El regreso desde la granja a la ciudad se le hizo a Jana más largo aún que el trayecto de ida. El autobús se desviaba continuamente de la carretera principal para detenerse en estaciones desiertas donde no bajaba ni subía nadie, o en paradas situadas al borde de viejas carreteras que probablemente ya no conducían a ninguna parte. Era como una pesadilla… Y los escasos viajeros que compartían aquel tormento con ella tenían el aspecto ensimismado y ceniciento de viejos retratos atrapados en un bucle del tiempo.
Llegó a casa agotada, deseando darse una ducha para quitarse de encima la sensación de suciedad que le había dejado aquel viaje interminable. Pero aún no había cerrado la puerta principal cuando David salió de su cuarto para darle la bienvenida.
—Creí que no ibas a llegar nunca —la saludó en voz baja y apresurada—. Esos dos llevan aquí toda la tarde, y no parecen dispuestos a marcharse sin ti. Por todos los engendros Varulf, ¿en qué andas metida? ¿Ahora eres amiga de la vieja guardia Drakul?
Jana resopló, cansada.
—Otro día, David —murmuró—. De verdad, hoy no tengo fuerzas para un interrogatorio. ¿Dónde están? ¿Los conoces?
—He conseguido dejarlos aparcados en el jardín. ¡Ya no sabía cómo librarme de ellos! A uno sí lo conozco, es ese tipo de la cicatriz, Railix. Pero al otro no lo había visto en mi vida. Y tiene una pinta que da miedo… ¿De dónde vienes, por cierto? ¿Y por qué no has ido a clase hoy? Álex vino a preguntarme a la salida si estabas enferma.
—¿Qué le dijiste?
David se encogió de hombros.
—Yo que sé, lo primero que se me ocurrió. Que no tenía ni idea de por qué no habías ido a clase, que volviste muy tarde por la noche y que a lo mejor habías decidido quedarte en casa a descansar… Creo que no fui muy convincente.
El muchacho siguió a Jana hasta la cocina y la observó mientras ella cogía una manzana del frutero y empezaba a mordisquearla.
—Necesito reponer fuerzas antes de ver a esos tipos —dijo entre bocado y bocado—. Diles que entren, anda…
Aún no había terminado la manzana cuando Railix apareció en la puerta del jardín, seguido de un anciano alto y cargado de espaldas cuyo grueso abrigo negro parecía tan viejo como él mismo, aunque mucho peor conservado.
David cerró tras él la puerta del jardín y se apoyó en ella, dispuesto a quedarse a escuchar la conversación; pero, para su sorpresa, los dos hombres, ahora que Jana había regresado, tenían mucha prisa por irse cuanto antes, y ni siquiera quisieron sentarse.
—Tenemos que marcharnos ya —fue el saludo de Railix a Jana—. Cuanto antes hagamos esto, mejor. Son las órdenes.
—¿Qué órdenes? —preguntó David, asombrado—. ¿Ordenes de quién?
Jana iba a contestar cuando el hombre del abrigo siberiano se le adelantó.
—No hay tiempo —dijo con voz grave—. Nos vamos… Ya.
En otras circunstancias, Jana habría reclamado un poco más de respeto hacia su hermano por parte de aquellos Drakul. Pero el gesto tenso y concentrado de los dos hombres le hizo comprender que no era el momento. Si ellos decían que había que irse, debían de tener algún buen motivo para ello. Al fin y al cabo, ya estaban en aquella misión antes incluso de que Jana conociese su existencia…
Sin terminarse la manzana, Jana siguió a los Drakul hasta el vestíbulo y salió tras ellos a la carretera. Ni una sola vez se volvió para enfrentarse con la mirada perpleja e irritada de David.
Llevaban un buen rato rodando en silencio por la carretera que llevaba desde la ciudad a Magic Land cuando Railix, que iba conduciendo, se decidió por fin a hacer las presentaciones.
