Quince minutos más tarde, Jake estaba llamando al timbre de Sheila. Ella abrió la puerta y cuando le vio intentó cerrarla, pero él puso un pie dentro y entró por la fuerza.
—Vete, por favor —dijo Sheila, y él vio que había estado llorando. Se apartó de él y se sentó en el sofá, ante el fuego—. Lo digo de verdad. Quiero que te marches.
—Tengo que decirte algunas cosas —dijo Jake—. ¿Puedo sentarme?
Ella no respondió, y por la postura de sus hombros él supo que no iba a hacerlo. Se sentó en el brazo del sofá y se quitó el sombrero.
—Sólo es esto —dijo—. Sé por qué te divorciaste de mí y sé por qué estás harta de mí ahora. He cambiado desde que nos casamos. Con un poquito de estímulo, podría ser algo espectacular en la línea de un hijo de perra. Tú lo viste venir y te fuiste antes de que descuartizara niños con ánimo de pura diversión.
—¿No puedes decirlo sin parecer el animador de un club nocturno? —dijo Sheila, buscando un cigarrillo.
Jake le acercó el encendedor, pero ella le apartó la mano y utilizó cerillas que cogió de la mesita de café.
—Lo intentaré —dijo Jake tranquilo—. Cuando te conocía yo no era ninguna ganga, lo admito; pero tenía ciertos valores y ciertas ideas que respetaba. Aceptaba a la gente tal como era, independientemente de sus idiosincrasias personales, religiosas o éticas, y yo no quería ver que se perjudicaba a nadie.
Se puso un cigarrillo en la boca, lo encendió y aspiró profundamente. Por un momento contempló a Sheila en silencio; luego se encogió de hombros y prosiguió.
—Pero he cambiado. No puedo echar la culpa al negocio de las relaciones públicas, ni a ninguna otra cosa, supongo. Pero esta tarde se me ha ocurrido de repente que me estaba moviendo en un trabajo asquerosamente deshonesto, y que no me molestaba de un modo particular. —Meneó la cabeza y arrojó su cigarrillo a la chimenea—. No lo estoy expresando muy bien. Pero estoy harto. He terminado. Ya se lo he dicho a Noble.
Observó el rostro sosegado de Sheila y el reflejo del fuego en su pelo. Se sentía cansado y vacío, pero no era una sensación desagradable.
—Esto es todo lo que quería decirte —dijo.
—¿Qué vas a hacer ahora? —preguntó Sheila.
—Voy a contarle a Martin algunas cosas acerca de un par de asesinatos. Después voy a enviarte una docena de rosas y me quedaré aliviado.
Sheila levantó la cabeza despacio y vio que Jake estaba llorando sin hacer nada por contener las lágrimas.
—¿No puedes hacer nada por esta emoción propia de la clase media? —dijo, incómodo.
—Dame un pañuelo.
Él le dio su pañuelo.
—Lo siento —dijo ella. Luego hizo un gesto negativo con la cabeza—. No, no lo siento. Lo he estado esperando durante dos años, y me importa un bledo que me esté comportando como una boba.
Jake se sentó junto a ella.
—Entonces, utilizando la frase tradicional, ¿no es demasiado tarde?
Sheila le puso una mano en la mejilla.
—El tiempo es lo de menos. Lo que yo quería era que despertases. Supongo que habría esperado a que ocurriera eso hasta que hubiera sido una vieja. Tal vez no debería decirlo no es una buena política. Pero es lo que siento, Jake. Te quiero, lo sabes.
Jake no sentía necesidad de ser impertinente. Simplemente se sentía muy afortunado.
—¿Por qué no me decías lo que querías? —dijo.
—No habría servido de nada. Tenías que verlo por ti mismo y tomar tu propia decisión, de una manera o de otra. Pensé que si te abandonaba, quizás despertarías. De todos modos, no podía soportar estar cerca de ti y ver cómo te transformabas en una persona a quien no conocía y que no me gustaba.
Jake le puso las manos sobre los hombros y la atrajo hacia sí, y por un momento no hablaron; luego Sheila se apartó.
—Eso puede esperar. Lo que quiero ahora es saber a qué te referías cuando has dicho que ibas a contarle a Martin algunas cosas acerca de un par de asesinatos.
