Capítulo 5

Fue como si el tiempo se congelara alrededor de Alma, de su esbelta y elegante figura enfundada en aquel vestido de época, o más bien de ninguna época, tan intemporal y absurdo como ella misma.

Alma se quedó mirando a su hijo sin que su rostro terso y perfecto reflejase la más mínima emoción.

—¿Eres David? —preguntó—. David, querido… Has crecido mucho.

—Mamá… —La voz de David era un borboteo tembloroso y sus ojos, tras varios segundos sin parpadear, se llenaron de lágrimas—. ¡Me has reconocido!

—¿Cómo no voy a reconocer a mi hijo? Mi querido David, ¡cuánto has crecido! Eres un chico muy guapo. ¡Y qué alto!

Los ojos de Alma, tan profundos y aterciopelados como los de Jana, se deslizaron hasta Álex.

—¿Has venido con un amigo? —Preguntó, como si se tratase de una visita de cortesía—. Deberías presentármelo. Creo que no le reconozco, aunque hay algo en su cara que me resulta familiar. Sí, no sabría decir qué es…

—Soy el hijo de Hugo, Alma —se oyó decir Álex—. Quizá lo recuerdes.

—Hugo… —Alma frunció delicadamente las cejas—. Claro, Hugo; ¿cómo iba a olvidarle? Nunca viene por aquí. Me pregunto dónde estará…

A Álex se le escapó un suspiro de alivio. Ver a su padre reducido a vagar como una máscara por aquel estúpido jardín le habría destrozado. Por fortuna, parecía que no lo encontraría allí… Observó de reojo a David, que miraba a su madre con una expresión tan perdida y desamparada como la de un abandonado.

—Mamá, ¿por qué estás aquí? —Preguntó con la voz rota de tristeza—. ¿Qué es este lugar?

—No lo sé —replicó la madre, mirando a su alrededor sorprendida—. A mí me parece un sitio muy agradable y elegante… ¿Has visto las estatuas? Tú siempre tuviste mucho talento para el arte… No como tu hermana.

—Mamá, precisamente estamos aquí por Jana. Recuerdas a Jana, ¿verdad? Le ha ocurrido algo horrible…

—¿Ha muerto? —preguntó Alma con una sonrisa.

—Algo parecido. Alguien la arrastró por medios mágicos al otro lado de la Puerta de Plata.

El miedo agrandó por un momento los ojos sin expresión de Alma.

—Esa puerta… Es muy peligroso acercarse a ella —dijo bajando la voz y mirando a ambos lados, como si temiese que alguien la oyera—. Te atrae como un imán, ¿entiendes? Yo siempre me mantengo alejada. «Alma sabe cómo protegerse, no hay que preocuparse por ella», decía siempre mi madre —añadió sonriendo con orgullo—. «Es una chica muy lista». Tendrías que haber conocido a mi madre, David. Una gran dama… una de las más notables hechiceras que han tenido los Agmar.

Mientras Alma hablaba, Dora se había acercado en silencio. La gacela, su animal totémico se mantenía alejada del grupo, mirando a Alma con el lomo arqueado y el pelo erizado. Se veía que su aspecto aterrorizaba al animal.

—¿Quién es esta chica tan guapa? ¿Es tu novia? —preguntó Alma sonriéndole a Dora. Pero inmediatamente su sonrisa se congeló, y sus cejas volvieron a fruncirse levemente—. Aunque espero que no; es una Varulf… Un príncipe Agmar como tú debe casarse con alguien de su clan. Es lo mejor para la familia.

—¿Qué familia, mamá? —La voz de David sonó como un quejido desgarrado—. Solo quedamos Jana y yo. Y ahora he perdido a Jana… ¿Es que no me has oído? ¿No te importa? ¡Te estoy hablando de Jana, de tu hija!

Alma meneó la cabeza con desagrado, agitando los tirabuzones de su complicada peluca.

—Pobre Jana —dijo, sin el más leve atisbo de tristeza en su voz—. Ella no es como yo, ni como tú. No tiene lo que nosotros tenemos: la creatividad, el poder…

—Eres injusta, mamá —David ya no podía soportar mirarla a los ojos—. Siempre has sido injusta con ella, incluso cuando estabas, viva. Nunca has entendido a Jana. Ella tiene más cualidades para la magia que tú y yo juntos.

Alma frunció los labios en un mohín de disgustos que no llegaba a resultar creíble.

—¿Cómo te atreves a hablarle así a tu madre, jovencito? Y no te enseñé esos modales. Me preocupé por vuestra educación. Quise que tuvieses todas las oportunidades, que pudieseis aspirar a lo mejor…

—Sí, mamá.

