Al entrar en casa, Álex tenía la intención de irse directamente a su cuarto, pero oyó música en la habitación de su hermana y, sin pensarlo mucho, llamó a su puerta.
Laura tardó bastante en abrir. Cuando lo hizo, Álex tuvo que disimular una sonrisa al ver su pelo pringoso de tinte bajo un gorro de plástico transparente. Una espesa mancha marrón le había caído en el hombro de la camiseta.
—¿Qué color es esta vez? —Preguntó, pasando al interior del cuarto sin esperar a ser invitado—. ¿Se lo has dicho a mamá?
—Caoba. Y no, no se lo he dicho. Habría sido una estupidez decírselo. Me lo habría prohibido…
—Estupendo razonamiento. Prefieres un castigo a una prohibición.
Laura se encogió de hombros, y al hacerlo vio la mancha de tinte en la camiseta. Horrorizada, cogió una toalla blanca que había tirada sobre la cama y se la limpió rápidamente.
—Buena idea —aplaudió Álex—. A mamá le encantará ver cómo has dejado la toalla.
—Oye, ¿qué te pasa? ¿Desde cuándo te has convertido en un aguafiestas? Te recuerdo que tú, el año pasado, te hiciste un tatuaje sin pedir permiso. Eso, para empezar…
«Sí; para empezar», se dijo Álex con cierta amargura. Si hubiera tenido que hacer una lista de todas las cosas que le había ocultado a su madre en los últimos meses, habría necesitado más de un cuaderno. Y ni siquiera era algo que se hubiese propuesto. Sencillamente, no le había quedado otra opción…
Quizá por eso le parecía tan infantil que Laura hubiese intentado ocultarle a su madre algo tan insignificante como un cambio en el color del pelo.
—¿Has probado a usar la magia? —Preguntó, sentándose en la cama con las piernas cruzadas, como solía hacer cuando estaban juntos desde que eran pequeños—. A algunos les funciona…
—A mí no —Laura suspiró teatralmente—. Al principio, alguna vez, conseguí hacer alguna tontería de poca monta: una mancha de luz en la piel, o sobre la ventana… Pero ya hace meses que ni siquiera puedo hacer eso. Está claro que no tengo talento para la magia.
—No estoy seguro de que se necesite talento para eso. Es más bien… un don.
—Un don, sí. Que tú tienes y que yo no tengo. ¿Crees que estaré guapa de pelirroja? Mara, la de tercero, se lo tiñó en la peluquería y la dejaron como un loro, a la pobre…
—Por muy mal que te quede, seguro que no será peor que lo de Mara.
Los dos hermanos se miraron unos instantes en silencio. Hacía siglos que no tenían una de aquellas charlas entre solemnes y absurdas que tanto solían divertir a Álex en otros tiempos.
—¿Mamá llegará tarde? —preguntó Álex, lanzando al aire un cojín en forma de corazón violeta y recogiéndolo al vuelo.
—Dijo que intentaría llegar a la hora de la cena. Tenía reunión, pero no estaba de humor para quedarse hasta el final. Esta noche casi no ha dormido…
—¿Otra pesadilla?
Laura clavó los ojos en la moqueta.
—Supongo —murmuró—. Todos las tenemos.
Álex asintió, distraído. No quería indagar demasiado en los sueños de su hermana. Bastante tenía con los suyos… Además, sabía que en eso no podía ayudarla. Aquel verano había visto y oído cosas que no olvidaría fácilmente, y aunque de día no pensara en ellas, su subconsciente aún seguía dándoles vueltas, regresando obsesivamente a ellas cada noche para intentar comprender su significado.
—¿Sabes algo sobre una chica llamada Issy? Está en bachillerato, pero igual te suena.
—A todo el mundo le suena Issy. Es guay. Los alumnos Drakul le tienen mucho respeto. Me imagino que será porque siempre anda con ese tipo mayor, el de la moto…
—Me han dicho que suele ir mucho por La Rosa Oscura. Tú también vas a veces…
—Ya no. Yo no soy Medu, ¿recuerdas? Solo soy una humana normal y corriente… Y los humanos, allí, no somos bienvenidos.
