Capítulo 3

Pero Álex no podía quedarse esperando hasta que Dora encontrase la información que necesitaban. Tenía que hacer algo, lo que fuese. Tenía que hablar con alguien que tuviese respuestas, alguien que supiese más que él sobre los muros que separaban la vida de la muerte y sobre las posibilidades que una persona corriente tenía de atravesarlos… y de regresar otra vez al mundo de los vivos.

Desde el principio había pensado en llamar a Nieve, aunque no estaba seguro de que ella tuviese las respuestas que buscaba. Los guardianes habían sido inmortales durante demasiado tiempo… Tal vez comprendiesen la muerte peor incluso que los hombres. Pero eran poderosos, y tenían un dominio de sus capacidades mentales que les permitía ver más allá que las personas corrientes.

Hacía tiempo que no se comunicaba con ellos, y ni siquiera sabía dónde estaban. Después de lo ocurrido en Venecia, no habían vuelto a ponerse en contacto. Pero Álex tenía sus teléfonos, y estaba seguro de que Nieve respondería a su llamada. Así que llamó.

Le pareció que transcurría una eternidad mientras el tono de comunicación se repetía insistentemente en su oído. No parecía haber nadie al otro lado. Pero, como no saltaba ningún contestador y la señal continuaba repitiéndose, Álex esperó. Hasta que alguien descolgó el aparato.

—Álex —la voz soñolienta de Nieve sonaba muy lejana—. Me alegro de oírte…

—Yo también, Nieve. ¿Estáis todos bien?

—¿Bien? Sí, puede decirse que sí. Estoy con Corvino. Heru se fue. Hace meses que no lo vemos… ¿Y vosotros? ¿Y Jana?

Álex tragó saliva para deshacer el nudo de su garganta.

—Justamente de ella quería hablarte. Ha ocurrido algo horrible, Nieve. Jana se fue con unos Drakul hasta la frontera con el reino de los muertos; un lugar llamado la Puerta de Plata… ¿Lo conoces?

Nieve tardó unos segundos en contestar.

—Sí —respondió en tono apagado—. He oído hablar de ella.

—Estaba abierta, y algo arrastró a Jana al otro lado. Los que estaban con ella dicen que era una sombra…

—¿Tú no estabas allí?

Esta vez fue Álex el que tardó bastante rato en elegir su respuesta.

—Jana no me contó lo que iba a hacer. No estaba con ella… No pude ayudarla.

—Lo siento mucho, Álex —en la voz de Nieve había auténtica compasión—. Es terrible; no sé qué decir…

—No te llamo para que me digas que lo sientes —repicó Álex con cierta aspereza—. Lo que quiero es que me ayudes. Tengo que sacarla de allí, Nieve. Tú… Vosotros debéis de saber lo que hay que hacer para rescatar a una persona del reino de los muertos.

De nuevo silencio. Álex podía oír, al otro lado, la respiración rítmica y suave de Nieve.

—Has dicho que atravesó la puerta —murmuró finalmente la antigua guardiana—. Eso significa que no puede volver. Lo siento, Álex, lo siento de verdad. La has perdido… Sé que es muy duro, pero tarde o temprano tendrás que hacerte de la idea.

—Veo que no me has entendido —replicó el muchacho, hablando con creciente agitación—. No voy a quedarme de brazos cruzados mientras ella está allí. O la traigo de vuelta, o me voy con ella, ¿entiendes?

—No digas locuras —en la voz de Nieve había una nota de alarma—. Hay mucha gente que sufriría si dieras ese paso. Tu madre, tu hermana… Te necesitan aquí, con ellas.

—Jana también me necesita…

—No. En eso te equivocas. Ya no puedes hacer nada por ella. Además, Jana no habría querido eso. No habría querido que tú sacrificases tu vida de una manera tan absurda.

—No hables de ella en tiempo pasado —exigió Álex, al borde de las lágrimas—. Tengo que recuperarla. Se ha hecho otras veces. Tú debes de saberlo…

—Dime cuándo, Álex. Dime dónde.

Álex se quedó un momento pensando.

—Hades y Perséfone —murmuró sin mucha convicción—. Orfeo y Eurídice.

—Esas son viejas leyendas, nada más. Tú no eres un dios, ni un héroe capaz de ablandar al rey de los muertos con tu música las cosas no funcionan así.

—¿Cómo funcionan, entonces? Eso es lo que quiero que me digas.

Nieve suspiró profundamente.

—Álex, lo siento. No puedo ayudarte, no sé nada que pueda ayudarte.

