Jake dejó a Sheila con Toni y cogió un taxi para ir al North Side. Conocía al agente que estaba apostado en el vestíbulo del edificio donde vivía Niccolo. Le dijo que Martin le estaba esperando con un detective del distrito.
Se saludaron con un gesto de cabeza y Martin le dejó entrar en el apartamento de Niccolo.
El cuerpo de Niccolo, vestido de tweed, yacía sobre una alfombra verde en el centro de una sala de estar amplia y de techo alto. Tenía la cara escondida en el hueco del brazo, y, salvo por la sangre de la mejilla, igual podía haber estado durmiendo. La sangre manaba de una herida en la sien, y había manchado su espeso cabello negro.
—Le han disparado de cerca —dijo Martin—. Probablemente un 32. Dígame, ¿qué era eso de que había matado a Meed?
Jake apartó la vista de la figura acurrucada de Dean.
—Ésta era su historia —dijo—. Cometió un desliz hablándome del diario. Dijo algo que indicaba que sabía que yo lo había recibido. Cuando le hablé de ello, me contó que se había enterado por Toni Ryerson, cuyo despacho es contiguo al mío.
Martin levantó una mano con ademán irritado.
—Vayamos despacio, Jake. Me parece que se salta información.
—Está bien —dijo Jake. Empezó otra vez y le contó a Martin todos los detalles de su conversación con Dean Niccolo, y de su entrevista con Toni Ryerson, y el error original de Dean. Cuando terminó, Martin frunció el ceño y se pasó una mano por su ralo cabello castaño con aire distraído.
—Así que mató a Meed, ¿eh? Eso nos deja a May y a él mismo para que lo averigüemos nosotros, ¿no es cierto?
Sin esperar respuesta, se marchó y se puso a hablar con un detective que estaba buscando huellas digitales en los brazos de las sillas de arce.
Jake echó un vistazo a la habitación, amueblada con elegancia, observando las cortinas de tela rústica, los dibujos modernos, el mueble bar y las estanterías llenas de discos. Niccolo había disfrutado de las cosas buenas de la vida. Algunos cuadros habían sido descolgados de la pared, observó, y habían sacado los cajones de un pequeño escritorio, cuyo contenido estaba desparramado por el suelo.
Martin se acercó de nuevo a Jake, frotándose el puente de la nariz con aire pensativo, y Jake dijo:
—¿Sus hombres han registrado esto?
—No. Lo hemos encontrado así. Alguien ha hecho un registro rápido después de matarle, diría yo.
—¿Alguna idea? —preguntó Jake.
—No, no diría tanto —dijo Martin con sequedad. Miró a Jake con una expresión extraña—. ¿Tiene alguna idea?
—En realidad, sí —contestó—. Supongamos que Avery Meed mató a May para conseguir el diario. Es lógico, ¿no?
—Razonablemente. Hemos encontrado huellas de Meed en la mesa donde May guardaba el diario. Él tenía un motivo, tuvo oportunidad, y etcétera. Sí, es lógico.
—¿Qué hay de esas cruces dobles dibujadas con lápiz de labios en el espejo y la ropa de May desparramada? ¿Cree que Meed lo hizo?
Martin sonrió lentamente y tocó la corbata de Jake con el dedo índice.
—Es una bonita corbata. No me habría imaginado que el verde combinara tan bien con el gris. Pero para responder a su pregunta: ha dicho usted que Niccolo estaba fuera de casa de May cuando Meed entró. Bien, según Niccolo, Meed estuvo dentro sólo un minuto. No le habría dado tiempo de hablar del trato con May, asesinarla, revolver la ropa, dibujar en el espejo con pintalabios, etcétera. Le habría llevado diez o quince minutos —Martin encendió un cigarrillo con gesto pausado y lanzó el humo al techo—; ¿quizás Niccolo se equivocó respecto al tiempo?
—Apuesto a que no —dijo Jake—. Niccolo había estado en la radio bastante tiempo antes de venir a trabajar con nosotros. Podía mirar una página de texto y decir cuánto rato se tardaría en leerlo en las ondas. Yo diría que sería un buen testigo.
—Está usted diciendo que Meed no mató a May. Que no es posible que lo hiciera.
—No, eso lo dice usted —dijo Jake.
