El big bang

Mediante el telescopio de 2,5 metros de diámetro de Monte Wilson, en California, Edwin Hubble hizo no uno, sino dos descubrimientos históricos. En primer lugar observó que nuestra galaxia, una peonza formada por unos cuatrocientos mil millones de estrellas, no estaba sola en el universo. Demostró que muchas nebulosas en espiral, que hasta entonces se creían nubes de gases incandescentes ubicadas en el seno de nuestra galaxia, eran en realidad otras galaxias. Hubble identificó estrellas variables muy tenues en la nebulosa de Andrómeda que resultaban muy similares a las estrellas del mismo tipo observadas en nuestra galaxia; pero aquéllas eran tan débiles que, necesariamente, la nebulosa tenía que hallarse muy lejos. Nuestra galaxia, la Vía Láctea, tiene una longitud de unos diez mil años luz. Andrómeda, una galaxia hermana algo más grande, está a dos millones de años luz de nosotros. La Vía Láctea, junto con Andrómeda y un par de docenas de galaxias más pequeñas, forman nuestro grupo local de galaxias. Hubble encontró otras galaxias más allá, esparcida por el espacio en todas las direcciones hacia donde pudo enfocar su telescopio. Las clasificó por su tipo —espirales, elípticas e irregulares— como un afortunado biólogo que cataloga seres vivos por primera vez. Hubble acababa de descubrir el universo macroscópico al igual que Leeuwenhoek lo había hecho con el mundo microscópico.

Otros hallazgos cuestionaron poco después el concepto einsteiniano del universo. Vesto M. Slipher, del observatorio Lowell de Flagstaff, Arizona, midió las velocidades de más de cuarenta galaxias y constató que la mayoría de ellas se estaban alejando de nosotros. La manera de registrar ese movimiento es la siguiente: mediante un prisma es posible obtener el espectro de la luz procedente de una galaxia y observar los colores que lo forman. En ese espectro aparecen ciertas líneas debidas a la emisión o absorción de luz en determinadas longitudes de onda por parte de elementos químicos concretos. Si la «firma» espectral de los elementos conocidos aparece desplazada ligeramente hacia el extremo tojo del espectro (longitudes de onda más largas), esto significa que la galaxia se está alejando de nosotros, ya que, debido al efecto Doppler, las ondas que provienen de ella se alargan. Del mismo modo, un desplazamiento hacia el azul significaría que la galaxia se aproxima a nosotros. Aunque Andrómeda mostraba una aproximación hacia el azul, moviéndose hacia nosotros en una lenta y gigantesca órbita, Slipher observó que el número de galaxias que presentaban una aproximación hacia el rojo era abrumadoramente superior. Hubble investigó este hecho más tarde y constató que cuanto más distante se hallaba una galaxia, más deprisa se alejaba de nosotros. Hacia 1931, él y su colaborador Milton Humason encontraron una galaxia que se alejaba de nosotros a la asombrosa velocidad de veinte mil kilómetros por segundo. La velocidad de recesión de una galaxia era aproximadamente proporcional a su distancia respecto a la nuestra, una relación que Hubble ya había observado en 1929 y que en 1931 se vio refrendada por datos muy significativos, obtenidos sobre distancias mucho mayores. Cuanto más alejada estuviera una galaxia, más pequeña la veríamos en el cielo y más rápidamente estaría huyendo de nosotros. Las galaxias eran, en palabras de una famosa metáfora, como uvas pasas de un gigantesco pastel de frutas cociéndose al horno. A medida que crece el pastel, cada pasa se separa de las demás, y tomando como referencia cualquiera de ellas, una pasa distante se aleja más deprisa que otra más cercana. Hubble había descubierto, pues, que el universo en su conjunto estaba expandiéndose. Uno de los descubrimientos más trascendentales y, a la vez, más sorprendentes de la historia de la ciencia.

Así pues, el modelo de universo einsteiniano incluía una predicción que demostró ser falsa: las galaxias permanecen siempre a la misma distancia, en lugar de separarse unas de otras.

Mientras tanto, Alexander Friedmann había encontrado ya la respuesta. Resolvió las ecuaciones originales de Einstein —sin la constante cosmológica…— partiendo de una importante premisa: no existen puntos «especiales» en el espacio; en otras palabras, todo punto del espacio era igual de bueno o malo que cualquier otro. En lo referente a la curvatura del espacio, esto implicaba que ninguna ubicación era especial y que la magnitud de la curvatura tenía que ser la misma en cualquier parte.