—Me desagradan las mujeres que se distraen fácilmente —dijo Jake, y entonces cambió de humor y suspiró—. No es momento para bromas. He tropezado con varias cosas estos últimos dos días. Juntas forman una buena conjetura respecto a quién mató a quién. Pero no puedo hacer encajar a Niccolo.
—¿Niccolo? —preguntó Sheila.
—No puedes saber nada de eso, supongo. Bueno, se trata de esto: esta tarde, Niccolo me ha preguntado cómo informaría a la prensa de que me habían enviado a mí el diario de May. Bueno, él no podía saber que yo había recibido el diario, a menos que él me lo hubiera enviado.
—¿Le has preguntado algo?
—Sí. Y me ha contado una bonita historia. Me ha dicho que Toni Ryerson estaba sentada ante su escritorio cuando yo desenvolví el diario. Ella lo reconoció por las descripciones de la prensa, y se lo dijo a Niccolo.
—Bueno, parece bastante lógico.
—No, no lo es —dijo Jake—. La mesa de Toni y la mía no están alineadas, Sheila. Sentada ante su escritorio, ella no podía ver lo que yo estaba haciendo en el mío.
—¿Estás seguro? —preguntó Sheila.
—Bastante —dijo Jake—. Pero no voy a hacer conjeturas al respecto.
—¿Qué quieres decir?
—Vamos a ir a la oficina y lo comprobaremos. Entiendes lo que significa si Niccolo miente, ¿no?
—Perfectamente —dijo Sheila.
Salió de su dormitorio cinco minutos después recién maquillada y con el pelo recogido bajo un pequeño sombrero de lana.
—He ido deprisa —dijo.
—No se nota. Estás perfecta.
—Vuelves a parecer normal. Alegre, quiero decir. —Sonrió y le cogió del brazo—. Es un cambio agradable.
Fuera, la nieve caía y la oscuridad se había aposentado plenamente. Esperaron un taxi junto al bordillo en Lake Shore Drive mientras en la calzada cuatro carriles de tráfico salían de la ciudad fluyendo suavemente.
Jake pensó en el comentario de Sheila con una sonrisa levemente cínica. Sí, se había producido un cambio en él, y se sentía mejor. La depresión que le había aquejado los últimos dos días había desaparecido, y adivinó que se había producido porque inconscientemente se había dado cuenta de que su trabajo para Riordan significaba un punto bajo en su carrera con Gary Noble.
Las cosas no sólo eran adversas, sino confusas. Era curioso, pensó, que la rehabilitación moral fuera acompañada en general por la renuncia al dinero, de una manera o de otra. De hecho, era casi la única manera de demostrar la pureza de tu deseo de ser un hombre mejor. No obstante, el mundo respetaba el dinero como a ninguna otra cosa, a pesar de las máximas académicas de que dos podían vivir con lo mismo que uno, que las mejores cosas de la vida eran gratis, y que los ricos eran en realidad una colección de neuróticos miserables.
Muy pronto te dabas cuenta de que las mejores cosas de la vida no sólo no eran gratis, sino que solían ser las más caras; y que los ricos, lejos de ser neuróticos miserables, eran gente agradable y satisfecha que llevaban una vida encantadora y satisfactoria. Y por eso trabajas para hacer algún dinero, pero al hacerlo te convertías en un asqueroso tullido moral. Todo era muy confuso.
La cuestión era, decidió Jake, que probablemente él había sido hecho para ser periodista pobre, en lugar de un filósofo rico. De cualquier modo, pensó, los días que le esperaban no serían secuencias rosa de una película de serie B.
Pero ahora esto no le preocupaba demasiado.
Le preocupaba el asesinato. Estaba convencido de que podía explicar los asombrosos y violentos acontecimientos que habían comenzado con el asesinato de May Laval. Sin embargo, estar convencido no era suficiente. Tenía que poner en orden todas las suposiciones y convertirlas en un modelo concreto e inexpugnable de evidencia; tenía que convertir su convicción en una ecuación que resolvería la identidad de un asesino listo. O posiblemente dos.
Eso era suficiente para preocuparse por el momento.
La recepción de la agencia estaba a oscuras, y la gruesa alfombra amortiguaba el ruido de sus pasos cuando la cruzaron y entraron en el pasillo que conducía al despacho de Jake. Desde donde se encontraban, vieron un estrecho rayo de luz que salía de la puerta abierta del departamento de arte; pero no oyeron ningún ruido y aparentemente no había nadie.
