Capítulo 1

Álex estaba harto de recorrer una y otra vez los treinta metros de largo del salón donde le habían encerrado mientras esperaba a que Su Majestad Erik lo recibiese. Había contado el número de baldosas de mármol negro desde la puerta de la pared norte hasta la ventana de la pared sur, se había asomado a aquella ventana para contemplar la luz artificial que bañaba una de las grutas más grandes de la ciudad de Polgar y los edificios de hierro y cristal que rodeaban el palacio Drakul, y se había detenido a mirar con curiosidad los retratos en bronce de varios antecesores Drakul de Erik, representados por los escultores del pasado con más benevolencia de la que merecían.

Aquel lugar le parecía irreal. ¿De dónde habría partido la idea de construir aquel ridículo mausoleo para venerar a los falsos antepasados de un rey de opereta? Probablemente del propio rey, quienquiera que fuese. En todo caso, no tardaría mucho en averiguar quién se escondía detrás de aquella máscara que con tanta exactitud reproducía las facciones de Erik. No pensaba irse sin haberle arrancado al rey usurpador aquella información. Aunque eso no era lo que más le preocupaba en ese momento…

Quien de verdad le preocupaba era Jana.

Llevaba tres días sin aparecer por el colegio, sin contestar a sus llamadas ni dar ninguna señal de vida.

Al principio supuso que estaría enfadada, y no insistió demasiado. Con Jana valía más no forzar los tiempos; sabía por experiencia que era preferible esperar a que ella hubiese reflexionado, a que el enfado, fuese cual fuese su causa, se hubiese enfriado un poco.

Pero después de setenta y dos horas sin tener noticias suyas, Álex empezó a ponerse nervioso. ¿Y si no se trataba solamente de un enfado? ¿Y si estaba enferma o le había ocurrido algo? La proeza que había realizado en Magic Land, salvando ella sola a los dos Drakul atrapados en el parque, probablemente la habría dejado muy debilitada. ¿Y si alguien se había aprovechado de ese momento de debilidad para intentar hacerle daño? Tenía que averiguarlo…

Hasta ese día, David había contestado con evasivas a sus preguntas en el patio del colegio, pero cuando se presentó en su casa no pudo seguir ocultándole la verdad.

—Supongo que es mejor que lo sepas —dijo el muchacho, que le había invitado a pasar a la cocina y estaba preparando un par de tazas de cacao caliente—. Hace un par de días vinieron dos tipos muy raros a buscar a Jana, y se fueron con ella. Desde entonces, no ha vuelto…

—¿Y no estás preocupado?

—¡Claro que lo estoy! Pero ya sabes que Jana no acostumbra a dar demasiadas explicaciones. Ni siquiera me avisó este verano cuando se fue contigo a la casa de la playa.

—¿Quiénes eran esos tipos?

David frunció el ceño.

—Uno era Railix, el de la cicatriz. El otro es un ruso que, por lo visto, fue juez de los Drakul en tiempos de Óber. Llevaba un abrigo enorme, que parecía del siglo pasado…

—¿Sabes adónde fueron?

David se encogió de hombros.

—No lo sé, pero lo que sí he podido averiguar es algo bastante raro, Álex. Resulta que, ese día, Jana, en lugar de ir al colegio, cogió un autobús para ir a… ¿Sabes adónde? Ni te lo imaginas…

—David, por favor, no estoy para adivinanzas. ¿A dónde fue?

David suspiró.

—A la prisión donde tienen a Pértinax. Parece que el viejo está bastante enfermo; he estado informándome… Pero no creo que lo visitase por eso, claro.

—Así que fue a ver a Pértinax y luego se marchó con esos dos… y no ha vuelto. Tampoco he visto a Railix en la puerta del colegio estos días. Y el otro, el ruso, ni siquiera sé quién es…

—Últimamente, Jana y tú parecéis tener muchos amigos Drakul —observó David con cierta malicia—. Preguntadles a ellos; seguro que os pueden decir algo.

Fue entonces cuando a Álex se le ocurrió la idea. No conocía a tantos Drakul como David parecía suponer, pero conocía al más importante… Conocía a su rey. O, al menos, tenía su correo electrónico.

Concertar la cita para aquel mismo día resultó sorprendentemente fácil. El falso Erik contestó de inmediato a su mail convocándolo en el palacio a las siete de la tarde. Y allí estaba, esperándolo…

Pero el rey se retrasaba, como tienen por costumbre hacer los reyes. Quizá el usurpador creyese que un rey que acude puntualmente a sus citas no resulta convincente. Aquel retraso de casi hora y media debía de formar parte de su personaje.