Lo único que no se especificaba a priori era si la curvatura era positiva (como en la superficie de una esfera), nula (como en el tablero de una mesa) o negativa (como en una silla de montar). Sólo había tres posibilidades:

1. Un universo triesférico cerrado y de curvatura positiva con una geometría espacial como la que Einstein proponía. En este universo, la suma de los ángulos de un triángulo sería siempre superior a 180 grados. Se trataría de un universo cerrado, con una circunferencia finita en todas las direcciones y un número también finito de galaxias, aunque no existiría límite alguno. Friedmann exploró este caso en 1922.

2. Un universo plano, de curvatura nula, en el que el espacio fuera infinito en todas las direcciones y respondiera a las leyes de la geometría euclídea, los ángulos de los triángulos siempre sumarían 180 grados. Un universo así poseería un número infinito de galaxias. Este caso intermedio fue añadido en 1929 por Howard P. Robertson, de Princeton.

3. Un universo abierto y de curvatura negativa, en el que la suma de los ángulos de todo triángulo es siempre menor de 180 grados. Este universo también se extendería hasta el infinito y tendría un número ilimitado de galaxias. Friedmann exploró el caso en 1924.

Friedmann encontró entonces que, según la versión original de la teoría de Einstein —sin la constante cosmológica—, cualquiera de esos tres modelos debía evolucionar, o cambiar, a lo largo del tiempo. El universo triesférico cenado tendría que haber partido de un tamaño nulo. Ese sería el instante del big bang. Luego se habría expandido como la superficie de un globo cuando lo inflamos, según la analogía desarrollada por Sir Arthur Eddington. Las galaxias serían como puntos dibujados sobre el exterior de ese globo. A medida que éste se expande, los puntos se van separando; la distancia entre dos cualesquiera de ellos crece con el tiempo. En un momento determinado, el universo triesférico alcanzaría un tamaño máximo y comenzaría a desinflarse, para finalmente contraerse hasta un tamaño nulo y concluir en un big crunch, Un universo así sería finito en el espacio y en el tiempo. El modelo plano y el de curvatura negativa comenzaban también con un big bang, pero se expandían eternamente hacia el futuro. Eran infinitos en extensión espacial y también infinitos en el tiempo, en dirección al futuro.

¿Qué implicaciones tiene todo esto para el movimiento de las galaxias? Las galaxias experimentan una atracción gravitatoria mutua y actualmente, sin embargo, se alejan unas de otras a gran velocidad. ¿Poseen la velocidad suficiente como para escapar a la atracción de sus vecinas y continuar separándose eternamente, o esa atracción mutua acabará por frenarlas y terminarán chocando unas con otras? Si no existiera la constante cosmológica, como asumen los modelos de Friedmann, la respuesta dependería de la densidad actual de la materia en el universo. Si es mayor que un valor crítico, el universo colapsará finalmente y el modelo aplicable es el del universo triesférico cerrado, con un big bang y un big crunch. Si la densidad tiene exactamente el valor crítico, el modelo aplicable es el plano; el universo se expandirá cada vez más despacio, por encima apenas de lo imprescindible para no colapsar. Si la densidad es menor que el valor crítico, el modelo aplicable es el de curvatura negativa y el universo se expandirá eternamente. Para las velocidades de recesión observadas actualmente en las galaxias, la densidad crítica sería de unos 8 × 10−30 gramos por centímetro cúbico, que equivale a unos 5 átomos de hidrógeno por metro cúbico. Según los modelos de Friedmann, el universo colapsará algún día si la densidad media de la materia en el universo supera este valor; en caso contrario, se expandirá eternamente.