—Tengo miedo —dijo Sheila. Su voz era segura, pero Jake notó que le apretaba el brazo con la mano.
—No te sientas superior por ello —dijo él—. Yo también. Vamos.
Cruzaron el oscuro corredor, manteniéndose juntos y moviéndose inconscientemente en silencio y con cautela.
Cuando estuvieron en su despacho, Jake encendió las luces del techo, y luego fue al despacho de Toni e hizo lo mismo.
Se puso detrás de la mesa de Toni y miró por la puerta abierta hacia su propio despacho. Sheila dijo:
—Puedo ver tu mesa, está bien. Quizás Niccolo no mentía, Jake.
—Algo no encaja —dijo Jake—. Mira, siéntate en la silla de Toni y pon los pies sobre la mesa.
—¿Cuál es tu idea?
—No estoy seguro.
Jake fue a su despacho y se sentó detrás del escritorio. Sheila gritó desde el despacho de Toni:
—Estoy lista.
Jake volvió la cabeza y vio los delgados tobillos de Sheila cruzados sobre la mesa de Toni. Llevaba zapatos planos de ante negro con unos pequeños lazos en el empeine. También le vio las rodillas porque tenía la falda subida.
Se puso de pie y regresó al despacho de Toni. Sheila preguntó:
—¿Qué ocurre, Jake?
—Alguien está mintiendo, aunque sólo sea en un detalle técnico —dijo. Encendió un cigarrillo con un gesto automático—. Hace dos años que utilizo este despacho, y sé lo que veré cuando me doy la vuelta. Una de las vistas familiares era los tobillos de Toni. Pero eso era lo único que veía. Ahora, en las mismas circunstancias, obtengo una visión de tus piernas bastante más reveladora.
Sheila se acercó a él.
—¿Qué significa eso?
Jake no le respondió; en lugar de eso, se arrodilló e inspeccionó las patas de la mesa, y encontró lo que esperaba. Las depresiones formadas en la alfombra por las patas del escritorio eran claramente visibles y estaban a unos treinta centímetros detrás de la posición que entonces ocupaban las patas.
—Alguien ha corrido la mesa hacia adelante lo suficiente para que la historia de Niccolo encajara —dijo.
—¿Quién? —preguntó Sheila.
Jake suspiró e hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Es difícil decirlo. Repasemos los hechos. Niccolo me ha hecho esta tarde una afirmación comprometedora. Me ha dicho que sabía que yo había recibido el diario. Lógicamente, la única persona que podría saberlo es la que me lo envió, ¿de acuerdo?
—Yo también sabía que habías recibido el diario —dijo Sheila—. No lo olvides, Jake.
—De momento te paso por alto —dijo él—. Volviendo a los hechos, Niccolo tenía una explicación plausible para su información. Toni le habló de ello, dijo. Sin embargo, dijo que ella me vio mientras estaba sentada detrás de su escritorio. Eso es imposible. Sin embargo, ahora parece que tal cosa es posible, porque el escritorio de Toni ha sido movido de sitio, y su posición actual hace que la historia de Niccolo sea de prístina belleza.
—¿Qué vas a hacer?
—Vamos a ir de visita —dijo Jake—. Siempre he querido ver a Toni en su ambiente natural. Esta parece una buena oportunidad. Vamos.
Toni Ryerson vivía en la cercana North Side, en el bloque número mil quinientos de Clark Street. El barrio había ido deteriorándose durante décadas, pero el avance había sido detenido, o más bien redirigido, durante la guerra, por una afluencia de muchachas solas que habían venido a trabajar a Chicago procedentes de ciudades más pequeñas, y por la colonia de homosexuales, artistas, escritores y desertores del ejército que habían surgido en la zona al mismo tiempo, al parecer atraídos por su sabor de decadencia fin de siglo y los alquileres bajos. Ahora el distrito se vanagloriaba de poseer una infinidad de estudios con ventanas inclinadas orientadas hacia el norte, y pizzerías y cafés con terraza.
Jake pagó y despidió el taxi, y se dirigió al domicilio de Toni, un edificio de apartamentos de tres pisos, de piedra arenisca de color marrón.
—¿Por qué vivirá en un sitio como éste? —preguntó Sheila mientras subían hasta la entrada.