Un gesto de disgusto cruzó la cara de Martin y éste dijo, sarcásticamente:
—¿Cuánto tiempo me va a tener en suspenso, Jake? ¿Sabe usted algo que yo pueda utilizar?
—Sinceramente, no lo sé —dijo Jake—. Pero lo intentaré. ¿Sabe que la esposa de Riordan, Denise, y el joven Brian han estado engañando al viejo con alegre indiferencia, por decirlo así?
—Lo he sabido desde el principio —dijo Martin.
Jake se encogió de hombros.
—Bueno, sabe usted más que yo.
—Sé que Dan Riordan no pasó la noche del asesinato de May con Gary —dijo Martin—. Sé muchas cosas. Sé que su jefe, Gary Noble, me ha mentido respecto a lo que hizo la noche del crimen. Me pregunto si alguien dice la verdad.
—¿Y Mike Francesca? —preguntó Jake con una sonrisa.
—Lo sé todo de Mike Francesca —saltó Martin. Tiró el cigarrillo y lo pisó con fuerza; luego miró a Jake, turbado—. Lo siento —dijo—. No puedo hacer que las cosas encajen en este caso. Me ha puesto nervioso.
Un agente uniformado que había estado revisando una estantería de libros se acercó a Martin con un sobre en la mano.
—Acabo de encontrar esto detrás de una hilera de libros, teniente.
Martin cogió el sobre, lo abrió y sacó un fajo de recortes. Los abrió y Jake vio que estaban escritos con la letra inclinada hacia atrás de May.
—Esto es muy interesante —dijo Martin.
Los recortes eran, evidentemente, los que habían sido sacados del diario de May, y Jake, leyendo por encima del hombro de Martin, comprendió por qué Riordan estaba preocupado.
Los recortes contenían la historia de sus juegos malabares durante la guerra, no con grandes detalles, sino con implicaciones, en fragmentos de conversaciones y opiniones francas de May acerca de las actividades de Riordan. Aparecían hechos, cifras y fechas, formando todo ello un bonito y claro cuadro de cómo Riordan había engañado al gobierno utilizando acero de baja calidad, y cómo había sobornado al inspector Nickerson para que diera el visto bueno a los cañones de escopeta defectuosos.
—Parece que Riordan es un buen hijo de perra —dijo Martin, y miró a Jake con frialdad—. ¿Le gusta trabajar para él?
—No me gustaba, así que me marché —dijo Jake.
—Bueno —dijo Martin, y se aclaró la garganta con gran ruido—. Al parecer me comporto como un estúpido cada vez que me aparto de los asesinatos.
—Olvídelo —dijo Jake—. ¿Le da alguna pista esta información?
—Una evidente. ¿Quién querría mantener oculta esta información? Riordan.
—Dígame esto —dijo Jake—. ¿Ha encontrado algún diario adicional de May?
—Ahora se está espabilando usted. Esto fue lo primero que busqué cuando la asesinaron. El diario que recuperamos iba hasta finales de 1948, es decir, un año más tarde. Las personas no suelen abandonar el hábito de escribir un diario una vez que han empezado. Cuando lo hacen, seguro que no van a concluirlo el último día del año. Es psicología, por si se está preguntando cómo lo sé. El día de Año Nuevo es el momento de comenzar un diario, porque es un día lleno de excitación, es un nuevo comienzo en la vida. Así que cuando vi que su diario acababa el 31 de diciembre de 1948, aposté a que encontraríamos algún otro documento de su rutina diaria.
—Bueno, ¿lo encontraron? —preguntó Jake con impaciencia.
—Oh, sí —contestó Martin. Encendió un cigarrillo y dijo con indiferencia—: Sí, lo encontramos. May había dejado de escribir el diario al finalizar 1948. A partir de entonces se hacía mecanografiar el material por una empresa llamada Autowrite. En su dormitorio encontramos un montón de páginas escritas a máquina, escondidas en un pequeño armario detrás de donde guardaba los zapatos.
—¿Qué quiere decir que se hacía mecanografiar el material? —preguntó Jake—. ¿Utilizaba una secretaria?
—No, un dictáfono. Y estaba vacío cuando nosotros llegamos. O bien no había estado trabajando, o bien se habían llevado el cilindro.
Martin se excusó para hablar con un sargento del distrito, y Jake se acercó a la ventana y contempló la calle cubierta de nieve. Todo estaba cobrando forma ahora. Permaneció junto a la ventana quizá tres o cuatro minutos, fumando un cigarrillo, y luego se volvió y regresó con Martin.