Hubble comprobó que, a gran escala, el universo parece igual en todas las direcciones, tal como asumían los modelos de Friedmann. Los cúmulos y grupos de galaxias estaban esparcidos de igual modo dondequiera que enfocara el telescopio. Los recuentos de galaxias tenues en distintas regiones grandes del cielo arrojaban resultados prácticamente constantes. Por otra parte, todos esos grupos y cúmulos se estaban alejando de nosotros, y cuanto más distantes se hallaban, más veloz era su alejamiento. Parecía como si estuviéramos en el centro de una explosión finita, pero después de Copérnico, una idea así había que descartarla de forma tajante. (Copérnico señaló de manera convincente que la Tierra no era el centro del universo, como se creía hasta entonces). Aunque nuestra galaxia pareciera hallarse en el centro de una gran explosión, cuyos fragmentos se estuvieran alejando de nosotros a igual velocidad en todas las direcciones, ¿por qué iba a ser nuestra galaxia la afortunada? Si el universo parecía igual en todas las direcciones, esto también debía ser válido para cualquier observador situado en cualquiera de las galaxias; en caso contrario, seríamos algo especial. La idea de que nuestra ubicación no tiene nada de extraordinario se conoce como principio copernicano y ha sido una de las premisas más fructíferas de la historia de la ciencia. Las observaciones de Hubble de que el universo parecía igual en todas las direcciones, unidas a la idea de que no somos especiales, llevaron a la conclusión de que la hipótesis de Friedmann tenía que ser cierta. Si el universo parecía igual en todas las direcciones, observado desde cualquier galaxia, entonces no existían direcciones especiales ni ubicaciones especiales. La inspirada hipótesis de Friedmann se convertía así en una necesidad, tal como consideraron Howard P. Robertson, de Princeton, y Arthur G. Walker, del Reino Unido, y se confirmó definitivamente la notable predicción del matemático ruso de que el universo debía de estar expandiéndose o contrayéndose. Desgraciadamente, Friedmann no vivió para contemplar su triunfo. Murió en 1925, cuatro años antes de que Hubble anunciara su descubrimiento.

Los modelos de Friedmann coinciden en que, sea cual sea su curvatura, el universo comenzó en un pasado finito con un big bang. En ese instante inicial, existía un estado de densidad y curvatura infinitas: una singularidad. Esto constituye una causa primera.

El más simple de los modelos de Friedmann es el universo triesférico cerrado, que comienza con un big bang y termina con un big crunch. Su geometría espaciotemporal (figura 19) recuerda a un balón de rugby. El big bang es el extremo inferior y el big crunch, el superior. Como se observa en la figura, el tiempo fluye hacia arriba, hacia el futuro. La superficie bidimensional del balón que aparece en el diagrama contiene, por simplicidad, una única dimensión espacial (alrededor de la circunferencia) más la dimensión temporal (de abajo arriba). Ignoremos el interior del bidón y lo que hay fuera de él; la superficie —el cuero— es lo único real, Para ver cuál es el aspecto de este universo a lo largo del tiempo, basta con ir cortando el balón en sentido horizontal cada vez más arriba. Al principio, el universo es un punto (el big bang) y luego se convierte en un círculo cada vez mayor. El círculo representa la circunferencia del universo triesférico. El universo se expande. Cuando llegamos al «ecuador» del balón, el círculo alcanza su tamaño máximo. A medida que el plano de corte sigue subiendo, el círculo se va haciendo cada vez más pequeño, hasta terminar de nuevo en un punto (el big crunch).

FIGURA 19. Universo triesférico cerrado de Friedmann

Las líneas de universo de las galaxias son geodésicas que van siguiendo —lo más recto posible— los «meridianos» del balón que conectan el big bang y el big crunch. Inicialmente, esa líneas se separan pero, debido a la curvatura de la superficie, los meridianos acaban confluyendo. En el ecuador del balón, las líneas de universo dejan de separarse y comienzan a converger, hasta colisionar finalmente en el big crunch. El modelo muestra de una manera muy gráfica el modo en que opera la teoría de la gravitación de Einstein. Es justamente la masa de las galaxias lo que hace que el espacio-tiempo se curve y que esas trayectorias «lo más rectas posibles» se unan al final.

Imaginemos un escuadrón de aviones partiendo del polo sur de la Tierra en todas las direcciones. Los aparatos volarían en línea recta hacia el norte, a la misma velocidad, sin girar ni a derecha ni a izquierda. Se dispersarían desde el polo sur, separándose cada vez más unos de otros. Pero, en un momento dado, los aviones cruzarían el ecuador y, a pesar de seguir enfilando el norte y volando en línea recta, comenzarían a acercarse, hasta acabar chocando sobre el polo norte. Un observador podría concluir que los aviones han confluido debido a su mutua atracción gravitatoria. Según la teoría de Einstein, las líneas de universo de las galaxias confluyen debido a que su masa hace que el espacio-tiempo se curve.

