Capítulo 2

Álex alzó lentamente la vista. Argo estaba flotando en la penumbra, sus inmensas alas más deslumbrantes aún que la primera vez que Álex las vio, justo antes de su enfrentamiento en la Caverna. Entre sus plumas blancas y doradas podían distinguirse cientos de ojos de iris tan azules y transparentes como lagos. La muerte le había devuelto a Argo su antigua juventud, incluso su vigor y su magia… ¿Cómo era posible?

El rostro del guardián era el de un muchacho apuesto y orgulloso. El batir elegante y regular de sus alas lo mantenía suspendido sobre Álex y Erik, envuelto en un viento que agitaba sus cabellos rubios.

—¿Qué… qué le has hecho a Jana? —preguntó Álex alzando la voz lo suficiente como para que Argo pudiera oírle.

—¿Jana? Jana es mi prisionera. Aquí todo es diferente, Álex. Lo que en el mundo de los vivos constituía vuestra fuerza, aquí es tan solo debilidad.

—No lo entiendo —Álex miró a Erik—. ¿Por qué ha aumentado su poder? ¿Por qué no parece una sombra, como todos los demás?

—El odio —contestó Argo, sonriendo—. Tengo mucho odio dentro, Álex, y eso me impide olvidar. Solo las grandes pasiones ayudan cuando se trata de luchar contra el olvido. Quizá te sorprenda descubrirlo, pero el amor que os une a ti y a Jana no es tan fuerte como el odio que yo siento por vosotros.

—¿Esas son las mentiras que te cuentas a ti mismo para justificarte? —Intervino Erik—. Ese no es el motivo de que hayas recuperado tu fuerza, Argo. ¿Quieres saber cuál es el verdadero motivo? ¿Quieres saber por qué la muerte te ha sentado tan bien? Yo te lo diré: porque hace mucho tiempo que estás muerto… Muerto por dentro.

—¿Sí? —Argo se echó a reír cínicamente—. ¿Tú crees?

—El sufrimiento viene de la adaptación a esta nueva existencia. A este mundo sin tiempo… Pero eso no le afecta a alguien como tú, que había perdido hace siglos la capacidad de cambiar con el tiempo, de evolucionar. Por eso te sientes tan bien aquí… Por eso has podido vencer a Jana.

Argo batió las alas mientras extendía los brazos en forma de cruz. Tal vez intentaba parecer aún más grande e imponente de lo que era.

—Quizá tengas razón, hijo de Óber. La muerte es más dura para vosotros porque estabais muy anclados a la vida. Llenos de proyectos, de esperanzas… Pero no os preocupéis; este lugar os cambiará. Ahora os sentís casi como cuando estabais fuera, pero eso no durará mucho. Empezaréis a olvidar, y cada recuerdo que perdáis os acercará más al mundo de las sombras. Al final, ni siquiera seréis capaces de recordar vuestros nombres. Y entonces, es posible que dejéis de sufrir.

—No… no es justo —balbuceó Álex—. No tiene ningún sentido. Que un espíritu como el tuyo sea más fuerte que un espíritu como el de Jana…

—Es más fuerte porque está vacío, Álex —dijo Erik, desafiando a Argo con los ojos—. No tiene nada dentro… No le queda nada que perder.

—Es posible, pero me quedan algunas batallas que ganar. La venganza, muchachos. He esperado durante mucho tiempo este momento…

—¿No te parece suficiente venganza habernos arrastrado a todos a la muerte? —preguntó Álex.

Argo frunció el ceño, y la expresión de su rostro se oscureció bruscamente.

—No, no es suficiente dijo. Necesito algo más para que mi venganza sea completa: no voy a permitir que tú y Jana estéis juntos; al menos, mientras uno de los dos recuerde los sentimientos que os unieron.

Erik sonrió, incrédulo.

—Es una venganza pueril —murmuró, contemplando a Argo con asombro—. ¿De verdad no te queda nada mejor en lo que emplear tus energías?

—Deshacer cada uno de vuestros planes; todo aquello por lo que habéis luchado, cada pequeña cosa que hayáis construido, tanto en este mundo como en el otro: eso es lo que deseo. Y lo deseo con tanta fuerza, que ese deseo me ha devuelto la juventud. Miradme…

—No eres joven realmente, Argo —dijo Erik—. Y tampoco eres un ángel. No eres más que un muerto… Una sombra grotescamente disfrazada.

—¿Y qué eres tú, Erik? —El tono de Argo se había vuelto vibrante, amenazador—. ¿Qué eres tú, si puede saberse? Has podido regresar a la vida, pero te ha dado miedo. Prefieres dejarlo todo en manos de ese usurpador que se hace llamar por tu nombre. Sí, como ves estoy bien informado. No te importa nada el destino de tu pueblo; prefieres esconderte aquí y no tener que enfrentarte a la realidad. No eres quién para darme lecciones…

—Devuélvenos a Jana —fue la seca respuesta de Erik.

