—Tenemos que llegar hasta la puerta como sea —gritó Jana para hacerse oír por encima del bronco rumor de las sombras que se agitaban en todas direcciones—. Tenemos que alcanzar el muro…
—¿Qué muro, Jana? —Respondió Dora—. Se está cayendo a pedazos. Si nos acercamos, lo único que conseguiremos será que una de esas piedras negras nos aplaste.
—Parece tan real…
—Es real, aunque ocurra dentro de nuestras mentes. —Dora cogió de la mano a Jana y tiró de ella para apartarla de un vendaval de oscuridad que iba a precipitarse sobre ellas—. Mira; parece que ni siquiera nos ven.
—Nosotras no importamos; pero podríamos hacer algo si estuviésemos al otro lado.
Un lienzo entero de la muralla se desplomó verticalmente en ese instante, levantando una nube de polvo que envolvió a las sombras en un manto de color ceniza.
—No perdemos nada con intentarlo —murmuró Jana—. Ahora están distraídas. Vamos, Dora. Hasta donde lleguemos…
Corrieron tan deprisa como se lo permitían sus piernas, pero no llegaron muy lejos. Con la siguiente resquebrajadura que apareció en la muralla, empezaron a surgir también grietas en el suelo.
—¿Qué está pasando? No sigas, Dora…
Las grietas se ensanchaban a ojos vista, y de repente, antes de que las dos chicas tuviesen tiempo de reaccionar, todo el suelo se había fragmentado en grandes pedazos irregulares que se alejaban unos de otros. Debajo del fragmento de superficie firme en el que habían quedado atrapadas, había cielo. Y mucho más abajo, más allá de las finas y dispersas nubes, se veía, pequeña y lejana, una ciudad: su ciudad… La playa, los altos rascacielos del centro financiero, las colinas sembradas de jardines y casas antiguas de la Antigua Colonia…
Empequeñecidos por la distancia, todos aquellos elementos parecían miniaturas artísticamente distribuidas sobre una maqueta.
Jana miró alrededor, desesperada. Había otras islas de piedra flotando en el azul de la atmósfera. Casi todas parecían vacías… En algunas de ellas se notaba una densidad de sombras hormigueando y vibrando en el aire. Incluso le pareció distinguir, sobre un islote cercano, un oscuro reflejo del rostro de Óber… Pero quizá se tratase tan solo de un espejismo, porque desapareció enseguida.
Quedaban algunos restos de muros negros en pie, flotando en sus pequeñas islas de roca. Pero la Puerta de Plata había desaparecido… Jana vio el arco ojival que la sustentaba derrumbado en el suelo, todavía apuntando hacia arriba con su clave de piedra.
—No queda nada de la frontera entre los mundos —dijo Dora, que parecía estar mirando en la misma dirección—. Esto se ha acabado.
—¿Y Álex? ¿Y Erik? —Jana señaló hacia uno de los restos de muralla que flotaban cerca—. Tienen que estar en alguna parte… Un momento, espera. ¿Qué está pasando?
Era como estar viendo una película desde delante hacia atrás.
Como si alguien estuviese rebobinando los segundos anteriores a cámara lenta; porque los fragmentos de tierra habían comenzado a atraerse unos a otros y a formar agregados cada vez más grandes, ocultando el cielo y la ciudad que había debajo. Y los pesados sillares del muro ascendían como por arte de magia y se reordenaban para componer de nuevo la muralla.
—Es David —dijo Dora. Los cabellos se le habían soltado del moño donde los mantenía recogidos y azotaban furiosamente su cuello y sus mejillas—. Mira, Jana. Ha vuelto…
—No, no es él.
Jana acababa de ver a David en uno de los fragmentos de roca que aún no se habían unido a los demás.
No venía solo… le acompañaban Nieve y Corvino.
Le costó reconocer a los dos guardianes en aquellas dos figuras envejecidas. Nieve seguía siendo una mujer esbelta y hermosa, pero sus cabellos se habían vuelto completamente blancos, y en su rostro había algunas arrugas. Corvino, con sus cabellos grises y su cuerpo enjuto, ligeramente encorvado, se mantenía junto a ella y la asía por la cintura con su brazo, como si intentase protegerla.
Las ropas que llevaban puestas parecían de un tiempo remoto. Nieve iba envuelta en una pesada túnica de lino blanco. Corvino llevaba puesto un tosco peto de cuero y un manto de pieles, que le confería un aspecto antiguo y salvaje.
Así debían de vestirse en las lejanas épocas en las que había transcurrido su juventud, antes de que la guerra entre los Medu y los guardianes empezara.
Ellos eran los que habían comenzado a darle la vuelta a la batalla. Con su experiencia de siglos y su entrenamiento en el dominio de la mente, estaban venciendo a aquel ejército de espectros.
—Tenemos que abrirnos paso hasta ellos —dijo Jana—. Quizá podamos ayudarlos…
—¿Son quienes creo que son? —Preguntó Dora—. Los guardianes siempre han sido nuestros enemigos. No creo que…
—Han venido porque David fue a buscarlos. Ellos son nuestra única esperanza, Dora. Mira lo que están consiguiendo… Aunque no sé durante cuánto tiempo podrán aguantar.
