Los golpes en la puerta despertaron bruscamente a Álex. Se sentó en la cama, sudoroso, con el corazón acelerado como si acabase de tener una pesadilla. Sabía, antes incluso de mirar el despertador, que era tarde. Recordó haber oído el pitido agudo de la alarma como a través de un mar de nubes, pero luego había vuelto a dormirse…
—Álex, ¿te encuentras mal? —Dijo la voz de Helena al otro lado de la puerta—. Vas a perder el autobús…
—No he oído el despertador, mamá —contestó él en voz alta—. Ya me levanto…
Fue al ponerse en pie cuando se dio cuenta de lo mucho que le dolía la cabeza. Era como si una banda de goma le apretase las sienes y la frente, presionándole hasta hacerle ver las estrellas. Una ducha, quizá, le habría calmado un poco el dolor, pero no tenía tiempo de ducharse. Si no se vestía inmediatamente no llegaría a tiempo a coger el autobús de Los Olmos.
Se deslizó hasta el baño como un sonámbulo, abrió el grifo, formó un cuenco con las manos bajo el chorro de agua fría y hundió la cara en él durante unos segundos. El frescor del agua le hacía bien.
Estaba helada…
Una asociación de ideas le hizo recordar las montañas blancas que rodeaban el palacio de los guardianes.
No había sido un sueño. Realmente había estado allí con Nieve y Corvino. Aún le parecía estar viendo sus rostros extrañamente transformados, exhibiendo los primeros signos de vejez.
Sin embargo, no recordaba el viaje de regreso. Ellos habían de haberle transportado mientras dormía, igual que la otra vez.
Salió del baño, se vistió a toda prisa con lo primero que encontró a mano y pasó por la cocina para beber un vaso de agua. No tenía tiempo de desayunar cereales o tostadas. Encontró unas galletas dietéticas de su madre en el armario de encima del horno y cogió un par de ellas para comérselas en el trayecto hasta la parada del autobús.
Laura ya se había ido, y su madre estaba contestando a unos correos electrónicos por internet en el salón. Al verlo pasar con la chaqueta puesta, levantó los ojos hacia él preocupada.
—¿Dónde estuviste ayer todo el día, hijo? No puedes desaparecer de esa forma sin decirme nada. Te estuve llamando al móvil y no me cogiste ni una sola vez…
—Lo siento, mamá, luego te cuento. Ahora no tengo tiempo.
Sabía, que, en realidad, Helena había renunciado muchos meses atrás a comprender lo que pasaba en la vida de su hijo. Preguntarle lo que había hecho se había convertido en un ritual vacío de contenido.
Álex estaba seguro que, en el fondo, Helena no quería conocer las respuestas a las preguntas que hacía. Todo lo que tenía que ver con Medu le producía una desazón que apenas conseguía disimular.
Por otro lado, confiaba tanto en él que raramente llegaba a preocuparse de verdad cuando se ausentaba durante uno o dos días. Ella veía a Álex como una criatura extraordinaria, a la que nadie podía hacer daño. Se había convencido a sí misma de que su herencia Kuril, unida al entrenamiento que había recibido de los guardianes, lo convertía en un ser prácticamente invulnerable. A Álex le irritaba un poco aquel exceso de confianza, pero, por otro lado, comprendía que era un mecanismo de defensa de su madre para no sufrir cada vez que él desaparecía.
Y en la calle, tuvo que correr para subirse al autobús justo cuando este estaba a punto de cerrar sus puertas. Una vez dentro del vehículo, se dejó caer en el primer asiento que encontró vacío y cerró los ojos, exhausto. Al menos, disponía de unos minutos para recuperarse de la carrera e intentar ordenar sus ideas.
—¿Me haces un sitio? —Preguntó una voz femenina en el pasillo—. Por poco no llegas, estaba preocupada…
Álex abrió los ojos y vio a Dora de pies junto a su asiento, con una parca negra y una pesada mochila rosa colgada a la espalda. Se deslizó hasta la plaza de la ventana para dejarle a Dora el asiento del pasillo.
