Capítulo 3

En el mismo momento en que puso los pies en la cubierta del barco, Jana oyó un ruido inarticulado a sus espaldas. Envuelta en la red invisible de Óber y los suyos, ni siquiera había pensado en Álex hasta ese instante. Se volvió a mirar, y lo vio chapoteando allá abajo, en el metro y medio de agua de aquel océano artificial que rodeaba al galeón pirata. El puente de cuerda se había roto… Ellos lo habían hecho.

Y eso significaba que estaba sola con ellos, con aquellas criaturas informes entre las cuales había reconocido, sin verlo, al padre de Erik. Los llamaban los Olvidados, y formaban una cadena de espíritus atormentados que se remontaba hasta un tiempo anterior a la aparición de los Medu. Ya se había enfrentado a ellos una vez, mientras velaba a un Erik moribundo en las inacabables noches de la Fortaleza. Y ahora volvían… Pero un nuevo rostro se había unido a ellos: el rostro de Óber, el jefe Drakul que dio su vida para salvar la de su hijo.

Era Óber, sí. Pero, al mismo tiempo, era otra cosa, algo inhumano y maligno que solo albergaba un vago parecido con lo que había sido en los tiempos de su existencia sobre la tierra. El Óber que había intentado destruirla, que había ordenado la muerte de su madre, parecía inofensivo como un niño al lado de aquel monstruoso espíritu en el que se había convertido. Si el Óber de carne y hueso habría sido capaz de cualquier cosa con tal de vencerla, este ni siquiera la veía como una rival. No; la veía como una presa…

Jana avanzó dando traspiés por la cubierta del barco, que de pronto se bamboleaba como si realmente estuviesen en alta mar, a bordo de un galeón de verdad. El viento se enredó furiosamente en las lonas recogidas sobre los mástiles, hasta que una de ellas se desprendió y barrió la cubierta como un fulgurante latigazo. Jana escapó del golpe por los pelos, aferrándose a una de las barandillas doradas de estribor. No entendía lo que estaba viendo más allá de aquellas barandillas. Parecía un mar encrespado y furioso, negro hasta el horizonte; un horizonte que subía y bajaba al ritmo de las olas que zarandeaban el barco…

No podía estar navegando de verdad. Aquel era un barco de juguete, una atracción para los niños que disfrutaban soñando con la vida aventurera de los piratas bajo la atenta vigilancia de sus padres en un parque temático. Y sin embargo, Jana se dio cuenta de que estaba viviendo en una realidad desdoblada, y de que en una de sus dos mitades el barco se hallaba realmente en alta mar, a merced de las olas violentas e impredecibles.

¿Quién tripulaba el barco en aquella parte de la realidad? Tenían que ser ellos, los responsables del desdoblamiento. Seguían rodeándola, rozándola con su podredumbre invisible, esperando el momento de lanzarse sobre ella. Intentarían hacerle lo mismo que le habían hecho a Kinow; quizá también a Pórtal… No atacarían su cuerpo, porque no podían hacerlo. Pero existen muchas maneras de matar, y no todas implican atacar al cuerpo. Basta con romper los vínculos que lo unen a la mente. Es otra forma de morir que no deja ningún cadáver detrás, al menos de forma inmediata. Porque la muerte del cuerpo, una vez que ha perdido los lazos con el espíritu que lo animaba, no suele tardar en llegar. Es cuestión de tiempo…

Solo cuestión de tiempo.

—Óber —murmuró Jana—. Este no es el camino. Matarme a mí no te devolverá la vida.

—La vida no —oyó que le respondían sus propios pensamientos, aunque sabía que, en ese momento, ya no eran suyos, sino del viejo jefe Drakul—. Pero sí me devolverá el poder. Deja de oponerte, Jana. No ofrezcas resistencia. Solo conseguirás empeorar las cosas.

Un coro de voces idénticas a la de Óber, algunas levemente distorsionadas, empezó a canturrear antes de que la primera voz se extinguiera.

—Ven con nosotros. No volverás a estar sola. Es bueno sentir que ya no está uno solo. Sentir que formas parte…

—¡Basta! —Jana se tapó los oídos—. Dejadme en paz; no quiero escucharlos. No pienso rendirme…

—Lo harás —la voz de Óber sonaba ahora más rápida y aguda, como si se filtrase a través de una atmósfera de helio—. Es el chico o tú. Les devolveremos a Pórtal. Es lo que habéis venido a buscar, ¿no? Ellos tendrán lo que quieren, y nosotros también. Nos interesas mucho más que Pórtal.