—Tengo una idea —dijo—. Présteme uno de sus hombres durante media hora más o menos, y puede que le dé una sorpresa.
—No me ha preguntado si había algo interesante en el nuevo diario de May —dijo Martin.
—Sé muy bien que no lo había —dijo Jake.
—Voy a arrestar a Riordan —dijo Martin—. ¿Eso le interesa?
—Sí y no. Bueno, ¿qué dice?
Martin hizo una seña con la cabeza a un detective de homicidios, un hombre llamado Murphy.
—Vaya con Jake, Murph. Puede que necesite ayuda. Cuando termine con él, vuelva a la comisaría.
—Le veré dentro de una hora —dijo Jake.
—Se perderá el espectáculo —dijo Martin.
—Tal vez no —dijo Jake—. Vamos, Murph.
Abajo, Murphy se metió en su coche y preguntó:
—¿Adónde vamos, Jake?
—Primero a unos almacenes, tengo que hacer una llamada.
Dejando a Murphy en el coche, Jake entró en unos almacenes, cálidos y perfumados, y se encaminó a las cabinas de teléfonos. Cogió el listín de la ciudad y lo hojeó rápidamente hasta llegar a la S, y luego fue más despacio mientras buscaba el nombre de la asistenta de May, Ada Swenson. Jake no estaba seguro de que tuviera teléfono. Si no lo tenía, tendría que ir hasta su casa. Pero, para gran alivio de Jake, su nombre aparecía en el listín.
Entonces, mientras marcaba el número, repasó rápidamente la cadena de razonamientos que le habían conducido hasta ella. Tal vez se hubiera equivocado en algún punto, pero no podía ver dónde o cómo.
Primero May utilizaba un dictáfono. No habría habido necesidad de que Martin se lo dijera. Ella le había dicho que iba a trabajar esa noche en que la había visto por última vez, y que no había criados en su casa porque no le gustaba que nadie «escuchara detrás de las puertas». Si hubiera utilizado una máquina de escribir, o pluma o lápiz, no se hubiera tenido que preocupar. Por lo tanto, dictaba. Eso estaba muy bien. Pero aquella noche ella había tenido intención de trabajar; sin embargo, la policía no había encontrado ninguna cinta en su dictáfono.
Cabían varias explicaciones, claro, pero la más evidente era la de que había decidido no trabajar. Sin embargo, si había trabajado, debería haber habido una cinta del dictáfono en su máquina a la mañana siguiente, a no ser… que el asesino se la hubiera llevado, o que la asistenta, Ada Swenson la hubiera mandado por correo. La mujer le había dicho a Martin que había ido a Correos a enviar un paquete antes de descubrir el cuerpo de May.
Todas las esperanzas de Jake estaban puestas en esta última alternativa. Aquel «paquete» tenía que ser la cinta del dictáfono.
Intentó controlar su excitación mientras esperaba que la mujer respondiera al teléfono. Existía la posibilidad de que se hubiera marchado de la ciudad. Podía haber sufrido un accidente.
—¿Diga?
Jake reconoció su voz suave y ansiosa.
—Señorita Swenson, soy el teniente Martin —dijo—. ¿Puedo hablar con usted un momento?
—¿Cómo…? Sí.
—Me gustaría que me contara otra vez lo que hizo la mañana en que asesinaron a la señorita Laval. Todo, por favor.
—Oh, fue terrible —dijo la señorita Swenson, subiendo de tono su voz—. Ella estaba tendida en la cama, y yo dije «Buenos días» y no me contestó, y es que estaba muerta, y vino la policía y encontró que la habían estrangulado, y yo…
—Bueno, no se altere, señorita Swenson —dijo Jake—. ¿Qué hizo usted cuando entró en la casa? Inmediatamente después de abrir la puerta, ¿qué hizo?
—La cerré —respondió la señorita Swenson.
—Sí. ¿Y después?
—¡Ah! —gritó la señorita Swenson—. Lo olvidaba. Olvidaba el correo. Fui a echar el correo y luego regresé y la encontré a ella.
La mano de Jake se había apretado al auricular.
—¿Qué fue a echar al correo, la señorita Swenson?