Ella suspiró ruidosamente al sentarse.
—Este no es el autobús que te corresponde, ¿no? —Dijo Álex—. Vives al otro lado de la ciudad…
—David me dijo que este era el que tú cogías normalmente. Quería hablar contigo cuanto antes, Álex. Lo tengo…
Habían sucedido tantas cosas desde su última conversación con Dora, que Álex tardó un par de segundo en comprender a qué se refería.
—Te refieres a… al mapa…
—Sé cómo llegar hasta la Puerta de Sombra utilizando una antigua senda Varulf —dijo ella en voz baja—. Me costó un poco darme cuenta de lo que era, porque en los libros antiguos aparece como «la entrada a las catacumbas».
Álex miró a su alrededor, preocupado porque alguien pudiese haberla oído. Pero nadie les estaba prestando atención. Los dos asientos de detrás estaban vacíos, y delante de ellos iban sentadas dos chicas enfrascadas en una animada conversación sobre lo que habían hecho durante el fin de semana.
—¿Sabes cómo llegar? ¿Está lejos?
—No se trata de un lugar «físico», Álex. La senda se abre si la invocas. Es un camino espiritual, una senda mágica —explicó Dora.
—¿Y sabes cómo abrirla?
—Creo que sí. Lo único que necesitamos es un lugar tranquilo para hacer el ritual, y creo que lo tenemos. David nos está esperando en casa…
—Todos se van a fijar si nos bajamos del autobús en la siguiente parada —murmuró Álex.
—Lo sé… A mí me da los mismo, ¿y a ti?
Justo en ese instante el autobús comenzaba a frenar para detenerse. Habían llegado al siguiente punto de recogida de alumnos…
Antes de que llegase a parar del todo, Dora y Álex ya estaban de pies, esperando para bajarse ante la puerta trasera del vehículo.
—Eh, vosotros, ¿adónde vais? —les gritó el conductor dándose la vuelta.
—A por los deberes. Se nos han olvidado —gritó Dora mientras bajaba las escaleras.
Ya en acera, vieron como el conductor los observaba un instante después, encogiéndose de hombros, volvía a cerrar las puertas y reanudaba la marcha.
—A lo mejor nos expulsan —dijo Dora, pensativa—. Esto es grave…
—Jana está en el reino de los muertos —Álex sonrió sin alegría—. Eso es grave.
Se encontraba en una de las calles que subían hacia la Antigua Colonia. Echaron a andar por ella hacia la casa de David y Jana.
Como de costumbre, aquel antiguo barrio parecía deshabitado. Las casas exhibían las grietas del último terremoto con orgullosa indiferencia, mientras las palmeras y los cedros de los jardines agrietaban sus copas en la brisa.
La Antigua Colonia siempre le producía a Álex el mismo efecto, una mezcla de desazón e impaciencia al verse atrapado en su laberinto de cuestas que subían y bajaban, de las calles que describían curvas imposibles y terminaban conduciéndole en la dirección opuestas a la que él quería seguir. A pesar de los meses que llevaba saliendo con Jana, todavía no había llegado a conocer bien aquel barrio en el que vivía. Quizá se debiese a que siempre lo recorría con angustia de querer llegar lo antes posible a ese destino, que era, invariablemente, la casa de Jana y David.
Pero Dora no parecía tener ese problema. Aunque su casa estaba en la parte moderna de la ciudad, estaba claro que sabía moverse por aquellas calles, y que no se sentía incómoda ni perdida en ellas.
—¿Cómo es que conoces tan bien esta parte de la ciudad? —Le preguntó Álex—. La gente normal no viene mucho por aquí.
—Hay muchos Varulf que proceden de la Colonia. La casa de mi abuela materna no está muy lejos de la casa de Jana. Todavía vive en ella, a pesar de que las autoridades le han amenazado varias veces con desalojarlas a la fuerza, porque está prácticamente en ruinas. Al final, nunca cumple sus amenazas. Mi abuela sabe cómo manejarlos.
