Capítulo 6

—¿Estáis intentando contactar con Erik? —En medio del silencio de la explanada sembrada en ruinas, la voz de Alma chirriaba como un violín desafinado—. ¿Con Erik, el hijo de Óber? ¿Va a acudir? No quiero verlo. David, por favor, no quiero verlo…

—Cállate, mamá —susurró David—. Vas a desconcentrar a Dora.

Se encontraban sentado en círculo ante una de las ruinas más distantes de la Puerta de Sombra, y Dora había comenzado a cantar los conjuro Varulf que, habían consultado, podían abrirla. Una parte del ritual consistía en frotar con movimientos espirales el anillo de oro y cristal en forma de libélula que llevaba puesto en su anular derecho. Álex la contemplaba absorto mientras ella repetía una y otra vez aquel gesto, probablemente para no tener que enfrentarse de nuevo al fantasma de la madre de Jana.

—¿Por qué llamáis a Erik, y no Jana? —Insistió Alma—. Creía que era ella a la que queríais ver. El hijo de Óber es nuestro enemigo. Los Drakul son los culpables de la ruina del clan Agmar

—Basta, mamá. Erik no se encuentra exactamente del otro lado, sino en un estado intermedio entre la vida y la muerte al que llaman la frontera.

Alma se estremeció.

—He oído hablar de él —dijo—. Allí no hay nada. Ni cuerpos, ni voces, ni nada agradable que hacer o mirar… ¡Nada!

—¡Aquí es donde no hay nada, mamá! —le recordó David en voz baja—. Todo esto no es real, no es más que una especie de decorado fantasmagórico. Erik, al menos, conserva lo principal en un ser humano: sus recuerdos, su conciencia… hasta su voluntad.

—Ya lo tengo. —Murmuró Dora, interrumpiendo el conjuro—. Me ha oído. Ha contestado mi llamada…

—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Álex.

—Debo invitarle formalmente a sentarse en el círculo, según el ritual.

—¡No! —La madre de Jana hizo un ademán de levantarse, pero su hijo la sujetó por su frágil brazo para que no lo hiciera. Los ojos despavoridos de Alma parecían los de un animal asustado—. Por favor, David…

—No temas, mamá. No llegarás a verlo. La presencia de Erik será solo espiritual… Él no puede realmente llegar hasta aquí.

Dora se quitó el anillo y lo depositó en el centro del círculo. Luego, pasó la mano derecha sobre él varias veces, girándola en el sentido contrario al de las agujas del reloj.

—Allí donde te encuentres, te invito a que te acerques y entres en el círculo. Que las voces se escuchen, que las conciencias se encuentren. Ayúdanos, Erik, acude a nuestra llamada. Álex te escucha, David te escucha, yo te escucho. Que nuestra atención forme un anillo alrededor de tu voz, para enlazar pasajeramente nuestras almas.

El anillo, mientras Dora hablaba, fue cambiando poco a poco de color. El cuerpo de cristal de la libélula pareció incendiarse por dentro, hasta teñirse de un rojo intensamente oscuro que, gradualmente, fue extendiéndose a las alas.

—Estoy aquí, con vosotros —oyeron decir a Erik—. Me alegro de verlos, amigos, pero habéis corrido un riesgo acercándoos tanto a la frontera entre los mundo. ¿Por qué habéis venido?

Álex se preguntó si, en su saludo, Erik habría ignorado deliberadamente a Alma, o si tal vez no podía detectar su presencia. Ella, por su parte, tampoco parecía haber oído sus palabras, porque no reaccionó ante ellas.

—Erik, hemos venido porque necesitamos tu ayuda —dijo Álex—. Jana ha sido arrastrada por una sombra al otro lado de la Puerta de Plata. ¿Tú sabes algo de eso?

—¿Jana, muerta? —Se hizo un largo silencio, que la voz de Erik rompió finalmente—. No lo sabía —dijo—. Donde yo estoy no es donde están ellos. ¿Qué hacía Jana tan cerca de la Puerta de Plata?

—Eso deberías preguntárselo a tu hermano Edgar —dijo Álex—. Le hice llegar tu mensaje, y fingió escucharme, pero a mis espaldas formó una expedición para llegar hasta la Puerta de Plata y pronunciar los conjuros que permiten controlarla. El problema es que algo salió mal, y Jana terminó en el otro lado.

