Capítulo 1

No era así como Álex había imaginado la muerte. Nada había cambiado dentro de él, o al menos eso le pareció al principio. Al otro lado de la puerta, el resplandor plateado que lo envolvía todo se fue transformando gradualmente en una bruma oscura en la que lo único que se distinguía era la silueta de Garo. Álex se obligó a sí mismo a fijar la vista en el viejo amigo de Erik y a no apartarla de él ni un momento. Si lo hacía, correría el riesgo de no volver a localizarlo, y entonces se encontraría perdido y solo… totalmente solo.

Al cabo de un rato de caminar en medio de la bruma, esta se fue fragmentando aquí y allá, y empezaron a emerger fragmentos de una ciudad cenicienta y vacía que a Álex no le resultaba familiar. Se trataba de edificios altos, con cientos de ventanas negras, alineados a ambos lados de calles grises por las que circulaban algunos coches. Podría haber sido un suburbio industrial de cualquier metrópolis grande, uno de esos barrios construidos a toda prisa para alojar a los inmigrantes que llegaban del campo durante la segunda mitad de siglo XX. Pero Álex sabía que aquella comparación era absurda, porque en realidad los edificios que estaba viendo no existían más que en su imaginación. Corvino le había explicado que aquel lugar era una especie de estado de ánimo; un círculo vicioso en el que su existencia había quedado atrapada, y que le impediría regresar a su auténtica vida a menos que lograse reunir el poder mental y la concentración suficientes como para obrar el milagro.

Sin embargo, antes de intentar salir de allí tenía que encontrar a Jana. No podía creer que la hubiera perdido. Pocos minutos antes había estado hablando con ella, y la había podido ver… ¡No era posible que hubiese ido demasiado lejos!

Jana le había dicho que estaba sola en aquel mundo al que había ido a parar, pero casi desde el principio Álex intuyó la presencia de otras «sombras». Dentro de los coches que pasaban junto a él había figuras, siluetas cuyos rostros no tenía tiempo de observar. Y también se veían formas humanas recortándose a contraluz en algunas ventanas, o de pie a lo lejos, en una parada de autobús… El problema era que la distancia que lo separaba de aquellas personas no podía acortarse. En cuanto avanzaba hacia ellas, creyendo ir a su encuentro, o bien se disolvían o bien retrocedían.

Al cabo de un rato de caminar incansablemente detrás de Garo, Álex cayó en la cuenta de que los coches que pasaban a su lado eran siempre los mismos. Había uno rojo y anticuado, otro gris plata, un todoterreno de enormes ruedas gastadas… Eran, una y otra vez, los mismos coches atrapados en un circuito del que parecían incapaces de salir.

Comprendió con horror que él y Garo estaban haciendo lo mismo: caminando en círculos. Estaba dando vueltas una y otra vez a la misma manzana…

Quizá no hubiera nada más; nada que explorar. Quizá la muerte fuese precisamente esa ausencia de alternativas, esa repetición incansable de un recorrido absurdo.

Pero allí, en alguna parte de aquel laberinto sin principio ni fin, tenía que estar Jana. Y él iba a encontrarla. Si todo lo que había era aquella manzana de edificios, entraría en cada uno de ellos y exploraría cada habitación, cada pasillo, hasta el último rincón si era preciso. En aquel lugar no existía el día y la noche. Estaba más allá del tiempo, no debía preocuparse por eso…Tenía toda la eternidad para encontrar a Jana, lo que significaba que, antes o después, la encontraría.

Ya que estaban recorriendo una vez tras otra el mismo trayecto, Álex aprovechó la nueva vuelta a la manzana que había iniciado persiguiendo a Garo para fijarse en todos los detalles, que hasta entonces, le habían pasado desapercibidos.

Las tiendas, por ejemplo. Porque había tiendas con los escaparates vacíos, maniquíes desnudos, perfumerías llenas de frascos transparentes de distintos tamaños sin nada dentro, bares donde algún cliente solitario (apenas una sombra sin expresión) revolvía ensimismado una taza vacía con una cucharilla plateada. Era como una representación de la vida normal en un decorado mediocre y no demasiado convincente. Una representación sin ningún contenido.