Las fracturas de la tierra continuaban sellándose, y el gran arco de la Puerta de Plata se estaba elevando de nuevo, como si una enorme grúa invisible tirase de él hacia el cielo. Las sombras bullían a los pies del muro, desconcertadas. Solo algunas habían comprendido lo que pasaba, y empezaban a formar un círculo en el aire alrededor del grupo que componían Nieve, Corvino y David.
—Los Olvidados —dijo Jana, reconociendo con un escalofrío el rostro de Óber entre las innumerables figuras que se iban aglutinando en torno a los guardianes—. Intentan formar una barrera para neutralizar a Nieve y a Corvino…
Los dos guardianes se habían dado la mano y contemplaban sin ningún temor aquella masa de criaturas espectrales que se cernía sobre ellos por todas partes. David, en cambio, parecía demasiado impresionado como para aportar ninguna ayuda útil. Sus ojos recorrían las hileras de rostros cenicientos que los amenazaban con creciente angustia. Parecía imposible que ellos solos pudieran enfrentarse a aquella legión de sombras que ni podían ni querían encontrar el descanso.
El espeso círculo de espectros no tardó en cambiar el signo del combate, y la milagrosa reconstrucción de la muralla que habían iniciado Nieve y Corvino se interrumpió bruscamente. El arco volvía a estar en su lugar, pero la luz que sellaba el umbral entre los dos mundos no había regresado a su interior.
En la frente de Nieve aparecieron dos profundos surcos verticales, debido al esfuerzo mental que estaba realizando. Parecía estar sufriendo mucho… Y también Corvino, pese a que su rostro no reflejaba apenas ningún cambio, debía de encontrarse al límite de sus fuerzas; Jana creyó ver que sus piernas temblaban, y que cada vez le costaba más trabajo mantenerse en pie.
Las sombras, poco a poco, iban acercándose a ellos. Al principio se habían mantenido a distancia, pero luego se fueron envalentonando, avanzando centímetro a centímetro, cada vez con mayor audacia. Ellas eran muchas, y los guardianes, solo dos. Dos y David… El muchacho, incapaz de soportar la cercanía de aquellas repugnantes criaturas, se había dejado caer al suelo y escondía su rostro entre las manos.
—Con eso solo conseguirá que ellos se confíen aún más —murmuró Jana—. Hay que plantarles cara. Si pudiéramos llegar hasta donde está David…
—Es imposible. Son demasiados —dijo Dora—. Y los guardianes se están debilitando… ¡Mira!
Dora apuntaba hacia las altas murallas negras. Volvían a caer piedras de la parte más alta. Se estaban derrumbando una vez más… Pesados sillares de roca se precipitaban sobre el suelo y se rompían en mil pedazos al estallar contra su dura superficie. No paraban de caer; parecía una granizada de enormes pedruscos oscuros. Si la destrucción continuaba progresando a ese ritmo, muy pronto no quedarían de aquel muro más que los cimientos.
Pero entonces ocurrió algo asombroso: decenas de figuras ataviadas con túnicas y pieles aparecieron flotando en el aire, justo por encima de lo que aún quedaba de la muralla. Venían del otro lado; había hombres y mujeres, y muchos de ellos iban vestidos del mismo modo que Nieve y Corvino.
Eran espectros también; pero más grandes que las sombras que intentaban arrasar la muralla, y quizá también menos transparentes. Sus figuras, iluminadas por una tenue luz que parecía proceder de su interior, casi parecían sólidas cuando se las observaba desde ciertos ángulos. Jana comprendió que eran los antiguos guardianes, todos aquellos hechiceros del pasado que habían unido sus fuerzas para combatir el poder de los Medu.
Los viejos enemigos de los clanes regresaban ahora para ponerse del lado del último rey Drakul.
Jana sintió que se le ponía la carne de gallina; de repente ya no recordaba el miedo y la desesperación que la habían invadido en las últimas horas. Una emoción extraña, que le producía escalofríos, se había apoderado de ella al comprender lo que había conseguido hacer Erik.
La batalla, ahora, se había equilibrado. No había tantos guardianes como sombras, pero eran más poderosos, y, sobre todo, más sabios. Evitaban los ataques individuales; no pretendían demostrar nada.
Lo único que les interesaba era formar un cordón en el aire que protegiera los muros del reino de los muertos, y concentrar sus enormes poderes en reconstruir piedra a piedra los fragmentos derruidos.
Hirviendo de impotencia, los Olvidados comenzaron a retirarse. Lentamente se iban escabullendo en distintas direcciones, fragmentando sus fuerzas, y abandonando el cerco alrededor de Nieve y Corvino.
No era una retirada definitiva; tan solo una tregua… Parecía que aquella masa de espectros aparentemente informe y desarticulada reunía la suficiente capacidad estratégica como para comprender que no les convenía desgastarse inútilmente en un combate que estaban destinados a perder. Por eso habían decidido apartarse un poco, observar mientras los antiguos guardianes reconstruían la fortaleza, y esperar el momento de atacar de nuevo.