Pocos minutos después, llegaron a la casa de Jana y David. Dora había elegido un pasadizo de escaleras que permitían acceder a su calle sin tener que atravesar al parque de San Antonio.
Ni siquiera hizo falta que llamasen a la puerta. David debía de estar esperándonos, porque abrió cuando ellos aún estaban cruzando el descuidado jardín delantero.
—Álex —dijo, escrutando con gravedad el rostro de su invitado—. Intenté localizarte ayer, pero no te encontré por ninguna parte. Espero que no hayas estado haciendo ninguna tontería…
—Fui a ver a los guardianes. Necesitaba que me contasen todo lo que saben sobre las puertas del reino de los muertos.
—¿Pudiste averiguar algo interesante?
Álex se encogió de hombros.
—Tal vez. Pero creo que lo que Dora ha encontrado es más interesante aún.
Los ojos de David se encontraron con los de Dora, pero no se dijeron nada. David, como de costumbre, los guio a través del pasillo hasta la cocina.
—He preparado las velas que me pediste —dijo, mostrando media docena de cabos de vela de distintas longitudes cuidadosamente alineados sobre la mesa—. Pero no tenían aceites de plantas. Ni romero ni lavanda… Ninguno de los que me pediste.
—Es igual, no son imprescindibles. —Dora fue cogiendo las velas una a una y examinándolas de cerca—. Se trata de encontrar algo que estimule agradablemente el olfato, pero puede ser cualquier cosa. Un perfume de tu hermana nos servirá. Solo que aquí no podemos hacerlo. Hay demasiada luz…
—¿Qué tal en la biblioteca? —sugirió David.
A Álex le habría gustado encontrar algún argumento para decir que no era buena idea. La biblioteca adonde Jana y David conservaban los libros de sus padres le traía recuerdos muy especiales, y temía que esos recuerdos le impidiesen concentrarse en el ritual. Claro, eso mismo que, pensándolo bien, eso mismo le sucedía con casi todas las habitaciones de aquella casa. Y no quería perder el tiempo buscando otro lugar… estaba ansioso por comenzar el ritual como antes.
En la biblioteca, David echó las cortinas y orientó las láminas de las persianas hacia abajo para impedir que se filtrase la luz del exterior.
Dora, mientras tanto, fue encendiendo las velas una a una sobre la repisa de la chimenea.
—La senda que vamos a recorrer es un camino espiritual, un ritual de aproximación —les fue explicando—. Cada paso que demos en ellas nos acercará más al mundo de los muertos… A su mundo «espiritual». Eso significa que, con cada paso que avancemos, tendremos más posibilidades de contactar con ellos. En algún momento, antes o después, quizá podemos establecer una comunicación.
—¿Podre ver a Jana?
—Es posible. O a Erik… No sé bien qué es lo que nos vamos a encontrar, Álex. Todo lo que os pido es que seamos cuidadosos… Si perdemos la concentración, la senda podría desaparecer en cualquier momento.
Una vez encendidas todas las velas, Dora las colocó en el suelo formando un semicírculo. Solo entonces se quitó la mochila que llevaba a la espalda, y sacó de ella un rollo de papel amarillento y quebradizo, y un sobre lleno de pétalos secos de rosa.
—Aquí están las fórmulas —dijo, desenrollando el papel y extendiéndolo en el suelo—. Y estos pétalos crearán el vínculo con el pasado que necesitamos para abrir la senda —añadió, mientras volcaba el contenido del sobre encima del documento—. David, el perfume…
David salió de la biblioteca en busca de lo que Dora le había pedido, y no tardaron en oír sus pasos en las escaleras. Dora, mientras tanto, se quitó la parca. Debajo llevaba únicamente un largo tutú de color rojo oscuro y una malla de ballet del mismo color, con un gran escote que dejaba al descubierto el tatuaje en forma de gacela de su espalda.
