La máquina del tiempo y el tiempo como cuarta dimensión

La idea del viaje en el tiempo cobró relevancia gracias a la maravillosa novela de Wells, cuyo aspecto más notable consiste en tratar al tiempo como una cuarta dimensión, por lo que se anticipó en diez años al concepto acuñado por Einstein.

La novela comienza cuando el viajero del tiempo invita a sus amigos a examinar su nuevo invento: una máquina del tiempo. El viajero les explica la idea de esta manera:

—Como todos ustedes saben, una línea matemática, una línea de grosor nulo, no tiene existencia real. Lo mismo ocurre con un plano matemático. Ambas cosas son meramente abstracciones.

—En efecto —asintió el psicólogo.

—Del mismo modo, un cubo, que consta sólo de largo, ancho y alto, tampoco tiene existencia real.

—Aquí disiento —dijo Filby—. Por supuesto que un cuerpo sólido puede existir. Todas las cosas reales…

Aguarde un momento. ¿Puede existir un cubo instantáneo?

—No le entiendo —admitió Filby.

—¿Un cubo que no perdure un solo momento tendría existencia real?

Filby quedó pensativo.

—Es obvio —prosiguió el viajero del tiempo— que cualquier objeto real ha de extenderse en cuatro direcciones; debe tener longitud, altura, anchura y… duración. Existen en realidad cuatro dimensiones: las tres espaciales y una cuarta, el tiempo. Tendemos a establecer una diferencia artificial entre las tres primeras y la última, debido a que… nuestra consciencia se mueve de forma intermitente…, a lo largo de esa cuarta dimensión, desde el principio al fin de nuestras vidas.

El viajero muestra entonces a sus amigos un modelo a escala de su invento: una estructura metálica con piezas de cuarzo y marfil. Una palanca sirve pan impulsarla hacia el futuro y otra para invertir el sentido del viaje. Invita a uno de los presentes a empujar la palanca del futuro y el artefacto desaparece instantáneamente. ¿Adónde ha ido a parar? No se ha movido en el espacio, simplemente ha pasado a otro tiempo, según explica el viajero. Sus amigos no terminan de creerle.

A continuación, el viajero del tiempo lleva a sus amigos al laboratorio que tiene instalado en su casa y les presenta un modelo a tamaño real, casi acabado. Una semana más tarde, una vez terminada la máquina, sube a bordo de ella y emprende una singular expedición al futuro.

Para empezar, empuja suavemente la palanca del futuro. Luego aprieta la que hace de freno y echa un vistazo al laboratorio. Todo está igual. Entonces observa el reloj: «Hace un momento, marcaba las diez y un minuto, más o menos, y ahora señala… ¡las tres y media!». Vuelve a accionar la palanca otra vez y contempla a su ama de llaves moviéndose a toda velocidad a través de la habitación. Entonces, empuja más a fondo la palanca. «Se hizo de noche como si hubieran apagado la luz y un momento después ya era un nuevo día…

Desde ese momento, los días y las noches se sucedieron como el batir de un ala oscura… Después, a medida que iba ganando velocidad, las noches y los días se fundieron en una continua penumbra… Vi entonces enormes edificios alzarse majestuosamente y luego desaparecer como si fueran un sueño».

En un momento dado, el viajero detiene la máquina. El dial indica que ha llegado al año 802.701. ¿Qué es lo que encuentra? La especie humana se ha dividido en dos razas: una, embrutecida y vil, que vive bajo tierra —los Morlocks—, y otra, infantil y apacible, que habita en la superficie —los Eloi—. Entre los últimos, el viajero encuentra una encantadora joven, llamada Weena, con la que entabla amistad. Así descubre, horrorizado, que los trogloditas de las profundidades crían y recogen las criaturas de arriba como si fueran ganado… para comérselas. Para empeorar las cosas, los Morlocks consiguen robarle la máquina del tiempo. Cuando la recupera, salta a bordo y, para escapar, acciona al máximo la palanca del futuro. Cuando finalmente consigue controlar la máquina, se encuentra en un futuro lejano. Los mamíferos se han extinguido y en la Tierra sólo quedan mariposas y una especie de cangrejos. Más adelante llega a explorar hasta treinta millones de años hacia el futuro, donde contempla un Sol rojo y moribundo y una vegetación del tipo de los líquenes; la única vida animal visible es una criatura con forma de globo dotada de tentáculos.

El viajero regresa entonces a su época, junto a sus amigos. Como prueba de la aventura, muestra unas flores que Weena le había entregado, de una clase desconocida para quienes le rodean. Tras narrar sus peripecias, el viajero parte de nuevo en su máquina del tiempo y ya no retorna más. Uno de sus amigos se pregunta adónde habrá ido. ¿Regresaría al futuro o se hallaría, por el contrario, en alguna era prehistórica?