—¿Quién sabe? —dijo Jake, encogiéndose de hombros y buscando el nombre de Toni en el vestíbulo—. Probablemente piensa que es un pedazo de vida vibrante y cruda, y ella quiere vibrar un poco. En realidad quiere un hogar fuera de la ciudad con incinerador e hipoteca, y un esposo que la engañe en las convenciones de la Legión Americana.
—Ah, qué amargo —suspiró Sheila—. ¿De verdad crees que puedes imaginarte las motivaciones humanas con tanta exactitud?
Jake encontró el nombre de Toni hacia la mitad de la placa metálica y apretó el botón correspondiente. Luego sonrió a Sheila:
—En una palabra, no. No sé lo que quiere Toni, ni nadie más. Sólo estaba haciendo conjeturas, y dejándome llevar por mis ganas de decir sandeces epigramáticas. —Le dio un fuerte y rápido beso en la boca—. Pero sé lo que quiero.
Sonó el zumbador, y Jake empujó la puerta y siguió a Sheila por la escalera sin alfombrar. Sobre ellos se abrió una puerta y la voz de Toni gritó:
—¿Quién es?
Jake dijo:
—Jake y Sheila. ¿Podemos verte un minuto?
—Vaya, claro —dijo Toni en tono alegre.
Les esperaba en el rellano del tercer piso. Intercambiaron saludos y entraron tras Toni en su pequeño apartamento de una sola habitación, donde se oía a Stravinsky en un tocadiscos y una brillante bombilla sin pantalla colgaba del techo.
—¿Queréis tomar algo? —preguntó Toni.
Jake dijo:
—No, gracias. Quiero hablar contigo un momento.
—Vaya, claro —volvió a decir Toni. Parecía perpleja—. Sentémonos.
Había varias sillas de madera en la habitación, rodeando una inmensa mesa en la que una máquina de escribir portátil casi se encontraba perdida en un montón de libros y manuscritos.
Toni apartó una silla de la mesa y se sentó, con las piernas cruzadas.
Jake se sentó en el borde y dijo:
—Éste es el motivo de la visita, Toni —dijo—. Ayer alguien me envió el diario de May Laval. Niccolo me ha dicho que tú estabas en tu escritorio cuando lo recibí, y que lo reconociste por las descripciones que habían aparecido en los periódicos. ¿Es cierto?
Toni pareció culpable.
—Sí, lo vi, Jake.
—¿Y se lo dijiste a Niccolo?
—Yo… no sabía que estaba haciendo mal. Sólo soy una bocazas, supongo.
—No hay ninguna razón por la que no debieras decírselo a Dean —dijo Jake—. Es sólo una cosa de ésas, y tienes perfecto derecho a mencionárselo a quien quieras.
—Me haces sentir un poco mejor —dijo Toni—. Creía que ibas a decirme que soy una mocosa entrometida.
—Olvida esa idea —dijo Jake—. No voy a reprochártelo. Sin embargo, voy a decirte que eres una estúpida mentirosilla, Toni.
—¿Qué quieres decir? —gritó.
—¿Cuándo corriste el escritorio? —preguntó Jake directamente.
—Yo no… no sé cuando lo corrí —dijo Toni, retorciéndose las manos.
Jake encendió un cigarrillo y dijo con suavidad:
—Quieres a Dean, supongo.
—Sí.
—Entonces, no te gustaría que sufriera ningún daño, ¿verdad?
Los ojos de Toni se volvieron enormes.
—No —susurró.
—Está bien, relájate un poco y escúchame. No puedes ver mi escritorio desde el tuyo. Al menos, no podías hasta ayer o hasta hoy. Ahora, alguien lo ha corrido hacia adelante hasta quedar alineado con el mío. Da la casualidad de que ese cambio corrobora la historia acerca del diario que Niccolo me ha contando. Es curioso, ¿no?
Toni se humedeció los labios.
—Yo… no sé.
—Dean está metido en problemas. Probablemente serios. No le haces ningún favor callando ahora. Cuéntanos la historia.
Toni miró a Sheila, y luego otra vez a Jake.
—Dean me llamó ayer por la tarde —dijo en voz baja y vacilante—. Me pidió que te dijera que había visto que recibías el diario.
—¿A qué hora fue?
—No lo sé. Pero él estaba en el apartamento del señor Riordan.
