Capítulo 4

Mientras los miembros Drakul más jóvenes de la expedición se encargaban de devolver a Pórtal y a Kinow a sus casas, Railix se ofreció a acompañar a Álex y a Jana hasta las suyas.

Como por arte de magia, el coche negro que parecía obedecer sus órdenes surgió de entre las brumas del bosque justo en el mismo sitio en el que antes lo habían visto desaparecer, y Railix invitó a los dos jóvenes a subirse en la parte trasera mientras él ocupaba el asiento del copiloto.

El chófer, un Ghul de rostro lobuno y salvaje, condujo en silencio por los caminos embarrados que descendían a través de pinares y campos de labor hasta la carretera principal. La emisora de radio que había sintonizado emitía trasnochadas canciones de amor. Jana miró de reojo a Álex, que se había adormilado apoyado en la ventanilla.

—Lo dejaré a él en su casa y luego te acompañaré a ti —dijo Railix, girándose un momento en el asiento para mirar a Jana—. Tengo algo que decirte.

Álex no despertó en todo el trayecto hasta la zona residencial donde se encontraba la casa de su madre.

Así, desmadejado sobre el cuero de color marfil del asiento, a Jana le pareció de pronto un niño grande.

¿Cómo podía ser capaz de dormirse después de todo lo que habían vivido aquella noche? Jana podía comprender que su cuerpo y su cerebro necesitasen un respiro después de la angustiosa aventura del parque, pero ¿qué clase de control mental hacía falta para ser capaz de desconectarse tan pronto de lo ocurrido?

A veces envidiaba el entrenamiento espiritual al que Álex se había sometido durante el tiempo que pasó con los guardianes. Había aprendido con ellos cosas que Jana, a pesar de su magia, nunca podría lograr.

Y una de ellas era precisamente aquella capacidad para aislarse del resto del mundo y encontrar la calma incluso en las situaciones más difíciles.

Cuando el coche aparcó frente a la casa de Álex, Railix tuvo que zarandear al muchacho para despertarlo. Salió del coche medio sonámbulo, y justo antes de llegar a la verja de su jardín se volvió para dedicarle a Jana una sonrisa de despedida.

Ella se la devolvió, aunque sabía que, a través de las lunas tintadas del vehículo, no podría verla.

El coche arrancó con suavidad y, después de una maniobra sorprendentemente precisa para dar la vuelta, enfiló la avenida principal de la urbanización en dirección a la salida.

Solo al llegar de nuevo a la carretera se decidió Railix a hablar.

—Necesitaba quedarme un momento a solas contigo, Jana —dijo—. Tengo un mensaje para ti. Del rey…

—Ah, ¿sí? Pues yo también tengo un mensaje para él. Dile que exijo verle, y que si no me recibe hoy mismo haré pública cierta información que puede perjudicarle gravemente.

Railix buscó su mirada a través del espejo retrovisor.

—No será necesario que se lo diga —replicó con seriedad—. Él también quiere verte… Me ha pedido que te lleve directamente a palacio desde aquí.

Aquello desconcertó un poco a Jana.

—¿Quiere que me lleves a su palacio? ¿A Polgar?

—Sí, esas fueron sus órdenes. Ah, y por cierto: yo si fuera tú evitaría amenazar a Su Majestad, tanto si está solo como en presencia de sus hombres. Por muy princesa Agmar que seas, no puedes andar diciendo esas cosas por ahí. Erik es el rey de todos los Medu. Parece que no te das cuenta de que puede castigarte, si así lo decide.

—No le tengo miedo —dijo Jana—. De todas formas, todo se aclarará cuando hable con él… ¿Tardaremos mucho en llegar?

—No mucho. Usaremos uno de los accesos especiales del palacio. Se llega directamente a través de un ascensor instalado en un edificio del centro de la ciudad.

—Uno de los rascacielos de Óber, supongo. Creía que los Drakul habíais perdido buena parte de esos edificios, pero veo que no es así…

—Hay muchas cosas que no sabes acerca de nosotros, Jana. Ahora espero que comprendas que debo vendarte los ojos antes de iniciar el descenso.

El Ghul detuvo el coche a la entrada de una gasolinera desierta, y Railix pasó a ocupar el asiento de atrás. Llevaba en la mano una especie de bufanda negra que acababa de sacar de la guantera. Jana no protestó cuando le cubrió los ojos con ella, anudándosela luego por detrás.