Álex sintió que le invadía una mortal tristeza.

—Vamos a descansar, Garo —murmuró—. No puedo más…

Pero el lobo, jadeante, siguió trotando delante de él hasta doblar la esquina de un solitario callejón que, en su anterior vuelta a la manzana, le había pasado desapercibido.

Era poco más que una grieta de penumbra entre dos edificios, que terminaba en una pared sin salida. Y allí al fondo, tranquilamente apoyado en la pared, estaba Erik.

Álex creía que los muertos no podían experimentar dolor, pero lo que él sintió al ver a su viejo amigo mirándole con una sonrisa se parecía mucho a un desgarro físico atravesándolo desde la garganta hasta el pecho.

Quiso decir su nombre, pero no pudo. Se le había formado un nudo en la garganta…

A Erik debía de estar sucediéndole lo mismo, porque, tras remover los labios sin ningún sonido llegase a brotar de su boca, comenzó a caminar hacia Álex.

Se encontraron hacia la mitad del callejón. Ambos se fundieron en un largo abrazo. La piel de Erik estaba fría, como si debajo de ella no hubiese vasos sanguíneos transportando sangre. Álex se preguntó si su propia piel se habría vuelto igual en el momento en el que traspaso la Puerta de Plata. Por el momento, él no era consciente de que hubiera cambiado.

—Lo siento —fueron las primeras palabras que acudieron a sus labios—. Erik lo siento, yo no quería que…

—No, al contrario. Tendría que darte las gracias… Me he resistido a entrar a aquí, pero solo desde este lugar es posible cerrar las puertas. He vivido en la frontera demasiado tiempo… si es que a esa clase de existencia se le pueda llamar «vivir».

Se apartaron un poco; se miraron. En los ojos de Erik, Álex encontró un resplandor que no tenía nada que ver con la muerte, y eso le reconfortó de un modo extraño.

—Gracias, Garo —dijo Erik, inclinándose sobre el lobo y acariciándole el pelaje de la nuca con afecto—. Cuánto te he echado de menos…

—¿No estabais juntos? —preguntó Álex.

—No; pero ahora ya lo estamos. Vamos, tenemos que buscar a Jana…Es para eso para lo que has venido, ¿verdad?

Álex asintió y miró con inquietud hacia la entrada del callejón.

—Jana me dijo que en este lugar, las sombras de los muertos no se percibían las unas a las otras; que ella estaba completamente sola, aislada… Sin embargo, he visto gente en mi camino hacia aquí. Es verdad que no podía distinguir con claridad los detalles de sus rasgos; pero estaban por todas partes. ¿Cómo es posible que Jana no los vea?

—Jana no ha entrado aquí de un modo «natural», Álex, Argo la obligó a cruzar las puertas. No sé muy bien cómo funciona esto, pero creo que, de algún modo que no comprendo, ella es aún su prisionera.

—¿Aquí dentro? No lo entiendo —dijo Álex—. Siempre he oído que la muerte iguala todas las diferencias. No puede ser que Argo aún conserve todos esos poderes que tenía en el mundo de los vivos…

—Los seres humanos han dicho y escrito muchas tonterías acerca de la muerte. Mucho me temo que, en eso de que lo iguala todo, no tienes razón. Si Argo no fuese poderoso aún, no habría podido atrapar a Jana y traerla hasta aquí.

—Entonces, este no es un lugar donde se hace justicia, como cree la gente. Nadie paga por sus errores ni sus culpas…

—Yo tampoco diría eso. He estado en la frontera mucho tiempo quizá demasiado. Eso me ha permitido mantenerme a la misma distancia de los vivos que de los muertos, estudiando a unos y a otros como un observador imparcial. Claro, era muy poco lo que podía percibir de los dos mundos. Pero, aun así, he llegado a algunas conclusiones…

—¿Qué conclusiones, Erik?

Garo había comenzado a caminar hacia la salida del callejón. Sin pensar demasiado en lo que hacían, Erik y Álex lo siguieron.

—La conclusión principal es que este lugar te sumerge en una vació donde no tienes más remedio que mirar dentro de ti. Es… es como una especie de espejo, ¿comprendes? El castigo es que uno no tiene más remedio que verse como realmente es. No puede escapar de sí mismo, no hay nada que hacer.