—Dejaré de interesarles cuando me una a vosotros. Óber…

—El chico o tú —la interrumpió el Drakul hablándole desde el interior de su propio pensamiento—. No hay tiempo… Elige.

—Pórtal —repuso Jana sin pensar—. ¿Está bien? ¿Cómo vais a devolvérselo?

—Como hicimos con la muchacha. Ya les hemos sacado todo lo que se les podía sacar. Sus familias no los reconocerán, pobres… Nuestras familias tampoco nos reconocen a nosotros. No quieren reconocernos.

—Demostradme que podéis hacerlo —murmuró Jana—. Sigo teniendo la suficiente magia para defenderme de vosotros, si decido que debo defenderme. Solo podéis evitarlo mostrándome cómo devolvéis a Pórtal. Es la única condición que pongo.

Se oyó una risa aguda, limpia. Un instante después, aquella carcajada se había dividido en millares de risas de cristal, tan parecidas unas a otras como gotas de agua.

—El chico no importa —oyó Jana dentro de su cabeza—. Míralo, ¿lo ves? Allá, al otro lado de la tormenta…

Jana miró hacia donde le señalaban. Era el lugar donde supuestamente debía estar el muelle, aunque un momento antes había mirado hacia allí y no había distinguido más que una extensión de mar nocturno interminable, hasta donde le alcanzaba la vista.

Pero esta vez todo era de nuevo como al principio. El muelle desierto, el puente de cuerda roto, colgando tristemente de su armazón de hierro. Y Álex, que había conseguido encaramarse a la orilla, mirando asombrado cómo un cuerpo surgido de la nada se desplomaba a media docena de metros de él.

Tenía que ser Pórtal…

De modo que era cierto. Óber había devuelto a su prisionero.

—¿Qué te hace pensar que voy a cumplir mi parte del trato? —se oyó decir Jana en voz alta.

Su propia voz le sonaba distante, tan desconocida como si perteneciese a otra persona.

—Te conozco lo bastante para saber que intentarás engañarme —respondió la voz de Óber dentro de su cabeza—. Pero no importa… Era algo que teníamos pendiente. Una vez nos venciste. Ha llegado la hora de la venganza.

—En aquella época, tú no formabas parte de… de esto —murmuró Jana—. Y me enfrenté a los Olvidados para salvar a tu hijo. ¿Eso ya no significa nada para ti?

—No —le pareció que en la voz múltiple de los Olvidados latía, de repente, una tristeza muy real—. A este lado de la muerte todo cambia, Jana. Aquello por lo que un día me sacrifiqué ya no tiene ningún significado. Solo se siente un inmenso vacío. Pronto lo comprobarás, querida… Estamos deseando que te unas a nosotros.

Un escalofrío recorrió la espalda de Jana.

—No pienso unirme a vosotros —musitó—. No puedes haber perdido todo rastro de tu antigua humanidad, Óber. Antes de atacarme, piensa en Erik. Es él quien nos ha enviado aquí. Tu hijo ha regresado y es rey, ¿no lo sabías? Se han cumplido tus deseos. Aquello por lo que tanto luchaste… ¿Por qué te empeñas ahora en destruirlo?

—No intentes jugar conmigo, muchacha —ahora la voz crepitaba ásperamente, reproduciendo el sonido de un papel consumiéndose en el fuego—. No eres uno de los nuestros. No eres una Drakul. Pudiste serlo… Pudiste tenerlo todo, tener a Erik, un trono… Pero lo despreciaste. ¿Y ahora intentas convencerme de que atacarte a ti es atacar a mi hijo? Vamos, Jana… Aunque me importase Erik, no te creería.

—Sí te importa —dijo Jana, desafiando al viento y a la oscuridad con sus ojos brillantes—. Has hablado de los Drakul con la misma pasión que entonces. No has olvidado lo que ese nombre representaba para ti cuando estabas vivo… No puedes engañarme, Óber.

