Capítulo 4

¡Por fin la luz!

Jana, sonriendo, echó la cabeza hacia atrás y dejó que los tibios rayos del amanecer bañasen su rostro. No sabía de dónde procedía aquella claridad, pero le daba igual: era tan parecida al sol, que le recordaba su casa en la Antigua Colonia, el jardín bañado en la luz otoñal que se filtraba también a través de las ventanas de la cocina…

¡Qué diferente de la oscuridad irreal del otro lado de la puerta! Allí, todo parecía disolverse continuamente en las sombras para volver a recomponerse unos instantes después. No había continuidad entre cada momento y el siguiente. Era como para volverse loco…

Pero todo eso, por fortuna, había quedado atrás. ¡Volvía a estar viva!

—Álex —murmuró sin dejar de sonreír—. Por favor, no tardes…

Pensó con una punzada de tristeza en Erik. Pero allí, bajo aquella luz, podía comprender mejor que nunca el motivo de su sacrificio. Lo que Erik iba a hacer mantendría los dos mundos separados, y eso era algo que, después de haber visto lo que ella había visto en las últimas horas, nunca podría agradecerle lo suficiente.

Miró a su alrededor, cansada de esperar. Los muros que rodeaban la puerta eran altos y negros; la abertura, dentro del aro, plateada… No se veía ni rastro de Álex. Descubrió una figura delgada sentada a cierta distancia de la puerta, bajo lo que parecía un árbol desnudo. Se encaminó hacia ella con curiosidad, y no necesitó avanzar mucho para reconocerla. Era Dora.

—Jana —dijo la muchacha, reconociéndola a su vez—. ¿Vienes sola?

Mientras hacía la pregunta, Dora dejó vagar la mirada por encima del hombro de Jana, en dirección a la puerta.

—Lo siento, Dora. Supongo que esperabas que Erik…

Dora clavó la vista en el suelo y meneó lentamente la cabeza.

—No sé —murmuró—. No sé qué esperaba, en realidad.

—¿David también está aquí? Creo que Álex dijo…

—Álex le dijo que fuese a avisar a los guardianes, y es lo que tu hermano ha hecho. Me prometió que regresaría.

—¿Por qué no te fuiste con él? —preguntó Jana, perpleja.

—Supongo que pensé que quizá Erik… Fue una tontería por mi parte. Él sabía desde el principio lo que quería hacer. Pero si él no sale… Bueno, he pensado que tal vez yo pueda entrar.

—No lo hagas, Dora. Erik no querría eso.

—¿Tú crees que él…?

Dora no supo cómo terminar de formular su pregunta.

—Hazme caso. Él sufriría mucho si tú hicieses ese sacrificio por él.

Dora miró de nuevo hacia la puerta.

—¿Y Álex? —preguntó—. Se ha arriesgado mucho para sacarte de ahí. ¿Dónde está? Espero que no le haya pasado nada…

Solo en ese momento se dio cuenta Jana de que había transcurrido ya demasiado tiempo desde que se habían separado. Fuese lo que fuese lo que le tenía que preguntarle a Erik, no tenía sentido que aquella conversación de última hora se prolongase tanto rato.

Erik estaba ansioso por comenzar su combate contra las fuerzas de la muerte; no tenía tiempo para charlas.

Pensándolo bien, lo que había hecho Álex no tenía mucho sentido. ¿Qué podía tener que decirle a Erik que fuera tan importante como para obligarle a darse la vuelta justo en el último momento, cuando ya estaban a punto de cruzar el umbral? Llegar hasta allí había sido muy duro: habían tenido que luchar contra sí mismos, porque algo en su interior intentaba retenerlos al otro lado del muro; una especie de desánimo absoluto, de falta de fe. Y, aun así, no habían cedido… Ella, al menos, no.

Pero ¿y Álex?

No podía haber perdido esa batalla. Se había enfrentado a otros combates internos mucho peores, y Jana sabía que la voluntad de Álex no era menos fuerte que la suya.