—Maldita sea —la voz de Erik sonaba deslocalizada, a veces cerca y a veces lejos, y en algunos momentos cerca y lejos a un tiempo—. Por una vez, podría haberme hecho caso… Debí figurarme que no lo haría.

—Quiero recuperarla, Erik. Quiero entrar a buscarla —dijo Álex con decisión—. He oído que no hay otra manera.

—¡No hay ninguna manera! Si atraviesas la puerta, estarás muerto, como ella. Quedarás atrapado, y yo no podré hacer nada para ayudarlos a ninguno de los dos. ¿No lo entendéis? Yo no tengo ningún poder aquí. Estoy separado de los vivos y de los muertos. No puedo hacer nada…

—Es tu elección, Erik, pero podrías elegir otra cosa, y tú lo sabes —le recordó Dora con suavidad—. Aún estás a tiempo de cruzar a este lado. Precisamente tú sí podrías hacerlo.

—No. Debo quedarme aquí. Álex, creía haberte explicado por qué. ¿Quién está con vosotros, además de David? Noto una presencia extraña, pero no sé qué es…

—Es mi madre, Erik —dijo David en tono apagado—. Hemos encontrado a Alma en esta especie de pesadilla que hemos tenido que atravesar para llegar hasta la puerta.

—Las Catacumbas, las llaman —la voz de Erik tembló levemente. Cada una de sus vibraciones, de las modulaciones de su tono, sonaba exactamente igual que cuando estaba vivo—. ¿Alma está con vosotros? No puedo creerle. La proximidad de David ha debido de atraerla, aunque seguramente ni ella misma entiende por qué.

—Sí, no puede ser casualidad que nos la hayamos encontrado —dijo Álex—. Hemos pensado que ella tal vez podría ayudarnos.

Alma, que no podía oír las palabras de Erik, pero sí las contestaciones de los demás. Dedujo que estaban hablando de ella.

—No puedo ayudarles —se quejó en tono infantil—. Esto es completamente ridículo. Yo no estoy muerta…

—La he oído —dijo Erik—. Es… es estremecedor… Pero puede que hayáis tenido suerte, Álex. Igual pudo localizar a David sin proponérselo, será capaz de atraer a Jana hasta la puerta. Solo tiene que llamarla. Ayudaría si, antes de llamarla, pronuncia, algún conjuro Agmar para la comunicación con los muertos. Podrás hablar con Jana, Álex, pero eso no significa que vayas a recuperarla. No deberías intentarlo siquiera. Ya es suficiente con haberla perdido a ella… Te necesito vivo. Tienes que ayudarme a cerrar esta puerta definitivamente, como te pedí.

—Te ayudaré, pero antes tengo que sacar a Jana. Tiene que haber alguna manera.

—Habla con ella —dijo Erik con tristeza—. Jana te convencerá de que no lo intentes. No se puede hacer nada… Ella no permitirá que te sacrifiques de un modo tan absurdo.

Álex asintió con una sonrisa ausente en la cara.

—Te ayudaré cuando esto termine, Erik. Lo prometo.

No se oyó ninguna respuesta; solo un viento que parecía sonar en otro lugar distinto a la inmóvil explanada en la que se encontraban, porque allí nada se agitaba.

—Erik, ¡no te vayas! —Suplicó Dora—. Te echo de menos. Dijiste que no ocurriría, que cuando volviese me olvidaría de ti. Pero no es eso lo que ha pasado.

Álex creyó oír la respiración agitada de Erik.

—No, Dora. No me hagas esto, por favor. No me lo hagas más difícil todavía. Si me he quedado aquí, es por una razón. Tengo un deber que cumplir. Tengo que cerrar esas puertas. No puedo volver…

—¿No puedes hacerlo desde este lado? —El tono de Dora seguía siendo implorante.

—No. Ellos son poderosos. Debe haber un poder del otro lado que equilibre la balanza. Ni siquiera estoy seguro de poder hacerlo desde aquí. Es posible que mis fuerzas no basten.

