Capítulo 5

La cárcel «extraoficial» en la que los Medu mantenían prisionero a Pértinax se ocultaba en una vieja granja rodeada por todas partes de un mar interminable de viñas. Jana tuvo que coger a primera hora de la mañana el autobús de línea que, después de tres horas y media de viaje y de veinticuatro paradas, la dejó bajo una marquesina roja junto a la carretera empapada de lluvia.

Los graneros de madera roja de la granja se veían a lo lejos, rodeados de frondosos árboles. Un tractor verde recorría pausadamente el rectángulo de tierra negra que se extendía a lo largo de la carretera. Más allá, las viñas componían un gran tapiz verde y dorado que se prolongaba hasta el horizonte.

Jana tomó el camino asfaltado que se dirigía a la extraña prisión, molesta por la pegajosa llovizna que empezaba a empaparle el pelo y la ropa. Hacía medio año que no pisaba aquel lugar. No estaba familiarizada con el campo, y la inmensidad silenciosa de todo lo que la rodeaba la ponía un poco nerviosa. Sin saber por qué, se sentía amenazada…

Dos jóvenes guardianes de la prisión salieron a su encuentro en cuanto llegó a la altura de los huertos.

Iban vestidos como granjeros corrientes, y uno de ellos llevaba puesta una gorra roja de béisbol. Les había telefoneado a última hora de la noche anterior para avisarles de que iba a visitar a Pértinax, y era evidente que la esperaban. La saludaron con inusual respeto, y uno de ellos se apresuró a abrir un enorme paraguas negro para protegerla de la lluvia. Los dos hombres eran hermanos, y pertenecían a una de las dos familias Agmar que, desde hacía más de cien años, se hacían cargo de aquella prisión.

—El prisionero no está muy bien de salud —la informó el más alto de los dos hombres, que aparentaba unos veinticinco años de edad—. Intentamos que reciba todos los cuidados necesarios, pero aquí estamos muy aislados.

—Es un viejo cascarrabias —apuntó el otro con aspereza—. Ni el mejor médico del mundo podría curarle. No quiere colaborar… Más de una vez me ha arrojado la bandeja de la comida a la cara.

—¿Es el único prisionero que tenéis ahora mismo?

—El único. Liberamos a un par de Ghuls que llevaban dos años prisioneros a finales del verano. Habían terminado su condena… que había firmado Pértinax en su época de regente.

—Así son las cosas —suspiró su compañero—. ¡Cuántas vueltas da la vida!

Su hermano, mientras tanto, estaba abriendo los cerrojos que sellaban la puerta del granero principal. Cuando terminó, empujó la vieja puerta de madera y se apartó para dejar pasar a Jana.

Dentro del granero olía a trigo y a manzanas. Nadie que no supiese lo que se ocultaba en él habría notado que no se trataba de un granero corriente. Pero Jana ya había estado allí antes, y sabía que las celdas se encontraban en la parte sur del edificio, ocultas detrás de una hilera de alegres puertas verdes.

Pértinax estaba encerrado en la más grande de las celdas, que era la de la esquina suroeste.

La bombilla del techo se encendió automáticamente al abrir la puerta. Pértinax, que estaba sentado frente a un escritorio que más bien parecía una vieja y manchada mesa de cocina, levantó la cabeza sobresaltado y miró hacia la entrada guiñando los ojos para protegerse de la repentina claridad.

A Jana le sorprendió el batiburrillo de objetos que se amontonaban en la celda. Todo estaba pulcramente ordenado, pero, aun así, la cantidad de libros, cuadernos, pergaminos y cajas llenas de recuerdos de familia que se apilaban en el suelo producían una desagradable sensación de agobio.

—La hija de Alma —dijo el viejecillo, extendiendo hacia Jana sus huesudos brazos envueltos en las mangas de un ridículo jersey de rayas—. Has tardado mucho en venir a verme, querida… Pero sabía que aparecerías antes o después.

Jana se volvió hacia los guardianes y les hizo una seña para que se fueran. Ambos obedecieron, cerrando la puerta tras ellos y corriendo uno a uno todos los cerrojos.

La habían dejado encerrada con uno de los individuos que más la odiaban en el mundo. Y estaba allí por su propia voluntad… Por un momento, Jana se preguntó si no sería mejor darse la vuelta en ese mismo instante y abandonar aquella locura.

Pero, en lugar de eso, se obligó a sostener la mirada del anciano, e incluso a avanzar unos cuantos pasos para acercarse a él.

—¿Qué tal estás, Pértinax? —preguntó—. Me han dicho que no andas bien de salud.