La presión de la tela sobre sus párpados llenó la oscuridad de destellos hasta que Jana logró acostumbrarse a ella. Por un lado, casi agradecía aquella negrura en la que Railix acababa de sumergirla a la fuerza. Alguien que lleva los ojos vendados no se siente obligado a darle conversación a su guía, de modo que la muchacha se encerró en un obstinado silencio que solo rompió casi una hora después, cuando, después de un largo recorrido primero en coche y luego a pie, seguido de un interminable descenso en un monta carga Polgar, Railix le desató la venda. Lo que no esperaba Jana era encontrarse en el mismísimo salón del trono del palacio real, y justo delante de Erik, que la observaba pensativo mientras ella trataba de acostumbrar sus pupilas a la intensa luz artificial que inundaba la estancia.

Estaban de pie sobre una vieja alfombra persa que, a pesar de encontrarse bastante raída, debía de tener un gran valor. Muy cerca de ellos, sobre una tarima de madera, se encontraba el trono de oro que Óber solía utilizar en las grandes solemnidades; y alrededor, formando un semicírculo, habían colocado los veintidós asientos de terciopelo rojo destinados a los notables del clan Drakul.

—O sea, que esta es tu nueva vida…

Jana miró a los ojos al muchacho y se detuvo, sin saber cómo continuar. El rostro de Erik era el de siempre, sereno, relajado, tan joven y fresco como antes de que todo aquello empezara. Como cuando se sentaba dos pupitres por delante de ella en su clase de Los Olmos… ¿Era posible que aquel rostro fuese tan solo una máscara?

—Aunque no lo creas, Jana, me alegro mucho de verte.

Ella asintió, sin creerse del todo sus palabras. La voz también era la de Erik, y sin embargo… Erik no la habría saludado de aquella manera, estaba segura.

—Supongo que yo también me alegro, seas quien seas.

Railix se había retirado tras hacer una profunda reverencia, y había salido del salón sin hacer ruido apenas cinco segundos antes. Estaban los dos solos… Tal vez por eso la reacción del rey no fue de indignación, ni siquiera de sorpresa.

—Justamente de eso es de lo que quería hablarte —dijo, invitando a Jana a seguirle hasta el semicírculo de sillones rojos y a sentarse en uno de ellos, mientras él ocupaba el de al lado—. ¿Te lo ha dicho Álex?

Jana tardó un momento en contestar.

—No —admitió de mala gana—. No; él no me ha dicho nada.

El rey alzó levemente las cejas.

—¿Lo has descubierto tú sola? Vaya, eso sí que me sorprende. Tus poderes no han debido de debilitarse tanto como los del resto de los Medu, si has sido capaz de averiguar quién soy.

—En realidad, no sé quién eres —confesó Jana—. Aunque creo que sí sé tu nombre… Te llamas Edgar.

Le pareció que el rey palidecía al oírla.

—Edgar —repitió él, pronunciando cada sílaba con lenta deliberación—. Hace tanto tiempo que nadie me llama así, que había llegado a olvidar cómo sonaba…

—Entonces, ¿es cierto?

El joven rey asintió.

—Es cierto —dijo—, aunque me imagino que ese nombre no significará nada para ti.

Sus ojos permanecían fijos en el trono dorado. No tenía prisa por explicarse, estaba claro… Y también era evidente que aquella conversación le resultaba muy penosa.

—En realidad, no significa mucho para nadie —comentó con melancolía—. El único que solía pronunciarlo con cierto cariño está muerto desde hace mucho tiempo. Y no volverá, Jana. Durante un tiempo pensé que sí, que volvería… pero no quiere regresar.

—Te refieres… te refieres a Erik.

—Sí —Edgar clavó en los ojos de Jana sus iris limpios y azules—. Erik era mi hermano.

Jana no reaccionó lo bastante deprisa como para ocultar la sorpresa que le producían aquellas palabras.

—¿Un hermano? —preguntó—. Nunca había oído que Erik tuviese ningún hermano…

—Medio hermano, en realidad —precisó Edgar—. Mi padre era Óber, y mi madre, una noble Írida. De pequeño no me querían en ninguno de los dos clanes. Óber se encargó de que recibiese una buena educación, pero nunca venía a verme. No fue un buen padre para mí… A veces llegué a pensar que me odiaba.

Jana se estremeció. Aún le parecía estar oyendo la voz inhumana y sarcástica de Óber en su interior al hablar de su segundo hijo. Parecía furioso con él por haber usurpado el lugar de Erik, cuando, visto desde su perspectiva, tenía motivos para alegrarse. Al fin y al cabo, Edgar era un miembro del linaje real Drakul… ¿Por qué Óber lo despreciaba tanto?