Con el camino libre ya de aquellos que hasta entonces lo habían bloqueado, los ojos de Jana se encontraron al fin con los de Nieve.
«Esperad —parecían decir sus dulces iris azules—. Todavía no hemos terminado…».
Pero Jana no podía esperar; quería hacer algo, prestar su ayuda, por pequeña que fuera. Así que, cogiendo de la mano a Dora, atravesó el yermo que las separaba de David y de los guardianes.
David, que había vuelto a ponerse en pie y contemplaba maravillado la rápida reconstrucción de la muralla, le hizo un gesto de advertencia a su hermana cuando vio que ella se disponía a hablarle a Nieve.
—Silencio —murmuró, llevándose un dedo a los labios—. Están reconstruyendo la luz. Es la barrera definitiva.
Era cierto. Los ojos de Nieve y los de Corvino permanecían ahora fijos en el arco vacío de la muralla, y sus miradas, unidas al férreo poder de concentración que conseguían canalizar a través de ellas, habían comenzado a entretejer un finísimo velo de luz plateada en aquel hueco oscuro.
—No, aún no —murmuró Jana, mirando a Nieve—. No podéis cerrar la puerta todavía. Aún queda mucha magia de este lado, y Erik quiere atraerla toda al interior del muro. Es la única forma de terminar definitivamente con todo esto.
Nieve y Corvino apartaron los ojos de la puerta, interrumpiendo su labor mágica.
—No podrá hacerlo —murmuró Nieve—. Tendría que tener un poder inmenso para contrarrestar el magnetismo que atrae a la magia hacia las sombras. Y Erik no es tan poderoso.
—Están ellos —murmuró Corvino inseguro señalando a sus viejos compañeros, que flotaban inmóviles sobre las murallas negras—. Ellos le ayudarán.
—Y Álex también está dentro. Tenéis que esperar a que lo consigan. Por favor…
Nieve miró a Jana.
—Si hacen lo que tú dices, si se quedan ahí hasta el final para atraer toda la magia hacia el interior, no podrán salir. Quedarán atrapados al otro lado del muro.
—Erik no quiere salir, de todas formas —observó Dora con voz apagada—. Está decidido a sacrificarse.
—Y Álex no va a abandonarle —añadió Jana—. Es su mejor amigo. Nieve, por favor, espera a que Dora y yo entremos ahí. Todavía conservo suficientes poderes para serles útiles. Ayudaremos a Erik y a Álex a equilibrar la balanza.
Nieve y Corvino se miraron.
—No —dijo Corvino, sin apartar la mirada del rostro de su compañera—. Lo siento, Jana, pero no vamos a consentir más sacrificios.
—No lo entiendes —Jana le agarró del borde de su tosca capa de pieles, obligándole a mirarla—. Quiero estar con él. Quiero estar con Álex…
—Sí, lo entiendo. Pero añadir tu sacrificio al suyo no arreglaría nada. Además, no sois tan poderosas como para equilibrar las fuerzas… Nosotros sí.
Los ojos de Jana se deslizaron desde el rostro de Corvino hasta el de Nieve.
—¿Vais… vais a entrar? —preguntó.
Nieve asintió con una tenue sonrisa.
—Corvino tiene razón; durante un tiempo creímos que habíamos perdido todo nuestro poder, pero estábamos equivocados, Jana. Cuando empezamos a escucharnos a nosotros mismos y a entendernos el uno al otro, fue como si se desencadenase una explosión. Toda la experiencia, los saberes acumulados a lo largo de más de mil años…
—Cada una de estas arrugas ha supuesto un nuevo salto en nuestro dominio de nosotros mismos —añadió Corvino—. Erik solo puede lograr lo que se propone si cuenta con nuestra ayuda. ¿No es hermoso, después de todo? Los Medu y los guardianes unidos en una última batalla.
—Tú lo has dicho —musitó Jana—. La última… Y yo no quiero quedarme al margen.
—Ni yo tampoco —dijo Dora—. Entraremos con vosotros.
—No. —Una llamarada azul pareció congelar los rasgos de Nieve durante unos instantes—. Adiós, Jana.
Los dos guardianes se deslizaron majestuosamente hacia el arco del muro, donde un jirón de la luz que ellos habían tejido atravesaba la oscuridad, dividiéndola en dos mitades asimétricas. Jana intentó correr tras ellos, pero sus piernas no la obedecían. La habían inmovilizado, lo mismo que a Dora…
Impotente, observó cómo Nieve y Corvino atravesaban el claroscuro del arco y desaparecían al otro lado. Las sombras que acechaban a una prudente distancia de la muralla estallaron en aullidos, golpes y descontrolados estallidos de alegría. Contemplaban aquella decisión de los guardianes como una victoria…
Solo Óber y los suyos, comprendiendo el peligro que suponía para ellos el gesto de sus enemigos, intentaron seguirlos a través del arco. Jana los vio estrellarse contra el muro de luz y disgregarse en miles de partículas cenicientas que quedaron largo rato flotando en la atmósfera.