—Bueno, no parece que para Argo eso haya supuesto un castigo demasiado severo.

—Tal vez no… todavía. La mente tiene muchas maneras de protegerse, de negarse a ver lo que tiene delante. Pero aquí el tiempo es infinito, y nadie puede engañarse eternamente. Además, quién sabe. Puede que Argo ya haya empezado a pagar por todo lo que ha hecho. ¿Tú crees que, cuando piensa en sí mismo, se siente satisfecho? ¿Crees que le gusta el monstruo en el que se ha convertido?

Álex se encogió de hombros. Habían salido de nuevo a la ancha calle gris, con sus edificios vacíos y sus coches rodando eternamente como juguetes de cuerda.

—Lo único que sé es que por su culpa Jana está aquí, y que quiero que nos la devuelva. ¿Tienes idea de cómo podríamos conseguirlo?

—No lo sé —admitió Erik—. Pensando en ella, supongo. Concentrando en Jana nuestras mentes. Tal vez también concentrándonos en el recuerdo de Argo…

—Tú prueba con Argo; y voy a probar con Jana —decidió Álex—. Hace tan solo un momento que la vi… No puede estar demasiado lejos.

Se quedaron quietos en la calle, con los ojos perdidos mientras cada uno se encontraba en sus propios pensamientos. Acierta distancia, Garo los contempló un instante con curiosidad. Luego, él también bajo la mirada y la clavó en algún punto incierto de la acera, imitando a su amo.

Álex no tardó en olvidar dónde estaba, ni todo lo que había sucedido en los días anteriores. En su pensamiento solo cabía el recuerdo de Jana aquella noche en la habitación del hotel de Venecia, después del espectáculo de Armand. No sabía por qué, era esa la imagen de ella que le acudía a la mente una y otra vez. Ese día hubo un malentendido entre ellos, y terminaron enfadándose y durmiendo cada uno en una habitación. Y ahora podía ver a Jana sola en su cama, deprimida y llena de sensaciones contradictorias. Distinguía con toda claridad la vista de un canal al fondo, los antiguos muebles venecianos, las lámparas de cristal de Murano las maderas blancas con decoraciones doradas…

Estaba concentrado en esa imagen cuando oyó un ruido de pasos rápidos delante de él. Era Garo… Se había puesto de nuevo en camino, y Álex comprendió instantáneamente que estaba siguiendo un rastro.

El rastro de Jana, tal y como le había llegado su imagen desde la mente de Álex; o el rastro de Argo, captado tal vez a través de Erik.

Con una seguridad que ni él mismo se explicaba, Álex comenzó a andar detrás de Garo. Poco después se les unió Erik… él también percibía lo que estaba ocurriendo.

El lobo mágico dobló una esquina, atravesó la calzada en diagonal y se internó en un portal al otro lado. Álex y Erik lo siguieron. En el portal había unas anchas escalaras de mármol rojo con plantas artificiales a los lados. Las escaleras daban acceso a un rellano débilmente iluminado por una bombilla.

Y del rellano partían otras escaleras… Comenzaron a subirlas.

Una parte de cada peldaño estaba sumido en la sombra, y aunque al principio estaba claro que iban ascendiendo, llegó un momento en el que Álex ya no podía predecir, al poner el pie en el escalón siguiente, si este subía o bajaba. Era como estar dentro de uno de esos dibujos paradójicos de Escher que su padre solía mostrarle cuando era niño. Con una punzada de terror, se preguntó si ese lugar donde los peldaños eran de subida o de bajada según el modo en que se mirasen era, en realidad su propio pensamiento. No soportaba la idea de quedarse atrapado en un anillo mental tan absurdo.

Pero de pronto, sin saber cómo, se encontró arriba (o abajo) del todo. Habían llegado a un descansillo de baldosas negras, con bombillas incrustadas en un techo tan oscuro que resultaba invisible. Garo se había plantado delante de una puerta y había comenzado a aullar suavemente, mientras arañaba la madera con una de sus patas.