No, Álex no se habría dejado arrastrar por aquellos pensamientos lúgubres de última hora, por aquellas sensaciones negativas…

Se había quedado al otro lado porque así lo había decidido.

Entonces lo entendió, y dejó escapar un gemido.

—¿Qué te pasa? —preguntó Dora, alarmada.

Jana la miró con ojos espantados.

—No va a salir —contestó con una voz apenas audible—. Ha elegido quedarse… No ha querido dejar solo a Erik.

—Pareces enferma, Jana; ¿qué te ocurre? Entiendo que debe de haber sido muy duro…

—No, tú no entiendes nada —replicó Jana con apasionada violencia—. He salido de ahí dentro sonriendo, ¿no me has visto? Sonriendo. Ni siquiera podía imaginarme que… ¿Por qué me ha hecho esto?

—No me digas que no… no te lo dijo…

—Venía conmigo. Se dio la vuelta en el último momento, con la excusa de que había olvidado decirle algo a Erik. Y yo, como una estúpida, le creí. ¿Cómo iba a pensar que me traicionaría de esa manera?

—No lo entiendo, Jana. ¿Por qué te engañó?

Jana miró a Dora con una sonrisa desesperada.

—Siempre pienso que esta vez va a ser diferente, pero él no cambia. No confía en mí. Podría habérmelo dicho; me habría quedado con él…

—Eso debía de ser justamente lo que él no quería —dijo Dora, mirando con tristeza hacia la Puerta de Plata.

—Me da igual lo que él quisiera. No soy una niña; tengo derecho a tomar mis propias decisiones.

—Lo siento mucho, Jana. Aunque no lo creas, te entiendo. Yo también siento que Erik ha decidido por mí. Y no es justo.

Jana extendió una mano hacia Dora.

—Volvamos —dijo con repentina serenidad—. Volvamos a entrar, las dos juntas, si quieres… Tienes razón, no es justo que ellos decidan por nosotras.

Dora la miró con ojos asustados, pero asintió.

—Tenemos que darnos prisa —añadió Jana mirando hacia la puerta—. Si Erik consigue hacer lo que se propone, no nos queda mucho tiempo.

Comenzaron a caminar juntas hacia el muro que separaba la vida de la muerte. Jana no podía apartar los ojos de la puerta: observaba el resplandor plateado que brotaba a través del arco con la esperanza de ver recortarse en él la figura de Álex. Sin embargo, en el fondo sabía que aquella esperanza no tenía ningún fundamento. Álex no iba a salir… y, lo que era aún peor, un disco de oscuridad avanzaba sobre la luz de plata de la puerta, tragándosela progresivamente.

—Lo están haciendo —murmuró, angustiada—. Están cerrándola, Dora. Corre, debemos darnos prisa…

—No lo conseguiremos —contestó Dora, que se había quedado un poco rezagada—. ¡Mira!

Jana se volvió, y notó de inmediato que algo terrible estaba a punto de ocurrir. Había un zumbido en el aire, un zumbido que se acercaba más y más, y que a medida que se acercaba parecía ir espesando la atmósfera, poblándola de insectos oscuros que volaban todos juntos en dirección a la Puerta de Plata.

Entre todos formaban una nube gigantesca que se desplazaba en el aire a gran velocidad, una nube compacta y amenazadora.

Pero no eran insectos…

Eran sombras: sombras de seres humanos que alguna vez estuvieron vivos. Aquella nube respiraba con miles de respiraciones vacías, contenía el aliento de miles de espectros. Y todos se dirigían hacia la puerta como flechas, sin vacilar ni un instante, como si estuviesen animados por una única voluntad.

Querían impedir que la puerta se cerrase… y que Erik y Álex consiguiesen su objetivo.

La nube parecía lejana al principio, pero se aproximaba con tal rapidez, que Jana y Dora no tardaron en tenerla encima.