—¿En serio? Muy bien, entonces convénceme de ello. Cuéntame todo lo que sabes sobre el reino de los muertos, todo lo que te hace pensar que es imposible salvar a Jana. Si logras convencerme de que no vale la pena intentarlo, no lo haré.

—Pero, Álex, ahora mismo no sé cómo… Tendría que preguntarle a Corvino, reunir información. Y solo servirá para deprimirte aún más, te lo advierto…

—Me da igual. Díselo a Corvino. Reunid información, consultad vuestros viejos libros… ¿Cuándo puedo ir a verlos?

Una nueva pausa, esta vez más larga aún que las anteriores.

—No es buena ida, Álex —la voz de Nieve sonaba apagada, exhausta—. Corvino y yo hemos decidido apartarnos del mundo. Vivir todo aquello que deberíamos haber vivido antes, mucho antes. Cuando todo era nuevo para nosotros…

—Me alegro por vosotros, Nieve, de verdad. Pero no os molestaré mucho tiempo; solo quiero que me contéis todo lo que sabéis sobre el tema, todo lo que penséis que puede ayudarme.

—Nada puede ayudarte, por desgracia; ya te lo he dicho…

—Por favor.

Álex esperó pacientemente a la voz de Nieve volviese asonar al otro lado del aparato.

—Está bien. Iremos a buscarte —dijo ella finalmente—. ¿Estás en tu casa?

—Sí, pero no hace falta que vengáis. Puedo ir yo adonde sea. Cogeré un avión…

—No, Álex. No llega ningún avión adonde estamos nosotros.

Álex supo inmediatamente a qué se refería.

—El palacio —murmuró—. ¿Habéis vuelto allí?

—En realidad, es nuestro hogar; el único hogar verdadero que hemos tenido en todos estos años.

Aunque ha cambiado un poco, Álex. Ya no tenemos fuerzas para mantenerlo como era…

—Será bonito volver allí. ¿Qué tengo hacer?

—Nada. Solo intentar relajarte. Aplica las técnicas que aprendiste con nosotros para olvidarte por unas horas de todo el asunto de Jana. Quiero que esta noche duermas como un niño… Mañana te despertarás en tu antigua habitación, frente a esa pared de cristal que da a las montañas y que tanto solía gustarte.

—Las montañas… ¿Siguen tan nevadas como siempre?

—Sí. Ellas no han cambiado… Aunque todo se haya ido desmoronando a su alrededor.

Abrió los ojos y vio la nieve, el cielo cristalino como un diamante, las cumbres plateadas reflejando la luz del sol. Nieve había cumplido su promesa: estaba en el viejo Palacio de los Guardianes.

Durante unos meses, aquel también había sido su hogar. Recordó con tristeza las lecciones de Argo, las horas que había pasado junto a él intentando dominar el arte de las visiones. Argo que parecía el más humilde, el más espiritual de todos ellos. Que luego había intentado destruirle, y que le había tendido la más insidiosa de las trampas atrapándolo en el cuerpo monstruoso del Nosferatu, convirtiéndolo en una máscara de sí mismo…

Resultaba difícil creer que el Argo que había conocido entre aquellas paredes fuese el mismo que le había hecho todo aquello.

Miro a su alrededor, y lo que vio no hizo sino aumentar su nostalgia. Estaba en su vieja habitación, pero muchas cosas habían cambiado. Los vidrios esmaltados que redecoraban las paredes habían perdido la brillantes de sus colores, y un par de ellos estaban rotos. El pan de oro que recubría el artesonado del techo se había desprendido en algunos lugares, y el delicado biombo de tela que había junto a la cama exhibía un desgarrón en el panel central.

Antes, las cosas no solían ser así…

Se levantó de la cama y encontró las suaves zapatillas de piel que usaba siempre durante su anterior estancia en el palacio. Después de calzarse, atravesó la habitación y salió al largo pasillo que bordeaba el jardín.

Pero el jardín también había cambiado. A través de la pared de vidrio, Álex podía ver los frutales de hojas rojas y doradas agitados por el viento. Las dos fuentes estaban secas, y el lugar producía una impresión de abandono muy diferente de la que había experimentado el muchacho durante su primera visita al palacio.

La gran estancia al final del corredor era la que solían utilizar los guardianes para reunirse cada tarde después de las sesiones de entrenamiento. Empujó la puerta, y lo primero que captó su atención fue el alegre fuego que ardía en la chimenea. Allí se percibían menos transformaciones que en el resto del edificio. Las persianas esmaltadas de rojo contrastaban con el blanco y dorado de los muebles, y por todas partes seguía habiendo árboles en miniatura, bonsáis perfectamente podados y cuidados en macetas de antigua porcelana china.