—¿Ahora te preocupa mi salud? —Una carcajada hostil y oxidada hizo temblar los labios del anciano—. Vaya, esto se pone interesante…

—He venido en son de paz, Pértinax. Quiero hacerte una oferta. Sé que es mucho lo que tienes en mi contra, pero tú sabes tan bien como yo que todo lo que hice fue para defenderme. Me traicionaste, y yo destruí lo que más querías. Es terrible, pero ya nadie puede cambiar lo que pasó. Es hora de pasar página…

—Yo nunca pasaré página, princesa. Mi vida se ha quedado paralizada en aquel día fatídico en que me robaste a mis niñas. Eran mejores que tú, Jana. Con ellas, nada de lo que ocurrió después habría pasado.

—¿Cuánto sabes sobre lo que ocurrió después? —preguntó Jana con curiosidad.

El viejo levantó un poco el elástico de la manga izquierda del jersey y se rascó con fruición antes de contestar.

—Sé todo lo que hay que saber. Aunque no lo creas, sigo conectado con el mundo. Recibo muchas visitas. Tu hermano ha venido cuatro o cinco veces. Y no es el único… Todos y cada uno de los jefes de los clanes han venido a visitarme en los últimos meses. Ellos no necesitan permiso para hacerlo. Son tiempos difíciles para los Medu… y me figuro que eso les hace valorar más que nunca la experiencia de un hombre como yo.

Cada palabra de Pértinax eran un dardo envenenado contra ella, pero Jana se había propuesto firmemente no ceder a sus provocaciones. Estaba allí para obtener información, y si para ello tenía que mostrarse amable con aquel viejo tramposo, lo haría.

—Supongo que yo he venido a lo mismo que los demás —dijo con una sonrisa—. Al fin y al cabo, también soy la jefa de un clan…

—Por el momento —la interrumpió Pértinax, imitando su sonrisa—. A la mayoría de los Agmar no les gustas, Jana. Tienes lo peor de tu madre sin poseer sus virtudes. Y además has traicionado a tu clan… Todo el mundo lo sabe.

—¿También ha venido a verte Su Majestad? —preguntó la muchacha, ignorando el insulto que acababa de recibir.

Se dio cuenta de que Pértinax se quedaba congelado un instante, sin saber cómo reaccionar.

—Veo que eso no te lo han contado —continuó ella sin perder la sonrisa—. Erik ha vuelto, Pértinax. Hay un nuevo rey Drakul sentado en el trono de los Medu. Se ha cumplido la profecía… Yo he hecho que se cumpliera.

—Ya —el viejo hizo una pausa antes de decidirse a continuar—. Me contaron lo que pasó en Venecia, pero no tenía ni idea de que… Harold, el regente Drakul, vino a pedirme consejo sobre antiguos rituales para intentar hacer regresar al joven rey muerto. Le dije lo que sabía, y sé que celebraron una ceremonia para invocar su regreso. Pero fracasaron…

—Sin embargo, ha vuelto. Y me ha pedido que venga a visitarte. Tiene una oferta para ti: la libertad a cambio de tu ayuda.

—La libertad no me interesa tanto como para ayudar a un rey Drakul. Yo no he olvidado a qué clan pertenezco, Jana. No me importa pudrirme en este agujero. Casi ha llegado a gustarme. Me dejan leer y escribir, que es todo lo que necesito. Y no tengo que preocuparme de lo que andáis haciendo tú y ese traidor Kuril que tanto te gusta. No es una vida tan mala…

—La oferta incluye algo más —le interrumpió Jana en tono vacilante—. El rey me ha pedido que… quiere que te informe de que lo que va a pedirte podría hacer posible el regreso de tus hijas.

Algo en los ojos de Pértinax cobró vida de repente. Un brillo febril se instaló en sus ojos, y su barbilla comenzó a temblar.

—Aunque fuesen liberadas de su prisión en la piedra mágica, no sería fácil hacerlas volver. Tú las convertiste en espíritus, en criaturas inmateriales…

—Quiero que me enseñes el conjuro que permite controlar la Puerta de Plata.

Pértinax miró a Jana con incredulidad.

—Esa puerta es solo una leyenda —murmuró—. No existe…

—Tú sabes que eso no es cierto. Existe, y los Drakul conocen una senda mágica para llegar hasta ella.

Un silencio sepulcral acogió la revelación de Jana. El anciano la miraba fijamente con sus ojillos brillantes, inmóvil como un buitre disecado.

—Ellos… ellos lo han sabido todo este tiempo —murmuró finalmente, mientras una sonrisa enloquecida empezaba a dibujarse en sus resecos labios—. Todo este tiempo yo he estado devanándome los sesos intentando encontrar una manera de hacerlas volver. Y ellos, mientras tanto, lo sabían…

—El rey cumplirá su promesa. A cambio, quiere ese conjuro.