Pasando los brazos por detrás de la cabeza, se recogió el pelo con una goma, mostrando otro tatuaje, la pequeña libélula en el cuello que Álex ya conocía.
David entró con un par de varitas de incienso en una mano y con incienso de arcilla en la otra.
—No he encontrado ningún perfume, pero creo que esto servirá.
Con una cerilla, encendió el extremo de las dos varitas y las metió en los agujeros del pequeño recipiente, que depositó encima de una mesa. Una vez hecho esto, fue a sentarse junto a Álex, entre la chimenea y el semicírculo de velas.
Arrodillada frente al viejo papel del conjuro, Dora había comenzado a leer las fórmulas.
Al principio su voz era un canturreo monótono e ininteligible, que Dora iba desgranando con expresión ausente. Álex la miraba de cuando en cuando, aunque la mayor parte del tiempo procuraba mantener su atención fija en la llama de una de las velas.
Pronto se dio cuenta de que cada frase del conjuro parecía acentuar la oscuridad que los rodeaba, haciendo que la llama de las velas, por contraste, pareciese aún más brillante. En algún momento, Álex dejó de sentir el suelo bajo su cuerpo. Estaban flotando, o esa era al menor la impresión que tenía.
Dora, con los ojos cerrados, había acelerado el ritmo de su salmodia, y David, pálido y concentrado, no apartaba de ella la mirada. Los tres formaban un círculo de concentración cada vez más cerrado y seguro.
En algún momento, Álex dejó de notar el paso del tiempo. Los párpados le pesaban más y más, y tuvo que hacer un gran esfuerzo para no dejarse vencer por la somnolencia que había comenzado a invadirle.
La cera derretida colgaba de las velas en gruesas gotas que tardaban una eternidad en caer. Y debajo de ellos no se veía el suelo; solo una angustiosa negrura…
Pero eso también empezó a cambiar a media que el canto de Dora progresaba. La oscuridad fue cediéndole el paso a una penumbra dorada muy agradable, y la habitación se llenó de una brisa apenas perceptible, que evocaba el frescor del amanecer.
Y así fue como empezó a tejerse en torno a los tres muchachos una realidad distinta de las que acababan de abandonar. De pronto ya no estaban en la vieja biblioteca, sino en un jardín inmenso, o tal vez en un parque, tan grande que su final no se veía.
Casi sin pensar en lo que hacía, Álex, se levantó del suelo y pisoteó con asombro la luminosa gravilla blanca del sendero. A ambos lados del camino se alzaban setos oscuros primorosamente recortados formando hélices, estrellas, conos y espirales. Era una especie de jardín francés. Fuentes de mármol vertían sus transparentes cascadas de una cubeta a otra, de un nivel a otro, y a su alrededor las estatuas de antiguas deidades desnudas se entremezclaban con los cipreses y los arbustos de boj plantados siguiendo un complicado patrón para dibujar sobre el suelo viejos motivos heráldicos de los siete clanes.
Dora avanzaba delante de Álex con la vista al frente. Caminaba descalzada sobre la gravilla, los tules púrpuras de su tutú hinchándose en el aire alrededor de sus tobillos. El tatuaje de su espalda había desaparecido…
Pero a su lado caminaba, moviendo con gracia sus frágiles patas blancas, una pequeña gacela.
No era el momento de hacer preguntas. La salmodia de Dora continuaba oyéndose, aunque Álex ya no viese el papel amarillento del conjuro ni notase el movimiento de sus labios cualquier error podía deshacer la magia que había creado momentáneamente aquel lugar para ella y sus acompañantes. No podían arriesgarse a cometerlo…
A Álex le dio un vuelco al corazón cuando, al final de uno de los senderos laterales de gravilla, vio aparecer al primer espectro.
No parecía un fantasma, sino una persona real, al menos de lejos. Una mujer, una mujer disfrazada…
Llevaba un rígido vestido que se extiende de un a lado otro del camino, decorado con mil rosas de encaje sobre un bordado de ramas de plata. Sus mangan parecía complicadas flores de las cuales emergían, como pistilos, unos largos y delicados brazos.