Jake pensó que Niccolo no había perdido tiempo para corregir su desliz respecto al diario.
—Sigue —dijo Jake.
—Dean parecía preocupado —dijo Toni—. Me dijo que si me preguntabas si había visto que recibías el diario, que dijera que sí. También que te dijera que yo le había hablado de esto. Luego me preguntó si podía ver tu escritorio cuando estaba sentada en el mío. Le dije que no. Por unos segundos él no dijo nada. Luego me pidió que lo corriera para que quedara alineado con el tuyo.
—Y tú lo hiciste, claro.
—Sí.
—¿Alguna otra cosa?
—No. Le pregunté por qué quería que mintiera por él, pero se limitó a decir «¿Por qué no?», y colgó.
Jake dijo a Toni:
—¿Tienes teléfono?
Cosa sorprendente, sí tenía. Estaba sobre un taburete de piano en el armario del recibidor. Jake cogió el auricular y dio a la operadora el número de Niccolo. Toni se había echado a llorar.
—Me odiará —dijo.
—No lo creo —dijo Jake.
Descolgaron el teléfono en el otro extremo de la línea. La mano de Jake apretó el auricular.
—¿Sí? —Era la voz de Niccolo, baja y cautelosa.
—Dean, soy Jake.
Hubo un silencio. Luego Niccolo dijo:
—¿Qué quieres?
—Estoy en casa de Toni. No perdamos tiempo. Me ha contado toda la historia.
Dean quedó callado, y Jake preguntó:
—¿Todavía estás ahí?
—No me he lanzado a la puerta —dijo Niccolo. Su voz era cansada—. ¿Dónde estás ahora?
—En casa de Toni.
—Bueno, hazme un favor. No debí meterla en este lío, pero estaba desesperado. Dile de mi parte que es una buena chica, y que lo siento. ¿Lo harás?
—Lo haré —dijo Jake—. Ahora vayamos al grano. ¿Cómo sabías que yo había recibido el diario de May?
—Yo te lo envié —dijo Niccolo—. Lo envolví, escribí tu nombre y lo eché al correo. Así es como supe que lo tenías tú, Jake.
Jake notó que empezaba a sudar. Preguntó:
—¿De dónde lo sacaste?
—Lo conseguí de Avery Meed, el pequeño criado de Riordan. Yo maté a Meed, Jake. Le maté y cogí el diario. ¿Te sorprende?
—Estás loco. No hables más. Voy a verte y hablaremos de esto. ¿Me esperarás ahí, Dean?
—Lo siento, Jake. Gracias, pero tengo otros planes. Necesito una delantera de media hora. ¿Qué te parece media hora, por los viejos tiempos? Tómate una copa y fúmate un par de cigarrillos antes de llamar a la policía, ¿eh, Jake?
—No te daré ni treinta segundos si no me escuchas. ¿Por qué lo hiciste, Dean?
Niccolo ahogó una risita, y Jake pudo imaginarse el brillo en sus ojos y el cínico buen humor de su viril y guapo rostro.
—Tengo una sórdida historia en la galería, doctor —dijo Niccolo—. Jake, maté a Meed porque soy un operador listo.
—Deja de hablar como un neurótico —dijo Jake con brusquedad—. Cuéntame la historia.
Toni se había acercado al teléfono.
—Tiene problemas, ¿verdad? —dijo en un susurro angustiado. Sheila le pasó un brazo por los hombros y la abrazó.
—Está bien —dijo Niccolo, tranquilo—. Te la contaré, Jake. Pero a cambio de esa media hora. ¿Trato hecho?
—Adelante.
—Ahí va, pues, con mi estilo limpio y reluciente. Necesitaba dinero, Jake. Me gustaban los caballos pero yo no les gustaba a ellos. Me metí en problemas con algunos personajes a quienes no les interesaban las excusas ni las buenas intenciones. ¿Recuerdas nuestra primera reunión con Riordan? Dijo que May Laval tenía alguna información sobre él. Yo estaba desesperado, así que decidí ver a May. Esperaba convencerla de que se uniera a mí en un trato para obligar a Riordan a que soltara un poco de dinero. Chantaje es la palabra que se utiliza, creo —Niccolo se rio secamente—. ¿Todavía te interesa?
—Sí.