—Tuvo que ser muy duro para ti —murmuró, pensativa—. ¿Dónde has estado todos estos años, Edgar?

Erik nunca te mencionaba. ¿Vivías escondido?

—Más o menos. Vivía apartado. Cuando cumplí ocho años Óber ordenó que me separaran de mi madre y me educasen en una comunidad de sacerdotes Drakul. Pero ellos tampoco me querían… En cuanto me enteré de la muerte de mi padre, me las arreglé para escapar.

—¿Erik lo sabía?

Edgar meneó la cabeza con tristeza.

—No llegó a enterarse —explicó—. El viaje desde el monasterio fue muy largo. Estábamos en un sitio muy aislado, en los bosques del norte… Cuando conseguí llegar aquí, todo había terminado. Erik había muerto. Ya no era más que historia… Hice todo lo posible para que regresara, pero él prefiere quedarse donde está, en el reino de los muertos. Si es que está allí… Nunca he logrado comunicarme con él, aunque llevo meses intentándolo.

Jana sondeó la expresión del muchacho. El parecido con Erik era asombroso. Resultaba difícil creer que aquello fuese tan solo una máscara Írida.

—¿Me habrías contado todo esto si yo no hubiese descubierto que eras un impostor? —preguntó—. ¿Era para contármelo para lo que querías verme?

—Sí. Después de lo que me dijo Álex, no me quedaba otra opción. Lo he estado pensando mucho, Jana, y creo que tú y yo debemos estar unidos. Tenemos que hacerles frente… Sin tu ayuda, no tengo ninguna oportunidad de conseguirlo, pero si te pones de mi lado todo es posible.

—No entiendo de qué hablas. ¿Unidos frente a quién? Espero que no te refieras a Álex. Él también ha descubierto quién eres, ¿verdad? Pero no me lo dijo…

—En realidad, no sabe quién soy, pero sí sabe quién no soy.

—¿Cómo ha podido averiguarlo? Este verano, sus poderes se han debilitado mucho. Lo sé, yo misma lo he visto. No entiendo cómo…

—No lo averiguó por sus propios medios, Jana. Se lo dijo él… Se lo dijo Erik.

Jana tardó unos instantes en procesar aquella información.

—No puede ser, Edgar. ¿Cuándo? Erik está…

—Está muerto, sí. Pero, no sé cómo, se las ha arreglado para ponerse en contacto con Álex. ¿Te das cuenta, Jana? No te ha elegido a ti, ni a mí, que soy su hermano. Aunque sabe lo que estoy haciendo. No. Ha elegido a Álex…

—Quizá no haya sido una elección. A lo mejor, por lo que sea, no ha podido comunicarse con nadie más que con él…

—Para el caso, da igual. Lo cierto es que Erik le ha hablado a Álex desde el otro lado de la muerte. Y le ha pedido que haga algo… Algo que yo no quiero que haga.

Se hizo un breve silencio entre los dos. Jana intentaba pensar con rapidez, encajar todas las piezas de aquel puzle que a cada instante se volvía más complicado.

—Creía que me habías dicho que tú querías que Erik regresara. Y que le tenías cariño…

—Él fue el único de la familia que me aceptó. Me ofreció el apoyo que Óber debería haberme dado. Nunca le olvidaré, Jana. Él fue la persona más importante de mi vida. Pero ahora está muerto, ¿entiendes? Ya no es él mismo. No puede ver las cosas como las vemos los vivos… ni querer las mismas cosas que nosotros queremos.

Jana sintió un escalofrío al recordar su reciente encuentro con Óber. Aunque Erik no se hubiese unido a la monstruosa horda de los Olvidados, era probable que Edgar tuviese razón. La muerte le habría cambiado. Óber lo había dicho: la muerte siempre lo cambia todo.

—¿Qué es lo que Erik quiere que tú deseas impedir? Dices que se lo dijo a Álex…

—Sí. Le pidió que le ayudase a cerrar para siempre la Puerta de Plata. Es un lugar de paso entre la vida y la muerte, y se llega hasta él por una senda secreta de los Drakul. Esta noche has recorrido los primeros tramos de esa senda, en Magic Land…

—Lo sé. Railix nos dijo al principio que quería que le ayudásemos a llegar hasta el final y controlar las puertas, pero luego tus órdenes cambiaron.

Edgar asintió.

—Lo hice para que Álex creyera que estaba dispuesto a seguir su consejo. Necesitaba ganar tiempo, Jana. Tiempo para pensar sobre cuál es mi deber… Pero ya lo he pensado, y he llegado a una conclusión. Erik me ha pedido, a través de Álex, que le ayude a cerrar para siempre la Puerta de Plata, dejando la magia atrapada del lado de la muerte. ¿Sabes lo que significaría eso? El final definitivo de nuestro poder. El final de los Medu… Eso no es lo que yo quiero para mi pueblo.

