Los científicos conocían desde hacía tiempo la existencia de dos tipos de carga eléctrica, positiva y negativa. Por ejemplo, los protones tienen carga positiva y los electrones, negativa. Las cargas positiva y negativa se atraen mutuamente, mientras que las del mismo tipo se repelen. Además, los científicos sabían que las cargas pueden ser estáticas o hallarse en movimiento. Las cargas estáticas producen interacciones eléctricas del tipo de las que observamos en la llamada electricidad estática. Las cargas en movimiento no sólo generan estos efectos, sino que también producen interacciones magnéticas, como cuando las cargas que se mueven a lo largo de un cable dan lugar a un electroimán.
Maxwell desarrolló un conjunto de cuatro ecuaciones que gobiernan el electromagnetismo. En esas ecuaciones existe una constante, c, que describe las intensidades relativas de las fuerzas eléctrica y magnética entre partículas cargadas. Maxwell ideó un ingenioso dispositivo para medir c. En un lado había dos placas paralelas, una cargada positivamente y la otra, negativamente, que se atraían debido a la fuerza eléctrica que existía entre ellas. En el lado opuesto había dos bobinas de hilo conductor a través de las cuales se hacía fluir una corriente, con lo que aquéllas se atraían por efecto de la fuerza magnética. Maxwell equilibró la fuerza magnética frente a la fuerza eléctrica que había entre las placas con el objetivo de determinar la proporción existente entre ambas y, por consiguiente, el valor de c; cuyo resultado fue de trescientos mil kilómetros por segundo, aproximadamente.
Maxwell pronto hallaría una extraordinaria solución para sus ecuaciones: una onda electromagnética, una combinación de campos eléctricos y magnéticos, viajando a través del vacío a la velocidad c, la cual identificó como la velocidad de la luz, una magnitud que los astrónomos ya habían medido en aquella época.
Ya en el año 1676, el astrónomo danés Olaus Roemer había observado meticulosamente los satélites —lunas— de Júpiter. Tras comprobar que orbitaban alrededor del planeta como las manecillas de un sofisticado reloj, Roemer constató que cuando la Tierra se hallaba en su punto más cercano a Júpiter, ese «reloj» parecía adelantar ocho minutos, mientras que cuando se hallaba en el punto más lejano (en el extremo opuesto de su órbita), el «reloj» parecía retrasar los mismos ocho minutos. La diferencia entre los dos resultados estaba motivada por los dieciséis minutos más que debía recorrer la luz para alcanzar la Tierra cuando ambos planetas estaban situados en su posición más alejada, atravesando una distancia extra —el diámetro de la órbita terrestre— que ya había sido determinada entonces mediante técnicas de medición astronómica. Roemer llegó a la conclusión de que la luz se movía a doscientos setenta mil kilómetros por segundo.
En 1728, el astrónomo inglés James Bradley midió la velocidad de la luz empleando el mismo efecto que hace que la lluvia que cae verticalmente parezca hacerlo de manera oblicua cuando es observada desde un vehículo en movimiento. A partir de las desviaciones ligeramente cambiantes de la luz de las estrellas, observadas a lo largo de un año a medida que la Tierra rodea el Sol, Bradley dedujo que la velocidad de la luz era unas diez mil veces mayor que la de la Tierra en su órbita, es decir, de unos trescientos mil kilómetros por segundo.
Así pues, Maxwell conocía la velocidad de la luz, y cuando en 1873 calculó la velocidad de sus ondas electromagnéticas y observó que viajaban a trescientos mil kilómetros por segundo, concluyó que la luz tenía que ser una onda electromagnética. [5] Se trataba de uno de los mayores descubrimientos de la historia de la ciencia. Maxwell también dedujo que las ondas electromagnéticas podían tener diferentes longitudes de onda y predijo que algunas de éstas podrían ser más cortas o más largas que las correspondientes a la luz visible. Entre las primeras se hallarían los rayos gamma, los rayos X y los ultravioleta, mientras que entre las segundas estarían la radiación infrarroja, las microondas y las ondas de radio. Inspirado directamente por los resultados de Maxwell, en 1888 Heinrich Hertz logró transmitir y recibir ondas de radio, lo que constituyó la base de este invento.