Capítulo 6

La bruma se filtraba entre las ropas de Álex y se le colaba hasta los huesos. Era un suave manto de algodonosas masas de agua mezcladas con cristales de hielo, más frío que cualquier banco de niebla que Álex hubiese conocido al otro lado del muro. En medio de aquel océano de niebla, apenas podía distinguir, a unos metros, la silueta erguida y alerta de Erik, que no apartaba ni un segundo los ojos del lugar donde suponía que debía hallarse la Puerta de Plata.

Era muy poco lo que estaban consiguiendo, o al menos eso le parecía a Álex. Estaban solos en aquel desierto blanco, intentando mantener intacto el muro a través de su capacidad de concentración. Pero la marea de voluntades que se oponían a las suyas al otro lado del muro era infinitamente más poderosa que ellos; y no tardaría en aplastarlos…

Cuando vio caer los primeros sillares de la muralla, casi llegó a desear que todo terminase cuanto antes.

Se trataba de una batalla perdida; se había quedado con Erik por lealtad hacia él, pero en ningún momento había llegado a creer realmente que podrían ganar aquel combate.

Al menos, le consolaba la idea de que Jana estuviese a salvo en el lado de los vivos. Aunque, pensando en la tempestad de espectros que estaba atacándolos, era posible que también allí corriera peligro.

En todo caso, ya no podía hacer nada por Jana… aparte de intentar resistir junto a Erik hasta el límite de sus fuerzas.

La fatiga que le producía el prolongado esfuerzo de concentración le agarrotaba los músculos y le impedía cruzar una sola palabra con Erik. Tenía que reservar la poca energía que le quedaba para defender la muralla, al menos mientras siguiera existiendo. Pero en algunos momentos, agotado, se veía obligado a cerrar los ojos por un instante. Su cuerpo no le dejaba elegir.

Fue al abrir los ojos después de unos de esos lapsos de descanso cuando vio a los antiguos guardianes.

Sus colosales figuras flotaban, erguidas y amenazantes, por encima de los muros negros. Arawn estaba entre ellos; a los demás no pudo reconocerlos. Pero todos tenían en común su aspecto antiguo y bárbaro, como si perteneciesen a una Humanidad diferente, ya desaparecida.

Cómo habían conseguido unir sus espíritus para oponerse a los espectros de fuera, resultaba imposible de adivinar; pero, en medio del silencio sepulcral de la niebla, comenzó a oírse un canto de muchas voces, un coro cristalino que armonizaba con las vibraciones del aire hasta fundirse con ellas, y que por eso mismo pasaba desapercibido en un primer momento. Sin embargo, eran aquellas voces las que estaban librando la batalla para defender los muros de la muerte. Y estaban ganando… Álex lo supo cuando vio surgir de entre la bruma, una vez más, el arco imponente de la Puerta de Plata.

Los antiguos guardianes habían regresado para reconstruir los límites entre el mundo de los vivos y el de los muertos. Sin ellos, hacía tiempo que aquella batalla estaría perdida.

Cuando el velo de plata comenzó a crecer como una tela de araña a través del arco, sintió la proximidad de Erik.

—No pueden cerrar la puerta todavía. Ellos están del otro lado, y siguen conservando intacta toda su magia. No podemos dejar a los hombres a merced de esos espíritus. Es lo contrario de lo que yo quería…

Se interrumpió al ver aparecer dos pequeñas siluetas en el umbral de la puerta; dos siluetas oscuras que avanzaban con pasos firmes, aunque extrañamente rígidos y lentos, hacia ellos.

La niebla, al contacto con sus figuras, parecía disgregarse casi al instante, de modo que iban dejando tras de sí una estela de aire transparente. Estaban ya muy cerca cuando Álex reconoció en sus rostros las facciones de Nieve y de Corvino.

Corrió hacia ellos y abrazó, temblando, a Nieve.

—Habéis resistido con valor —dijo Corvino con una sonrisa—. Ahora nos toca a nosotros. Hemos venido a ayudarlos.

Erik, que había seguido a Álex, estrechó la mano de Corvino y lo miró a los ojos durante unos segundos.