—Jana —la voz crecía y decrecía en el viento, estallando en coros de espuma contra el casco de madera del barco—. Jana, la hija rechazada de Alma, que nunca ha podido hacer reconocer su autoridad entre los Agmar. El tiempo de las mentiras se ha acabado, Jana. Erik no va a volver; no puede volver. El no forma parte de nosotros. Por tu culpa, Jana. Separado para siempre de mí; de los muertos de su linaje…

—¿Qué estás diciendo?

A Jana se le había formado un nudo de dolor en el pecho, un nudo que apenas le permitía respirar.

Habría deseado huir de allí sin tener que formular aquella pregunta, sin tener que esperar pacientemente a que el monstruo del pasado Drakul le respondiese con su coro de voces desgastadas por el tiempo.

—La profecía no se ha cumplido, Jana. Erik no ha regresado. Edgar siempre envidió en secreto al pobre Erik, y ahora ha encontrado la forma de vengarse… de vengarse de todos nosotros.

—No… no entiendo nada. ¿Quién es Edgar?

Le pareció que una carcajada estallaba contra el barco, rodándolo con sus salpicaduras de ácido desprecio.

—Edgar no es nadie —dijo la voz de Óber, distorsionada ahora por un rencor feroz—. Pudo serlo todo, pero yo… yo se lo impedí. Edgar. Pobre Edgar. Él creía que lo odiaba… Lo único que pretendía era defender el linaje que había heredado.

—Todo el mundo lo ha visto —dijo Jana en voz baja, mirando frente así con los ojos agrandados por el miedo—. Yo no, pero lo han visto otros que lo conocían. Y todos coinciden en que es Erik. Hasta Álex ha hablado con él…

—Álex —la voz siseó y escupió un chasquido que envolvió a Jana como un latigazo—. No pronuncies ese nombre en mi presencia. Él mató a mi hijo. El deshizo nuestra esperanza…

—Pero él conocía bien a Erik —insistió Jana—. Y ha hablado con él. Tu hijo ha vuelto, Óber, te guste o no. Ha vuelto para ocupar el trono vacío. No puede ser otro. No puede ser… ese tal Edgar…

—¿Que no? —De nuevo estallaron las carcajadas, secas y quebradizas como papel quemado—. Edgar puede ser lo que quiera, Jana. Lo que quiera… Es un Írido.

—Espera. Espera, no puede ser verdad. No puedes estar diciéndome que en el trono de los reyes Drakul se sienta… se sienta un Írido

—También es un Drakul. Ya ves que es muy poco lo que sabes sobre nosotros, Jana. O sobre los Medu en general. Siempre has estado al margen. Ni siquiera los Agmar confían en ti. Prefieren a tu hermano como jefe… ¿Es que no te has enterado?

—Eso no me importa —replicó Jana con fiereza—. Probablemente tengan razón, y David sea un mejor jefe que yo. He cambiado, Óber. Tú ya no puedes entenderme. El poder ya no me interesa.

—Lo sé —rio el coro polvoriento de los Olvidados—. Lo sé… Ahora te interesa el amor.

Todo se quedó en silencio después de aquellas palabras. El mar y el viento se habían calmado, pero ellos seguían allí, rodeando el barco por todas partes, convirtiéndolo en una isla alejada de todo y de todos.

—Álex sabe que no es Erik —dijeron las voces—. Álex lo sabe, pero te lo ha ocultado. ¿Te das cuenta? Has renunciado a todo a cambio de nada. Ven con nosotros, Jana.

Las voces, de repente, se volvieron más suaves y musicales, hasta sonar completamente femeninas.

—Ven con nosotros. A este lado no existe el sufrimiento. Y somos poderosos, más de lo que lo hemos sido nunca. Tú nos abriste la puerta. No vamos a irnos; no conseguiréis echarnos por mucho que lo intentéis. Créeme, te conviene estar de nuestro lado…

La imagen del palacio de los guardianes en Venecia llenó en ese momento la imaginación de Jana. Allí también le habían hecho el mismo ofrecimiento: dejar de sufrir; olvidarlo todo. Solo que ahora esa oferta iba envuelta en una certeza que entonces no sentía. Óber le estaba hablando desde el otro lado de la muerte. Sabía lo que podía esperar si decidía escucharlo, si dejaba que su voz la arrastrase hacia él: la aniquilación de su yo, la unión con todos los que la habían precedido. Los Olvidados…

Y del lado de la vida estaba Álex. Álex, que parecía incapaz de cumplir sus promesas. Que, una vez más, la había engañado. Lo lógico habría sido que estuviera furiosa con él. ¿Por qué no estaba furiosa?

