—¿Qué te pasa, Álex? —Jana posó una mano en el antebrazo derecho del chico, cubierto por la manga oscura de una sudadera—. Estás muy raro. No sé, distante…
—Intento estar concentrado para que no se nos pase nada —fue la lacónica respuesta de Álex—. Quizá debimos seguir a Issy…
—Fuiste tú el que dijiste que sería mejor centrarnos en Railix. Y yo estoy de acuerdo.
Se encontraban escondidos en un coche de alquiler dentro del aparcamiento de La Rosa Oscura. Habían pasado poco más de veinticuatro horas desde su primera visita a aquel lugar, y las habían utilizado bastante bien. Jana se había encargado de obtener, a través de una visión, las claves de entrada y salida del aparcamiento, y Álex había vigilado el local hasta comprobar que Lilieth estaba lo suficientemente ocupada como para no prestar atención a la entrada de un coche desconocido en el subterráneo.
Lo fácil, por supuesto, habría sido intentar seguir a Issy desde el colegio para comprobar si se reunía o no con Railix y espiar, a ser posible, su conversación. Pero eso era, probablemente, lo que Railix esperaba que hicieran; así que Álex tuvo la idea de fingir que lo hacían para saltar después al otro plan.
Comenzaron siguiendo a Issy en una vieja moto de la madre de Jana, pero más tarde fingieron que no eran capaces de sortear el tráfico como ella y que la perdían. No resultó demasiado difícil: en realidad, Álex y Jana se limitaron a no utilizar ninguno de sus poderes durante su paseo en moto tras las huellas de Issy. La joven Drakul era mucho más diestra y rápida que ellos conduciendo, y, sin magia, no tenían ninguna posibilidad de alcanzarla. Gracias a eso, la representación fue perfecta.
Media hora después de abandonar el rastro de Issy, recibieron una llamada telefónica de David.
—Railix acaba de entrar en La Rosa Oscura —fue su saludo—. ¿Tengo que hacer algo más?
—No, agente David —contestó Jana, bromeando—. Gracias… Cambio y corto.
Al principio pensaron que la espera en el aparcamiento no sería demasiado larga. ¿Cuánto tiempo podía permanecer Railix allá arriba? Como mucho, quizá, una hora… No parecía la clase de tipo que se refugiaba en un bar para matar el tiempo, así que seguramente habría quedado allí con alguien para hablar sobre alguno de sus dos trabajos, el de entrenador o el de agente Drakul. Probablemente de este segundo…
Railix iría al grano, diría lo que tuviera que decir, se tomaría sus tortitas con sirope y su cerveza negra y se largaría.
Ese había sido el cálculo de Álex. Pero, evidentemente, se había equivocado en algo… Porque llevaban tres horas y media esperando dentro de aquel coche y Railix no salía.
Tal vez en otro momento, estar tres horas y media a solas en un coche con Jana le habría parecido incluso excitante. Pero ese día no. La imagen de Erik rodeado de un charco de sangre le obsesionaba como una pesadilla infantil; no conseguía quitársela de la cabeza… Y, por otro lado, se sentía tan culpable por no habérselo contado a Jana que apenas se atrevía a mirarla a la cara. Pero ¿qué podía hacer? Su amigo muerto le había pedido que le guardase el secreto.
Su amigo muerto…
También cuando vivía solía hacer todo lo posible para mantenerlo alejado de Jana.
Álex se mordió el labio inferior hasta hacerse daño. Estaba siendo injusto, y lo sabía. Erik se había sacrificado por ellos dos. Si ahora le pedía ayuda y discreción, tenía derecho a confiar en su lealtad.
Además, él no era nadie para poner en duda la generosidad y la inteligencia de Erik. Siempre había sido el mejor de los tres: el más íntegro, el más desinteresado. El que siempre sabía lo que había que hacer…
Pero eso se le podía aplicar al viejo Erik, a su amigo; Erik, el chico alegre y despierto que disfrutaba bailando en las fiestas como un crío. El Erik al que había visto a través de la magia del alfiler era alguien muy diferente: solemne, frío, oscuro… ¿Cómo no iba a serlo? Estaba muerto.
—A lo mejor deberíamos dejarlo por hoy —dijo Jana, interrumpiendo una vez más sus reflexiones—. Tal vez se haya ido andando… Es muy tarde, y si nos quedamos mucho más tiempo, esa chica, la propietaria del local, terminará bajando aquí y descubriendo nuestro coche.