—No lo comprendo —dijo Jana lentamente—. ¿Erik quiere hacer desaparecer la magia del mundo de los vivos? Pero eso no tiene ningún sentido… ¡Murió justamente por defender todo lo contrario!

—Ha cambiado, te lo dije. Podría haber regresado cuando Álex y tú leísteis el Libro de la Creación. Podría haber cumplido la profecía, pero no quiso… Y ahora quiere destruir definitivamente a los Medu.

—Quizá lo que quiera en realidad sea liberarnos. La magia es una carga muy pesada, Edgar. Cuando la tienes, a veces desearías librarte de ella. Tú debes de saberlo…

—Esa no es la cuestión. La cuestión no es lo que uno quiere, sino lo que uno debe hacer. Soy él último descendiente vivo del linaje real de los Drakul. Mi deber es proteger a los Medu y evitar que les roben lo que por derecho les pertenece. Durante siglos, hemos sido los depositarios de la magia de los símbolos. Luego, por culpa de tu amigo Álex, tuvimos que compartirla con los humanos. Y ahora, después de que leyeseis el Libro de la Creación, tenemos que proteger nuestro legado frente a la amenaza de los espectros que intentan robárnoslo. La solución no es devolverlos al lugar de donde vienen y cerrar la puerta, como pretende Erik. Lo he pensado mucho y estoy seguro. Hay una alternativa mucho mejor…

—¿Cuál?

—Controlar la Puerta de Plata. Eso significaría tener el control de los espíritus que la utilizan para entrar y salir, y por lo tanto de su poder. Nos volveríamos prácticamente invencibles.

—Invencibles…

—Piénsalo, Jana. Sería el comienzo de una nueva era de esplendor para los Medu. Esta vez haremos las cosas bien. No quiero ese poder para hacer con él lo que hizo mi padre. Quiero que todo empiece de nuevo. Seremos generosos con los humanos. Haremos grandes cosas, y todo el mundo saldrá beneficiado. ¿Por qué vamos a renunciar al poder de hacer grandes cosas? No somos niños, Jana. Tenemos la suficiente inteligencia y el suficiente valor para manejar todo esto.

Jana sonrió, admirada por la emoción y la energía que Edgar había sabido imprimir a su pequeño discurso.

—Desde luego, nadie puede negar que tienes madera de líder —dijo—. En eso te pareces a Erik…

—Me parezco a él en muchas otras cosas.

Justo al terminar de pronunciar aquellas palabras, el rostro del rey empezó a cambiar. Fue un cambio sutil, pero Jana lo notó de inmediato. Las facciones seguían siendo muy parecidas a las de Erik, pero ya no eran las mismas. Ni tampoco sus ojos. Recordaban, más bien, el aspecto que solía tener Erik dos o tres años antes de su muerte, aunque la similitud no era perfecta.

—Este es mi verdadero rostro —dijo Edgar, sonriendo con tristeza—. He llegado a sentirme más cómodo con mis máscaras que con él. Me parezco a Erik, ¿verdad? Cada día que pasa me parezco más a él.

Jana se dio cuenta en ese momento de que no era la primera vez que veía aquel rostro. Lo había visto anteriormente en una ocasión. Fue un instante, apenas un fogonazo. Estaban en Venecia, en el viejo museo del ghetto, y acababa de enfrentarse por primera vez al Nosferatu.

—Yadia —murmuró, incrédula—. Yadia, eres tú…

El rostro de Edgar se transformó como por arte de magia en el del joven mercenario que tantos quebraderos de cabeza les había provocado a Álex y a ella durante su búsqueda del Libro de la Creación. Pero la transformación no duró mucho tiempo. Era como si Edgar ya no se sintiese cómodo en la piel de su antiguo personaje. Rápidamente recuperó su aspecto real, el de un muchacho de unos catorce o quince años, una versión joven y sombría de Erik.

—¿Por qué no me lo dijiste? —murmuró Jana.

De pronto se sentía extrañamente irritada con el chico, aunque ni ella misma comprendía por qué.

—Quería decírtelo, pero no sabía cómo —dijo Edgar, enrojeciendo—. Me daba vergüenza, después de todo lo que pasó en Venecia.

—Sí —dijo ella, mirándole con expresión acusadora—. Te hiciste pasar por Álex…

El rubor de las mejillas de Edgar se volvió aún más intenso.