—Estás exagerando. La Rosa Oscura será un antro ruidoso y mal ventilado, pero si de algo tiene fama es de no hacer distinciones entre sus clientes. Admiten a todo el mundo…
—Una cosa es que te dejen entrar y otra muy distinta que te consideren uno de los suyos. La última vez que fui con unos amigos me sentí fuera de lugar. La gente me miraba, susurraba. Un tipo me señalaba continuamente con el dedo y se reía… Me dijeron que era un Varulf.
Álex asintió, reprimiendo un escalofrío. Le erizaba la piel pensar que su hermana estuviese tan enterada acerca de las distinciones que reinaban entre los clanes Medu. Un año antes, ni siquiera sabía que los Medu existían…
Un año antes, ni siquiera él los había oído mencionar.
—Tengo que irme a la ducha, a quitarme esto —dijo Laura, cogiendo un amasijo de toallas del suelo—. ¿Esperamos a mamá para cenar? Cena con película, como en los viejos tiempos…
—Cena con película. Pero elijo yo —dijo Álex, sonriendo.
No se dio demasiada prisa en dejar el cuarto de Laura para meterse en el suyo. Cuando abrió la puerta de la habitación, hacía un buen rato que Laura cantaba a voz en cuello bajo el chorro de agua de la ducha.
Había retrasado todo lo posible aquel momento; el momento de quedarse a solas con sus remordimientos por haberle ocultado a Jana lo del alfiler…
El momento, sobre todo, de tener que tomar una decisión sobre aquel objeto.
No conocía de nada a Dora. No tenía ningún motivo para fiarse de ella. Sin embargo, por alguna razón que ni él mismo podía comprender, le había hecho caso y, durante toda la tarde, había sentido la presencia de aquella joya extraña en su bolsillo como un reproche, sin decidirse a mostrársela a su novia.
Jana no se merecía que tuviese secretos con ella, y Álex lo sabía. Quizá por eso se sentía tan mal… Se había comportado como un crío, dejándose arrastrar por una desconocida que, probablemente, lo único que deseaba era ponerle a prueba, o gastarle una broma, o incluso apartarle de Jana, ya fuese por capricho o por un motivo aún más oscuro e inquietante.
De pie en medio de la habitación, Álex hurgó en su bolsillo hasta palpar el ala de piedra pulida que coronaba el alfiler. Cogiendo el ala entre los dedos, sacó el objeto y se lo acercó a los ojos.
Fue un gesto rápido, sencillo. Tal vez demasiado precipitado…
Lo bastante, en todo caso, como para que la punta del alfiler le arañase en diagonal todo el dorso de la mano derecha.
Álex ahogó un gemido. Era como si acabase de rozarse con un manojo de ortigas; como si una medusa le hubiese acariciado con sus tentáculos… La sensación de quemazón en la mano resultaba casi insoportable.
Pensó que tal vez la piel se le calmaría bajo un chorro de agua fría. Pero no le dio tiempo a llegar al baño… Estaba agarrando el picaporte de la puerta de su habitación, cuando se vio obligado a soltarlo de nuevo con un grito de dolor.
La mano le temblaba convulsivamente. La miró espantado, con la sensación de que había perdido el control sobre ella. Un zigzag de sangre trazado con toda precisión la atravesaba desde la base del dedo meñique a la muñeca.
Tenía la forma de un rayo. Y se estaba ensanchando. Su piel se abría de un modo que no parecía real, que no podía ser real. Se separaba convirtiendo la grieta roja en una franja de músculo sanguinolento cada vez más grande. Y, a medida que aquella franja iba creciendo, el dolor crecía también.
No podía hacerle frente. Se estaba desgarrando.
Cayó al suelo de rodillas y cerró los ojos. Por un momento tuvo la esperanza de que, al desaparecer la visión de la herida, el dolor desaparecería también. Quizá solo se tratase de un espejismo…
Pero no fue eso lo que sucedió. El dolor continuó intensificándose, extendiéndose desde la mano hasta el brazo, y de allí al hombro y al cuello. Estaba perdiendo movilidad…
Sintió una humedad viscosa en la mano que no se había herido, y que aún sujetaba el alfiler. Abrió los ojos y se miró.