—No, espera; ya viene.
En el local de arriba, Railix acababa de ponerse en pie y se despedía del muchacho con el que se había reunido. Álex pudo verlo en un fogonazo que a él mismo le sorprendió, porque sus poderes se habían debilitado tanto en los últimos meses que había perdido la costumbre de invocar visiones instantáneas con el pensamiento. Debía de haberlo hecho inconscientemente…
Cinco minutos más tarde Railix se subía a su Harley y encendía el motor.
—Ahora te toca a ti —le susurró Álex a Jana—. Confunde su mente, llénala de visiones, de recuerdos… Lo que sea, con tal de que no se fije en nosotros. ¿Podrás hacerlo?
—No lo sé —confesó ella—. Espero que sí; parece un tipo peligroso… No me gustaría que nos descubriera aquí dentro.
Álex puso en marcha el coche mientras, de reojo, observaba a Jana cerrar los ojos y aplicar todo su poder de concentración a la mente de Railix. Notó que el pulso se le aceleraba al sacar el vehículo al carril de salida del subterráneo y colocarlo justo detrás de la moto del Drakul. Jana debía de estar haciéndolo muy bien, porque el tipo no se giró ni una sola vez en el sillín.
Aun así, seguir a Railix a través de las abarrotadas calles de la ciudad no resultaba tarea fácil. Al igual que su protegida Issy, el agente Drakul se las ingeniaba para colarse entre los huecos que dejaban los automóviles y escapar rápidamente de cualquier retención. Incluso se saltaba algunos semáforos en rojo…
Álex, por su parte, era un conductor bastante mediocre. Se había sacado el carnet de conducir al final del curso pasado, y desde entonces no había tenido muchas oportunidades de practicar, porque su madre casi nunca le dejaba el coche.
Apenas un cuarto de hora después de iniciar la persecución, perdieron de vista la moto de Railix a la salida de una rotonda. De no haber sido por el instinto mágico de Jana, les habría resultado muy difícil recuperar el rastro.
—Ha cogido esa salida, la que acabamos de dejar atrás —dijo la muchacha en cuanto se dio cuenta del error que habían cometido—. Tienes que dar la vuelta. Cuanto antes…
—¿Estás segura? Por ahí no se va a ninguna parte. Solo hay polígonos industriales.
—Hazme caso; ha salido por ahí.
No encontraron una rotonda para dar la vuelta hasta un kilómetro más adelante. Para cuando llegaron a la desviación indicada por Jana, Railix les llevaba ya más de diez minutos de ventaja.
—No vale la pena seguir —gruñó Álex, descontento—. No lo encontraremos. Además, aquí todas las calles son iguales.
—No hay casi nada de tráfico. Y su moto llama mucho la atención. Métete por ahí, la primera a la izquierda… Ahora, sigue hasta el final. ¿No puedes acelerar un poco?
Recorrieron en silencio aquella calle silenciosa, bordeada de almacenes industriales cuyos contenedores abarrotados animaban con una nota de color el desolado paisaje. De vez en cuando veían entrar o salir algún camión de los almacenes, pero no había peatones. Aunque hubiesen querido preguntarle a alguien por la moto de Railix, no habrían podido hacerlo.
—Podemos seguir si quieres, pero no creo que tenga mucho sentido —murmuró Álex, girando el volante al final de la siniestra avenida para entrar en otra casi idéntica—. Se habrá metido en algún edificio. Tendremos que dejarlo para mañana…
—No. Está cerca. Métete por esa rampa, la que va a ese aparcamiento.
Álex detuvo el coche un par de metros antes de llegar a la rampa y miró a Jana con expresión interrogante.
—Es un negocio de coches de segunda mano. ¿Por qué quieres entrar ahí?
—Porque se ha ido por ahí. Confía en mí, Álex, por favor…
Descendieron por la rampa hasta la oxidada verja del establecimiento, que estaba abierta. Un cartel metálico sobre el arco de entrada anunciaba el nombre del negocio: Mc Wire, vehículos de ocasión.
Dentro del recinto, el asfalto por el que circulaban estaba muy deteriorado, aunque habían intentado repararlo aquí y allá con gruesos parches de alquitrán negro.
