estuvo a punto de explicarle que ella también la veía, que llevaba viéndola desde que se internaron en la selva, y antes incluso, en el barco; pero recordó lo joven que era el hermano de Erik en realidad, y pensó que no valía la pena asustarle. Al fin y al cabo, la que tenía que pronunciar el conjuro y culminar la misión era ella. Y cuanto antes lo hiciera, mejor…

Aun así, no podía entender por qué Urd, precisamente Urd, se había dedicado a vigilarla desde que se adentró con los Drakul en la senda mágica que conducía a la Puerta de Plata. ¿Qué pretendía?

¿Intimidarla? ¿Alentarla? ¿Asustarla hasta lograr que se diera la vuelta? No podía estar allí por casualidad. Pértinax, de algún modo, debía de haber encontrado la forma de comunicarse con su hija.

Pero ¿qué pretendía el viejo? El día anterior parecía sinceramente interesado en que los Medu obtuvieran por fin el control de la Puerta de Plata; aunque hablar de sinceridad en el caso del viejo Pértinax resultaba, cuando menos, arriesgado.

Miró una vez más hacia la pirámide donde la había visto momentos atrás, pero ya no estaba. O, por lo menos, Jana no la vio…

Tenía que concentrarse; pronunciar el largo conjuro en la lengua antigua y acabar con aquello de una vez por todas.

Les pidió a los otros que se apartaran un poco y que guardaran silencio. Ella caminó hasta detenerse justo delante de uno de los muros más altos de aquellas ruinas.

Visto de cerca, el muro parecía más sólido que desde lejos. Ya no daba la impresión de estar construido de sombras, o de ser un holograma que se volvía inmaterial según el ángulo desde el que lo miraras.

Lentamente, en el tono de voz grave e impersonal que le había enseñado a utilizar su madre cuando se trataba de pronunciar los sortilegios antiguos, fue desgranando, una a una, aquellas palabras que para ella no eran más que sonidos exóticos, sin significado alguno. Su madre, Alma, solía decir que, si los conjuros en lengua antigua se entendiesen, el significado de sus fórmulas asustaría tanto a los Medu modernos que ninguno se atrevería a pronunciarlos en voz alta. Jana se preguntó a qué oscuras fuerzas estaría invocando, qué palabras terribles acerca del equilibrio entre los vivos y los muertos estarían brotando de sus labios sin que ella las comprendiese.

Sin embargo, muy pronto dejó de hacerse aquellas preguntas. El ritmo hipnótico de su propia voz la sumió en el estado de concentración de los chamanes del pasado, y sin darse cuenta fue perdiendo la noción del tiempo. Las fórmulas del conjuro se sucedían con fluidez, sin que ella tuviese que hacer el menor esfuerzo por recordarlas. Era una de las pocas cosas que tenía que agradecerle a Alma: que le hubiese enseñado algunas de las técnicas memorísticas de la antigüedad…

En algún momento del ritual notó que algo estaba cambiando en el muro de piedra que se alzaba delante de ella. La oscura pared se volvía más brillante con cada sílaba que pronunciaba, y aquel resplandor que parecía convertir las superficies en espejos se fue extendiendo como una sombra a todos los edificios que los rodeaban. El muro parecía ahora de plata, deslumbrante como un palacio de cuento, como una joya de tamaño imposible…

Y muy pronto las palabras antiguas empezaron a adelgazar aquella plata en el centro hasta volverla transparente, hasta convertirla en un profundo y negro agujero.

La puerta…

Lo había conseguido. Allí estaba: una entrada al reino de los muertos, y ella podía controlar aquella entrada a través de su voz, podía abrirla y cerrarla a voluntad. Ella, Jana, la última princesa Agmar, tenía la llave que dominaba la Puerta de Plata, la senda mágica que unía la vida con la muerte.

Y entonces algo cayó a sus pies, rápido y brusco como una piedra lanzada desde lejos. El sobresalto le hizo perder la concentración, y en el mismo momento le pareció que el hueco en el muro comenzaba a rellenarse de nuevo, a fundirse con la pared de plata.

Miró al suelo, desconcertada. Un terror sordo se apoderó de ella al descubrir que el proyectil que le habían lanzado era una mano… Una pequeña y delicada mano de porcelana.

Interrumpió su salmodia y, con una mezcla de horror y fascinación, la recogió del suelo.

La mano era lisa y suave, fría al tacto, pero apenas la había cogido cuando comenzó a calentarse rápidamente, al tiempo que se volvía más rugosa y oscura. Parecía estar quemándose por dentro, y en unos segundos aquel fuego interno había encontrado un camino hacia el exterior: cientos de diminutas burbujas de algo ardiente y anaranjado, similar a la lava, brotaron de su superficie, ahora negra. Jana intentó tirarla al suelo, pero aquel horror se había adherido a su piel como una ventosa, y no podía despegárselo.

Empezó a chillar, presa del pánico. Se estaba quemando, y el dolor era insoportable. Pero no chillaba por el dolor, sino por el miedo que le producía la mano muerta de Urd, su forma de engancharse a ella.