Basándose en la obra de Friedmann, George Gamow argumentó en 1948 que el universo primitivo, inmediatamente después del big bang, tuvo que haber sido muy denso y, por lo tanto, con una temperatura muy elevada, como cuando bombeamos aire en un neumático, haciendo que una gran cantidad de moléculas se acumulen en un espacio pequeño, y el rápido movimiento de éstas hace que la temperatura del aire confinado se eleve. Gamow dedujo que ese febril universo primitivo debía estar lleno de radiación, la cual se enfriaría a medida que aquél se expandiera y se hiciera más fluido. Para hacemos una idea, imaginemos el universo como un círculo creciente y consideremos una onda continua de radiación electromagnética superpuesta a ese círculo. Resultaría un círculo ondulado, con un número finito de crestas marchando a su alrededor a medida que se expande. El número de crestas no cambia al aumentar aquél su tamaño, con lo que la longitud de onda entre crestas se hace cada vez mayor. Una radiación de longitud de onda más grande posee menos energía y corresponde a una menor temperatura. Conforme el universo se expande, por tanto, la radiación que contiene pierde energía y su temperatura disminuye.

Gamow calculó también las reacciones nucleares que tendrían lugar a medida que el universo se expandía y enfriaba. Tras estar sometido a un calor extremo, el universo nacería compuesto fundamentalmente de hidrógeno (núcleos de 1 protón), entre un 24 y un 25% en peso de helio (núcleos de dos protones y dos neutrones) y alrededor de tres o cuatro partes por cien mil de deuterio (hidrógeno pesado con un núcleo formado por un protón y un neutrón). Habría también minúsculas cantidades de litio. Los elementos más pesados, tales como el carbono, el nitrógeno, el oxígeno, y así hasta el uranio, se habrían creado más tarde en las estrellas. El helio también podría haberse generado en estas últimas. No se conocía, sin embargo, el modo en que una estrella podría producir deuterio. Las reacciones nucleares que tienen lugar en ellas lo queman, fabricando más helio. Gamow sabía que en el universo se habían detectado pequeñas cantidades de deuterio; el big bang caliente parecía la única fuente disponible para él. Conociendo aproximadamente la cantidad de deuterio existente en la actualidad, Gamow pudo determinar cuánta radiación térmica debió de existir en el periodo inicial. Encontró que el deuterio que hoy observamos fue creado tan sólo unos minutos después del big bang, cuando el universo era mil millones de veces más pequeño que en la actualidad. Dos colegas de Gamow, Ralph Alpher y Robert Herman, calcularon lo que debió de sucederle a esa radiación a medida que ‘el universo se expandía hasta alcanzar su tamaño actual, En la época presente, según ellos, la radiación debería haberse enfriado hasta una temperatura de 5 grados sobre el cero absoluto de la escala Kelvin (cero grados Kelvin corresponden a -273 grados Celsius o −459 grados Fahrenheit). Esta predicción, realizada en 1948, atribuía a la radiación longitudes de onda en la banda milimétrica, la de las microondas.

En la década de los sesenta, Robert Dicke, de Princeton, concluyó de manera independiente que, tras el big bang, el universo primitivo debió de experimentar una temperatura muy elevada. El artículo de Gamow permanecía en el olvido. En colaboración con su brillante y joven colega Jim Peebles, Dicke calculó las reacciones nucleares para determinar la temperatura actual del universo, repitiendo sin saberlo los cálculos de Herman y Alpher. Dicke, que era experto en la construcción de receptores de microondas, pensó que podría fabricar un radiotelescopio capaz de detectar la radiación, aunque resultara ser de muy baja intensidad. Junto con David Wilkinson y P. G, Roll, ambos de Princeton, Dicke emprendió la construcción del radiotelescopio, un artefacto en forma de bocina que recordaba a una trompeta. Como la bocina apuntaba hacia el cielo, era difícil que pudiera captar radiaciones espúreas procedentes de la Tierra. Los radiotelescopios normales, dotados de una gran parábola en la parte baja y un receptor en alto apuntando hacia ella, son más susceptibles a este tipo de interferencias. Dicke estaba convencido de que su radiotelescopio era el único en el mundo capaz de captar la radiación térmica remanente del big bang. Se equivocaba.

A menos de sesenta kilómetros de allí, en los Laboratorios Bell de Holmdel, Nueva Jersey, Arno Penzias y Robert Wilson tenían ya en funcionamiento una antena de bocina más grande. Había sido diseñada para recibir las señales en la banda de las microondas que reflejaba el recién lanzado satélite Echo, de treinta metros de diámetro, situado en órbita a unos dos mil kilómetros de altura. Para su sorpresa, Penzias y Wilson detectaron microondas que provenían de todas las partes del cielo, correspondientes a una radiación térmica con una temperatura de unos 3 grados sobre el cero absoluto en la escala Kelvin. La señal era distinta a la de cualquier otra fuente astronómica. Al principio pensaron que se debía a unos excrementos de paloma depositados en la bocina. Pero, tras una cuidadosa limpieza, obtuvieron los mismos resultados.