Se agacharon instintivamente. Parecía imposible sobrevivir al paso de aquel enjambre devastador, de modo que Jana apoyó la mejilla contra la tierra húmeda y apretó los párpados, esperando. El ruido de las sombras la ensordecía, inundando por completo sus oídos con su mezcla de chirridos graves y agudos, de vibraciones en distintas frecuencias que componían, todas juntas, la más desagradable de las músicas.

Ellas no eran el objetivo. Las sombras se dirigían como flechas hacia el alto muro de la puerta, ignorando a las dos muchachas que apretaban su cuerpo contra la tierra, aterrorizadas. Tal vez ni siquiera pudiesen detectarlas. Existían en planos diferentes…

—Tenemos que avanzar —consiguió gritar Jana en el oído de Dora—. Son demasiadas, tenemos que ayudar a Erik y a Álex…

Tenemos que entrar antes que ellas.

—Pero ¿cómo?

—Sígueme…

Jana comenzó a arrastrarse hacia la Puerta de Plata. Se daba impulso con los brazos y las piernas, y procuraba no mirar hacia arriba para no perder el poco valor que le quedaba. Dora la estaba siguiendo, y ambas sabían que cuanto menos se distrajeran observando el torbellino que había estallado sobre sus cabezas, más posibilidades tendrían de lograr lo que se proponían.

Pero se estaban agotando. Avanzar bajo aquella marea de espíritus era tan difícil como nadar en plomo líquido. Hasta el aire parecía haberse vuelto más denso, y a Jana le costaba trabajo respirar. Le dolían todos los músculos del cuerpo, y apenas habían recorrido un tercio de la distancia que las separaba del muro.

Se detuvo, se arrodilló en el suelo para descansar y miró hacia delante. Las sombras habían comenzado a golpear furiosamente la muralla. Parecía imposible que aquellos entes inmateriales pudieran destruir algo hecho de materia, pero lo estaban consiguiendo. Cada impacto producía un ruido sordo que el eco repetía una y otra vez; y pocos segundos más tarde caían al suelo algunos sillares, se derrumbaba un trozo de muro…

No podían quedarse allí impasibles mientras Álex y Erik libraban aquella batalla, así que Jana, a la desesperada, se puso en pie y echó a correr hacia la puerta tan deprisa como se lo permitían sus piernas.

Supuso que Dora la estaría siguiendo, pero no tenía tiempo para averiguarlo. Todo lo que necesitaba era llegar hasta el arco y atravesarlo. No quería seguir allí por más tiempo, en medio de aquel océano de muerte y corrupción que se extendía por todas partes a su alrededor, hasta donde alcanzaba la vista.

Las sombras la ignoraron al principio, y ella también se desentendió de su avance. Sin embargo, estaban allí, mirara donde mirara. Tenían que haberlas detectado, a ella y a su compañera. Solo era cuestión de tiempo que alguna se desprendiese de la masa general para abatirse sobre las dos muchachas…

El momento llegó antes de lo que Jana había esperado. Enseguida comprendió que no se trataba de una casualidad: una de las sombras la había reconocido.

Una sombra triple.

Urd la miraba desde sus tres caras de muñeca suspendidas en el aire como linternas fantasmales. Del interior de su piel de porcelana emanaba un brillo helado, y sus ojos permanecían clavados en Jana como fríos puñales.

—Dejadme —se oyó gritar Jana—. Esto no tiene nada que ver con vosotras. Dejadme, por favor…

Las tres figuras danzaron a su alrededor sin mover un solo músculo de sus respectivos rostros. Habían formado un anillo que parecía mantener a Jana aislada del resto de las sombras… y también de Dora.

No iban a hablar. Quizá no podían, o sencillamente no querían hacerlo. Jana comprendió que no tenía sentido suplicarles o tratar de razonar con ellas.