El libro de H. G. Wells fue verdaderamente profético por considerar el tiempo como una cuarta dimensión. Einstein utilizaría esta idea en su teoría especial de la relatividad de 1905, la cual describe cómo un observador estático y otro en movimiento miden el tiempo de forma diferente. La teoría de Einstein, desarrollada por su profesor de matemáticas Hermann Minkowski, demuestra que el tiempo, en efecto, puede ser tratado matemáticamente como una cuarta dimensión. Nuestro universo es, por lo tanto, tetradimensional. Decimos que la superficie de la Tierra es bidimensional porque todo punto perteneciente a ella puede ser especificado mediante dos coordenadas, longitud y latitud. Para localizar un suceso en el universo hacen falta cuatro coordenadas.

Un ejemplo adaptado a partir de uno del físico ruso George Gamow ilustrará mejor la idea. Si deseo invitar a alguien a una fiesta, le debo proporcionar cuatro coordenadas. Le diría, por ejemplo, que la fiesta será en la Calle 43, esquina con la Tercera Avenida, en el piso 51 y la víspera de Año Nuevo. Las tres primeras coordenadas (Calle 43, Tercera Avenida, piso 51) localizan la posición de la fiesta en el espacio. Pero también debo indicar el tiempo. Las dos primeras coordenadas informan a mi invitado a qué punto de la superficie terrestre debe acudir; la tercera, la altura que debe alcanzar sobre ese punto, y la cuarta, en qué momento llegar. Cuatro coordenadas, cuatro dimensiones.

Podemos visualizar nuestro universo tetradimensional utilizando un modelo de tres dimensiones. La figura 1 muestra un modelo así de nuestro sistema solar. Los ejes horizontales representan dos de las dimensiones del espacio (por simplicidad, hemos dejado fuera la tercera dimensión) y el eje vertical señala la dimensión temporal. Hacia arriba está el futuro; hacia abajo, el pasado.

FIGURA 1. El universo tetradimensional.

La primera vez que vi un modelo como éste fue en el delicioso libro de Gamow Uno, dos, tres… Infinito, que leí cuando tenía doce años. El dibujo hace que cambie nuestra perspectiva del mundo. Los libros de texto presentan habitualmente un diagrama bidimensional del sistema solar. El Sol aparece como un disco circular y la Tierra, como un círculo más pequeño cerca de aquél. La órbita terrestre se representa como una circunferencia de puntos en la superficie plana del diagrama. Este modelo bidimensional capta sólo un instante en el tiempo. Pero supongamos que dispusiéramos de una película del sistema solar que mostrara el movimiento giratorio de la Tierra alrededor del Sol. Cada fotograma de la película sería una imagen bidimensional del sistema solar, una instantánea tomada en un momento particular. Si cortamos la película en fotogramas individuales y los apilamos unos sobre otros, obtendríamos una representación adecuada del espacio-tiempo. Los sucesivos fotogramas muestran sucesos cada vez más tardíos. El instante en el tiempo al que corresponde un fotograma concreto viene dado por su posición vertical en la pila. El Sol aparece en el centro de cada fotograma como un disco amarillo inmóvil. Así pues, en la pila, el Sol se convierte en una barra vertical amarilla que se extiende de abajo arriba, representando el progreso del astro rey desde el pasado al futuro. En cada fotograma, la Tierra es un pequeño punto azul que, conforme ascendemos en la pila, se halla en un punto distinto de su órbita. Por ello, en la pila la Tierra se transforma en una hélice azul que envuelve la barra amarilla del centro. El radio de la hélice es el de la órbita terrestre, ciento cincuenta millones de kilómetros, o como nos gusta decir a los astrónomos, ocho minutos luz (puesto que la luz, que viaja a trescientos mil kilómetros por segundo, tarda ocho minutos en cruzar esa distancia). La distancia temporal que la hélice tarda en completar una vuelta es, por supuesto, un año (figura 1). Esa hélice es la línea de universo de la Tierra, su camino a través del espacio-tiempo. Si fuésemos capaces de pensar en cuatro dimensiones, veríamos que la Tierra no es simplemente una esfera; en realidad es una hélice, un gigantesco trozo de espagueti girando en espiral, a lo largo del tiempo, alrededor de la línea de universo del Sol.

Como decía el viajero del tiempo, todos los objetos reales tienen cuatro dimensiones: longitud, anchura, altura y duración. Los objetos reales tienen una extensión en el tiempo. Tal vez midamos ciento ochenta centímetros de altura, sesenta de ancho y treinta de espesor y nuestra duración sea de cincuenta años. También poseemos una línea de universo. Esa línea se inició con nuestro nacimiento, serpentea a través del espacio y el tiempo, ensartando todos los acontecimientos de nuestra vida, y terminará con nuestra muerte.

Un viajero del tiempo que visite el pasado es simplemente alguien cuya línea de universo forma un bucle en el tiempo, cruzándose quizá con ella misma. Esto último permitiría que el viajero se estrechara la mano a sí mismo. La versión más vieja de éste encontraría a su yo más joven y le diría: «¡Hola! Soy tu futuro yo. He viajado al pasado para saludarte» (figura 2). El sorprendido joven replicaría: «¿De veras?», y continuaría su vida. Algún día, muchos años después, volvería a vivir el mismo suceso, se toparía con su yo más joven, le estrecharía la mano y le diría: «¡Hola! Soy tu futuro yo. He viajado al pasado para saludarte».

FIGURA 2. Encuentro con un yo más joven en el pasado.