Argo miró primero al joven Drakul y luego a su amigo. Álex logró sostenerle la mirada unos instantes, hasta que los ojos empezaron a quemarle como si alguien les estuviese aplicando un hierro al rojo vivo, obligándole a apartarlos.

Las rodillas se le doblaron por efecto del dolor insoportable. Instintivamente, se cubrió los ojos con las manos, como si eso pudiera protegerle. Pero el dolor seguía ahí… devorando el interior de sus párpados como una llama.

—¿Qué… qué es esto? —balbuceó—. Basta, por favor, basta…

Ni siquiera sabía muy bien lo que decía. En lo único que podía pensar era en aquella quemazón que le destrozaba los ojos por dentro. Debía de estar quedándose ciego; sí, no existía otra explicación…

Un gemido de Erik le hizo comprender que a su amigo le estaba pasando lo mismo que a él.

—No voy a devolverles a Jana —oyeron decir a Argo—. Se quedará conmigo hasta que el olvido consuma su alma, hasta que se convierta en una sombra extraviada, como todas las que andan por aquí. Cuando eso ocurra, la dejaré marchar. Que vaya a donde quiera… Si lo desea, puede salir incluso al mundo de los vivos y rondar sus casas como un fantasma. Sí; eso sería divertido.

—No vas a poder —logró articular Álex—. No vamos a… a permitírtelo…

—Vamos, chico: mírate. No estás en condiciones de decirme lo que debo o no debo hacer. Porque una vez me vencisteis, llegasteis a creeros superiores. Pero aquí, como veis, todo se equilibra, y gana el que más ardientemente desea ganar.

—Ganar no es esto —murmuró Erik—. Por mucho daño que nos hagas, no te sentirás mejor, Argo. Seguirás igual de derrotado… de vacío.

Álex notó una nueva punzada de dolor en la nuca. Se atrevió a alzar los ojos hacia Argo. De su silueta flotante irradiaba una luz que hería la vista con su blancura.

Tuvo que cerrar los párpados de nuevo para protegerse de aquel resplandor que lo cegaba. Aun así, siguió luchando contra sus propios músculos paralizados y, al final, logró ponerse en pie. Avanzó desorientado hacia el lugar donde poco antes estaba el televisor en el que había visto a Jana. Palpó el aire con las manos extendidas, buscando algo que ni él mismo sabía qué era…

Un latigazo invisible le golpeó ambos brazos, arrancándole un grito.

Entonces, sin saber por qué, le entraron ganas de llorar. Se sintió como cuando era pequeño y algún compañero de clase le quitaba el sitio en la fila, o le arrancaba la pegatina más bonita un segundo después de que su maestra se la diese. Aquellas pequeñas injusticias le dejaban destrozado, no porque le importasen mucho el sitio en la fila o la pegatina, sino por lo que significaban: y lo que significaban era que no servía de nada esforzarse en hacer las cosas bien o en ser buen compañero. Los que se salían con la suya eran siempre los peores…

Con el tiempo, había llegado a convencerse de que controlaba mejor las situaciones. Ya nadie se atrevía a intentar quitarle el sitio, nadie le postergaba ni se burlaba cara a cara de él. Solo ahora se daba cuenta de que aquella sensación de control no había sido nada más que un espejismo. Nunca había llegado a controlar nada. Sus victorias habían sido pasajeras… Y de pronto, sin saber muy bien cómo, se encontraba más allá de las puertas de la muerte, atrapado en una eternidad en la que ya no tenía sentido esperar a que las cosas mejoraran, porque el tiempo no existía. Y en ese reino de la muerte, los tipos como Argo eran los que llevaban todas las de ganar Seguía habiendo injusticia, seguía habiendo dolor.

Lo peor era que, esta vez, no podía escapar mirando hacia delante, hacia el futuro…

Ya no le quedaba ningún futuro hacia el que mirar.