—Mi compañero se llama Stanislav —dijo, buscando en el retrovisor los ojos de Jana mientras su mano señalaba con gesto negligente al hombre que ocupaba el asiento del copiloto—. Stanislav Gavos. A lo mejor te suena su nombre…
—Creo haberlo oído alguna vez, sí. Pero no sé…
—Es juez —explicó Railix—. Un juez Drakul, de la vieja escuela… Algunas de sus actuaciones en los tribunales llegaron a hacerle bastante famoso.
—Era juez —le corrigió Stanislav, arrastrando un poco la erre—. Era, ya no. Además, también era otras cosas…
—Stanislav organizó muchas misiones secretas para Óber —dijo Railix—. Cuando había que hacer algo delicado, él era el cerebro de la operación. Lo mismo que ahora… ¿Tienes el conjuro de Pértinax?
—Me lo ha dado, sí —confirmó Jana—. Aunque todavía me estoy preguntando cómo logré convencerle.
—Ese viejo retorcido siempre esconde alguna carta en la manga —gruñó Railix—. Solo espero que no nos la juegue…
—Está encerrado en una prisión, en un lugar totalmente aislado —replicó Jana—. No podría jugárnosla aunque quisiera… ¿Adónde vamos?
—Vamos a buscar esa condenada puerta brillante —gruñó Stanislav. Conservaba un ligero acento ruso, que se notaba sobre todo cuando pronunciaba la erre—. Cuanto antes, mejor. Muertos… No me gustan.
Stanislav pulsó el botón de bajar la ventanilla y se asomó para escupir. El viento se coló dentro del vehículo, enredándose en los cabellos de Jana. Pero solo duró un instante, hasta que Stanislav volvió a subir la ventanilla.
—¿Por qué tenemos que ir ahora? —preguntó Jana, molesta—. Ayer casi no dormí, y he tenido que viajar todo el día para ver a Pértinax… ¿Por qué no lo dejamos para mañana? Un día más o menos…
—No —la interrumpió Railix, tajante—. Tiene que ser hoy. Las palabras ocultas han sido pronunciadas, y la senda está abierta. Su Majestad lo ordenó así… Está ansioso por terminar con todo esto.
—¿Por qué no ha venido él? —preguntó Jana sin pensar en lo que decía—. Es muy fácil dar órdenes desde un despacho, o desde un trono, si es que es eso lo que hace…
—Su Majestad no juzgó conveniente presentarse en tu casa —contestó Railix con aspereza—. Tu hermano podría haber hecho muchas preguntas, ¿no crees? Nos está esperando dentro del parque… A la orilla del Gran Mar.
Aquello logró silenciar a Jana hasta el final del trayecto. Lo cierto era que no esperaba que Edgar se sumara a la misión. Él no había dado muestras de querer participar en ningún momento…
El hermano Írido de Erik nunca dejaba de sorprenderla.
Jana supuso que Railix aparcaría el coche en el mismo lugar en el que se habían apeado la noche anterior, pero se equivocaba. En lugar de detener el vehículo al final del camino embarrado que atravesaba el bosque, lo lanzó directamente contra el alto muro del parque. El brusco acelerón casi logró cortarle la respiración a Jana.
—Railix —murmuró—. Railix… ¡Qué haces!
Sin contestar, el Drakul pisó aún con más fuerza el acelerador. Jana dejó escapar un grito momentos antes de chocar contra el muro… que se disolvió mágicamente en el mismo instante en que entró en contacto con el abultado parachoques de color plata.
—Ya estamos dentro —anunció Railix, complacido—. Esta vez ha sido más fácil, ¿verdad?
—Odio los parques temáticos —rezongó Stanislav, mirando disgustado por la ventanilla el paisaje de cartón piedra que se extendía a ambos lados del camino por el que rodaban—. Adultos gritando y pataleando como niños en esos absurdos artefactos mecánicos, vomitando alegremente… ¿Por qué no se tiran desde un quinto piso? Sería más sencillo, menos aparatoso.
—Probablemente se matarían, Stan —dijo Railix en tono paciente—. La gente normal suele matarse cuando se tira de un quinto piso.
—Ah.