Estaba hundido hasta la cintura en una piscina de sangre.
¿Cómo había podido caer en una trampa tan burda? Una chica Varulf le daba un objeto mágico y él, como un idiota, jugueteaba con aquella cosa sin tomar ninguna precaución.
Cualquiera podía haber enviado a Dora a entregarle el maldito alfiler. No le faltaban enemigos en los clanes; desde Glauco hasta Yadia, por no hablar del Gran Consejo de los Drakul.
Estuviera quien estuviera detrás de aquel truco, se la había jugado.
Era repugnante enfrentarse a aquel líquido espeso y luminoso como si estuviese hecho de rubíes licuados, pero no le quedaba otra Opción. Alguien lo había conducido a aquella pesadilla con alguna intención, probablemente no demasiado honesta. Debía descubrir por qué lo habían llevado allí si quería tener alguna posibilidad de escaparse. Tenía que averiguar con quién se estaba enfrentando.
Hundió la mano herida en la sangre y el dolor se calmó un poco. La superficie del líquido se pobló de reflejos plateados. En un par de segundos, aquellos reflejos se habían extendido sobre la sangre como una mancha de aceite sobre el agua. Formaban un espejo ovalado… un espejo fluido y ondulante.
Reconoció enseguida el rostro que se reflejaba en ese espejo.
—Erik —murmuró—. Erik… ¿Eres real?
La imagen del espejo líquido movió los labios, pero el sonido tardó en llegarle una eternidad, como si, para alcanzar sus oídos, hubiese tenido que atravesar una distancia oceánica.
—Tan real como tú —dijo la voz serena y diluida en el tiempo de Erik—. No quiero hacerte daño, Álex. No quiero hacerle daño a nadie…
—¿Dónde estás? —Álex sintió que el corazón le martilleaba el pecho hasta dolerle antes de formular la siguiente pregunta—. ¿Has… has vuelto?
Los labios de su amigo volvieron a moverse en silencio. La voz llegó de nuevo con retraso, distorsionada por la distancia.
—No. No he vuelto, Álex… No puedo volver. Y, aunque pudiera, no sé si desearía hacerlo.
—Muchos han vuelto. Tú debes de saberlo. Seres del otro lado de la muerte, espíritus… Ni siquiera yo sé definirlos muy bien.
—La muerte ofrece una variedad infinita, Álex —dijo Erik—. Es tan rica y compleja como la vida.
Álex asintió. No se sentía con fuerzas para intentar analizar las palabras de Erik, para intentar comprender su sentido.
—Pero si estás hablando conmigo, debes de encontrarte en alguna parte… ¿Dónde estás, Erik? ¿Cómo… cómo es?
El rostro de su amigo se contrajo en el espejo, sacudido por un dolor que lo desfiguraba.
—Es… es peor de lo que imaginas. No puedo describirlo de otra manera… Es la muerte, Álex. Es la nada, la nada absoluta.
—¿No hay cuerpo? ¿Ni materia? Pero puedes hablar, y pensar…
—Sí. Puedo pensar. Esa es la peor tortura.
Álex había dejado de sentir el dolor de la herida mágica, y la sangre en la que se hallaba sumergido ni siquiera le molestaba. Lo único que quería era comprender; comprender y recordar todas las preguntas que alguna vez le habían cruzado la mente al intentar imaginar lo que le había ocurrido a su amigo.
—¿A todos les pasa lo mismo? ¿Todos están ahí?
Esta vez, antes de responder, Erik sonrió. Su sonrisa resultaba aún más escalofriante que su tristeza.
—No, Álex. Casi nadie está aquí. Yo no quería volver a la vida, aunque la vida me llamaba. No debisteis leer ese libro. No debisteis hacerlo nunca… Tuve que resistirme y me quedé atrapado en un lugar que no está ni en este mundo ni en el otro. Yo lo llamo la Frontera.
—La Frontera —repitió Álex, desconcertado—. Entonces, ¿dónde están los demás?