—Entonces déjame volver. Eso sí puedes hacerlo. No hay que atravesar ninguna puerta, tú estás en la frontera. Puedo ayudarte…

—Ni lo sueñes —dijo Erik, cortante—. No quiero que vuelvas aquí, ¿me oyes? Nunca. Tu sitio está al otro lado, con los vivos.

Dora se pasó una mano por la frente, cansada.

—No. Mi sitio está donde estés tú. Intenté decírtelo…

—Lo siento, Dora.

Álex y David se miraron, mientras Dora, con el rostro enterrado entre las manos, sollozaba en silencio.

El cristal de su anillo había recobrado su transparencia original. Erik ya no estaba… Y entre tanto Alma, ajena a todo lo que estaba sucediendo a su alrededor, sonreía tontamente mientras jugueteaba con sus tirabuzones empolvados.

—Ha llegado tu turno, mamá —dijo David, mirándola a los ojos.

—¿Mi turno? No —Alma sacudió energéticamente la cabeza—. No pienso acercarme a esa odiosa puerta. Me pone enferma…

—Vas a hacerlo, mamá. Vas a ponerte frente a ella, con Álex, y vas a pronunciar los antiguos conjuros Agmar para comunicarse con el otro mundo. Fuiste una gran hechicera cuando estabas viva. Seguro que te hará ilusión volver a pronunciar esas viejas fórmulas.

—Esas viejas fórmulas, como tú las llamas, están llenas de poder, y no se debe jugar con ellas, jovencito. Además, no está bien que un hijo le dé órdenes a su madre. ¿Dónde se ha visto?

—¿Y dónde se ha visto una madre que no quiera salvar a su hija de la muerte?

Aquella pregunta dejó sin argumentos a Alma. Era evidente que, pese a haber olvidado todos los sentimientos reales que la unían a sus hijos, recordaba que una madre hiciera y sintiera.

—Está bien —murmuró—. ¡Las cosas que tiene que hacer una madre por sus hijos!

Sin más protesta, siguió dócilmente a Álex a través de la explanada de ruinas bajo la atenta mirada de los otros.

—Álex, si me necesitas, llámame —gritó David—. Entraré contigo si es necesario.

—Y yo también —murmuró Dora.

—Jóvenes inconscientes —gruñó Alma, con pasos cortos y muy rápidos para no quedar rezagada con respecto a Álex—. No piensan en los riesgos. Son unos alocados, y encima se atreven a juzgar a los adultos porque no entienden que razonemos con la cabeza. Álex habría querido taparse los oídos para no oír toda aquella cháchara, que a él le parecía desgarradora. Aquella mujer ya no tenía pensamientos propios, ni voluntad, ni siquiera deseos. No era más que un mosaico de frases hechas y opiniones prefabricadas… había sacrificado todo lo demás a cambio de esa apariencia de vida.

La verdad es que una parte de él, al aproximarse a la puerta, empezó a dudar de si Alma no tendría razón. La extraña catedral que estaba viendo no era un edificio del mundo material; quizá por eso su altura desafiaba las leyes de la gravedad, y las oscuras moles talladas de sus arcos y pináculos eran tan inmensas que la mirada apenas podía abarcarlas.

Pero lo peor llegó cuando se encontraron frente a la puerta. Era una abertura ojival que se prolongaba hasta un cielo oscuro e invisible. Sus dos hojas de hierro parecían tan oscuras como la noche; y entre ellas se filtraba un resplandor de plata, tan deslumbrante que uno no podía mirarlo de frente sin que los ojos se le llenasen de lágrima… y sin sentir un irresistible impulso de caminar hacia él.

—No pienso dar un paso más —murmuró Alma—. Lo haremos desde aquí.

—Está bien. Puedes empezar cuando quieras —Álex señaló a la abertura entre las puertas—. Yo me concentraré en esa luz y pensaré en Jana. Entre los dos haremos que se acerque.

Alma tardó unos instantes interminables en comenzar, pero al fin su voz se alzó, insegura y no muy afinada, en un canto que reproducía las antiguas fórmulas de un conjuro Agmar. Álex intentó no prestar atención a las palabras de aquellas lenguas que no comprendía, ni a la arcaica melodía que formaban.