—Lo de siempre. Lo primero que quería que hiciera era que echara el pequeño paquete en el buzón. Ella me lo dejaba preparado por la noche y yo lo echaba al correo. Algunas veces dejaba dos o tres, pero tenían que salir lo primero de todo, antes de quitar el polvo. Siempre era «Entrega Especial».
Jake soltó el aliento lentamente.
—Gracias, señorita Swenson, muchísimas gracias —dijo.
—Buenas noches. ¿Sabe si alguien más querrá hablar de esto? Me iré pronto a casa de mi hermana, pero con usted y el otro tipo que me ha llamado quizás debería cambiar mis planes y no irme enseguida.
—¿Le ha llamado alguien más para hablar de esto? —preguntó Jake.
—Oh, sí. No hace ni una hora. Quería saber, lo mismo que usted, qué había hecho yo, y lo del correo. Al otro también casi me olvidaba de decirle lo del correo, estoy tan nerviosa.
—¿Quién ha llamado? —preguntó Jake.
—No lo sé.
—Bueno, no creo que la moleste nadie más esta noche —dijo Jake. Dejó el auricular en su sitio y lo miró fijamente un momento; alguien más estaba siguiendo el mismo hilo que él, y ese «alguien» ahora sabía tanto como él.
Hojeó rápidamente otra vez el listín telefónico, encontró la dirección que buscaba y se reunió de nuevo con Murphy en el coche.
—Vamos al centro —dijo—. El Edificio Science, en las calles Wabash y Lake.
La puerta giratoria del Edificio Science estaba cerrada con llave, pero Murphy golpeó el cristal hasta que se despertó el portero, un anciano de andar cansado, con el pelo gris y los ojos azules.
Murphy mostró su placa al portero a través del cristal, y les dejó pasar. Jake preguntó en qué piso estaba la Autowrite Company, y el portero dijo que en el decimotercero.
—Subamos —dijo Jake.
La Autowrite Company ocupaba una suite de tres habitaciones varias puertas más allá de los ascensores. Murphy dijo al portero que abriera la puerta, y Jake entró en la oficina y encendió las luces, mientras Murphy le observaba con curiosidad.
Jake fue a los archivadores y repasó el índice para encontrar la ficha de May. Halló una tarjeta con su nombre, en la que se indicaban las fechas en que se habían recibido las grabaciones y en que se le había entregado el material, y Jake empezó a sentirse excitado. Por el momento seguía en el camino correcto.
Quedaba ahora la tarea de encontrar la cinta que contenía la grabación de May referente a lo que había ocurrido la última noche antes de morir.
En la oficina exterior había tres escritorios, y en cada uno de ellos había una papelera de alambre llena de cintas de dictáfono.
Jake hizo una seña a Murphy.
—Puede ayudarme. Estoy buscando una grabación que hizo May Laval. —Cogió una cinta de la mesa y vio que llevaba una etiqueta pegada, y en ella había un nombre impreso—. En la que buscamos estará su nombre. —Dejó a un lado la primera cinta, y empezó a revisar el montón, mientras Murphy se aplicaba con un desinterés impresionante al montón del escritorio de en medio.
El portero les observaba con sombría suspicacia.
Murphy halló la grabación.
Jake la cogió con gesto ansioso y la introdujo en el dictáfono que había al lado del escritorio, se colocó los auriculares en las orejas y apretó el botón que ponía en marcha el aparato…
Estuvo escuchando durante dos minutos, y luego dijo:
—Maldita sea —con voz atónita. Y sin embargo no estaba sorprendido.
—¿Qué ocurre?
Jake se quitó los auriculares y sacó la cinta del dictáfono.
—Ahora no hay tiempo para explicárselo Murphy. Pero esto es lo que quiero que haga. Necesito esta grabación y un dictáfono portátil en la suite de Riordan, en el Blackstone Hotel, dentro de una hora aproximadamente. ¿Puede ocuparse de esto?
—Sí, tenemos un par de aparatos portátiles en el cuartel general. Usted quiere uno, ¿y esta cinta también?
—Sí, y por el amor de Dios, no permita que le ocurra nada a la grabación.
—Me ocuparé de ello —dijo Murphy lacónicamente, y se la metió en el bolsillo exterior del abrigo.
—¡Eh! —exclamó el portero—. No se pueden llevar nada de aquí.
—Le dejaré un recibo —dijo Jake, y se sentó ante una máquina de escribir. Lo redactó y firmó con el nombre del teniente Martin y una rúbrica.