Stanislav no pareció encontrar un argumento frente a aquella demoledora observación, así que permaneció callado hasta que Railix aparcó el coche en la terraza desierta de una de las cafeterías al aire libre que había en las orillas del lago artificial conocido como «Océano Corsario».
Al apearse del coche, Jana miró distraída a su alrededor. El sol acababa de ponerse y un resplandor anaranjado teñía aún el horizonte, más allá del lago y del barco pirata.
Se estremeció al recordar el miedo que había sentido en aquel falso galeón la noche anterior. Ya nunca podría mirarlo sin sentir un escalofrío… Aunque a la luz del atardecer resultaba mucho menos amenazador que en la oscuridad.
—¿Hoy no abren el parque? —preguntó, distraída.
Acababa de descubrir a Edgar adormilado en un banco, muy cerca de los tornos que daban acceso al barco.
—Durante los meses de otoño e invierno solo abren los fines de semana —explicó Railix—. Una suerte para nosotros… Aunque habríamos podido solucionarlo de todas formas.
Echaron a andar hacia la orilla. Sus pasos debieron de despertar a Edgar, que se incorporó con brusquedad y miró desorientado a su alrededor antes de fijar la vista en ellos.
—Ah, ya estáis aquí —los saludó, desperezándose—. Cuánto habéis tardado… La lancha ya está preparada. ¿Todo bien, Jana? ¿Tienes el conjuro?
La muchacha asintió. No tenía ganas de entrar en detalles sobre su visita a la celda de Pértinax.
Se acercaron a la lancha, que resultó ser una flamante motora de última generación. Jana la contempló con incredulidad.
—¿De verdad necesitamos esto para cruzar este charco? —no pudo menos que preguntar—. Es un poco exagerado, ¿no?
—No, Jana —Railix señaló con la mano la otra orilla del lago artificial, donde se veía la silueta de un carrusel de estilo antiguo—. ¿Ves el viejo tiovivo y la atracción de barcos vikingos que hay junto a él, al borde mismo del agua? Nunca llegaremos hasta allí…
—¿Qué quieres decir?
—Que hay otra orilla, muchacha —gruñó Stan—. Otra orilla invisible, más lejana… Este mar, para aquellos que saben navegarlo, es mucho más grande de lo que parece.
Subieron todos a bordo de la motora, y Edgar, bajo su perfecto disfraz de Erik, encendió el motor. El bramido de la máquina se mezcló muy pronto con el bullir del agua al convertirse en espuma bajo la proa.
La lancha empezó a coger velocidad, y Jana temió por un momento que terminasen empotrándose en la orilla opuesta, donde se alzaba la atracción de los barcos vikingos. Pero en lugar de acercarse, el carrusel y los barcos parecían ir haciéndose más pequeños cuanto más avanzaban, y poco a poco empezaron a difuminarse detrás de la bruma.
Aquello había dejado de ser un estanque. Se adivinaba, bajo la superficie negra y dorada de las olas, una profundidad cada vez mayor. Sentada en uno de los bancos de estribor de la cubierta, Jana podía ver la silueta de Edgar manejando el timón, con la vista perdida en el horizonte y los cabellos rubios al viento. Railix y Stanislav se habían refugiado en la cabina, y Jana los veía intercambiar de cuando en cuando unas pocas palabras.
Si aquel era el mismo mar en el que se encontraba el barco donde los Olvidados la habían atacado, era posible que siguieran allí. Y no solo ellos… Eran muchos los espíritus atormentados que, en los últimos tiempos, se servían de lugares de transición como la Puerta de Plata para regresar al mundo de los vivos. Tal vez estuviesen allí mismo, invisibles, acechantes, rodeándola por todas partes. Pero ¿por qué esta vez en lugar de atacarla la eludían?
Sintió un escalofrío. Prefería no pensar en ello…
—¿Qué opinas del empeño de Pértinax por convertirse en administrador de la biblioteca real? —le preguntó a Edgar, alzando la voz para hacerse oír por encima del ruido del motor y de las olas—. Me pareció que estaba muy enfermo, pero no ha renunciado del todo a sus ambiciones.