—Si cerramos la Puerta de Plata antes de que todas esas sombras regresen aquí, provocaremos una catástrofe —dijo—. Hay que conseguir que vuelvan…

—Volverán. Si unimos nuestras mentes, atraeremos sus voluntades como si fuésemos imanes —dijo Corvino—. Pronto empezarán a cruzar a este lado de la puerta. Pero en el camino hasta aquí tendrán que enfrentarse con las sombras de nuestros hermanos —añadió, señalando los venerables espectros de los antiguos guardianes—. Ellos les arrebatarán toda la magia que pueda quedarles.

—Supongo que comprendéis que será un infierno —murmuró Nieve—. Nos quedaremos encerrados con nuestros enemigos…

—Lo entendemos —dijo Álex, estremeciéndose.

Esperaron mirando los cuatro hacia el muro negro. La luz de plata oscilaba dentro del arco como una leve y vaporosa cortina. No sucedía nada…

Resistir en medio de aquel silencio resultaba casi más difícil que enfrentarse a un ejército. Cada instante de espera debilitaba un poco más la confianza de Álex, que no podía comprender cómo iban a arreglárselas para encerrar en el recinto de aquellos muros a unas criaturas cuyo poder era muy superior al suyo, al menos por el momento.

De pronto, un aullido feroz que parecía brotar a la vez de miles de gargantas hizo temblar el suelo.

Enjambres de sombras oscuras empezaron a surgir sobre las murallas, zumbando como insectos gigantes. Los antiguos guardianes, inmóviles como estatuas, se dejaban rodear por ellas, y daba la impresión de que las atraían del mismo modo que la miel a las moscas. Aquellas masas informes, espectrales, se empujaban unas a otras para abrirse camino hasta las enormes y primitivas figuras.

Permanecían unos instantes bullendo a su alrededor, como si buscaran algo, y luego, bruscamente, caían del lado del reino de la muerte como papeles abandonados al viento, ya sin voluntad propia.

Muy pronto, el cielo se llenó de aquellos grandes copos de hollín, que danzaban en el aire largo rato antes de posarse en el suelo. Era una aterradora lluvia de ceniza, y no había forma de protegerse de ella.

Álex se sacudió con horror algunos de aquellos copos finos como pan de oro que se le quedaban adheridos a la piel del rostro y de las manos. No podía pensar sin estremecerse que en cada uno de ellos latía un alma…

Pero no todas las sombras caían tan fácilmente en la trampa de los guardianes antiguos. Algunas estaban tratando de abrirse paso a través de la Puerta de Plata. La cortina de luz que Corvino y Nieve habían comenzado a tejer se enredaba en ellas como una telaraña, pero más de una, entre gritos agónicos, consiguió liberarse. Aquellos espectros habían conseguido cruzar el muro sin perder ni un ápice de su magia.

Sin embargo, dentro del reino de la muerte les esperaba un nuevo combate. Álex, Erik, Nieve y Corvino estaban allí para enfrentarse a los recién llegados, luchando con ellos en un duelo individual hasta arrancarles la magia.

Algunos de los rostros semitransparentes con los que tuvo que enfrentarse Álex le resultaban vagamente familiares. Creyó distinguir a un sacerdote Drakul al que había conocido en la Fortaleza de Óber, y también a Dayedi, el joven mago renacentista cuya historia había visto representada en un viejo palacio de Vicenza. Lo reconoció por el camaleón con garras de águila que llevaba tatuado en su mano nudosa y retorcida…

No podía dejar de sentir una honda tristeza por tener que arrebatarles a aquellos despojos de humanidad sus últimas esperanzas. Pero sabía que no le quedaba otro remedio. Allá fuera, eran peligrosos. Si conservaban su magia, no cesarían de importunar a los vivos, y ya habían provocado suficientes desastres.

Cada vez que vencía a uno de los espíritus con el poder de su concentración, veía caer sus restos al suelo como un puñado de cenizas. Poco a poco, a medida que transcurría la batalla, el aire se fue llenando de un polvillo gris que lo volvía opaco y denso como plomo. Era aún peor que la niebla.

Resultaba asfixiante…

Quedaban ya muy pocos enemigos de los que habían conseguido entrar a través de la Puerta de Plata, y luchaban sin confianza, seguros de que iban a ser derrotados. Álex sintió que se le erizaba la piel cuando, en uno de sus últimos adversarios, reconoció el rostro de Pértinax. El viejo no hablaba, ni siquiera le miraba, ni parecía haberlo reconocido. Su fantasma intentaba por todos los medios pasar por encima, por debajo o a través del cuerpo de Álex, y se lanzaba contra él una vez tras otra, con una desesperación que producía escalofríos.