—Bueno, esto es distinto —dijo el portero.
Murphy condujo a Jake hasta el Blackstone. El tráfico que iba hacia el sur era escaso y llegaron en poco tiempo. La nieve se había convertido ahora en lluvia, una lluvia fuerte y oblicua que empañaba el parabrisas y coronaba las farolas de la calle con un halo brumoso. Murphy dejó a Jake en el hotel y se dirigió hacia la comisaría para coger el dictáfono portátil.
Bajo la marquesina había una multitud esperando taxis, y el portero, cubierto de lluvia, estaba en la calle, haciendo sonar el silbato con inútil optimismo para detener a los taxis que pasaban.
Jake se abrió paso a codazos a través de la gente y subió corriendo la escalera hasta el vestíbulo. Se encaminó a los ascensores pero vio a Martin y a Gregory Prior de pie ante el mostrador hablando con el encargado de recepción. Cambió de rumbo y fue hasta ellos, colocándose detrás y dando un golpecito a Martin en el hombro.
Martin se volvió, y su expresión era dura.
—Llegamos tarde. Riordan se ha marchado hace una hora. El encargado nos dice que tenía un pasaje del vuelo de «TWA» hacia la costa.
—¿Qué vuelo?
—El de las diez treinta y cinco. Podemos cogerle en el aeropuerto.
Prior hizo una seña a Jake.
—Tengo el coche fuera —dijo a Martin. Prior no llevaba sombrero y había gotas de lluvia en su espeso cabello—. A mí también me interesa Riordan.
—Bueno, vámonos —dijo Martin—. No podemos hacerle nada hasta que lo cojamos.
Se encaminaron a la puerta y Jake tuvo que apretar el paso para seguir las largas y decididas zancadas de Martin. Cuando cruzaron la puerta giratoria, un taxi se detuvo ante el hotel.
El ocupante tuvo que abrirse paso a la fuerza entre el gentío que intentaba coger el taxi; y Jake vio que era Sheila.
—Esperaba que estuvieras aquí —dijo ella—. Le he dado a Toni una píldora para dormir y se encuentra bien. ¿Qué ocurre?
Prior carraspeó.
—Tenemos que darnos prisa.
Jake preguntó a Martin:
—¿Puedo llevarla conmigo?
—Claro que sí —dijo Martin.
El coche de Prior estaba hacia la mitad de la manzana. Cuando subieron estaban empapados; se colocaron Jake y Sheila en la parte de atrás, y Martin y Prior delante. Prior condujo por Wabash luego por Roosevelt Boulevard hasta Archer Avenue, la arteria diagonal que conducía al aeropuerto municipal.
—¿Qué está pasando? —preguntó Sheila.
—Dan Riordan se ha fugado. ¿No ha sido muy estúpido hacer eso, Prior?
—Sabía que le teníamos —dijo Prior, frotando con una mano enguantada el parabrisas e inclinándose sobre el volante para ver con más claridad. Posiblemente se imaginó que sería mejor intentar salir del país con el máximo de dinero posible. Podría conseguir estar en libertad mucho tiempo, digamos que en Sudamérica.
Prior conducía con pericia. Llegaron al aeropuerto a las diez treinta y cuatro.
Martin bajó del coche antes de que Prior lo detuviera del todo.
Había un movimiento inquieto en la gran sala de espera, profusamente iluminada, mientras los pasajeros salían en tropel por las puertas que conducían a la pista y los mozos arrastraban tras de sí los equipajes en carritos de cuatro ruedas. La voz monótona y cansada de la locutora anunciando vuelos y el tiempo que hacía en otras partes del país aportaba cierta excitación a la atmósfera.
Martin fue directo al mostrador de información de «TWA».
—El vuelo de las diez treinta y cinco está a punto de despegar, señor —dijo el encargado, respondiendo a su pregunta—. Me temo que llega tarde.
Martin se sacó la cartera del bolsillo y le mostró su placa.
—Quizás podamos detener ese vuelo —dijo.
—Oh. —El encargado alzó las cejas—. Intentaré ponerme en contacto con el director. ¿Necesitarán ayuda?
—No lo creo —dijo Martin.
Prior entró, les localizó y se apresuró a acercarse a ellos.
—¿Todo va bien?