El coche de Álex y Jana traqueteó por la desierta calle principal mientras sus ocupantes acechaban a través de las ventanillas en busca de algún signo de Railix.
—Mira —dijo Jana, señalando algo—. Al final de esa hilera de coches, ¿la ves?
Álex asintió. Era la moto del Drakul.
—Jana, es mejor que nos vayamos —murmuró el muchacho, aminorando la velocidad hasta casi detener el coche—. Aquí tiene que haber alguien, y si no salen a ver qué queremos es porque saben que no venimos a comprar nada. Nos están vigilando…
—Seguramente. ¿Y qué? No van a atacarnos, puedes estar tranquilo.
—De todas formas, estamos perdiendo el tiempo. Si Railix está aquí, se habrá escondido…
—No está aquí. No noto su presencia. Ha dejado su moto y se ha largado… Lo que no sé es adónde.
—Sí, ¿adónde? —Álex no intentaba ya ocultar su exasperación—. Esto está en medio de la nada… ¿Adónde demonios podría haber ido sin su moto?
Detuvo completamente el motor del vehículo y se quedó mirando a Jana mientras ella se frotaba las sienes con los dedos índice y corazón de cada mano, intentando concentrarse.
—No hay nada alrededor —dijo ella lentamente al cabo de unos segundos—. Pero hay algo… hay algo debajo.
Sus ojos se encontraron con los de Álex.
—¿Qué sugieres que hagamos, que dejemos aquí el coche y nos vayamos andando a buscar un subterráneo? —preguntó el muchacho, incrédulo.
—No van a impedírnoslo. Aquí no hay ningún Medu, Álex; lo sé. Ni siquiera estoy segura de que haya humanos corrientes… Yo creo que la tienda está cerrada.
—Pero la verja estaba abierta…
—No nos pasará nada. Hay magia debajo de nosotros, ¿no lo notas tú? Una acumulación muy intensa de magia… Tenemos que averiguar por qué.
Con un gruñido, Álex salió del coche y cerró la puerta con más violencia de la necesaria. Jana, desde el otro lado del vehículo, lo miró un instante con expresión reprobadora antes de echar a andar por aquel laberinto de coches polvorientos y oxidados.
—¿Sabes adónde vas? —Le gritó Álex, que no parecía dispuesto a dar un paso hasta saber si merecía la pena—. No me apetece dar vueltas a lo tonto…
—Detrás de esa caravana sin ruedas —le contestó Jana sin volverse.
Álex la observó alejarse unos pasos más antes de decidirse a seguirla. La perdió de vista un momento cuando ella rodeó una furgoneta negra para acercarse a la caravana que había señalado. Él la imitó, y al dar la vuelta a la parte trasera de la furgoneta descubrió a Jana clavada en el suelo a pocos pasos de él, mirando fijamente un agujero rectangular en el suelo.
—Como en el cuento de Aladino —murmuró ella cuando sintió a Álex a su lado—. Unas escaleras que bajan…
—Qué bonito —Álex no pudo reprimir una mueca—. Supongo que será uno de esos portales Medu que tanto les gustan a los tuyos.
—No; esto es algo más —contestó lacónicamente Jana.
Antes de que Álex pudiese preguntarle a qué se refería, la muchacha había comenzado ya a bajar las escaleras.
Álex no se lo pensó dos veces antes de seguir los pasos de Jana, pero ella se había dado mucha prisa, tanta que cuando comenzó a bajar el ruido de sus tacones se oía ya a gran distancia bajo la tierra. Los peldaños de ladrillo por los que bajaban parecían nuevos, y las paredes, de un color ocre rojizo, olían a pintura fresca.
A medida que Álex descendía, todo a su alrededor se iba hundiendo progresivamente en las sombras.
El rectángulo de luz solar por encima de su cabeza se hacía cada vez más pequeño, y empezaba a temer que en algún momento la oscuridad se volvería tan espesa que no podría seguir adelante.
Sin embargo, antes de que eso sucediera las paredes empezaron a poblarse de reflejos cambiantes y temblorosos. Era como si en algún lugar, al final de aquellas escaleras, hubiese una laguna luminosa cuyos destellos se proyectaran sobre los muros y la bóveda del túnel de bajada.