—Formaba parte del plan —se justificó sin demasiada convicción—. Lo hice todo por Erik, Jana. Vosotros entonces no podíais comprenderme, porque no sabíais quién era. Pero lo único que yo quería, lo que me movió a hacer todo lo que hice, fue el deseo de que Erik regresase.

—Y ahora, sin embargo, quieres enfrentarte a él.

—No quiero un enfrentamiento. Pero tampoco estoy dispuesto a hacer lo que me pide. Quiero el control de la Puerta de Plata, Jana. Es lo que el propio Erik querría si siguiera siendo el mismo de antes. Si siguiera vivo…

—No sé si es lo mejor, Edgar. De verdad, no lo sé. Todos hemos sufrido mucho desde que la magia se dispersó por el mundo. Álex creyó que le haría la vida más fácil a la gente, pero ha sucedido todo lo contrario.

—Porque los humanos no saben utilizarla. Usan la magia para jugar, para impresionar a sus amigos. La magia es nuestra, Jana, de los Medu. Nunca debimos perderla. Y ahora tenemos la oportunidad de recuperarla. Ayúdame a conseguir el control de esa puerta.

Jana le miró a los ojos, pensativa.

—¿Y si nos equivocamos? —preguntó.

—Si nos equivocamos siempre habrá tiempo de rectificar. Cerraremos la Puerta de Plata, tal y como quiere Erik. Pero no nos estamos equivocando, Jana. Es lo correcto. Por una vez, no le falles a tu pueblo. Ya le has fallado demasiadas veces… y siempre por culpa de Álex.

—Quizá no sea tan mala idea —murmuró Jana—. Al menos, podríamos mantenerlas abiertas durante un tiempo, hasta que recuperemos la magia suficiente para seguir adelante. Suponiendo, claro, que consigamos hacerlo…

—Lo conseguiremos —aseguró Edgar con una sonrisa llena de confianza.

Jana arqueó las cejas.

—¿Cómo puedes estar tan seguro?

—Conocemos el camino hasta la puerta, y te tengo a ti. En este momento eres la más poderosa de los Medu, Jana. Si tú no lo consigues, no podrá hacerlo nadie.

—¿Y crees que con eso bastará? Tengo poderes, es cierto, pero la mayor parte de las veces no sé cómo utilizarlos. No conozco los saberes antiguos; mi madre no me enseñó casi nada sobre las viejas fórmulas y conjuros de su clan. Por no hablar del resto de los clanes…

—Ya he pensado en eso —dijo Edgar muy seguro de sí mismo—. Y he estado consultando los libros de la biblioteca de Óber. Se dice que hay un conjuro para controlar a las criaturas que atraviesan la Puerta de Plata, pero no he dado con él. Sin embargo, sé de alguien que lo conoce. Aunque a mí jamás me lo revelaría…

—¿De quién estás hablando?

—Del viejo Pértinax. Los Agmar nunca llegaron a conocer las rutas mágicas que conducen hasta esa puerta, pero heredaron una fórmula de los Kuriles que, según algunos eruditos, podría ser el conjuro capaz de abrirla. Si alguien conoce esa fórmula tiene que ser Pértinax, ¿no estás de acuerdo?

Jana meneó la cabeza, escéptica.

—Si crees que Pértinax va a estar dispuesto a colaborar, te equivocas. Todavía está encerrado en una vieja prisión, y nunca nos perdonará lo que le hicimos. A mí me odia; me culpa de lo que les ocurrió a sus hijas.

—Estoy seguro de que su amor por ellas será más fuerte que su odio hacia ti. Quiero que hables con él. A ti, al menos, te escuchará. Dile que, si colabora, podrás devolverle a esos engendros a los que tanto quiere. Piénsalo, Jana. El control de las puertas podría ayudarnos a localizarlas. A mí no me importa que vuelvan con su padre… ¿Y a ti?

Jana se encogió de hombros.

—No me siento orgullosa de lo que les hice —dijo—. Y Pértinax ya ha pagado sus culpas. Además, es mucho lo que sabe. Si de verdad vamos a intentar reconstruir el poder de los Medu, le necesitaremos.

Edgar se puso en pie y la miró desde arriba. Sus ojos centelleaban de entusiasmo.

—Entonces, ¿eso significa que me ayudarás? —preguntó con un leve temblor en la voz.

Jana asintió con la cabeza. Intentó sonreír, pero no pudo.

—Solo mantendremos esa puerta abierta por un tiempo, Edgar. Luego la cerraremos. Ese es el trato que te ofrezco… Si lo aceptas, te ayudaré.