¿Cuándo habría muerto el viejo? Jana lo había visto tan solo unas horas atrás. ¿Se habría quitado la vida Pértinax para ayudar a sus hijas en aquella batalla definitiva?

A Álex le habría gustado preguntárselo, pero Pértinax ya no era un ser humano, sino un rescoldo de voluntad con el que le resultaba imposible comunicarse. Se le encogió el corazón cuando, al repeler una de sus embestidas, consiguió que su sombra se disgregase en millones de partículas oscuras que el viento arrastró hacia el interior brumoso del reino de la muerte.

Nieve y Corvino, por su parte, no parecían haber tenido el menor problema para vencer a las sombras con las que se enfrentaban. Álex miraba hacia ellos siempre que podía, porque estaba seguro de que antes o después vería aparecer el fantasma de Argo. Un último combate entre guardianes: después de lo que Argo le había hecho a Jana, Álex estaba deseando verlo aparecer, y, si sus compañeros se lo permitían, quería ser él quien lo venciese. Lo necesitaba.

Sin embargo, las últimas sombras se disgregaban a su alrededor convertidas en un finísimo limo gris, y Argo seguía sin dar la cara. En lo alto de las murallas, la batalla había terminado. Después de absorber toda la magia de las sombras que habían caído sobre ellos, los cuerpos inmóviles de los guardianes brillaban como si fuesen de plata. Sus figuras, poco a poco, fueron girándose con la rigidez de autómatas hacia el interior de los muros. Querían contemplar lo que estaba ocurriendo dentro del reino de la muerte.

En realidad, era bien poco lo que ocurría. La batalla había terminado. Un solo espectro luchaba todavía, desesperado por conservar su magia. Estaba batiéndose con Erik. Álex solo podía verlo de espaldas, pero reconoció su escudo de escamas de dragón. Era Óber.

Sintió una gran compasión por su amigo. Verse obligado a vencer a su padre debía de resultar desgarrador para Erik. Sin embargo, en ningún momento se le vio flaquear. Se batía con una rapidez y una agilidad que el espectro no podía igualar, y segundo a segundo le iba haciendo perder terreno.

Óber, sin embargo, no quería rendirse. En un determinado momento, los ataques de su hijo le obligaron a cambiar de posición, de forma que Álex pudo verlo de frente. Estaba moviendo los labios. Intentaba hablar, aunque Álex no estaba seguro de que hubiese llegado a emitir ningún sonido. Probablemente trataba de persuadir a Erik de que estaba equivocándose, de que debía luchar a su lado y no contra él.

Su rostro reflejaba un inmenso dolor.

Álex recordó que aquel hombre había sacrificado su vida por salvar la de Erik. Le invadió tal angustia, que tuvo que apartar la mirada. Oyó un quejido entrecortado, el grito de horror de Erik, y luego, de pronto, un profundo silencio.

Por fin se atrevió a volver los ojos hacia su amigo. Óber ya no estaba. Sus restos en forma de cenizas se habían unido a los de los demás espíritus que habían intentado usar la magia para dominar el mundo de los vivos.

En cuanto Óber desapareció, los antiguos guardianes comenzaron a descender majestuosamente. Sus figuras centelleaban al fundirse con la alta muralla oscura. Pronto ya no fue posible distinguirlos de la piedra de los muros… Se habían unido a ella para toda la eternidad.

—Se ha acabado —murmuró Erik, mirando a Álex—. Tenéis que iros, antes de que se cierren las puertas.

—Erik, tú no perteneces realmente a este mundo —dijo Corvino, acercándose a él, y poniéndole una mano en el hombro—. Nunca has estado realmente muerto. Además, con toda la magia que has acaparado en los últimos combates…

—No. La magia se queda aquí para siempre; y yo con ella.

El rostro de Erik parecía tallado en una roca. Su inexpresividad resultaba casi aterradora. Era como si, una vez cumplido su deber, ya no tuviese ningún motivo para seguir existiendo.