Estaba en el suelo hecho un ovillo, con los ojos cerrados, consumido por el dolor en las pupilas, en los brazos, y no podía pensar más que en todo el tiempo que había perdido intentando convencerse de que lo que hacía era importante, en todo el tiempo que no había pasado con Jana, y en las cosas que ya nunca podrían vivir juntos. Nunca podrían ser una pareja normal, quedar por las tardes para estudiar y luego salir a tomar algo, invitarse el uno al otro a comer a su casa los fines de semana, o planear unas románticas vacaciones en París. No podrían hacerse regalos por su aniversario, ni salir a cenar, ni comprar palomitas justo antes de ver una película en el cine…

Su relación nunca había sido tranquila. Desde el principio, los dos tenían demasiadas cargas, demasiadas cosas que decidir. Aunque, por edad, deberían de haber tenido la oportunidad de disfrutar un poco de la vida, a los dos, por diferentes motivos, les habían obligado a asumir demasiadas responsabilidades desde muy jóvenes. Así que siempre estaban dejando «lo suyo» para más adelante, para cuando los problemas se fuesen solucionando…

Y ahora estaban allí, muertos, separados para toda la eternidad por el odio de Argo. No podían dar marcha atrás. Ninguno de los problemas que tanto les habían preocupado mientras vivían se había solucionado, y lo peor era que ahora ni siquiera parecían tener importancia.

Si al menos su sacrificio hubiese servido para algo… Pero estaba claro que no era así. Los dos, y también Erik, habían luchado contra todo lo que representaba Argo: el orgullo, el egoísmo, la ambición desmedida… Y, al final, ¿quién había ganado? Argo.

Era tan ridículo que, a pesar de sus lágrimas, Álex sintió ganas de echarse a reír.

Tenía una mejilla apoyada contra el suelo. En la otra, notó la caricia de un viento que no podía soplar en el interior de una habitación. Abrió los ojos y se encontró con que ya no tenía un techo sobre su cabeza. En lugar de eso, él y Erik formaban dos bultos encogidos en medio de una penumbra uniforme… Argo seguía flotando sobre ellos, pero ahora se encontraba más lejos, suspendido a una altura inalcanzable.

—Habéis tardado muy poco en rendiros —dijo—. La verdad, esperaba una batalla más igualada… sobre todo teniendo en cuenta que sois dos contra uno.

Álex buscó la mirada de Erik, pero su amigo tenía los ojos cerrados y parecía haber perdido el conocimiento. Tal vez dormía… En sus labios se dibujaba una apacible sonrisa.

—Miraos ahora. Ni siquiera sois capaces de levantaros para plantarme cara —la voz de Argo sonaba exultante, hinchada de orgullo—. Seguramente ya no volveréis a levantaros nunca. Empezaréis a olvidar. Ya habéis empezado…

Álex habría querido gritarle que no, que aún no había ganado aquel combate, pero no tenía fuerzas.

Quizá fuese cierto que ya había comenzado a olvidar. Había olvidado cómo sobreponerse a su desánimo, cómo luchar cuando ya todo parecía perdido.

—No están solos, Argo —dijo una voz desconocida detrás del guardián—. Yo estoy con ellos.

Álex, sobresaltado, trató de incorporarse para descubrir a quién pertenecía aquella voz, pero no lo consiguió a la primera. Las piernas, sencillamente, no le obedecían. Y, cuando abrió los ojos, al principio no pudo distinguir nada aparte de la claridad maligna que emanaba de las alas de Argo.

Pero luego vio algo más.

Había un hombre en medio de la oscuridad, más allá de Argo. Llevaba puesta una túnica negra, y en su cabeza no había ni un solo cabello. Sus ojos eran el rasgo más destacable de su rostro: unos ojos verdes, limpios y llenos de compasión.

—Qué poco has entendido sobre este lugar —dijo el hombre, mirando a Argo sin dejarse intimidar por el batir furioso de sus alas—. Aquí, una victoria puntual no cuenta. Lo difícil no es vencer, sino resistir.

El resplandor de las alas de Argo se había transformado en un brillo más tenue y ceniciento. Álex se atrevió por fin a mirarle a la cara: parecía perplejo, demudado.

Era evidente que conocía bien a aquel hombre que le estaba hablando… y también que le temía.

—Esta no es tu lucha, Arawn —murmuró—. Tienes que mantenerte al margen.

—Te equivocas, como de costumbre. Esta sí es mi lucha.

—¿Ahora resulta que estás con los Medu? —Argo rio sin ganas—. El primer guardián, el que nos inspiró a todos, quiere ayudar a los que nos destruyeron.

—Lo malo de la muerte es que, cuando caes en sus garras, por lo general quedas atrapado en una eterna repetición de pensamientos y obsesiones —dijo Arawn—. No puedes evolucionar, no puedes cambiar… Pero a mí se me ha concedido el raro privilegio de saltarme esa regla. Como sabes, intenté leer el Libro de la Creación. No fue mucho lo que leí, pero sí lo suficiente como para transformarme por completo. Ahora soy otra persona…

—Sí; ahora eres un muerto estúpido y confuso que intenta encontrarle un sentido a esta existencia, en lugar de aceptar que no lo tiene.

