Podemos ver el pasado

Si sólo queremos ver el pasado en lugar de visitarlo, el asunto es sencillo: lo estamos haciendo todos los días debido a que la velocidad de la luz es finita. Si observamos Alfa Centauro, que está a cuatro años luz de nosotros, no la vemos como es hoy, sino como era hace cuatro años. De la estrella Sirio, a nueve años luz de la Tierra, contemplamos el brillo que tenía hace nueve años. Cuando observamos la galaxia de Andrómeda, que se halla a dos millones de años luz, la vemos como era hace dos millones de años, época en la que la especie «abuela» de la nuestra, el Homo habilis, poblaba la Tierra. Contemplamos el lejano cúmulo de galaxias Coma tal cual era hace trescientos cincuenta millones de años, cuando los anfibios empezaban a arrastrarse fuera de los océanos terrestres. El cuásar 3C273 está a más de dos mil millones de años luz de nosotros; lo vemos como era cuando la forma de vida más compleja en nuestro planeta era una bacteria. (Los cuásares son objetos brillantes cuya energía se debe probablemente a la caída de gas dentro de agujeros negros gigantes ubicados en el centro de algunas galaxias). Mis colegas de Princeton, Michael Strauss y. Xiao-Hui Fan, han descubierto recientemente un cuásar muy lejano, situado a más de doce mil millones de años luz de la Tierra.

Cuanto más lejos miremos, más atrás en el tiempo veremos. Los premios Nobel Asno Penzias y Bob Wilson son los científicos que han ido más lejos escudriñando el pasado. Descubrieron la radiación cósmica de fondo, constituida por fotones en la banda de las microondas que nos bombardean desde todas las direcciones del espacio y que son un residuo de la más temprana infancia del universo. Esos fotones llegan directamente a nosotros desde hace trece mil millones de años, cuando el universo tenía tan sólo trescientos mil años. Nuestros telescopios son, en cierto sentido, máquinas del tiempo que permiten a los astrónomos conocer qué aspecto tenía el universo en diferentes épocas. Cuando un astrónomo observa una galaxia en proceso de formación es como si un paleontólogo pudiera contemplar hoy la vida real de los dinosaurios. Una supernova que estalle en una lejana galaxia aparecerá en el periódico de hoy, cuando su luz nos alcanza, aunque el suceso haya tenido lugar antes de que se inventara la escritura.

Pero también podríamos desear ver sucesos pasados ocurridos en la Tierra. Incluso eso es posible. ¿Quiere usted verse a sí mismo en el pasado? Colóquese a 1,5 metros de un espejo. La imagen que ve de sí mismo no es usted mismo ahora, sino usted hace 10 nanosegundos. Viajando a 0,3 metros por nanosegundo, la luz tarda 5 nanosegundos en ir desde su cuerpo al espejo y otros tantos en regresar, Así pues, cuando nos miramos en un espejo, en realidad estamos viendo una versión ligeramente más joven de nosotros mismos. Empleando luz visible, ¿cuál es la mayor distanciá hacia el pasado que podemos observar desde la Tierra? Los astronautas del proyecto Apolo dejaron algunos reflectores de esquina en la Luna. Un reflector de esquina consta de tres espejos unidos de modo que formen ángulos rectos dos a dos, como el suelo y las dos paredes en un rincón de una habitación. Si se dirige un haz de luz hacia un reflector de esquina, el haz se reflejará sucesivamente en los tres espejos y regresará exactamente en la dirección en la que llegó (en los catadióptricos de las bicicletas se emplean diminutos dispositivos de este tipo, que consiguen devolver la luz en la dirección de la que provenía). Así pues, hoy día los científicos de la Tierra pueden hacer rebotar rayos láser en los catadióptricos de la Luna y recuperarlos de vuelta. Nuestro satélite se halla, en promedio, a unos trescientos noventa mil kilómetros de distancia, lo que equivale a 1,3 segundos luz, de modo que el viaje de ida y vuelta dura 2,6 segundos. Cuando esos científicos observan el retomo de la señal láser en sus telescopios, están presenciando un suceso, el envío de un pulso de luz láser, que tuvo lugar en la Tierra 2,6 segundos antes. Están, por lo tanto, contemplando el pasado terrestre.