—Cuando me llamaste desde la cárcel pensé que se trataba de una broma, la verdad. Pero luego me di cuenta de que no perdíamos nada con concederle ese capricho al viejo. ¿Le gustó el nombramiento que le envié por fax?
—Yo diría que sí. No me quiso escribir el conjuro hasta que leyó el documento. Pero eso le permitirá acceder a un montón de documentos clasificados…
—Todavía no está libre. Cuando los administradores terminen con los trámites de su excarcelación, ya veremos lo que hacemos con ese nombramiento. Pero te voy a decir una cosa… Por mí, si tanta ilusión le hace, puede quedarse con el cargo hasta que se muera —repuso Edgar mirándola un instante para volver a fijar enseguida la vista en el brumoso horizonte—. Es un buen puesto para él. Por lo menos tendré la seguridad de haber nombrado a alguien que sabe lo que se trae entre manos.
—¿Hasta cuándo… hasta cuándo piensas seguir con esta farsa?
Edgar frunció el ceño y soltó una mano del timón para señalar a la cabina con gesto alarmado.
—¿Por qué no hablas un poco más alto? A lo mejor no te han oído…
—Es imposible que me hayan oído. Casi no me oigo ni yo. Y no me has contestado, por cierto…
—La farsa de la vida dura hasta que te mueres. Y la de la monarquía también, si te refieres a eso. Los reyes no se jubilan, ¿no lo sabías?
—No puedes estar hablando en serio. Antes o después, alguien se enterará, y eso sería fatídico para los Medu.
—La historia de las grandes dinastías de la antigüedad está llena de usurpadores que han sido recordados como grandes reyes. A nadie le importa en realidad de dónde vienes, ni lo que haces. Te quieren por lo que representas. Si haces bien tu papel, ¿por qué iban a querer cambiar?
—Pero el trono de los Kuriles no ha permanecido vacío tantos años para que al final alguien lo ocupe de esta manera. Es muy peligroso, Edgar…
—Soy heredero de los reyes Drakul; puedo demostrarlo. Y no hay nadie con más derecho que yo a ocupar ese trono. Salvo quizá tú… Pero eres una chica, una descendiente de la bruja Agmar, y nunca te aceptarán como reina.
—No digas idioteces. No quiero ser reina. Además, sé que es imposible…
—Aunque si te casaras con un legítimo rey Drakul, la cosa sería muy diferente. Mucha gente en los clanes vería con buenos ojos esa alianza. Ya se habló de ella cuando vivía Erik. Y si Álex no se hubiera interpuesto…
—Basta, Edgar. Tú no eres Erik. Y además, Álex sigue ahí, ¿recuerdas? Estás diciéndome esas cosas solo para irritarme.
Le dio la espalda al muchacho y se encaró con el viento que azotaba la proa. El cielo se había vuelto de un gris plomizo, con amenazadoras masas de nubes en perpetuo movimiento, empujándose unas a otras, persiguiéndose y juntándose como si estuviesen ejecutando una compleja coreografía.
De pronto, por debajo de una de aquellas nubes, Jana creyó ver un resplandor irisado, una tela agitándose. Una tela pesada, rígida, como de una falda antigua.
Siguió escudriñando el cielo, angustiada. El brillo de plata de la tela volvió a aparecer un instante. Y luego fue el reflejo de una manga acampanada y bordeada de encaje.
Después, nada.
El mar seguía oscureciéndose por momentos, y las olas, cada vez más altas, zarandeaban la lancha como si se tratase de una cáscara de nuez. Era un milagro que no hubiesen volcado todavía…
Tratando de librarse de la angustiosa impresión de unos momentos atrás, Jana se giró en el banco para mirar por la borda.
No pudo reprimir un chillido. Había un rostro de porcelana bajo el agua, mirándola fijamente con sus cristalinos ojos de muñeca. Lo vio ascender hasta la superficie, flotar un instante y hundirse de nuevo.
Era el rostro triple de Urd, la hija de Pértinax.