La obra de Maxwell fascinaba a Einstein, pero sus ecuaciones contradecían el aspecto que él había previsto para aquel rayo de luz junto al que se imaginaba viajando a la misma velocidad. En su visión, la onda electromagnética parecía estacionaria respecto a él, una onda estática con crestas y valles como surcos en un campo arado. Las ecuaciones de Maxwell no permitían ese fenómeno estático en el vacío, así que algo estaba equivocado.
Einstein se dio cuenta de algo más, Supongamos que desplazamos rápidamente una partícula cargada ante un imán inmóvil. Según Maxwell, la carga en movimiento se vería acelerada por una fuerza magnética. Dejemos quieta la carga y movamos ahora el imán. Conforme a las ecuaciones de Maxwell, el campo magnético variable producido por el imán en movimiento crearía un campo eléctrico, produciendo una aceleración en la carga debido a una fuerza eléctrica. La física involucrada en cada caso sería totalmente distinta y, sin embargo, la aceleración resultante sobre la partícula cargada sería idéntica en ambos. Einstein tuvo entonces una idea audaz. Pensó que la física tenía que ser la misma en ambos casos, puesto que la única relación entre la partícula cargada y el imán resultaba ser la velocidad relativa de uno con respecto al otro.
En la historia de la ciencia, muchos grandes avances se han producido cuando alguien se ha percatado de que dos situaciones que hasta entonces se creían diferentes son en realidad la misma. Aristóteles pensaba que la gravedad afectaba a la Tierra haciendo que los objetos cayeran hacia ella, pero que eran otras las fuerzas que operaban en los cielos y hacían que los planetas se movieran y la Luna girara alrededor del nuestro. Sin embargo, Newton comprendió que la fuerza que hacía caer a una manzana era la misma que mantenía a la Luna en su órbita. Se dio cuenta de que la Luna estaba «cayendo» continuamente hacia la Tierra, pues la trayectoria en línea recta que nuestro satélite hubiera seguido en el espacio en caso contrario se hubiera visto continuamente curvada para formar un círculo. Una idea que en absoluto era obvia.
Había otra cosa sobre la luz que resultaba muy peculiar. Supongamos que la Tierra se moviera a través del espacio a 100.000 kilómetros por segundo. Un rayo de luz que nos adelantara viajando en el mismo sentido que ella, ¿se alejaría de nosotros a sólo 200.000 kilómetros por segundo (es decir, 300.000 menos 100.000)? Y si el rayo viajara en sentido opuesto, ¿lo veríamos alejarse a 400.000 kilómetros por segundo (es decir, 300.000 más 100.000)? El hecho es que la luz se aleja siempre de la Tierra a la misma velocidad, con independencia del sentido en el que viaje. En 1887, el físico Albert Michelson, del Instituto Case de Ciencias Aplicadas de Cleveland, y el químico Edward Morley, de la vecina Westem Reserve University, comprobaron este extremo dividiendo un haz de luz, de modo que una mitad fuera hacia el norte y la otra, hacia el este. Sendos espejos reflejaban después cada uno de los haces, devolviéndolos al punto de origen. Michelson y Morley pensaron que si la luz se desplazaba a través del espacio a 300.000 kilómetros por segundo y su aparato se movía, también en el espacio, a 30 kilómetros por segundo (la velocidad de la Tierra en su órbita alrededor del Sol), la velocidad de la luz respecto a su aparato sería de 300.000 kilómetros por segundo más/menos 30 kilómetros por segundo, dependiendo de si el haz viajaba en paralelo o en sentido contrario al movimiento de la Tierra. Estimaron que el haz de luz que iba y venía en la dirección paralela a la del movimiento de la Tierra debía llegar retrasado con respecto al que hacía el recorrido en una dirección perpendicular; sin embargo, su experimento mostró de manera muy precisa que los dos haces llegaban siempre a la vez.
Es fácil imaginar la enorme sorpresa para ambos científicos. Después de confirmar la precisión de su aparato, se preguntaron si la velocidad de la Tierra alrededor del Sol en el momento de hacer el experimento podría haberse visto cancelada por algún movimiento en sentido contrario del sistema solar en su conjunto. Motivo por el cual repitieron la prueba seis meses más tarde, cuando la Tierra se estaba moviendo en sentido opuesto en su órbita alrededor del Sol. Según su hipótesis, en la segunda ocasión deberían estar moviéndose a través del espacio a sesenta kilómetros por segundo, pero los resultados fueron idénticos.
Con toda esta valiosa información en sus manos, en 1905 Einstein formulé dos sorprendentes postulados: primero, los efectos de las leyes físicas deben resultar iguales para cualquier observador sujeto a movimiento uniforme (viajando a velocidad constante a lo largo de una dirección constante, sin que existan giros), y segundo, la velocidad de la luz en el vacío tiene que ser la misma para cualquier observador en movimiento uniforme.
De entrada, los postulados parecen contradecir el sentido común, ¿cómo puede un rayo de luz alejarse de dos observadores a la misma velocidad si estos observadores se mueven uno respecto a otro? Sin embargo, Einstein demostró muchos teoremas basados en esos dos postulados y los numerosos experimentos realizados desde entonces han confirmado su validez.