Aunque no podamos «ver» las ondas de radio, éstas también nos permiten contactar con el pasado. El radiotelescopio Goldstone de California hizo rebotar una señal de radar en los anillos de Saturno. La duración total del viaje para la señal fue de 2,4 horas. Cuando fue recibida de vuelta, los astrónomos estaban en realidad detectando su emisión desde la Tierra 2,4 horas antes.

Supongamos que quisiéramos observar la Tierra tal como era hace un año, Bastaría con situar un enorme reflector de esquina a medio año luz de nosotros y dirigir hacia él un potente telescopio. Los satélites espías situados a más de trescientos kilómetros de altura pueden distinguir las matrículas de los coches que circulan por las calles. Desde trescientos kilómetros de distancia, un telescopio de 1,8 metros de diámetro puede diferenciar objetos menores de 8 centímetros, lo que constituye la mejor resolución posible desde el espacio debido a la refracción variable de la atmósfera terrestre. Con un telescopio así, desde trescientos kilómetros de distancia podríamos reconocer a nuestra estrella de rock favorita en medio de un estadio abarrotado. Si hiciéramos el telescopio diez veces más grande, podríamos ver la misma escena con igual claridad desde una distancia diez veces mayor. El telescopio capturará al mismo ritmo los fotones procedentes de dicho suceso, con lo que dispondremos de una vista igual de nítida. Supongamos ahora que en el punto adecuado de nuestro sistema solar construimos un enorme telescopio con un diámetro cuarenta veces superior al del Sol y que lo orientamos hacia nuestro reflector de esquina gigante, ubicado a medio año luz de la Tierra; dispondríamos entonces de una vista, con una calidad similar, de un concierto de rock que tuvo lugar hace un año en nuestro planeta. Sin duda sería un proyecto muy costoso, al menos unos 1031 dólares, si tomamos como referencia el coste del telescopio espacial Hubble.

En el espacio existen ya reflectores que, teóricamente, podrían devolvemos fotones procedentes del pasado terrestre: los agujeros negros. La luz que entra en un agujero negro no sale jamás debido a la inmensa fuerza de gravedad, pero la luz que viaja en sus inmediaciones podría curvarse 180 grados y regresar a la Tierra. El agujero negro Cisne X-1, cuya masa es probablemente siete veces la de nuestro Sol, se encuentra a ocho mil años luz de distancia. En principio, un fotón emitido en la Tierra en el año 14.000 a. C. podría haber viajado hasta ese agujero negro y, tras haberlo rodeado haciendo un giro en U, haber enfilado la Tierra para regresar a ella justamente en el año 2000. Esto proporcionaría una vista del mundo en el año 14.000 a. C. Desgraciadamente el agujero negro es muy pequeño, por lo que la fracción de todos los fotones emitidos por la Tierra que llegan hasta él es diminuta y la de los que realmente regresan, más diminuta aún. Si hacemos números, llegamos a la conclusión de que es probable que ni un solo fotón de los emitidos por nuestro planeta haya regresado tras alcanzar Cisne X-1 en toda la historia de ambos astros.