Álex estaba empezando a considerar seriamente la posibilidad de armar un escándalo por el trato recibido, cuando la puerta se abrió dejando paso a Erik, que se dirigió hacia él con una mano tendida y una sonrisa de lo más amigable.

El parecido con el verdadero Erik era aún más asombroso al natural que en la videoconferencia.

Resultaba muy difícil convencerse de que no era él…

Pero no era él; no era su viejo amigo. Debía tenerlo presente en todo momento, para no cometer errores.

—Hola, Álex —fue el sencillo saludo del monarca—. ¿Qué pasa? Tu mensaje me dejó preocupado…

—Jana ha desaparecido, eso es lo que pasa —soltó Álex a bocajarro.

Curiosamente, al rey no pareció sorprenderle la noticia.

—¿Desde cuándo? —murmuró con afectada indiferencia.

Su tono convenció a Álex de que estaba intentando ocultarle algo.

—Tú lo sabías —dijo con expresión acusadora—. Y seguramente también sabes desde cuándo. ¿Qué le has hecho, «Majestad»? Su hermano me ha dicho que dos de tus hombres fueron a buscarla…

—Railix y Stan, sí —el rey se pasó una mano por la frente. Estaba pálido, y solo en ese momento se fijó Álex en las grandes ojeras moradas que rodeaban sus ojos—. Fue una estupidez. No deberíamos haberlo intentado…

—¿De qué estás hablando?

El rey alzó hacia él unos grandes ojos suplicantes. Aquella expresión desamparada le hacía parecer más joven que Erik; casi un niño.

Llevaba puesto un jersey negro y unos pantalones vaqueros. En realidad, fuese quien fuese el que se ocultaba bajo la máscara del último heredero de la dinastía Drakul, su aspecto estaba muy alejado del de un rey. Parecía un muchacho cualquiera. Un chico corriente, aunque más alto y más guapo de lo normal.

—Antes de que te explique lo que ha pasado —comenzó—, quiero que entiendas una cosa: yo nunca he querido traicionar la memoria de Erik. Lo único que intento es mantenerla viva… Él no quiere volver, ¿lo entiendes? Y alguien tenía que ocupar su lugar. Pero ocupar su lugar significa tomar decisiones… Y tengo que tomarlas siguiendo mi propio criterio, no el de un muerto.

—Aunque esté muerto, Erik aún puede comunicarse con nosotros. Te envió un mensaje, usándome a mí como mensajero. Ya que has decidido suplantarlo, puedes seguir sus consejos…

—No, Álex. No puedo. Tengo que gobernar pensando en mi pueblo. Pensando en los míos… Pero supongo que esta vez me he equivocado, y Jana ha sido la que ha pagado las consecuencias.

—A ver si lo entiendo —dijo Álex con deliberada lentitud—. ¿Intentas decirme que has hecho algo en contra de los deseos de Erik? ¿Y qué has utilizado a Jana?

—No la he utilizado —replicó el rey, ofendido—. La convencí de que debía ayudarme. Ella también pensaba que era lo mejor para nosotros. Los Medu no podemos renunciar a la magia y pasar página como si nada. Diga lo que diga Erik, es imposible. Somos magia, Álex. Es de lo que estamos hechos… Es nuestro origen, y dudo que podamos sobrevivir sin ella.

—Ya lo estáis haciendo —dijo Álex, impaciente—. Habéis perdido buena parte de vuestros poderes, y ningún Medu ha muerto por eso.

—No estoy hablando de sobrevivir individualmente, sino de sobrevivir como pueblo. Jana piensa lo mismo que yo: vale la pena defender las tradiciones que hemos heredado. Me dijo que me ayudaría a controlar la Puerta de Plata. Incluso se ofreció a ir a ver a Pértinax para sonsacarle a ese viejo el conjuro que necesitábamos…

—¿La enviaste sola a la Puerta de Plata? No puedo creerlo, Erik. Perdón… no he debido llamarte así. Tú no eres Erik ni lo serás nunca, está claro. Erik no habría puesto en peligro a una chica para salirse con la suya.

—No seas idiota, Álex. Tú has puesto en peligro a Jana muchas más veces que yo. Y no la dejé sola. Fui con ella.

Aquello dejó completamente desconcertado a Álex.

—¿Fuiste con ella? —repitió—. Pero tú estás aquí, y Jana… ¿Por qué no ha vuelto? Le ha… ¡Le ha pasado algo malo! —concluyó, al notar la expresión angustiada y culpable del Drakul.