El personaje lleva una peluca de tirabuzones, una peluca imposible, llena de moños, trenzas y artificios recogidos adornados con pequeños lazos blancos.
El espectro caminó a su encuentro, sonriente. A medida que se iba acercando, Álex podía distinguir con creciente horror las facciones de su rostro. Era muy hermoso, pero no exhibía ninguna expresión: ni de contento, ni de tristeza, ni de miedo, ni de angustia…
Sencillamente, se trataba de una máscara vacía.
Mientras seguían la voz de Dora y los pasos de su pequeña gacela, fueron cruzándose con otros espectros similares al primero. Todos, hombres y mujeres, iban ataviados con lujosos ropajes, y llevaban pelucas extrañísimas. Todos iban exageradamente maquillados. Y, bajo el maquillaje, sus facciones estaban huecas… Eran como autómatas, como muñecos a los que alguien hubiese dado cuerda.
La voz de Dora había dejado de oírse. Seguía caminando por delante de David y Álex, deslizándose con la gracia y la plasticidad de una bailarina de ensueño. Nunca se daba la vuelta…
Álex buscó la mirada de David.
—¿Qué diablos es todo esto? —preguntó—. Este jardín, esa gente… Es como un Versalles de pesadilla.
—No es un lugar real, Álex —repuso Davis—. Recuérdalo: es solo un estado.
—Pero esa gente sí es real. O lo fue en algún día. Ahora parece que no tienen nada dentro. Son como…
—Como cáscaras —dijo Dora suavemente, sin volverse—. Así los llama el viejo documento.
—Pero ¿por qué son así? ¿Qué les pasa? —Insistió Álex—. Supongo que están… Supongo que están muertos.
—Deberían estarlo, pero se han quedado en un lugar intermedio por su propia voluntad —explicó Dora—. Las cáscaras son espíritus cobardes… espíritus que no han tenido valor suficiente para enfrentarse con su propia muerte.
En ese mismo instante pasó un hombre joven a su lado. Iba enfundado en unas calzas de seda azul, y los bucles de su peluca rubia se mecían al viento. Cuando se cruzaron, hizo una reverencia y los miró un instante con ojos vacíos.
—Es escalofriante… —murmuró Álex.
Sin embargo, al acabo de un rato se acostumbraron a su presencia. Pasaban junto a ellos y les devolvían los saludos con una punzada de lástima, pero el horror de los primeros momentos fue desapareciendo. Se cruzaron con varias damas de mediana edad y con alguna muy joven; con hombres maduros y con algunos ancianos…
Álex cayó en la cuenta de que, entre aquellos espectros, no parecía haber ningún niño, y eso le reconfortó un poco.
Pero la sensación apenas duró unos instantes, porque unos pasos más allá vio venir a su encuentro por un sendero lateral a alguien a quien creía conocer bien.
Era hermosa, tan hermosa como lo había sido en su vida. La extraña peluca blanca y su vestido azul cielo con magas de encaje no hacían más que resaltar su antiguo atractivo.
Era ella… Tan bella como siempre, pero convertida en un despojo; en una cáscara.
—¡Jana! —gritó lanzándose hacia ella.
La mujer se detuvo y clavó su mirada indiferente en el joven desesperado que la zarandeaba.
—Lo siento, te has confundido, chico —dijo con voz grave y melodiosa—. Yo no sé quién es Jana.
—¡Jana eres tú! —Jana, por favor… Jana… ¡No puedes haber olvidado tu propio nombre!
—No lo ha olvidado, Álex —dijo la voz apagada de David a su espalda—. No es Jana.
Álex se volvió desencajado hacia él.
—¿Qué quieres decir? Es ella, ¿no la ves? Pero lo ha olvidado…
—No, Álex —David clavó una mirada llena de dolor en el sonriente fantasma—. No es Jana. Es Alma… Es mi madre.