Einstein probó sus teoremas ideando diversos e ingeniosos experimentos mentales. Denominó sus trabajos «teoría especial de la relatividad», especial porque estaba restringida a observadores en movimiento uniforme, y relatividad porque mostraba que sólo cuentan los movimientos relativos.
Hagamos una pausa para admirar la enorme originalidad de la propuesta einsteiniana. Nunca antes alguien había hecho algo similar en la ciencia. ¿Cómo llegó Einstein a sus conclusiones? Sin duda algo tuvo que ver su reverencia por lo que él llamaba el «sagrado» libro de geometría, un volumen que llegó a sus manos cuando tenía doce años. El libro describía cómo el matemático griego Euclides había observado que se podían demostrar numerosos teoremas notables a partir de unos postulados que definen puntos y líneas y las relaciones entre ambos. A Einstein le produjo una gran impresión esa metodología: se trataba simplemente de adoptar un par de postulados y ver qué se podía demostrar con ellos. Si nuestro razonamiento es sólido y nuestros postulados son ciertos, todos nuestros teoremas deberán resultar ciertos también. Pero ¿por qué Einstein adopté esos dos postulados en concreto?
Sabía que la teoría de la gravitación de Newton respondía al primer postulado. Según dicha teoría, la fuerza de gravitación entre dos objetos depende de las masas de ambos y de la distancia que los separa, pero no de la velocidad a la que se estén moviendo estos objetos. Newton asumía la existencia de un estado de reposo, pero no hay modo alguno de determinar, mediante un experimento gravitatorio, si el sistema solar está en reposo o no, por ejemplo. Según las leyes newtonianas, los planetas rodearían el Sol de igual modo tanto si el sistema solar fuera estacionario —se hallara en reposo— como si estuviera en movimiento rápido uniforme. Einstein decía que, como no puede ser medido, ese estado único de reposo simplemente no existe. Cualquier observador que se desplace con movimiento uniforme puede afirmar con todo derecho que su situación es estática. [6] Y si la gravitación no puede establecer un estado único de reposo, pensaba Einstein, ¿por qué iba a ser distinto para el electromagnetismo? Basándose en su razonamiento sobre la partícula cargada y el imán, Einstein concluyó que lo único que contaba era la velocidad relativa entre ambos. A partir de la interacción entre imán y partícula, nadie podría decidir cuál de los dos se hallaba «en reposo».
Einstein basó su segundo postulado en el hecho de que las ecuaciones de Maxwell predicen que, en el vacío, las ondas electromagnéticas se propagan a trescientos mil kilómetros por segundo. Si estuviéramos «en reposo», la luz nos rebasaría a esa velocidad. Si viéramos pasar un rayo de luz a cualquier otra velocidad, sería la evidencia de que no nos hallamos «en reposo» (de hecho, Michelson y Morley trataron de utilizar esta idea para demostrar que la Tierra no se halla «en reposo», pero su experimento fallé). Einstein pensó que todo observador sometido a movimiento uniforme debería poder considerarse a sí mismo «en reposo» y, por lo tanto, ver pasar el rayo de luz a trescientos mil kilómetros por segundo. El segundo postulado einsteniano significa que un observador que viaje a una alta velocidad y realice el experimento de Michelson-Morley fracasará en el intento, Preguntado años después, Einstein admitió haber tenido conocimiento del famoso experimento en 1905, pero afirmaba que no había ejercido excesiva influencia en sus razonamientos; él había asumido, simplemente, que todo intento en ese sentido fracasaría. En cualquier caso, hoy podemos decir que el experimento de Michelson-Morley quizá constituyó la prueba más concluyente de que el segundo postulado de Einstein era correcto.
Einstein comprendió que la luz podía parecer que viajaba siempre a la misma velocidad para observadores que se movieran a distintas velocidades relativas sólo si sus relojes e instrumentos de medida diferían. Si un astronauta que viajara a una gran velocidad tuviese reglas y relojes diferentes de los míos, tal vez al medir la velocidad de un rayo de luz ambos obtendríamos un valor de trescientos mil kilómetros por segundo.
Isaac Newton había imaginado un tiempo universal sobre el que todos los observadores estaban de acuerdo y por el cual el tictac de un reloj en movimiento era igual de rápido que el de uno estacionario. Podríamos ilustrar el concepto newtoniano del tiempo mediante una secuencia clásica de las películas de acción. Antes de comenzar la misión, el jefe del comando reúne a todos los miembros del grupo y dice algo así como: «Sincronicemos nuestros relojes. En este momento son las 14:10». Todos ajustan sus relojes exactamente a las 14:10 y, a continuación, se separan, confiando en la idea newtoniana de que, aunque cada miembro del comando recorra un camino muy diferente y a una velocidad distinta (por tierra, mar o aire), todos alcanzarán el objetivo al mismo tiempo. Sin embargo, si uno de ellos viajara en una nave espacial a una velocidad cercana a la de la luz, la misión peligraría. Los relojes de una nave que se mueva respecto a nosotros a gran velocidad no pueden ser sincronizados con los nuestros. Según Einstein, el tiempo universal no existe. El tiempo es distinto para cada observador. Este principio abre la puerta a los viajes en el tiempo.