Solo tenía ojos para la rendija de plata a través de la cual se adivinaba el otro mundo… el mundo de los muertos.

La canción se prolongaba, repetitivamente, cíclica, y el tiempo pasaba sin que nada cambiase en el helado resplandor de la puerta, sin que nada anunciase la posible llegada de Jana.

Quizá las fórmulas no fueron correctas… O quizá el espíritu con el que Alma las estaba pronunciando se encontrase demasiado dañado y enfermo como para imprimirles un significado.

Sin embargo, era Alma: a pesar de su penosa transformación, seguía siendo la madre de Jana, y eso tenía que ser suficiente para establecer una conexión, para crear un vínculo.

Además, estaba él. Mientras clavaban la vista en la ranura de plata, Álex recordó con dolorosa nitidez los ojos de Jana, su cabello, su piel pálida y perfecta, el tatuaje en forma de serpiente que atravesaba su espalda. Su llamada también tenía que contar, aunque no existiesen lazos de sangre entre ellos. Lo que los había unido era algo más poderoso aún que la sangre. Era algo que se resistía a morir… lo bastante fuerte como para llevarle hasta allí, a plantarse frente a las puertas de la muerte.

Se dio cuenta de pronto de que la voz de Alma había comenzado a cambiar. Ya no era tan monótona, tan inexpresiva. Ahora cantaba con verdadera concentración, y sonaba cada vez más melodiosa. A través de aquel cambio en la voz, Álex creyó entrever lo que aquella mujer debió de ser en vida; en la nuevas reflexiones que iba incorporando a su canto había una gran capacidad de seducción, y también había seguridad, poder… Auténtico poder.

Sin poder evitarlo, se giró a mirarla, y a la transformación que observó en su rostro le hizo olvidarse por un momento de todo lo demás. Alma estaba dejando de ser la figurilla de porcelana que los había acompañado a través de las Catacumbas. Sus tirabuzones, desprendiéndose de los complicados recogidos que los sujetaban, ya no parecían formar parte de una peluca, y se agitaban desordenados alrededor de su cabeza. El vestido azul cielo se había oscurecido y había perdido su flamante brillo, hasta convertirse en un polvoriento amasijo de seda sombría del que colgaban, frágiles como flores secas, los viejos encajes de las mangas.

Estaba funcionando. Podía verlo en la emoción que gradualmente se iba apoderando de los rasgos de Alma, en su boca entreabierta y llena de horror y de tristeza, en sus ojos desencajados de miedo. La había encontrado… Y la estaba atrayendo hacia sí.

También él empezó a notar el viento. Venía de la puerta. Se estremeció de pies a cabeza, aterrado, expectante.

Algo hizo girar las hojas de hierro de la puerta sobre sus goznes invisibles. La rendija de luz se ensanchó, y una silueta lejana y frágil apareció al otro lado.

Jana.

Daba la sensación de que avanzaba hacia ellos, aunque sus pasos eran muy lentos e inseguros. Álex no tardó en darse cuenta de que, por mucho que Jana caminase, no llegaría jamás a alcanzar el umbral. La distancia que separaba la vida de la muerte seguía siendo, para ella, infinita. Podía verle…

Y también podía ver Alma.

—Mamá —su voz, remota y desfigurada, llegó mezclada con el viento que surgía de las puertas—. Mamá eres tú. Mamá…

Alma, aterrorizada, se tapó los oídos. Su rostro desencajado parecía, de repente, mucho más viejo.

—No puedo soportarlo. No puedo, es demasiado horrible. Lo siento, hija. Lo siento…

Sin apartar la mirada de la silueta de su hija, Alma comenzó a caminar hacia atrás. Dos pasos, tres pasos, cuatro. Las piernas le fallaron, tropezó y estuvo a punto de caerse, pero se incorporó de inmediato. Tendió ambas manos hacia Jana, pero enseguida las retiró horrorizada de lo que había hecho.

—No avances más, Jana. Te lo ordeno —chilló con la voz hueca y destemplada de antes—. Tienes que obedecerme; soy tu madre.

Dejó escapar un grito inarticulado, y luego veloz como un títere deslizándose a través de un decorado, salió corriendo.