La mandíbula de Erik osciló repetidamente arriba y abajo, en una carcajada silenciosa.
—¿Los demás? Qué sé yo. Cada uno, supongo, donde se merece estar. O, mejor dicho, donde ha elegido estar. Los muertos son tan libres y tan prisioneros como los vivos.
—Muchos han vuelto —insistió Álex, luchando por no dejarse atrapar en el terror que destilaba cada palabra de Erik—. Han vuelto en forma de fantasmas, de espectros… No todo el mundo los ve, pero la gente que los ha visto una vez no puede olvidarlos. Es como una especie de invasión.
—Vosotros tenéis la culpa.
Álex asintió, derrotado.
—No sabíamos lo que iba a ocurrir. Argo no nos dejó ninguna alternativa. Me convirtió en un monstruo. No era dueño de mis actos… Si Jana no me hubiera salvado, ahora estaría haciéndote compañía en ese lugar horrible entre la vida y la muerte.
—Tal vez —el tono de Erik era de pronto monótono e inexpresivo—. De todas formas, no es justo que, a cambio de librarte a ti de «esto» el mundo haya tenido que pagar un precio tan alto.
—Pero, Erik, nosotros no pudimos elegir… ¿Tienes idea de lo peligroso que era Argo?
Erik lo miró con expresión indiferente.
—Lo que desde ese lado se ve como peligroso, desde aquí se ve insignificante. Os equivocasteis, Álex. Os equivocasteis completamente.
Álex suspiró. Había dejado de sentir la humedad espesa de la sangre sobre sus pantalones, y la herida, de pronto, ya no le dolía. Pero el espejismo de la sangre seguía allí, rodeándolo por todas partes y meciendo el espejo líquido en el que se reflejaba la imagen remota de su amigo.
—¿Para eso querías hablar conmigo? —Murmuró con tristeza—. ¿Para decirme que nos equivocamos? Te has tomado muchas molestias…
—No, no se trata de eso —la voz de Erik llegaba ahora perfectamente sincronizada con el movimiento de sus labios—. Están sucediendo muchas cosas, Álex. Cosas de las que no tienes ni idea. Algunos de los míos piensan que son buenas. Yo no…
—¿A qué te refieres? ¿Hay movimiento entre los Drakul?
La respuesta de Erik tardó un momento en llegar.
—Es más que eso. Afecta a todos los clanes Medu. Han tenido mucho cuidado para que no os enteraseis de nada. Están haciendo lo posible por dejarlos al margen.
—De verdad, Erik, no sé de qué me estás hablando. Si pudieras ser un poco más preciso…
—No puedo. Estoy atrapado en una existencia inmaterial desde la que solo puedo sentir y pensar, pero no ver. Tengo sensaciones, intuyo que está ocurriendo algo importante… Algo grave, que puede conducir al desastre a mi pueblo.
—Entonces, eso significa que todavía te importa lo que nos pase a los vivos…
—Esto no concierne solo a los vivos. Nos concierne a todos. Sé que están hablando, conspirando, intentando acumular poder. Creen que el poder puede salvarles de la destrucción. De esto… Pero yo era poderoso, Álex, y fíjate. Aquí estoy, reducido a una sombra, a un pálido fantasma de lo que fui un día.
—No debiste sacrificarte por nosotros —musitó Álex, pensativo—. Eras el mejor de los tres.
—No, eso no es cierto. Es posible que yo lo creyese entonces, pero estaba en un error. Además, eso no es lo que importa. No se trata de ser el mejor, ni de demostrar nada. Se trata de actuar; de decidir cómo será el mundo que habiten las generaciones futuras. Quiero que estés… conmigo en eso…
—¿Contigo? —Álex sintió un escalofrío—. Pero tú estás muerto…
—Justamente por eso necesito tu ayuda. Tienes que impedirles que hagan lo que intentan hacer. Tienes que decirles que es un completo error, y que solo conseguirán provocar una catástrofe. No son los primeros que caen en esa tentación: esclavizar a las almas errantes y utilizar su poder. Otros lo intentaron antes. Óber lo intentó, y también otros. Todos fracasaron.