—Erik —Nieve, con los ojos llenos de lágrimas, avanzó hacia él y le rodeó la cintura con uno de sus frágiles brazos—. No hace falta que te quedes. Tienes que salir con Álex. Ahora, antes de que sea demasiado tarde…

—Alguien tiene que quedarse aquí para asegurarse de que Las puertas no vuelven a abrirse. Alguien que no sea como ellos.

—Pero será un infierno, Erik —dijo Álex—. Están aquí, por todas partes, aunque ahora no podamos verlos.

—Eso no será un problema —replicó Erik con una triste sonrisa—. Aunque estén aquí, ya no podrán encontrarme, ni yo a ellos. Han perdido su poder, ¿entiendes? Lo único que les queda, a este lado, es una eterna soledad.

Los dos amigos se miraron largo rato a los ojos.

—¿Y Dora? —Preguntó Álex—. Ella te quiere.

—Sí —confirmó Nieve—. Quería entrar y luchar a tu lado, igual que Jana. Tuvimos que dejarla fuera a la fuerza. Ella te quiere, Erik.

—Aunque así fuera…

—No he terminado —le interrumpió Nieve—. Ella te quiere y tú la quieres a ella. ¿Vas a decirme que no es cierto?

Por un momento, Erik pareció considerar esa posibilidad, pero finalmente dijo que no con la cabeza.

—Pero alguien tiene que quedarse —dijo, mirando con los ojos vacíos hacia la Puerta de Plata, rodeada ahora de una densa niebla—. Alguien tiene que…

—Nos quedamos nosotros —dijo Corvino.

Álex deslizó la mirada desde Erik hasta los dos guardianes. Sus rostros envejecidos reflejaban una serena firmeza. Era evidente que, desde el principio, habían atravesado la Puerta de Plata con la intención de quedarse.

—Hace tiempo que debimos hacerlo —murmuró Nieve, casi en tono de disculpa—. Hemos vivido más que cualquier hombre o mujer sobre la Tierra. Hemos visto desaparecer nuestras familias, nuestras tribus y los reinos herederos de nuestras tribus. Hemos participado en decenas, en cientos de batallas. Estamos cansados…

—Es justo que este trabajo lo hagamos nosotros —Corvino señaló a lo alto de los muros—. No podemos dejar solos a nuestros hermanos. Nosotros terminaremos de tejer la luz que cerrará para siempre esa puerta, y nos encargaremos de que nadie vuelva a abrirla jamás. En cuanto a vosotros, podéis quedarse si queréis, pero aquí no sois necesarios.

—Es ahí fuera donde os necesitan —dijo Nieve gravemente—. Erik, piensa en tu hermano. Piensa en esa muchacha…

Erik, de repente, parecía tan vulnerable como si de un momento a otro fuera a echarse a llorar.

—Nunca podré olvidar lo que he hecho hoy —murmuró, bajando la mirada—. Lo que le he hecho a mi padre. Con esa carga, nunca podré volver a ser feliz, ni hacer feliz a nadie.

—Eso no puedes saberlo —dijo Nieve, revolviéndole el pelo con ternura—. El futuro no está escrito en ninguna parte, Erik. Ahora menos que nunca. Recuérdalo…

—Tenéis que iros —dijo Corvino—. Debemos cerrar la puerta lo antes posible, antes de que los más fuertes de entre ellos comiencen a recuperarse.

Álex cogió de la mano a Erik. Estaba fría y húmeda.

—Vamos, Erik —dijo, tirando de ella con suavidad—. Vamos, amigo…

Tras un momento de indecisión, Erik comenzó a caminar junto a él. Se dirigían como sonámbulos al altísimo arco, cuya cima se perdía entre la bruma. Dentro de él danzaba una cortina de claridad.

Cuando estuvieron lo bastante cerca para atisbar la luz rosada del amanecer al otro lado, Álex se volvió a despedirse de los guardianes.

Pero no los vio. Nieve y Corvino habían desaparecido tras una espesa cortina de niebla oscura.

—Gracias por todo —murmuró, con un nudo en la garganta—. Sin vosotros, nunca habría llegado a ser lo que soy Gracias…

Erik ya había comenzado a atravesar el arco. Lo siguió.

Solo se detuvo cuando sintió sobre su piel la tibia caricia del sol.