—Arawn —murmuró Erik desde el suelo—. El primero de los guardianes…

—Sí; yo empecé todo esto —a pesar de la distancia, Arawn había oído perfectamente el murmullo de Erik—. Y yo voy a ayudarlos a que termine. Deja a los chicos, Argo. Deja a la muchacha en paz. Ya has hecho suficiente daño… Ellos aún tienen cosas que hacer en el mundo de los vivos.

—No. No van a regresar. Voy a destruirlos. Ya he empezado a hacerlo…

—No puedes destruirlos, Argo —dijo Arawn suavemente—. No eres tan poderoso.

—¿No? ¿Tú crees?

De las puntas de los dedos de Argo brotaron haces de rayos que se proyectaron en todas direcciones.

Álex fue alcanzado por uno de ellos. Notó la quemadura en el pecho, un ardor insoportable en su interior, y casi se alegró de que todo fuese a terminar así, de escapar definitivamente de Argo a través de aquella nueva y definitiva herida.

Sin embargo, la herida no era más que un símbolo. Un espejismo… como todo lo demás que le estaba sucediendo.

Comprendió en ese instante que todo lo que había vivido desde el momento en que cruzó la Puerta de Plata no había sido más que una gran mascarada. No había ninguna ciudad polvorienta, ni calles circulares, ni coches que daban vueltas eternamente alrededor de una misma manzana. El piso al que había subido con Erik no existía, y tampoco existía el televisor en el que había visto atrapada a Jana.

Todo eran símbolos; nada más que símbolos…

Estaban allí porque tenían un significado para él. Argo los manejaba a voluntad, confundiendo su mente y la de Erik. Pero ni siquiera el dolor que les había infligido era real. Les había hecho creer que lo era… a eso se reducía todo.

Se puso en pie, y, curiosamente, esta vez no le costó el menor esfuerzo. Observó fascinado cómo Argo se lanzaba sobre Arawn y cómo el primer guardián lo detenía con un gesto de su mano, dejándolo inmovilizado en el aire. Otro símbolo más…

Argo tardó unos instantes en reaccionar. Finalmente, cuando logró sobreponerse a la parálisis que se había apoderado de él, se lanzó sobre Arawn con las piernas por delante, dispuesto a derribarlo de una patada en la cabeza. Pero Arawn fue más rápido que él: un segundo antes de que los pies de Argo contactaran con su rostro, dio una voltereta en el aire y, ejecutando un salto imposible, cayó a la espalda del guardián alado.

Argo se giró rápidamente, emitió algunos rayos más, remontó el vuelo. Luego empezó a moverse como si esquivara flechas invisibles.

Erik, que también había logrado levantarse, parecía haber llegado a la misma conclusión que Álex.

—Si nosotros nos fortalecemos, él se debilita —dijo—. Es solo una cuestión de fe.

—Y de valor —apuntó Álex—. De atreverse a creer en uno mismo…

Argo empezaba a batirse en retirada. Álex y Erik lo miraban con fijeza, serenos, proyectando toda la fuerza de sus pensamientos sobre él. No necesitaban engañar a su enemigo concentrándose para que pareciese que sus dedos emitían rayos o que podían volar. Bastaba con que lo mirasen… con que él se diese cuenta de que ya no tenían miedo, de que habían recobrado la confianza en sus propias fuerzas.

Arawn, como un antiguo guerrero oriental, perseguía metódicamente a su enemigo, lo desorientaba con sus imposibles saltos y sus cambios de posición. La espada que blandía (tan ilusoria, probablemente, como todo lo demás) alcanzó a Argo por dos veces, una en el pecho y otra en el costado. Álex creyó ver una mancha de sangre que crecía y se extendía sobre su túnica.

Sin embargo, Argo ya estaba muerto. No podía tratarse de verdadera sangre.

Era su confianza lo que estaba perdiendo. Aquel líquido viscoso, rojo y brillante, era su confianza.

Pero Argo no era de los que se rinden fácilmente. Comprendiendo que, en aquel combate simbólico, Arawn llevaba todas las de ganar, remontó el vuelo y se dirigió agitando febrilmente las alas hacia la Puerta de Plata.

Al otro lado no sería más que una sombra, una forma incompleta de existencia.

Sería un fantasma…

Seguramente prefería eso al mortal sufrimiento de verse derrotado por su más antiguo amigo.

Álex buscó con la mirada al primer guardián, pero no lo encontró. Parecía haber desaparecido en el mismo momento en el que Argo atravesó el umbral de la Puerta de Plata. O quizá no había estado allí nunca…

Quizá su figura era un símbolo más que Erik o él, con sus pensamientos, habían introducido en la representación, y que había terminado desequilibrando la balanza.