Junto al fuego, leyendo un libro, estaba Nieve. Sonrió incluso antes de alzar la cabeza hacia el recién llegado.

—Álex —dijo, haciéndole una seña para que se acercaras—. Tenía ganas de verte…

Álex caminó hacia ella, acobardado. Los cambios que había observado en el palacio no eran nada comparados con la transformación que había sufrido su amiga.

Su rostro seguía siendo tan bello como siempre, pero ya no parecía joven. Tampoco viejo… Le faltaba frescura, y empezaban a insinuarse algunas arrugas superficiales alrededor de los párpados.

También le habían salido canas. Sus cabellos rubios, en otro tiempo deslumbrantes, se mezclaban ahora con largos bucles blancos.

Sus ojos azules, sin embargo, conservaban la misma vivacidad de siempre.

—Nieve —Álex no fue capaz de disimular lo impresionado que se sentía—. Lo siento, no tenía ni idea…

—¿De qué? Ah —dijo Nieve, cayendo en la cuenta y acariciándose el pelo con una sonrisa—. Intenté explicártelo ayer, cuando hablamos. Te dije que nos habíamos retirado para vivir las cosas que no habíamos vivido…

—¡No sabía que te referías a la vejez! Perdona, no es que parezcas vieja. Pero has cambiado…

—Son cambios que teníamos que experimentar. Hemos vivido muchos años, Álex. Demasiados años. Y esto era algo que teníamos pendiente.

—No sé por qué, me había imaginado otra cosa.

Corvino entró en ese momento en la habitación. Venía de los invernaderos, y traía en la mano una cesta de naranjas.

—¿Qué te habías imaginado? —dijo, sonriendo.

Dejó la cesta en el suelo y fue hacia donde estaban Álex y Nieves, junto a la chimenea. Antes de abrazar a Álex, se inclinó sobre Nieve y le dio un largo y suave beso en la boca.

—Esto —contestó Álex, después de darle una palmada en el hombro a Corvino—. Esto precisamente es lo que me había imaginado. Que vosotros dos…

—Sí —Nieve suspiró—. ¡Qué estúpidos hemos sido!

—Yo no lo veo así —dijo Álex sonriendo—. Habéis alargado un poco más de lo habitual la fase del cortejo, eso es todo.

—Varios cientos de años —admitió Corvino—. Y justo ahora, cuando por fin reunimos el valor de decirnos todo lo que habíamos callado durante tanto tiempo, míranos… ¿A que es ridículo?

Álex se echó a reír. Por supuesto que no era ridículo, y a sus amigos tampoco les parecía. El rostro de Corvino, suavizado por una incipiente flaccidez que antes habría resultado impensable en él, resultaba incluso más atractivo que antes, y el pelo gris de sus sienes le daba un aspecto respetable, elegante.

—Estáis muy guapos, aunque… diferente. Dios mío, deberíais habérmelo dicho… ¿Cómo ha ocurrido?

—Queríamos que ocurriera —respondió Nieve—. Es emocionante volver a sentirse vulnerable. Sentir dolor, saber que eres mortal… Y que estás enamorada de alguien que también lo es.

Sus ojos se enlazaron con los de Corvino, que le sonrió con una ternura de la que Álex no le habría creído capaz.

—Me alegro por vosotros —dijo con voz apagada.

Era cierto que se alegraba, pero al mismo tiempo verlos juntos le traía a la memoria los primeros días de su relación con Jana, la emoción que se apoderaba de él cada vez que escuchaba su voz por teléfono, que la veía aparecer en la puerta de la clase…

Nunca podría compartir esos recuerdos con ella. Sentarse con ella al fuego, contemplar sus canas disimuladamente mientras intercambiaban una sonrisa, como hacían ahora Nieve y Corvino.

La había perdido para siempre.

—Lo siento, Álex. Somos unos insensibles —dijo Nieve, comprendiendo el motivo de su repentina tristeza—. Has venido aquí para que te ayudemos y nosotros…

—No pasa nada, Nieve. La verdad es que me alegro de verlos así. Es un consuelo, pero, a la vez, no sé cómo explicártelo… Hace que me duela más estar sin ella.

Corvino se sentó en un sillón de terciopelo rojo junto a Nieve, e invitó a Álex a ocupar una butaca de cuero que había al otro lado de la mesilla donde Nieve había dejado el libro que estaba leyendo.

—He estado repasando algunos documentos antiguos de la biblioteca —dijo el guardián—. Algunos son antiquísimos, de la época de Arawn. Hay algunas leyendas que aluden a enamorados que han ido a buscar a su amada al otro mundo y han logrado salvarla, pero podrían ser relatos simbólicos. No creo que te sirvan de mucho…

—Al menos, me dan esperanza —dijo Álex contemplando el fuego con fijeza.