También se oía ruido; un murmullo confuso y débil al principio, formado por la suma de miles de sonidos diferentes. Poco a poco, no obstante, Álex pudo distinguir en medio de aquella amalgama las voces de varias personas, y también ruidos de motores y un rumor sordo y repetitivo, como de lluvia cayendo sobre la tierra.
De pronto, una fuerza desconocida lo empujó hacia atrás, dejándolo sentado sobre el peldaño que acababa de bajar. La escalera se había puesto en marcha con un chirrido de cables y ruedas dentadas, y ahora descendía por sí sola. Álex se fijó con asombro en las enormes ruedas de madera cuyos dientes se imbricaban con los de otras ruedas y con gruesos cables plateados sobre una de las paredes de la galería. Se trataba de un mecanismo anticuado, que por algún motivo le recordó los inventos de Leonardo Da Vinci…
Cerró los ojos mientras el descenso proseguía. Su mente intentaba anticipar lo que se encontrarían al final de aquella galería. Una guarida Drakul, probablemente. Tal vez un portal secreto protegido por antiguos conjuros de los clanes… Pero si se trataba de eso, ¿qué significaba aquella mezcla de ruidos cada vez más cercanos e inquietantes?
Una sacudida devolvió a Álex a la realidad. Las escaleras se habían detenido. Al despegar los párpados, Álex vio a Jana de pie ante él, esperando con impaciencia a que se levantase del escalón en el que se hallaba sentado. Por encima de Jana, millares de puntos fosforescentes hormigueaban sobre el techo de roca, poblando la oscuridad de destellos verdosos.
—¿Qué clase de sitio es este? —preguntó Álex, levantándose y mirando a su alrededor—. En mi vida había visto nada así… ¿Quién lo habrá excavado?
—No tengo ni idea —reconoció Jana—. Pero esto no han podido improvisarlo en unos cuantos meses.
Jana tenía razón. La sala excavada en la roca, con su suelo pavimentado y aquella extraña iluminación en la bóveda, solo era el aperitivo de lo que les esperaba más allá del alto arco de piedra que comunicaba esa zona con el resto de la ciudad. Porque era una ciudad lo que había allí debajo; una ciudad entera…
Pasado el arco, Jana y Álex se encontraron con una caverna de enormes dimensiones en la que se había construido todo un barrio de edificios rectangulares de tres pisos con enormes ventanales de cristal y jardines artificiales en las azoteas. Estaban alineados a lo largo de anchas calles salpicadas de puestos de perritos calientes y patatas fritas. Había gente en las calles, mucha gente. Casi todos iban vestidos con sudaderas negras y llevaban la capucha puesta, pero también se veían entre la multitud algunos grupos de sacerdotes Drakul con su túnica púrpura ceremonial, así como cantores Pindar y guerreros Zenkai. Incluso distinguieron a un diplomático Varulf comprando un kebab en uno de los puestos ambulantes. Llevaba, discretamente anudado a la muñeca, el distintivo amarillo que utilizaban los de su clan en las misiones oficiales.
Sin molestarse siquiera en ocultar su llegada, Jana y Álex avanzaron mirando con la boca abierta hacia los lados, hasta mezclarse con la multitud.
Curiosamente, ninguno de los transeúntes manifestó la menor curiosidad hacia ellos. En los ojos de algunos de los que pasaban Jana captó un destello de reconocimiento. Sabían quiénes eran, pero no les extrañaba demasiado su presencia allí. Las miradas que se posaban sobre Álex reflejaban casi siempre hostilidad, eso sí. Los Medu recordaban el papel que había jugado en la muerte de Erik, y también sabían que no era uno de ellos, a pesar de descender del último gran rey Kuril.
La mayoría de la gente iba a pie, pero algunos hombres y mujeres de cierto rango, a juzgar por sus capas ribeteadas de plata, circulaban a caballo. Ese fue uno de los detalles de la ciudad subterránea que más sorprendieron a Álex. ¿Por qué, en lugar de vehículos, los habitantes de aquel extraño lugar empleaban monturas, como en la Edad Media?
Jana debió de leer sus pensamientos, porque dijo en voz alta:
—Es por los gases contaminantes, y también por el ruido. Podrían usar vehículos eléctricos, pero me figuro que quieren evitar ser detectados desde fuera. Por eso usan caballos… Es una ciudad secreta, por si no te habías dado cuenta.