David parecía tan cansado como si llevase largo rato caminando por un desierto de dunas. Ni siquiera le quedaban fuerzas para contradecir al espectro de su madre.

—Tú no tienes la culpa —murmuró para sí mismo, indiferente a que Alma pudiera oírle o no—. Eres como eres… Supongo que merecías esto, pero es muy duro.

—Querido, tendrías que venir a visitarme más a menudo —repuso Alma volviendo a sonreír—. Este lugar es encantador ¿Has visto las fuentes? El diseño de los surtidores no puede ser más ingenioso. Además, aquí nunca hace calor. ¿Recuerdas? Yo odiaba el calor…

Alma se calló y cerró los ojos, como intentando recordar qué significaba aquella palabra.

Álex juzgó que debía intervenir.

—Alma, necesitamos que nos ayudes a llegar hasta Jana. Quiero ir a buscarla. A lo mejor podrías ayudarme.

—¿Quieres ir a buscarla? Pero acabáis de decirme que Jana ha atravesado la Puerta de Plata. ¡Eso significa que… que está muerta!

—Mamá, ¡tú también estás muerta! —gritó David, destrozado—. Deja de hablar como si esto no fuera contigo…

—Te he dicho que no te dirijas a mí en ese tono, jovencito. Siempre he despreciado a las madres que permiten que sus hijos les falten al respeto. Nunca me faltasteis al respeto cuando estaba con vosotros. Y no voy a conseguir que me digas cosas desagradables…

Alma pronunciaba todas aquellas frases con gran agilidad, como si estuviese muy segura que era aquello lo que debía decir. Sin embargo, en su voz no había indignación, ni decepción, ni ningún otro sentimiento verdadero. Era como una actriz no demasiado buena recitando un papel que se sabía de memoria sin ninguna emoción.

—Tengo que atravesar la Puerta de Plata —continuó Álex, sosteniendo la mirada de Alma a pesar de lo difícil que le resultaba—. Y me vendría bien cualquier ayuda.

Alma arqueó sus finas y bien perfiladas cejas.

—¿Estás enamorado de ella? —sonrió y palmoteó, encantada—. ¡Qué delicioso! El hijo de Hugo, enamorado de mi hija. No me sorprende, la verdad. Si ha heredado aunque sea una mínima parte de mi belleza…

Su expresión cambió de repente y volvió a reflejar miedo. Era el único sentimiento de que aún parecía capaz, aparte de la indiferencia.

—Pero tú estabas destinado a convertirte en el Último —recordó, mirando fijamente a Álex—. Uno de esos repugnantes guardianes que solo desean destruirnos…

—Eso ya no debe preocuparte, mamá. Las cosas han cambiado —explicó David—. Ya no hay guerra entre los Medu y los guardianes. Y la magia…

Dora lo fulminó con la mirada, y David dejó la frase sin terminar. La muchacha tenía razón; no era prudente contarle aquello a Alma, ni a nadie que habitase aquella especie de jardín infernal junto a ella.

—Jana y yo estamos saliendo —dijo Álex. Se sintió ridículamente torpe haciendo una confesión semejante en un lugar como aquel, pero necesitaba mantener centrada la atención de Alma, pues veía que tendía a dispersarse—. Hace casi un año…Ahora la he perdido, y quiero entrar a rescatarla. ¿Puedes ayudarme?

Alma dejó escapar una carcajada tan cristalina y limpia como la de una niña.

—¿Quieres cruzar la Puerta de Plata y volver a salir con ella? Eso es una tontería, niño. Los muertos no regresan de la muerte. Solo una parte de ellos puede escapar… Su sombra.

—No quiero su sombra. La quiero a ella. Quiero que vuelvas a vivir —dijo Álex con firmeza—. Tiene toda la vida por delante.

Alma ladeó la cabeza graciosamente para observarle.

—Me habría gustado que alguien quisiese hacer eso por mí —dijo con envidia—. Es bonito…

—¿Dónde está papá, por cierto? —Pregunto David—. ¿Está contigo?

—No, querido. Está muerto, supongo. No he vuelto a verle desde hace… ¿Cuántos? No sé. Desde que vivíamos todos junto en la Colonia.

La expresión de sufrimiento de David se relajó levemente.

—Me alegro —murmuró—. ¡Pobre papá! Me alegro de que no haya tenido que ver esto.

—¿Por qué te alegras? —Alma le miraba sin comprender—. La muerte es algo horrible, horrible. Te lo arrebatan todo. Te lo quitan todo. Todo lo que verdaderamente importa…

—Por lo que estoy viendo, hay distintas clases de muertes, mamá. Quizá porque no a todo el mundo le importa lo mismo.