Nieve y Corvino se miraron.

—Hemos estado estudiando cada historia, intentando cotejar unas con otras, ver lo que tenían en común —apuntó Nieve—. En casi todas ellas, el enamorado pierde a su amada antes de llegar a salir de nuevo al mundo de los vivos, por culpa de alguna falla que ella comete. Pero en algunos llegan a salir…

—De todos modos, Álex, yo no me fiaría mucho de esas leyendas. Sin embargo, hemos encontrado otra cosa interesante. Es un viejo documento Medu, anterior a la época de los siete clanes actuales.

Pertenecía a la tribu de los Yavv, antepasados, según se cree, de los Varulf.

—En ese documento se narra el testimonio de un Ghul que, según el texto, logró regresar de la muerte y les contó a sus amos lo que había visto —explicó Nieve—. El Ghul dijo que él había podido escapar porque la muerte no le había cambiado. Los humanos, en cambio, cambian al morir. Sus espíritus se transforman en sombras sin voluntad y sin capacidad de distinguir el presente del pasado y del futuro.

—Pero entonces, sí es posible volver —murmuró Álex con una luz de esperanza en los ojos—. El Ghul volvió…

—Porque no era plenamente humano, Álex —le recordó Corvino—. La conclusión que uno saca del viejo relato de los Yavv es que ellos creían que el único obstáculo para salir del mundo de los muertos y regresar al de los vivos no era material… Era una especie de barrera interior que tenemos los hombres y que nos impide volver a ser lo que fuimos una vez que hemos muerto.

—Pero si el obstáculo es algo que está dentro de nosotros, eso es bueno, ¿no? Significa que lo podríamos vencer…

Nieve meneó tristemente la cabeza.

—Es una limitación de nuestra naturaleza, Álex. No es algo que se puede arreglar con unas cuantas sesiones de meditación. Si perdemos la voluntad, si dejamos de distinguir el presente del pasado, no podemos regresar a la vida. Es imposible.

—A no ser… a no ser que alguien venga desde fuera para salvarte, como en esas antiguas leyendas.

—No lo entiendes —insistió Corvino con mal disimulada impaciencia—. A todos los seres humanos les pasa lo mismo cuando mueren: que dejan de ser quienes fueron, que pierden la voluntad. Olvidan…

—Si atraviesas la frontera del reino de los muertos por tu propia voluntad, te ocurrirá lo mismo que a todos —le advirtió Nieve—. No podrás ayudarla, porque te convertirás en lo mismo que es ella ahora: en una sombra de ti mismo… Y olvidarás para qué fuiste allí, y lo que querías conseguir.

Álex se levantó de la butaca.

—Me habéis ayudado mucho más de lo que esperaba —dijo, sonriendo—. Ahora, a lo mejor puedo protegerme de él.

Nieve y Corvino también se levantaron de sus respectivos asientos.

—Te estás engañando, amigo —dijo Corvino en tono amargo—. No es algo que dependa de tu voluntad. Estás sacando conclusiones completamente equivocadas.

—¡No vayas, Álex, por favor! —Nieve, con los ojos húmedos, le abrazó, y durante un buen rato mantuvo el rostro apoyado contra su hombro, dejando que las lágrimas fluyeran por sus mejillas.

Álex le acarició los rubios cabellos sembrados de canas.

—Si en lugar de Jana fuese Corvino, ¿irías? —preguntó suavemente.

Ella se sacudió el cabello hacia atrás, miró a Corvino y luego volvió a sondear los ojos de Álex.

—Mi caso es diferente. Si algo saliera mal, no importaría tanto. Yo ya he vivido todo lo que tenía que vivir. Cientos y cientos de años, Álex…

—No es tan distinto. Sin Jana, no me importa mucho lo que me ocurra en el futuro. Eso es lo que decís que les ocurre a los muertos, ¿no? Que el futuro no les importa… Pues, sin ella, yo sería una especie de muerto en vida, así que no hay mucha diferencia si al final termino convirtiéndome en un muerto rodeado de muerte.

Levantó la mirada y sus ojos se encontraron con los de Corvino, sombríos y angustiados.

—No os preocupéis —dijo alegremente—. No será eso lo que ocurrirá.

—¿De verdad lo crees?

—No tengo miedo, ¿sabéis? —dijo—. Y alguien que no tiene miedo es capaz de casi todo… Incluso de mirarle a la cara a la muerte. Además, no pierdo nada con intentarlo… Creedme, el único riesgo que corro es el de ganar.