Se quedó inmóvil como una estatua durante un tiempo que a ella le pareció una eternidad, esperando desconcertar a las sombras de Urd. Pero las sombras eran pacientes…

Cuando juzgó que había transcurrido el tiempo suficiente como para que Urd aflojase su atención, Jana, con un movimiento brusco, trató de escabullirse. Logró colarse entre dos de las sombras y avanzar unos metros. Sin embargo, ellas la seguían flotando, cada vez más difusas, contaminando el aire a su alrededor, el aire que Jana respiraba. Un aire que se había vuelto ardiente, que le quemaba los pulmones con cada nueva inspiración. Si seguía respirando aquel aire viciado, terminaría ahogándose…

No podía huir, lo que significaba que lo único que podía hacer era plantarle cara a Urd y enfrentarse a ella.

A sus labios acudieron las primeras palabras de un viejo conjuro Agmar contra los espectros. Mientras las pronunciaba, mantenía sus ojos clavados en una de las tres caras de Urd, proyectando sobre ella todo el poder de su mente y de las antiguas fórmulas.

Desde el aire, Urd la miraba con sus ojos brillantes como piedras preciosas. Resultaba difícil creer que en aquel rostro frío como la piedra hubiese ardido alguna vez la llama de la vida.

Parecía que el conjuro no estaba surtiendo efecto, pero Jana sabía que debía insistir. Y de pronto, cuando estaba repitiendo una de las frases del sortilegio por tercera vez, los tres rostros de porcelana que la miraban desde el aire estallaron en mil pedazos.

Había vencido una vez más a Urd…

Eso fue lo que Jana creyó al principio. Pero su alivio se transformó en terror cuando vio que los innumerables fragmentos blancos de las caras de Urd se volvían de pronto azules y traslúcidos. Había en ellos un brillo sobrenatural, que les hacía parecer… zafiros…

Se dio cuenta demasiado tarde de que Urd había conseguido volver la magia del conjuro Agmar contra ella. Había permanecido tanto tiempo atrapada dentro de la piedra azul de Sarasvati, que su espíritu triple había terminado asimilando el oscuro poder de aquella gema mágica. Y ahora, la piedra obedecía a su llamada, se fundía con la piel rígida y rota de las hijas de Pértinax y recomponía su estructura en todas direcciones, formando una cápsula gigante, una jaula del color del océano para encerrar a Jana.

Gritó, pero gritar ya no podía ayudarla. Estaba atrapada igual que una vez, por obra suya, lo habían estado las hijas de Pértinax. Estaba prisionera en la piedra azul de sus antepasados, completamente aislada del mundo exterior.

Era mucho peor que estar muerta.

Jana intentó moverse, pero no pudo hacerlo. Se sentía inmovilizada dentro de una estructura cristalina invisible que no le permitía realizar ni el más sencillo movimiento.

Era el final de todo… Con Álex al otro lado de la Puerta de Plata, nadie sería capaz de sacarla de allí. Ni siquiera Álex, probablemente, habría logrado reunir la magia suficiente para liberarla. De modo que era el fin.

«Los tatuajes», oyó que le decía una voz en su interior. «Serpientes y libélulas. Serpientes y libélulas…».

Los tatuajes. Sí, no había pensado en ello. Su tatuaje podía ayudarla, al menos, a hacer un último intento por salir de allí. Hacía mucho tiempo que no recurría al poder mágico de la serpiente dibujada en su espalda.

Pero ¿y las libélulas? ¿Qué quería decir aquello?

Recordó de repente el pequeño insecto de alas transparentes tatuado en el cuello de Dora, por detrás de una de sus orejas. Serpientes y libélulas…

La voz que había oído era la de la joven Varulf. Le estaba diciendo que uniesen sus fuerzas, las fuerzas de sus tatuajes tribales.

Y eso significaba que no estaba sola. No sabía hasta dónde podían llegar los poderes de Dora, pero eran dos contra Urd. Dora estaría proyectando el poder de su tatuaje desde fuera de la piedra mágica, y ella debía hacer lo mismo desde dentro.

Sabía lo que tenía que hacer para liberar el poder de su tatuaje. Bastaba con que le hablase mentalmente al animal que llevaba tanto tiempo unido a ella, con que le concediese la libertad. Tal vez no volviese a recuperarlo, pero no le importaba. Lo único que quería era romper en pedazos las paredes brillantes y azules de su prisión.