—No me hables de esa forma, como si lo supieras todo. Como si pensaras que yo estoy muerta; porque es eso lo que has querido decir, ¿verdad? Me has vuelto a faltar al respeto…

—Ayúdame, Alma —la interrumpió Álex, que empezaba a perder la paciencia—. Dices que la muerte es horrible. Supongo que querrás que saque a tu hija de allí. Tú querías a tu hija…

—¡Claro que la quería! —Dijo Alma abriendo mucho los ojos—. ¿Qué madre no quiere a sus hijos? Tendría que haber sido un monstruo, una madre desnaturalizada…

—Entonces me ayudarás a salvarla —Álex la desafió con la mirada—. Es lo que toda madre querría para su hija, ¿verdad?

Alma asintió, desorientada.

—Pero nadie puede regresar de la muerte, chico —murmuró—. Eso no pasa jamás. No puedes ir a buscar a un muerto y regresar con él… Si atraviesas la puerta, tú mueres también, ¿lo entiendes?

Álex asintió.

—Es un riesgo que tengo que correr —dijo con firmeza.

El miedo afloró de nuevo a los ojos de Alma. Miró con recelo a la gacela de Dora, que retrocedió unos pasos.

—Yo sé cómo llegar hasta la puerta —dijo con una pálida sonrisa—. Una vez estuve cerca. Se llama la Puerta de Plata.

—La puerta de Sombra —la corrigió Dora desde atrás—. Los documentos decía claramente que esta senda conduce hasta la Puerta de Sombra…

—¿Documentos Varulf? —Alma se echó a reír—. Cada clan cree que conoce una de las puertas de la muerte, pero existe una única puerta, aunque pueda llegarse hasta ella por diferentes sendas mágicas. La Puerta de Sombra, la Puerta de Plata… Todas son la misma.

—Y dices que sabes cómo llegar hasta ella…

—Sí —Alma miró a Dora y luego a Álex con sus grandes ojos asustados—. Pero no me acercaría allí ni por todo el oro del mundo. Es un sitio muy peligroso ¿Entendéis? Vosotros tampoco deberíais estar aquí. Demasiado cerca de la muerte…

—Yo he estado más cerca todavía —replicó Dora con aspereza—. Pero no se parecía en nada a este lugar… Esto no creo que hubiera podido soportarlo.

—¿Este jardín? ¡Pero si es un sitio encantador, querida! ¿A quién puede no gustarle? Y todo el mundo es tan educado…

David resopló, incapaz de seguir conteniéndose.

—Ya sé que no se te puede hablar como si razonases normalmente, pero aun así lo voy a intentar —dijo, dando un paso hacia su madre, quien definitivamente, retrocedió—. No hemos venido aquí a pasear, mamá. Estamos aquí para rescatar a Jana. Y tú vas a ayudarnos, ¿lo entiendes? Necesitamos acercarnos lo más posible a esa puerta maldita para intentar entrar en contacto con ella. Si lo conseguimos, decidiremos qué es lo que hay que hacer. Álex está dispuesto a entrar a buscarla, y yo le acompañaré si es necesario. Ahora, no nos hagas perder más tiempo y llévanos hasta allí, ¿de acuerdo? No debes tener miedo… Recuerda lo lista que eres, y todo lo que decía tu madre sobre lo bien que sabías cuidar de ti misma. No te va a pasar nada.

—¡Por supuesto! —El rostro inexpresivo de Alma ensanchó su sonrisa—. Vamos, queridos. Venid conmigo. Conozco un atajo para llegar a ese lugar. He espiado a los que escapan de él… Venid por aquí.

Siguieron a Alma por uno de los senderos de gravilla blanca hasta una fuente seca cubierta aquí y allá de verdín. Se cruzaron con otro espectro, un hombre de larga peluca pelirroja y el rostro empolvado que se apoyaba en un bastón de oro. Alma y él ni siquiera se miraron. Álex se preguntó dónde había quedado aquella educación exquisita que reinaba en aquel grotesco lugar, según la madre de Jana.

El sendero los condujo hasta un laberinto de setos pulcramente recortados.

—Hay que entrar por aquí —dijo Alma, volviéndose a mirarlos—. ¿Nunca habéis estado en un laberinto? Es muy divertido…

Con una superficial carcajada, Alma echó a correr por una de las calles del laberinto hasta desaparecer detrás de una esquina. Dora y los chicos corrieron tras de ella, temiendo perderla. Pero Alma los estaba esperando tras la esquina, sonriendo tontamente, como si hubiese llevado a cabo una gran hazaña.

—¿Sabes orientarte aquí dentro mamá? —preguntó David.