—Lo habría impedido si hubiera podido —murmuró el joven rey—. No soy ningún cobarde, Álex. Ya lo he demostrado en varias ocasiones, y tú has sido testigo, aunque ahora no es el momento de hablar de eso. Intenté salvarla, pero todo ocurrió demasiado deprisa. No pude impedirlo…

—¿Impedir qué? —gritó Álex, descompuesto.

—Que la arrastrasen al otro lado… Que cruzase la Puerta de Plata.

Álex miró largamente aquella máscara que reproducía con tanta exactitud el rostro de su amigo Erik.

Quería convencerse a sí mismo de que no había oído bien, o de que el falso rey le estaba gastando una broma; estaba asustándole a propósito, solamente para divertirse…

Pero la mirada de aquel joven no era de diversión, sino de miedo. De miedo, de tristeza y de culpa…

Quizá fuese un maestro del arte del engaño, capaz de sostener su falsa identidad delante de todos los Medu… Pero en ese momento no mentía.

—Cuéntame qué pasó —pidió Álex con un hilo de voz.

El rey se apoyó en la pared y le sostuvo la mirada durante unos segundos antes de empezar a hablar.

—No ocurrió nada hasta que llegamos a la puerta —explicó—. Bueno, casi nada… Había un fantasma, una especie de muñeca espectral que nos seguía. La vi una vez en la jungla, y otra al llegar a la explanada de los templos. Allí es donde se encuentra la puerta, la Puerta de Plata, pero para abrirla y controlarla hace falta el conjuro… No ocurrió nada hasta que Jana empezó a pronunciarlo.

—Una muñeca espectral —Álex se estremeció, recordando con perfecta nitidez el rostro inhumano e inmóvil de Urd—. Las hijas de Pértinax…

—Estaba allí todo el tiempo, observando a Jana mientras ella canturreaba las viejas fórmulas, vigilándola con aquellos ojos de vidrio azul que conseguían ponerte los pelos de punta. Los otros no la veían, pero yo sí. Les pregunté a Railix y a Stanislav. Estaban allí, pero no vieron al fantasma… Lo que sí vieron fue su mano.

—¿Su mano?

—Una mano de porcelana, la mano de la muñeca —aclaró el falso Erik—. De repente atravesó la explanada y cayó a los pies de Jana, pero no se rompió. No debía de ser verdadera porcelana, me imagino…

—¿Qué pasó entonces? —preguntó Álex, impaciente.

El rey clavó la vista en el techo, como intentando hacer memoria.

—Jana no hizo nada al principio; pero luego, después de unos segundos, dejó de cantar las fórmulas, se agachó y recogió la mano del suelo. En ese mismo momento la mano empezó a carbonizarse, se llenó de ampollas de fuego, y Jana intentó lanzarla lejos, despegarla de su piel, pero fue imposible. La mano tiraba de ella hacia la Puerta de Plata, que ya se había abierto. Jana se iba acercando más y más al agujero. Intentaba resistirse, pero la mano era más fuerte. Al menos, daba esa impresión… Pero luego, en un momento dado, fue como si se cambiasen las tornas. Jana consiguió detenerse. Tenía cara de estar sufriendo. Luchaba con la mano… y parecía que estaba venciendo, porque la mano, poco a poco, fue recobrando su aspecto inicial, hasta convertirse de nuevo en una mano de porcelana, muerta.

—¿Y tú qué estabas haciendo todo ese tiempo? —gritó Álex sin ocultar la rabia que sentía—. Mirando, por lo que veo…

—Miraba porque no podía hacer otra cosa. Intenté avanzar hacia Jana, pero no pude. Era como si estuviese clavado en el suelo. La magia del fantasma, supongo.

—Supones —Álex intentó contener su sarcasmo, porque aún necesitaba más información—. Y dices que Jana le estaba ganando la partida a la mano, pero algo debió de suceder, porque al final atravesó la puerta…

—Sí. Sucedió algo. Apareció una sombra, una sombra oscurísima. La envolvió del todo, hasta que ya no pudimos verla. Y la sombra flotó hasta la puerta y la atravesó. Ocurrió tan deprisa que no nos dio tiempo a reaccionar. Cuando quisimos hacerlo, Jana ya no estaba, sencillamente. La sombra se la había llevado… Y no quedaba ni rastro de ella, ni tampoco del fantasma.

—Debisteis seguirla —murmuró Álex, desencajado—. Debisteis cruzar la puerta tras ella. Necesitaba ayuda, necesitaba que alguien al menos intentase salvarla… ¿Por qué no la seguisteis?