Álex asintió con la vista fija en los toldos de un pequeño mercadillo de frutas y verduras instalado en una bocacalle de la avenida por la que transitaban.
—¿Para qué quieren los toldos? —Murmuró con aire ausente—. Aquí no hay sol…
—Nostalgia de la superficie —contestó Jana, pensativa—. No están aquí por gusto. A nadie le gusta vivir bajo tierra, sobre todo cuando no hay ninguna necesidad… ¿Cómo es posible que no me haya enterado antes de todo esto?
Álex la miró.
—Parece que, últimamente, hay muchas cosas que no te cuentan.
—Ni tampoco a David… No veo a ningún Agmar entre la multitud.
—En realidad, parece más bien un lugar dominado por los Drakul, ¿no? Hay muchos sacerdotes y dignatarios de ese clan…
—Sí —continuaban avanzando por la atestada avenida, pero ya no prestaban tanta atención como antes a los transeúntes que los rodeaban—. Casi toda esta gente es Drakul. Pero no todos… Mira a esa chica, la que acaba de cruzar la calle. ¿La ves?
Álex siguió con la mirada a la esbelta muchacha que le había señalado Jana. Tenía el pelo de color rubio platino recogido en una trenza arrollada sobre la nuca en forma de moño. Su piel, muy clara, aparecía enrojecida en las mejillas, y a pesar de la distancia se distinguía perfectamente el azul profundo e intenso de sus ojos.
La chica se había detenido delante de un escaparate de armas y estaba consultando su reloj de pulsera.
—¿La conoces? —Preguntó Álex—. Parece una Drakul, ¿no? No la había visto en mi vida.
—Claro que la has visto —le contradijo Jana en tono burlón—. Ayer mismo… De verdad que no entiendo lo que le está pasando a tu magia, Álex. ¿Cómo es posible que no la reconozcas?
Álex estudió con atención el perfil delicado de la joven rubia.
—Me rindo —dijo finalmente—. ¿Quién es? No tengo ni idea.
—Es Lilieth, esa Írida de La Rosa Oscura. Claro que ahora tiene un aspecto muy diferente del de ayer. Me pregunto qué estará haciendo aquí. Parece que está esperando a alguien…
La mirada de la joven se apartó un instante del escaparate para mirar a su alrededor, hasta detenerse, por casualidad, en el rostro de Jana.
Inmediatamente, los ojos de Lilieth se agrandaron, y en su rostro ficticio apareció una expresión de alarma que no era en absoluto fingida. Al segundo siguiente, ya estaba huyendo… Se alejaba entre la multitud con pasos muy rápidos, pero sin llegar a correr, Seguramente no deseaba llamar la atención de los que pasaban junto a ella.
—Hay que alcanzarla —dijo Jana—. Venga, deprisa…
Ellos sí echaron a correr, sin importarles lo que pensase la multitud que los rodeaba. Algunas personas se apartaron rápidamente a su paso, otras se los quedaban mirando estúpidamente sin moverse ni un centímetro. Álex agradeció mentalmente sus buenos reflejos, que le permitían sortear a aquellos mirones sin perder demasiada velocidad en su carrera.
La versión rubia de Lilieth había doblado la esquina, desapareciendo entre los toldos del mercadillo ambulante. Pero Jana parecía saber exactamente dónde se encontraba, porque tomó a Álex de la mano y lo guio entre unos puestos de hortalizas y frutas frescas hasta un pequeño tenderete de adivinación mágica donde una mujer joven disfrazada de hechicera esperaba a sus clientes delante de una cabina protegida por una raída colgadura de terciopelo verde.
—Está ahí —dijo Jana, apartando de un empujón a la falsa hechicera y descorriendo con violencia la cortina.
El rostro de Lilieth tal y como la habían visto la tarde anterior en La Rosa Oscura, con sus cabellos cortos y oscuros y su agradable sonrisa, no reflejó al verlos aparecer ni la más mínima sorpresa.
—Le dije a Railix que terminaríais encontrándonos —dijo únicamente—. Era cuestión de tiempo…
—¿Qué haces tú aquí? —Preguntó Jana, irritada por el tono condescendiente de la muchacha—. ¿Y por qué has huido al vernos? Vamos, contesta…
—Bienvenidos a Polgar —dijo Lilieth, inclinándose en una irónica reverencia—. Veremos qué dice el rey cuando se entere de que estáis aquí.