Cuando la serpiente se desprendió de su piel, sintió un dolor lacerante en la espalda. Contempló fascinada al reptil, cuyas escamas parecían de plata y oro. Se estaba deslizando a sus pies, avanzando sinuosamente hacia el muro de zafiro. Jana abrió la boca, asombrada, cuando vio que el animal comenzaba a mordisquear la piedra y a devorarla.

Estaba excavando un túnel; un túnel en la pared de su jaula. Y trabajaba con asombrosa rapidez. En apenas unos segundos ya había tallado un agujero lo bastante profundo como para esconderse en él la cabeza.

Jana se precipitó en aquella dirección y se arrodilló frente al túnel. Observó cómo el cuerpo largo y escurridizo de la serpiente se iba hundiendo en su interior. Esperó pacientemente hasta ver desaparecer el resplandor de sus escamas doradas y plateadas en la negrura.

Entonces, solo entonces, acercó los labios al agujero y gritó a todo pulmón.

—¡Dora! —Llamó—. ¡Dora! Está hecho. ¡Serpientes y libélulas!

Sus palabras resonaron en los muros transparentes del zafiro. Cuando sus ecos se apagaron, solo quedó el silencio; un silencio interminable, que oprimía las esperanzas de Jana con cada segundo que se prolongaba.

Hasta que, de pronto, una libélula irrumpió volando en la prisión azul a través del agujero que la serpiente había excavado. El batir de sus alas apenas hacía ruido, al menos mientras estuvo sola. Pero enseguida se le unieron otros miles de insectos semejantes. Se colaban en el interior del zafiro a través de invisibles grietas y resquicios, desde todos los ángulos.

Jana contempló con una sonrisa de perplejidad en los labios la danza de los insectos a su alrededor.

Cada vez había más. Los agujeros en el muro de zafiro eran incontables. La gema empezó a desmoronarse, taladrada por millones de puntos diferentes. Jana tuvo que protegerse la cabeza con los brazos para desviar las mil esquirlas de piedra resplandeciente que caían sobre ella.

Cuando la avalancha cesó, Jana pudo por fin mirar a su alrededor. No quedaba ni rastro del zafiro, ni tampoco de Urd… Pero el aire era un torbellino gris de sombras hirvientes y amenazadoras, en medio del cual Dora la contemplaba con ojos asustados.

Caminó hacia ella como pudo, luchando contra la viscosidad de aquella atmósfera cuajada de presencias invisibles.

—Gracias —dijo, abrazándola—. Si no hubiera sido por ti, quién sabe si habría logrado salir alguna vez…

—Puede que allí dentro estuvieras mejor que aquí. Más protegida… ¡Mira esto!

Jana alzó la mirada hacia la Puerta de Plata. Era evidente que allí se estaba librando un terrible combate. La mayor parte de las sombras confluían hacia ese punto, que se había convertido en un ovillo de oscuridad del que emergían, de cuando en cuando, gemidos y gritos.

—Erik y Álex están perdiendo —murmuró—. Tenemos que ayudarles, antes de que sea demasiado tarde.

—Ya es demasiado tarde, Jana —dijo Dora, señalando las altas murallas que rodeaban la puerta—. Están empezando a desmoronarse, ¿no lo ves?

Era cierto. Álex y Erik parecían haber centrado todos sus esfuerzos en defender la puerta que intentaban cerrar; pero las sombras habían encontrado otra manera de derrotarlos: estaban derribando los muros que separaban los dos reinos. Lienzos enteros de roca negra caían al suelo, eliminando las antiguas fronteras entre el reino de la muerte y el de la vida.

Muy pronto, la puerta ya no sería más que una ruina inútil en medio de un montón de escombros, y no quedaría ninguna frontera que defender. Los dos territorios, el de los vivos y el de los muertos, se fundirían en uno solo…

El sacrificio de Álex y de Erik no había servido de nada.