—Estupendo. Fui a casa de May la mañana en que fue asesinada. Pero era demasiado tarde. Un hombrecito, que más tarde supe que era Avery Meed, subía la escalera de su casa. Entró y salió no más de un minuto después, con un libro bajo el brazo. No lo entendí. De todos modos, perdí el valor. Fui a casa, pero a la mañana siguiente encontré a Meed en tu despacho. Para entonces yo sabía que May había sido asesinada, y que faltaba el diario. Así que deduje que Meed había matado a May y se había llevado el diario. El resto fue bastante sencillo. Le seguí cuando salió de la oficina (aquella mañana querías verme pero me había ido, ¿lo recuerdas?). Sea como sea, hablé con Meed en su apartamento. Él tenía una cita con Riordan y no le quedaba mucho tiempo. A mí tampoco, Jake. Le dije lo que sabía, y le di la oportunidad de unirse a mi pequeño negocio. Pero él se negó. Más que eso, cogió el teléfono para llamar a la policía. Debía de fanfarronear, pero yo no podía correr riesgos. Le maté y cogí el diario. Más tarde, aquella misma mañana, corté las páginas que contenían la información referente a Riordan y te envié el resto del diario.
—¿Todavía tienes la información acerca de Riordan? —preguntó Jake.
—Sí —dijo Niccolo, y se echó a reír—. Es muy fuerte, Jake. Pero no me sirvió de nada. Te envié el diario porque esperaba que se lo dirías a Riordan. Pensé que tal vez podría presionarle un poco psicológicamente al saber que la información había ido a parar a las manos de alguien más. Pero soy un mal adivino. Llamé a Riordan la noche siguiente y le hice una proposición. Me dijo que me fuera al diablo y colgó. Y eso es sólo la mitad. Aquella misma noche llamé a ese tipo, Prior, el hombre del gobierno. Le ofrecí la información sobre Riordan por un precio, y me dijo también que me fuera al diablo. Curioso, ¿no?
—Dean, no te servirá de nada escapar ahora. Será mejor que te enfrentes a esto.
—Me has prometido media hora, ¿recuerdas?
—Tendrás tu media hora —dijo Jake.
—Está bien. Veremos lo lejos que puedo llegar. Tengo planes, pero francamente, no espero que funcionen. Estoy un poco decepcionado de mí mismo, Jake. Tómatelo con calma.
Jake oyó que colgaba el teléfono. Intentó varias veces coger línea de un modo automático; luego se encogió de hombros y colocó el auricular en su sitio.
—¿Qué hizo? —preguntó Toni.
Jake la miró un momento sin hablar. Luego dijo:
—Mató a Avery Meed.
Toni frunció el ceño como si estas palabras no significaran nada para ella, y luego se sentó en una silla de respaldo recto y empezó a restregarse la frente.
—Eso no es… Dean no pudo hacer eso —dijo con voz perpleja, razonable, y se echó a llorar. Las lágrimas le resbalaban por las mejillas, pero ella miraba hacia la pared opuesta, sentada en la silla con la espalda rígida, y no hizo ningún intento de secárselas.
Sheila se puso al lado de Jake y él le pasó el brazo sobre los hombros.
—Quiere que espere media hora antes de llamar a la policía —dijo.
—Entiendo. ¿Tienes un cigarrillo?
Encendieron un cigarrillo cada uno y Jake consultó su reloj.
—Maldita sea —exclamó.
Pasaron quince minutos. Toni había dejado de llorar. Ahora miraba fijo a Jake en un silencio suplicante, como si le rogara que le dijera que no ocurría nada.
Pasó la media hora.
Jake cogió el teléfono y llamó a la comisaría de policía. Pidió por la sección de homicidios. El sargento de guardia pasó la llamada al despacho del teniente Martin.
—¿Sí? —dijo Martin escueto.
—Soy Jake. Tengo noticias para usted.
—Estupendo. ¿De qué se trata?
Jake oyó que Toni volvía a llorar, y soltó el aliento con cansancio.
—Tengo al hombre que mató a Avery Meed. Envuelto en papel de regalo.
—¿A quién tiene? —preguntó Martin, la voz avivada por el interés.
—Dean Niccolo.
Martin permaneció en silencio varios segundos. Luego dijo, con voz pensativa:
—Es curioso, Jake. Dean Niccolo ha sido asesinado en su apartamento hace unos quince minutos. Estábamos a punto de ir hacia allá.