Después de un rato, la puerta cedió. Entraron detrás del lobo mágico en un apartamento anodino. Había dormitorios con camas gemelas y mesitas de noche vacías, y una cocina con los cuatro fuegos circulares de la placa vitrocerámica encendidos, aunque allí nadie estaba cocinando.

Recorrieron un pasillo de paredes blancas hasta la habitación más grande de la casa. Allí solo había un aparador lleno de vasos y copas que nunca se usarían, un sofá de color crudo y aspecto incómodo y un televisor.

El televisor estaba encendido, pero no había ninguna emisión sintonizada. Solo nieve; esa nieve estática cuyo ruido llega a ensordecerte, enjambres de puntos blancos, negros y grises persiguiéndose furiosamente unos a otros en el rectángulo de la pantalla.

Garo se detuvo frente al televisor, se sentó sobre sus patas traseras y empezó a mover la cola con nerviosismo. Sus ojos de ámbar no se apartaban del torbellino de puntos de la pantalla.

Cuando Álex siguió la dirección de su mirada, distinguió una silueta atrapada en aquella tempestad de destellos más o menos cenicientos o brillantes. Era Jana.

—Está ahí dentro —dijo, apuntando a la pantalla con un índice tembloroso—. Erik, está ahí… ¿Puedes verla?

—Sí —murmuró Erik—. Sí, creo que es ella.

—Pero no puede ser ella —razonó Álex, acercándose a la pantalla y rozándola con la punta de los dedos—. Esto no es más que una imagen. Una persona no es una imagen…

—Quizá en este lugar lo sea. ¿Qué somos nosotros, Álex? ¿Seguimos siendo reales, o solo lo que pensamos y sentimos acerca de nosotros mismos?

Garo jadeaba y gruñía mirando al televisor. Su nerviosismo parecía ir creciendo por momentos.

—No lo sé, Erik —dijo Álex, desorientado—. No sé lo que somos, pero Jana no puede estar ahí dentro realmente. Esto debe ser una visión, una especie de símbolo…

—El universo entero es una visión, Álex —murmuró Erik con voz apagada—. Un inmenso jardín de símbolos.

—Ya —Álex, con timidez, golpeó la pantalla con los nudillos un par de veces, y se quedó observando con atención a la silueta inmóvil en medio de la nieve estática—. Discutiremos eso otro día. Si es que hay otro día… Ayúdame a sacarla.

—Tengo tan poca idea de lo que hay que hacer como tú —murmuró—. No sé qué significa esto, si es un mensaje que Jana intenta hacernos llegar o una pista que nos ha dejado aquí alguien diferente…

—Rompamos el televisor y lo sabremos —dijo Álex, buscando a su alrededor un objeto contundente para golpear la pantalla—. Si no es más que una visión, lo comprobaremos; y si contiene algún mensaje, también.

Garo empujó el aparato con una de sus patas, pero no ocurrió nada. Se lo quedó mirando unos instantes con sus grandes ojos dorados, meditando. Luego, bruscamente, saltó sobre el cristal de la pantalla con las dos patas extendidas.

La pantalla estalló en mil pedazos que volaron en todas direcciones.

Se oyó un grito desgarrador. Álex reconoció la voz de Jana.

—¡Jana! —la llamó—. Jana, ¿dónde estás? ¿Adónde has ido?

Donde antes se encontraba el televisor ya no había más que un armazón vacío y un mar de fragmentos de vidrio en el suelo. Ni rastro de la silueta de la muchacha…

Álex, aturdido, se agachó a recoger uno de los pedazos de cristal. Solo cuando lo tuvo en sus manos se dio cuenta de que no era realmente un cristal ni un trozo de espejo, sino una pluma.

Era una pluma blanca, resplandeciente. Y había muchas más por todas partes. Como si los restos del televisor roto se hubiesen transformado por arte de magia en la estela de plumas de ángel.

Solo que Argo no era un ángel. Quizá creyó serlo alguna vez, pero no lo era. Tal vez su problema fuese lo mucho que había deseado serlo, lo difícil que le resultaba aceptar que sus alas nunca habían sido más que un disfraz y que, a pesar de sus poderes y de los cientos de años que había vivido, jamás había dejado de ser humano.