No sería capaz de quitársela de encima; aquella mano tenía voluntad propia. Y estaba allí para vengarse; solo en ese instante lo comprendió… Estaba allí para castigarla por lo que le había hecho a Urd, por el daño que le había causado a todo el linaje de Pértinax.

Él era el responsable. Había fingido aceptar sus condiciones, incluso le había facilitado el conjuro, pero el verdadero precio que pensaba exigir a cambio de su colaboración era su cabeza. Iba a morir…

Aquella cosa terminaría consumiéndola, convirtiéndola en un despojo sin vida semejante a Urd, en un fantasma.

Estaba tirando de ella. La mano la arrastraba hacia la Puerta de Plata, hacia el agujero sin fondo que ella misma había abierto con su voz en el brillante muro que separaba los dos mundos. Intentó resistirse, no obedecer a sus piernas, impedir que se movieran… Pero aquella mano ardiente era más fuerte que su voluntad. Si quería derrotarla, tendría que medirse con ella en su propio terreno. En el terreno del espíritu…

Intentó evocar una visión a través de la imagen del zafiro de Sarasvati, la piedra que una vez había utilizado para atrapar a las tres criaturas que convivían dentro de Urd, a las tres hijas de Pértinax.

Abstrayéndose del dolor insoportable de la mano, de la fuerza que la obligaba a avanzar hacia la Puerta de Plata, imaginó el zafiro con todo detalle, y luego trató de proyectar aquella visión sobre su enemiga. Quería desconcertarla, asustarla. Quería, al menos, plantarle cara. No iba a rendirse sin luchar… Le tenía demasiado apego a la vida.

Cuando la mano empezó a aflojar su presión sobre ella, apenas podía creérselo. Estaba funcionando…

Ya no ardía como antes, y había comenzado a recuperar su superficie lisa y blanca de porcelana. Los agujeros de lava ardiente se iban cerrando como pequeñas cicatrices. Era… Parecía un milagro.

Pero duró poco.

Oyó un aleteo furioso, y en el mismo instante la sombra de un ave gigantesca se cernió sobre ella. Miró hacia arriba, sobrecogida…

Tenía alas, sí; pero no era un ave. Era un ángel… O eso creyó al principio.

Solo que los ángeles no tienen ojos carbonizados en las alas.

Cuando se vio envuelta en aquellos enormes apéndices de plumas negras dejó de luchar. Había perdido, lo sabía…

Quizá podría haber vencido a Urd, pero no vencería a Argo.

El guardián, manteniéndola firmemente atrapada entre sus alas tejidas de oscuridad, clavó en ella sus ojos serenos y sonrientes.

Había rejuvenecido. Ya no era aquel viejo decrépito al que había visitado en la prisión de los Varulf, allá en Venecia. Volvía a parecer joven, apuesto, lleno de calma y de poder. La muerte le había devuelto aquella plenitud que había perdido en su combate con Álex.

Podía sentir su aliento cálido en las mejillas. Su rostro estaba muy cerca del de ella. Y alrededor no podía ver más que sus alas, espesas, infinitas, sus plumas agitándose en el viento con majestuosa ligereza.

—Es hora de que vengas conmigo, Jana —le dijo, casi con benevolencia—. Lo justo es lo justo. Atravesarás conmigo la Puerta de Plata que tú misma has abierto.

—No. Por favor, Argo, no. No quiero morir…

—Te creía más valiente. La muerte solo es un cambio de perspectiva. Se ven las cosas de otra manera… ¿Qué es lo que tanto te asusta?

—No se trata de miedo. Es que no quiero separarme de las personas que…

—¿De Álex? —Una musical carcajada resonó, sofocante, en la cámara formada por el plumaje de las alas—. Lo olvidarás en cuanto estés ahí dentro.

—No, no es cierto. No lo olvidaré, igual que tú no me has olvidado a mí. La diferencia es que lo que tú sientes hacia mí no es amor, sino odio…

—Si su recuerdo consigue sobrevivir al dolor de convertirse en una sombra, mejor aún. Te lo mereces… Te mereces sufrir eternamente por esa pérdida que vas a experimentar.

Empezaron a elevarse, a flotar. La mano de Urd se había disgregado en cenizas entre los dedos de Jana.

Ahora ya solo estaba Argo, inmenso, deslumbrante bajo sus alas negras.

Planearon hasta el agujero en la Pared de Plata. Dentro solo había oscuridad, vacío: un vacío más aterrador que cualquier visión.

—¿Y tú que ganas con esto, Argo? —fue lo último que Jana pudo decir antes de atravesar el umbral.

—¿Yo? —El guardián desplegó una angelical sonrisa—. Yo no gano nada. No puedo ganar nada… Nada puede devolverme todo lo que tú me arrebataste.

—Entonces, ¿por qué lo haces?

—Lo hago porque te odio, Jana. Porque quiero que sufras todo lo que yo he sufrido. No busques ninguna otra razón… La belleza de esta acción es que es completamente inútil. Es… es un acto de pura crueldad.