Otra posibilidad de contemplar nuestro propio pasado, sugerida por el físico ruso Andrei Sajarov, está basada en la idea de que el universo podría estar curvado sobre sí mismo de alguna forma peculiar. Haciendo un símil, una hoja plana de papel obedece a los principios de la geometría euclídea, pero podemos arrollarla y pegar dos de sus bordes para crear un cilindro. Si fuésemos un planilandés que habitara en ese cilindro, podríamos continuar pensando que vivimos sobre una superficie plana porque la suma de los ángulos de un triángulo seguiría siendo 180 grados. Pero si caminásemos a lo largo de una circunferencia del cilindro, sin cambiar de dirección, regresaríamos al punto de partida. Sería como uno de esos videojuegos en los que cuando una nave espacial desaparece por el lado izquierdo de la pantalla, vuelve a reaparecer inmediatamente por el derecho. El universo podría ser una versión tridimensional de ese fenómeno, un recinto gigante dispuesto de tal modo que si intentásemos escapar de él por la parte superior, apareceríamos en la inferior; si lo hiciéramos por la izquierda, apareceríamos por la derecha, y si nos «saliésemos» por atrás, iríamos a parar a la zona delantera. La luz que viajara desde nuestra galaxia hacia el frente reaparecería por detrás y continuaría viajando hacia delante hasta llegar otra vez al punto de partida, tras haber dado la vuelta completa al universo. En un universo así, la luz daría vueltas en tres dimensiones una y otra vez, presentando muchas imágenes de nuestra galaxia. Esas imágenes múltiples estarían situadas en los nodos de una red (como el pez en el grabado de Escher Profundidad; figura 8). Tendríamos la impresión de vivir en un universo infinito formado por muchas copias del recinto básico, apiladas en tres dimensiones como contenedores en un inmenso almacén. La imagen más próxima de nuestra galaxia se hallaría a una distancia igual a la dimensión más corta del recinto.

FIGURA 8. Profundidad (1955), de MC. Escher.

En un universo cerrado sobre sí mismo —la izquierda «pegada» a la derecha, la parte superior a la inferior, y la trasera a la delantera— observaríamos imágenes múltiples.

En 1980 investigué estos modelos de universo, y establecí ciertos límites en lo relativo a la distancia a la que podría hallarse la imagen más cercana de nuestra galaxia. Observaciones recientes han permitido afinar esos límites. Al parecer, si el universo estuviera cerrado sobre sí mismo de esa curiosa manera, la imagen más próxima de nuestra galaxia estaría, probablemente, a unos cinco mil millones de años luz de nosotros, como mínimo. Si así fuera y pudiéramos identificar nuestra galaxia entre los miles de millones existentes, cabría verla en una época —hace cinco mil millones de años— en la que ni siquiera se había formado la Tierra.

Neil Cornish, de la Universidad del Estado de Montana, Glenn Starkman, de la Case Westem Reserve University, y David Spergel, mi colega de Princeton, han señalado recientemente que dicha posibilidad podría ser comprobada mediante observaciones de la radiación cósmica de fondo. Los fotones en la banda de las microondas que la constituyen provienen de una «cáscara» esférica que tiene un radio de trece mil millones de años luz, lo más lejos que podemos ver hoy día. Si el universo fuese en realidad un recinto de dimensiones más pequeñas, ese radio de trece mil millones de años luz «se saldría» por la parte superior del recinto y volvería a entrar por la inferior, haciendo que la esfera se intersecara. La intersección de dos esferas es siempre un círculo; en este caso, la esfera de la radiación de fondo reingresaría en el recinto y se intersecaría ella misma en pares de círculos. Así pues, en el mapa de las fluctuaciones del fondo de microondas deberían aparecer parejas de círculos idénticos. Este patrón sería fácilmente reconocible, de manera estadística, en un mapa detallado y completo de la radiación cósmica de fondo como el que obtendrá el satélite MA, Microwave Anisotropy Probe (detector de anisotropía en microondas). Si observáramos esa clase de círculos en la radiación de fondo, sabríamos dónde encontrar la imagen más próxima de nuestra galaxia. Bastaría con buscar los dos círculos idénticos más grandes y enfocar hacia el centro exacto de uno de ellos. Si la imagen más cercana de nuestra galaxia está a menos de trece mil millones de años luz, la podríamos ver. Debemos advertir, en cualquier caso, que estas topologías cerradas sobre ellas mismas no son precisamente simples, con lo que nadie debería sorprenderse por no encontrar círculos gemelos sobre el fondo de microondas. Sin embargo, en caso de encontrarlos sería apasionante porque tendríamos la oportunidad de contemplar nuestra propia galaxia en un pasado lejano, y todos los grandes telescopios del mundo enfocarían en esa dirección.