—¡Claro que no! Qué tonterías preguntas, hijo… Si supiera orientarme no tendría ninguna gracias. ¡La gracia de los laberintos es que te pierdes en ellos!

Dora y Álex se miraron.

—Al menos, mantengamos unido al grupo —propuso Dora—. Alma, por favor, no juguemos más al escondite. Iremos todos juntos, ¿de acuerdo?

Alma palmoteó de nuevo, encantada.

—¡De acuerdo! —dijo—. Así será más divertido.

Siguieron recorriendo las intrincadas ramas del laberinto, entrando en un sendero detrás de otro, hasta que se encontraban en un callejón sin salida y tenían que retroceder. Parecía imposible orientare en aquel endiablado lugar. Pronto se dieron cuenta de que estaban dando vueltas, y de que una y otra vez regresaban sin proponérselo, al punto de partida.

La única que parecía estar disfrutando con aquel angustioso juego era Alma.

Después del cuarto regreso al principio, Dora se sentó en el suelo, desalentada.

—Así no llegaremos a ninguna parte —murmuró—. Alma, espero que no estés gastándonos una broma. Los documentos no decían nada de un laberinto…

—¿Documentos Varulf? —Alma sonrió con desprecio—. No te ofendas, querida, pero los conocimientos esotéricos de los Varulf siempre han sido más bien limitados.

La gacela de Dora se acercó entonces a la muchacha y empezó a lamerle el rostro, como si intentara confortarla.

Dora se la quedó mirando con fijeza.

—Ella encontrará el camino —dijo convencida—. Solo tenemos que seguirla.

—¿Ese animal? —Alma se cruzó de brazos, enfurruñada—. No pienso seguir a un animal. Es ridículo…

—Vamos a seguirla, y tú vendrás con nosotros —dijo David, retándola con los ojos.

Alma hizo un puchero y miró a su alrededor como si esperase encontrar a alguien que simpatizase con ella, pero al no encontrar a nadie cambió instantáneamente de actitud y se dispuso a seguir a la gacela como todos los demás, sin perder en ningún momento la sonrisa.

El animal, al principio, parecía inseguro. Avanzaba tan pronto a la izquierda como a la derecha, se detenía y olisqueaba el aire, y pasados unos segundos volvía a avanzar. Dora, los chicos y Alma se mantenían a una cierta distancia, para no interferir. El animal, poco a poco, pareció ir ganando confianza, hasta que sus pasos, cada vez más rápidos, se convirtieron en un trotecillo regular, que no aflojaba su ritmo al llegar a las bifurcaciones de los caminos.

Una vez tras otra, el animal elegía al llegar a una encrucijada el camino de la izquierda. Pasaron por sendas circulares, por caminos en forma de espiral, y por rampas bordeados de altos setos de boj que ascendían hacia niveles cada vez más altos del laberinto. Todos fueron acomodándose al ritmo siempre idéntico de la gacela, hasta llegar a caminar en una especie de estado hipnótico. Incluso Alma se dejó atrapar por la magia de aquel avance incansable y acompasado…

Y de repente, al doblar un recodo de un larguísimo seto más alto que Álex, encontraron la verdadera salida.

Había una explanada llena de ruinas. Parecían los restos de antiguos edificios góticos, con altos arcos ojivales que alzaban hacia el cielo sus vanos vacíos. Algunos todavía conservaban restos de vidrieras.

Los pequeños cristales azules y púrpuras brillaban a la luz de aquel eterno amanecer sin sol que los bañaba.

En medio de todas aquellas ruinas se alzaba el único edificio que parecía intacto. Su fachada recordaba la de una antigua catedral medieval.

—Así era como la describía ese viejo papel —murmuró Dora—. La Puerta de Sombra…

—La Puerta de Sombra. La Puerta de Plata. La Puerta de Rubí… ¿Qué importa el nombre? —Alma señaló con una mano que no temblaba el arco central del edificio. La brisa agitaba la manga de encaje, dándole a toda su figura un aire irreal—. Es un sitio espantoso, ¿verdad? Siempre he pensado que la muerte es algo grotescamente feo. Bárbaro…

—Pues esta vez, mamá, vas a tener que enfrentarte a ella, aunque no te guste —dijo David, rehuyendo con disgusto la mirada de su madre.

—¿Qué quieres decir? —La voz de Alma tembló levemente.

—Quiero decir que vamos a hacer lo que sea necesario para salvar a Jana. Lo que haga falta, mamá, ¿lo entiendes?

—Sí, lo entiende —contestó Álex, sosteniendo la mirada aterrorizada de Alma—. Lo entiende… Y, aunque no le guste, nos va a ayudar.