—Entonces, ¿por qué te preocupas? Si es como dices, tampoco esta vez tendrán éxito…
—Esta vez todo es diferente. La frontera entre tu mundo y el mío se ha vuelto tan porosa, que resulta fácil atraer hacia la materia a los espíritus más débiles. Podrían componer un ejército formidable. Basta con encontrar la manera de controlarlos. Alguien inteligente, con carisma y con el valor necesario podría hacerlo.
—¿Crees que hay un líder Medu ahora mismo que reúna todas esas condiciones? La única que podría acercarse a esa descripción sería Jana. Y Jana no está conspirando para atraer a los muertos y robarles su poder, te lo puedo asegurar. ¿Desconfías de ella?
—¿De Jana? —Una sonrisa inmensamente triste afloró a los labios de Erik—. No, claro que no. Jana ha sufrido mucho y está mentalmente agotada. No podría hacer lo necesario… Aunque quisiera.
—Pero si crees que ella no está implicada, ¿por qué has decidido mantenerla al margen? Esa chica, Dora, me rogó que no le dijese nada acerca del alfiler que me ha conducido hasta ti.
—No es por desconfianza, Álex. Quiero protegerla. Y además, sé que ella no podría estar de acuerdo conmigo si supiera lo que está pasando. Ha vivido toda su vida pensando en su clan, en el poder de su clan, y se siente culpable porque piensa que, por su culpa, los Medu han perdido toda la magia que una vez tuvieron. No puedo pedirle que me ayude a evitar que la recuperen.
—¿Es eso lo que intentas, entonces? ¿Por qué?
—Es difícil de explicar —murmuró Erik en tono cansado—. Ya te lo decía antes. Desde aquí las cosas se ven… muy diferentes.
Las últimas palabras de Erik llegaron hasta Álex enredadas en un rumor confuso de viento y ramas agitándose. A su alrededor, la sangre se había coagulado en una miríada de hojas secas y frágiles, de un rojo tan brillante como el fuego. Eran tan delicadas que se podía mirar a través de ellas como si se tratase de delgadas láminas de cristal transparente. Revoloteaban en la oscuridad, y cada vez que rozaban la piel del muchacho le arrancaban un gemido de dolor.
La imagen de Erik se disolvió en cuanto aquellas hojas rozaron el espejo líquido que la aprisionaba.
Pero la voz seguía llegando, lejana y sombría.
—Se acaba —dijo, y la frase resonó largamente en la negrura que envolvía el remolino de hojas muertas—. Se acaba, Álex, no podemos seguir… El vínculo se rompe. Indaga, descubre lo que está sucediendo… E impídelo, por favor. Impídelo.
—Un momento, Erik, un momento, no te vayas todavía… ¿Quién es Dora? ¿Qué tiene que ver contigo? Erik…
—Dora… La encontré aquí, en la Frontera, y la ayudé a regresar. Ella tenía un cuerpo vivo al que volver. Yo no. A cambio, le pedí ayuda. Le pedí que te hablara.
—Entiendo. Estaba en coma… Por eso su espíritu se encontraba atrapado entre la vida y la muerte.
—Cuídala si puedes, Álex. Ha regresado porque yo se lo pedí. Para… ayudarme…
La voz del último rey Drakul se extinguió en medio de los crujidos que el viento arrancaba de las hojas secas. Álex sintió de nuevo un agudo pinchazo de dolor en el dorso de la mano, pero cuando fue a tocar la zona herida no pudo palpar la grieta, ni siquiera una cicatriz.
La cabeza le daba vueltas, y un torbellino de destellos inundaba sus ojos, cegándolos a todo lo que le rodeaba. La cabeza le dolía como si alguien le estuviese clavando agujas en las sienes, y un frío insoportable le oprimía el pecho como una coraza metálica.
Abrió los ojos. Su habitación estaba igual que siempre: libros abiertos sobre la mesa de estudio, el flexo apagado, el portátil conectado a la corriente para recargar la batería.
No había sangre, ni hojas otoñales, ni viento… Ni siquiera un leve rasguño en su mano.