—Nadie se ha atrevido a usarlo jamás. Ni siquiera los antiguos reyes Kuriles… Ellos tenían las dos cosas, el conjuro y el mapa de las sendas secretas, pero entendían que no es sabio jugar con las barreras que separan a los vivos de los muertos. No es que a mí me importe, a estas alturas. Con tal de recuperar a mis hijas, haría cualquier cosa, aunque supiese que es un disparate. Pero me sorprende que el hijo de Óber no haya pensado en las consecuencias que puede provocar una empresa tan arriesgada. Aunque él debería conocer los riesgos mejor que nadie, ya que, según parece, ha estado al otro lado de la muerte…

—Conoce los riesgos, pero es necesario hacer algo, y pronto. Esas barreras de las que hablas, las que separan a los vivos de los muertos, se rompieron el día en que Álex y yo leímos el viejo Libro de la Creación. El equilibrio ha desaparecido. Algunos de los del otro lado han aprovechado la circunstancia para regresar. Y son poderosos… Están arrebatándoles la magia a los hombres.

Una risilla convulsionó la huesuda mandíbula de Pértinax.

—Los muertos les roban la magia a los vivos —gorjeó, encantado—. Es lo que pasa cuando se concede el poder a quienes no están preparados para ejercerlo. Los hombres juegan con la magia como los niños con los petardos. Me lo han contado… Y mientras tanto, los Medu se consumen de angustia y de indignación, intentando como pueden recuperar una pequeña parte de aquello que nunca debieron perder. Supongo que te sentirás orgullosa, Jana…

—Sé que muchas de las cosas que he hecho han perjudicado a mi pueblo —reconoció Jana apesadumbrada—. Por eso ahora quiero reparar una parte del daño que he causado. El rey me ha pedido que le ayude a controlar la Puerta de Plata. Tú sabes lo que eso significa: el que controla la puerta controla el poder de los espíritus que necesitan atravesarla. Podemos recuperar todo lo que perdimos…

—Es una idea audaz, digna de un gran gobernante —murmuró Pértinax, impresionado—. El hijo de Óber parece un chico listo. Quizá no nos vaya tan mal con él en el trono. El control de la puerta…

Los ojillos del viejo se clavaron en algún punto de la pared, ausentes. Parecía estar imaginando las consecuencias de aquella aventura en la que Jana le invitaba a participar.

—He cambiado, ¿sabes? —dijo de pronto—. Desde que perdí a mis hijas he tenido mucho tiempo para reflexionar sobre mi vida. He cometido muchos errores, y el peor de todos fue sacrificarlas a ellas. Todo por un ansia infantil de poder. Estaba resentido con Alma, lo admito. Sentía que era injusto que se me cuestionase como líder de los Agmar. Yo sé más que todos vosotros juntos. Podría haber sido un buen gobernante…

—Fuiste regente unos cuantos años, Pértinax. Tuviste la oportunidad de demostrar tus cualidades.

—Y lo hice —fue la rápida respuesta del anciano—. Lo hice, pero no sirvió de nada. Se rindieron a tu juventud. Es cierto que eres poderosa, pero el poder no sirve de nada si no se sabe qué hacer con él. Y yo tenía esa sabiduría, esa experiencia… En fin. Lo que quería decirte es que ahora ya no me interesa nada de todo eso. Soy un anciano, y estoy enfermo… Más enfermo de lo que esos pobres granjeros pueden siquiera imaginar. Me queda poco tiempo, y me gustaría irme con la sensación de que mi vida no ha sido del todo inútil. En estos momentos, el futuro de los Medu me importa más que lo que pueda pasarme a mí. Quiero que volvamos a ser lo que fuimos. Quiero hacer lo que sea para acabar con el caos que tú y el Kuril sembrasteis. Y si eso significa, además, recuperar a las niñas…

—¿Eso quiere decir que vas a colaborar? —preguntó Jana.

Su voz dejaba traslucir, pese a sus esfuerzos por controlarla, una parte de la ansiedad que sentía.

—Has venido a pedirme un conjuro, y estoy dispuesto a dártelo —contestó Pértinax con solemnidad—. Pero antes quiero recuperar la libertad y el trato digno que se le debe a un antiguo regente del clan de los Agmar. Dile a tu rey que me saque de aquí y que me nombre administrador de su biblioteca. En cuanto firme ese nombramiento, tendréis vuestro conjuro. Lo que hagáis con él es cosa vuestra… Pero, sea cual sea el resultado, espero, por todos nuestros antepasados comunes, que esta vez no arrastres por el fango la memoria y el orgullo de los Agmar.