—¿Y qué habríamos conseguido con eso? Ya no se podía hacer nada, Álex. Una vez que estás al otro lado, no hay solución. Perteneces al mundo de los muertos… No al nuestro.

Álex lo miró sin verlo. La ira le cegaba por completo, llenando su campo visual de una única mancha fulgurante, roja.

—¿Y crees que eso me basta? —Se echó a reír con una risa destemplada, cortante como el filo de un cuchillo—. No voy a dejarla allí, rey farsante e inútil. Tú eres el culpable de esto, y ahora quieres escurrir el bulto; pasar página, como suele decirse… ¿De verdad crees que voy a permitírtelo?

—¿Y qué piensas hacer? —replicó el rey, desafiante—. Atacarme a mí no te devolverá a tu novia. Nadie la obligó a acompañarnos. Vino ella porque quiso, porque creía que era lo mejor. Siento mucho lo que pasó, pero no puedes culparme a mí…

—Me da lo mismo de quién sea la culpa. Lo que quiero es que me ayudes a recuperarla.

—Álex —la voz del rey se había apaciguado, y latía en ella un cierto calor que casi sonaba a simpatía—. Puede que esto que voy a decirte te suene raro, pero yo siento mucho lo de Jana. La conozco bien. No estuvimos mucho tiempo juntos, claro, pero fue intenso. Y a ti también llegué a respetarte, después de lo de Venecia…

—No sé de qué diablos me estás hablando —le interrumpió Álex, exasperado.

El rostro del rey empezó a cambiar lentamente.

—Os ayudé —dijo, mientras sus rasgos empezaban a reorganizarse para componer el rostro agresivo y felino de Yadia—. Reconozco que no siempre fui leal con vosotros, pero todo lo que hice fue por una buena causa. Lo hice por Erik, Álex, aunque no lo creas… Yo le quería. Le quería tanto como pudieras quererle tú.

Por un momento, Álex olvidó su dolor. Contempló aturdido las facciones de Yadia, intentando encajar aquel rostro en el rompecabezas de la Senda de la Oca, de los caminos secretos que conducían al otro mundo.

—Tú —dijo, mirándolo a los ojos—. Yadia el Írido… Resulta que eras tú. Lo que no entiendo es cómo te las has arreglado para convencer a los Drakul de que eres uno de los suyos, de que compartan contigo sus secretos mejor guardados…

—Es que soy medio Drakul, Álex. Mi madre era Írida, mi padre era Drakul. Me eduqué con su clan, aunque él tuvo buen cuidado de ocultárselo a todo el mundo.

—¿Por qué? No lo entiendo. Según he oído, las parejas mixtas entre los clanes no son tan infrecuentes. ¿Por qué tu padre tenía tanto empeño en ocultar que eras un Drakul?

—Porque eso habría planteado problemas. Mi padre no era un Drakul corriente, Álex, sino el jefe de todos ellos. Mi padre era Óber.

—Óber —Álex frunció el ceño, incapaz de asimilar lo que estaba oyendo—. Pero eso significaría… significaría que eres hermano de… de Erik…

Edgar sonrió con tristeza.

—Te dije que tenía buenas razones para intentar ocupar su lugar.

Siguieron mirándose sin saber qué más decir. Álex habría querido preguntarle muchas cosas al hermano pequeño de su amigo. Le habría gustado preguntarle, por ejemplo, por qué había decidido no escuchar el consejo que su hermano le enviaba desde la tumba. Pero al mismo tiempo sentía que todas esas preguntas resultarían inútiles, que no le ayudarían en lo más mínimo a recuperar a Jana.

—Quizá Erik pueda ayudarme —murmuró, abstraído—. Él está allí. No en el reino de los muertos exactamente; en una especie de frontera intermedia. Pero tal vez desde allí sea más fácil.

—Intenta comunicarte con él. Eres el único que lo ha conseguido… Yo lo he intentado muchas veces, y siempre he fracasado.

Álex hizo un vago gesto de asentimiento y, sin despedirse, comenzó a caminar con aire ausente hacia la entrada. Edgar lo siguió.

—La Puerta de Plata sigue abierta. Si otros espíritus pueden usarla para entrar y salir, tal vez Jana…

Pero Álex salió de la estancia sin escuchar el final de la frase. Jana convertida en un espectro, en un fantasma inmaterial condenado a vagar como una sombra entre los vivos… ¿Y así era como el hermano de Erik pretendía consolarle? No era precisamente la clase de consuelo que él quería oír.