No tenía una respuesta para aquella pregunta, y supo que en esa incertidumbre estaba su fuerza frente a Óber. Él no podía entenderla porque no había nada que entender; ningún pensamiento secreto que sacar a la luz, ningún rencor íntimo que utilizar para manipularla.

No había nada de eso. Solo había tristeza por los tiempos oscuros que le había tocado vivir, dudas acerca de lo que tenía que hacer como jefa de su clan, planes más o menos disparatados para devolverles a los suyos una parte de todo lo que habían perdido. Seguía teniendo ambición; la había tenido siempre…

Lo que Óber no entendía era que no ambicionaba nada para ella misma.

—Gracias por tu ofrecimiento, Óber —dijo con una serenidad que la sorprendió—. No iré contigo por mi propia voluntad. Todavía quiero vivir.

Óber respondió dentro de su mente después de un largo silencio.

—Haces mal —dijo—. La vida ha sido injusta contigo, y seguirá siéndolo.

—La vida no es cuestión de justicia o injusticia —contestó la muchacha—. No se vive pensando en eso. La vida es hacer cosas, pensar cosas, actuar y ver y entender el mundo… La muerte es encerrarse otra vez en uno mismo. No quiero ser como tú, Óber. No quiero convertirme en prisionera eterna de mis propios pensamientos, ni existir eternamente atrapada en un espejo.

—Puedo intentar obligarte. Ahora soy poderoso, Jana. Mucho más poderoso que la última vez…

—Yo también.

Jana desafió a la oscuridad con su mirada fija, serena. No veía a Óber, pero podía sentir los millares de existencias bullendo a su alrededor como un enjambre de abejas transparentes. Ahora hacían más ruido; zumbaban desordenadamente, como si ya no volasen todas en armonía y hubiesen emprendido caminos individuales, chocando unas con otras, estorbándose unas a otras en el aire, hundiéndose en el caos y la confusión.

Y Óber, de pronto, ya no era sino uno más de aquel enjambre de seres atrapados en las sombras. Tan pequeño, impotente y atormentado como todos los otros. Su fuerza estaba en la unión. Cuando los Olvidados se disgregaban, no eran nada…

Había renunciado a llevarla con él, y ahora se retiraba. Quizá pensaba que le sería más útil en el mundo de los vivos que en el de los muertos. O quizá, al comprender que ella ya no era la criatura ambiciosa y hambrienta de poder que había conocido en el pasado, había perdido todo su interés por ella.

En unos segundos, el barco volvió a ser el cascarón de juguete que los niños visitaban con sus padres después de hacer una larga cola al otro lado de los tornos. Un escenario para un pequeño espectáculo de terror fingido. Descargas de adrenalina cuidadosamente programadas, por las que los visitantes pagaban una entrada absurdamente cara.

Un barco corsario que nunca había navegado, en un mar de metro y medio de profundidad.

Después de buscar un rato junto a las barandillas de la cubierta, encontró lo que quedaba del puente de cuerda roto. Lo lanzó por la borda como si fuera una escalera y empezó a descolgarse por él. Las voces de Álex, Athanambar y Railix le llegaban desde la orilla de la playa corsaria, entremezcladas, ansiosas.

Estaban gritando su nombre.

Vaciló al hundir las piernas en el agua, agitándolas hasta encontrar el suelo. Sus pantalones empapados tiraban de ella hacia abajo como un lastre de plomo, y cada paso en dirección a la orilla le costaba un esfuerzo casi sobrehumano. Los fue contando uno por uno. Ocho en total.

Ocho pasos, y llegó al muro de piedra artificial del estanque.

Se apoyó en él con ambos brazos y se impulsó para encaramarse al borde, como solía hacer de pequeña en la piscina.

Antes de que pudiese ponerse en pie, Álex se había sentado a su lado y la rodeaba con sus brazos, protector, angustiado.

—He pasado mucho miedo, —Jana murmuró—.

—Jana… Háblame, por favor. ¿Estás bien?

Ella se deshizo de su abrazo y se apartó un poco para mirarlo. En sus labios danzaba la sonrisa más extraña que él hubiera visto jamás en su rostro.

—No te preocupes —fue todo lo que dijo—. Estoy bien. Nunca he estado mejor… Sí, estoy mucho mejor que antes.