Penzias telefoneó a su amigo, el radioastrónomo Bernie Burke, para preguntarle si conocía alguna fuente astronómica que pudiera generar una radiación de 3 grados uniformemente distribuida en el cielo. Al parecer, Burke acababa de tener noticia de una conferencia en la que Jim Peebles había hablado de los planes de su grupo en Princeton para indagar sobre esa radiación, por lo que sugirió a Penzias que contactan con Dicke. El grupo de Princeton fue invitado a visitar los Laboratorios Bell, donde contemplaron, estupefactos, el único radiotelescopio en el mundo —aparte del suyo— capaz de detectar la famosa radiación. Se les habían adelantado. Penzias y Wilson y el grupo de Princeton publicaron a la vez sus artículos en el Astrophysical Journal, explicando las observaciones y la teoría. Fue en 1965.

Cinco años después tuve el honor de trabajar con Penzias y Wilson en su radiotelescopio de bocina. Realizábamos observaciones rutinarias para calibrar la intensidad de algunas fuentes de radio conocidas, pero en cualquier caso fue muy emocionante. Pude comprobar personalmente el extremo cuidado en sus procedimientos y lo bien que trabajaban en equipo. Arno era el más entusiasta de los dos y Bob, el más tranquilo. Recuerdo en cierta ocasión a Arno muy enojado porque una placa electrónica parecía estar fallando. En un abrir y cerrar de ojos, Bob la desmontó, comprobó algunas soldaduras con un multímetro, sustituyó el componente averiado y la volvió a instalar en su sitio. Este fluido trabajo en equipo fue lo que les condujo a su gran descubrimiento. Fueron lo suficientemente meticulosos como para descartar una tras otra todas las posibles fuentes de contaminación radioeléctrica; la señal que quedaba tenía que provenir del cielo.

Muchas noches fui el encargado de manejar la bocina y, como recién graduado, me emocionó utilizar el telescopio que había permitido ver más lejos que ningún otro. La radiación térmica de fondo que detectaba había dado lugar a los electrones y a los protones hace trece mil millones de años, sólo trescientos mil años después del big bang.

Una vez allí, me fijé en una carta de George Gamow que Penzias tenía clavada con chinchetas en la pared. En ella, el físico ruso felicitaba a Penzias por su reciente artículo sobre el tema, pero lamentaba que hubiera ignorado la historia anterior. Gamow le recordaba que él mismo había predicho la radiación en 1948 y que sus colegas Alpher y Herman estimaban su temperatura actual en 5 grados y aportaba las referencias.

El membrete de la carta indicaba que procedía de la dacha (el término ruso para una casa de campo) que Gamow tenía en Boulder, Colorado. Esto hizo que se completara un círculo. De joven había leído todos los libros de Gamow y siempre fui un admirador de sus trabajos sobre el big bang caliente. Una de las mejores amigas de mi madre era la mujer de Gamow, y cuando fui a trabajar al Instituto de Astrofísica de Boulder en 1967, él y su esposa tuvieron la amabilidad de invitarme a cenar en su casa. El propio doctor Gamow pasó a recogerme al volante de su Rolls Royce. Era más viejo de lo que aparentaba en las fotos de las cubiertas de sus libros, pero tan simpático como se deducía del texto. Durante la cena me planteó algunos acertijos. En el sótano de la casa tenía una pared entera llena de sus libros, traducidos a varios idiomas. Comentó lo mucho que le satisfacía que Penzias y Wilson hubieran descubierto la radiación de fondo que él y sus colegas habían pronosticado años atrás. Anticipar que la radiación existía y estimar su temperatura con una desviación tan pequeña constituía toda una hazaña, era como predecir que un platillo volante de quince metros de diámetro aterrizaría en el césped de la Casa Blanca y ver que realmente lo hacía uno de ocho metros. Podía decirse que era la predicción científica más notable jamás verificada empíricamente.