Martin afirmó con la cabeza.
—Vamos.
Se encaminó a la pista con Prior y Jake a su lado. Fuera, la noche se había convertido en una brillante blancura por las hileras de faros que flanqueaban la pista.
De pronto Prior agarró el brazo de Martin.
—Mire.
Todos se detuvieron y contemplaron el reluciente aeroplano de cuatro motores que estaba cogiendo velocidad por la pista. Se metió en la opaca bruma de la lluvia y finalmente despegó, y desapareció de un modo casi imperceptible en el horizonte, destellando sus luces intermitentes de las alas como luciérnagas en la oscuridad.
—Bueno —dijo Jake—. Ha sido una buena salida.
—No llegará lejos —dijo Martin—. Él debería saberlo.
Regresaron al Loop después de que Martin enviara un cable a la policía de Kansas City pidiéndole que retuvieran a Riordan bajo custodia. Martin dijo que quería que fueran con él al apartamento de Riordan.
—¿Qué clase de orden tiene para él? —preguntó a Prior un poco después.
—Todavía no tenemos ninguna orden, y no la necesitamos, a menos que se niegue a cooperar. En primer lugar, tendrá una audiencia ante el comité, el cual tiene autoridad para citar a las personas que precise o solicitar los informes necesarios.
—¿Está usted muy seguro de su caso?
—Preferiría esperar un poco, pero el senador está ansioso.
Después de eso nadie dijo nada durante un rato, y se dirigieron hacia la ciudad en silencio, sólo roto por la lluvia que caía y el viento que azotaba el coche.
Finalmente, Prior preguntó:
—¿Por qué quiere volver al apartamento de Riordan?
—Todavía quedan algunos cabos sueltos —dijo Martin. Encendió un cigarrillo y miró por la ventanilla la monótona lluvia, y nadie dijo nada más.
Cuando llegaron al Blackstone, Martin dijo a Prior:
—Lleve a Sheila al vestíbulo y espérenos, ¿quiere? Quiero hablar un segundo con Jake.
—De acuerdo.
—Al fin solos —dijo Jake, mientras Prior y Sheila corrían por la acera y subían la escalera hasta el vestíbulo—. ¿Qué tiene pensado?
Martin se volvió y descansó el brazo sobre el respaldo del asiento delantero. Dio una chupada a su cigarrillo y el diminuto resplandor dejó ver la sonrisa que se dibujó en su rostro.
—¿Qué ha encontrado en la Autowrite? —preguntó con suavidad.
Jake iba a coger un cigarrillo, pero su mano se detuvo en el aire.
—Es un hijo de perra —dijo sonriendo—. Me ha utilizado de chico de los recados.
—Sí, eso es. Sabía lo que estaba pensando usted, así que me ahorré el viaje. Sólo podía haberle sucedido tres cosas a la última grabación de May. Una, que estuviera en su casa. Dos, que el asesino se la hubiera llevado. Tres, que hubiera sido enviada a la empresa Autowrite para ser mecanografiada y aún estuviera allí.
—Entonces, ¿llamó usted a la señora Swenson?
—Claro. Sabía que usted también lo haría, y que iría allí y echaría un vistazo. Era una tontería hacerlo los dos —dijo con sequedad.
—¿Quiere saber lo que había?
—No en particular —dijo Martin, y volvió a sonreír—. Entremos y acabemos con esto, Jake.
—Eh, espere un minuto —dijo Jake—. Tengo una teoría maravillosa.
Martin se echó a reír y salió del coche. Jake también bajó y le cogió el brazo.
—No voy a hacer ninguna acusación equivocada.
—Mírelo de esta manera —dijo Martin—. Yo tampoco tengo ningún argumento. Y no puedo decir nada hasta que esté completamente seguro de mí mismo. Si se tratara de otra clase de gente… Puede usted empezar a mover las cosas de una manera no oficial, y cuando comiencen los fuegos artificiales, yo estaré allí.
—¿Con un par de esposas para mí?
—Tenemos que forzar esto —dijo Martin—. Estoy pidiendo mucho, Jake. Sé que ha estado usted pensando, y adónde ha ido a parar. Nuestras teorías pueden apoyarse la una a la otra. Si usted empieza a mover las cosas, podemos acabar con esto esta noche.
—Está bien —dijo Jake—. Haré lo que sea con tal de salir de esta condenada lluvia.