El descubrimiento de Penzias y Wilson, por el que recibieron el Premio Nobel de física, sirvió para consolidar el modelo del big bang. Tres décadas más tarde, el satélite COBE (Cosmic Background Explorer, explorador del fondo cósmico) midió la radiación cósmica de fondo a muchas longitudes de onda con una precisión exquisita, y estableció su temperatura en 2,726 grados sobre el cero absoluto en la escala Kelvin. Las observaciones coincidían de forma tan contundente con la radiación térmica predicha por Gamow, Herman y Alpher, que los físicos y astrónomos reunidos en Princeton con motivo de la presentación oficial de los resultados del COBE en 1992 prorrumpieron en aplausos cuando David Wilkinson proyectó la transparencia que mostraba el espectro obtenido por el satélite.

El COBE detectó con posterioridad pequeñas fluctuaciones de temperatura —de 1 parte en 100.000— basándose en los registros de distintas regiones del cielo. Dichas fluctuaciones en la radiación y en la densidad de materia presentes en el universo primitivo son como diminutas ondas en un estanque tranquilo, pero habrían crecido después hasta convertirse en avalanchas. Las regiones con una densidad ligeramente superior a la media generarían una gravitación más fuerte que las regiones circundantes, y tenderían a acumular progresivamente más materia en ellas. Mediante este proceso, las fluctuaciones en la densidad del universo primitivo que hay detrás de las variaciones en la radiación de fondo de microondas que hoy observamos pudieron evolucionar y dar lugar a las galaxias y cúmulos de galaxias que existen en el universo actual.

Con el modelo del big bang ganando cada vez más adeptos, la atención comenzó a centrarse en la singularidad del big bang en sí. Stephen Hawking y Roger Penrose demostraron ciertos teoremas, según los cuales, y dejando al margen los efectos de la gravitación cuántica y las curvas cerradas de tipo tiempo, si la densidad de energía del universo es siempre positiva y la presión nunca es lo bastante negativa como para producir un efecto gravitatorio repulsivo neto, el nivel de expansión uniforme que observamos hoy implica que tuvo que haber una singularidad inicial; en otras palabras, las singularidades iniciales se darían incluso en los modelos que no fueran exactamente uniformes. Esa singularidad inicial se convertía en la causa primera del universo. Pero la conclusión abría el debate sobre cuál había sido el origen de esa singularidad y qué había ocurrido antes de ella. La respuesta más común a esta última pregunta es que el tiempo fue creado precisamente en dicha singularidad (en el extremo inferior del balón de rugby de la figura 19) junto con el espacio, es decir, el tiempo no existía antes del big bang y, por lo tanto, nada pudo ocurrir con anterioridad. Plantear qué sucedió antes del big bang es como preguntar qué hay más al sur del polo sur. Nada.

Pero aún queda una cuestión incómoda: ¿qué hizo que esa singularidad inicial tuviera una uniformidad casi perfecta, para que la radiación de fondo no presente temperaturas muy diferentes en regiones distintas del cielo?

Otro problema más es que las singularidades se ven normalmente «contaminadas» por los efectos cuánticos. El principio de incertidumbre de Heisenberg dice que las cosas no pueden ser ubicadas exactamente; es algo así como si dibujáramos un punto con el bolígrafo y luego aplicáramos el difumino para extender la tinta sobre el papel. Esa borrosidad cuántica puede evitar que la densidad alcance un valor infinito a medida que retrocedemos en el tiempo, rumbo a la singularidad inicial, y siguiendo las leyes de la teoría general de la relatividad einsteiniana, alcanzamos en primer lugar una época en la que la densidad es tan grande que los efectos cuánticos hacen inaplicable la relatividad general. A esa densidad (5 × 1093 gramos por centímetro cúbico), las indeterminaciones cuánticas en la geometría se hacen importantes; el espacio-tiempo deja de ser uniforme y se convierte en algo así como espuma espaciotemporal. De modo que no es posible remontarse continua y fiablemente hasta un estado de densidad infinita; sólo podemos decir que finalmente alcanzaríamos una época en la que los efectos cuánticos se harían relevantes y donde la relatividad general clásica (asumida por Hawking y Penrose en sus teoremas) no sería aplicable. En la actualidad no disponemos de una teoría de la gravitación cuántica o de una «teoría del todo» que unifique la gravedad, las fuerzas nucleares débil y fuerte, el electromagnetismo y la mecánica cuántica. A falta de ello, sólo se puede admitir que desconocemos lo ocurrido antes de un determinado momento (de manera similar a como los antiguos geógrafos anotaban Terra incognita en sus mapas). No podemos decir exactamente cómo se formó nuestro universo.