Se detuvo a tomar un whisky con soda en el bar Blackstone y se fumó un cigarrillo mientras lo bebía. No le había gustado la sesión con Riordan. No era agradable que te dijeran a las claras que tu lealtad estaba en venta. Pero eso es lo que era, así que no servía de nada molestarse. Era tan sólo el funcionamiento del proceso de la oferta y la demanda.
Cuando salió a la calle para coger un taxi, se le ocurrió otra idea. Podía volver a ganarse la buena voluntad de Prior diciéndole lo que había sabido de Nickerson, o sea que el hombre había muerto. Eso ahorraría a Prior el tiempo de realizar una investigación, y sin duda no podía perjudicar a Riordan.
Mientras esperaba junto al bordillo bajo el día frío y gris, se le ocurrió que no quería particularmente congraciarse con Prior. Consideraba a Prior un esforzado y estúpido joven. No obstante, era necesario que intentara la conciliación, porque Riordan podría necesitar incluso la más diminuta señal de buena voluntad por parte de Prior cuando las cosas se pusieran mal.
Considerándolo todo, era un tipo de trabajo poco notable.
La unidad de Prior estaba instalada en una serie de despachos en la decimoctava planta del Edificio Postal. Un hombre joven, muy ocupado, que estaba en recepción dijo a Jake que Prior se hallaba en una conferencia y no se le podía molestar. Jake dijo que esperaría un momento y tomó asiento.
Había una puerta directamente enfrente suyo que conducía a un despacho privado, y la ventanilla de encima de la puerta estaba abierta. A través de esta abertura se oyó de repente una aguda voz irascible.
—Las excusas, caballeros, son la moneda con que los incompetentes esperan comprar el respeto de los hombres escrupulosos.
El hombre joven del mostrador miró a Jake y luego a la ventanilla abierta antes de volver a su trabajo con perceptible energía renovada.
La voz continuó, estridente:
—Los periódicos de esta ciudad se han unido para desollar su trabajo, y me niego a creer que esta unanimidad de opinión sea atribuible a otra cosa más que a algún error egregio en su manera de actuar.
—El senador Hampstead ha llegado, por lo que oigo —dijo Jake, reconociendo la voz.
—Así es —dijo el hombre joven, y sonrió con educación—. El tiempo se acelera un poco cuando él está por aquí.
—Puedo imaginarlo.
Jake había visto a Elias Hampstead, senador de un Estado del medio oeste, varias veces en Washington y Chicago. Le había considerado un charlatán y un pelmazo; pero el senador tenía un cortejó nacional fiel y celoso.
Entre sus seguidores, el senador Hampstead tenía fama de honestidad desinteresada, rectitud firme e integridad inmortal; y de ser, por recuento real, al menos un ciento quince por ciento americano completo.
Había sido elegido en los años veinte en una candidatura de fusión que tenía como plataforma el restablecimiento de los principios de la piedad y la decencia. Nadie se tomó en serio la campaña excepto Elias Hampstead, quien en aquel tiempo contaba poco más de cuarenta años, y había perdido su granja en la depresión que siguió a la primera guerra mundial. Había estado vendiendo panfletos religiosos para mantener a su esposa e hijo, cuando el movimiento político le captó y le dio una razón para ocupar un espacio en la tierra.
Fue elegido para el Senado e inmediatamente presentó proyectos de ley que abogaban, respectivamente, por la abolición de las carreras de caballos, las carreras de perros, el boxeo, el béisbol profesional y la bebida. Se convirtió en objeto de miles de chistes y bromas. Fue vilipendiado como la personificación de la gazmoñería, el epítome de la estrechez de mira provinciana. Pero había algo en su obstinación, su patanería, su negativa a dejar de gritar sus perogrulladas piadosas que hacía que algunas personas le admiraran; y entre ciertas sectas oscuras llegó a ser considerado como una especie de Mesías terrenal, casero.
Casi al final de la contienda se formó el comité Hampstead para investigar los beneficios obtenidos durante la guerra, y el aliento del miedo atravesó la espalda de todo aquél a quien dirigía su atención, porque este comité era tan duro en sus juicios como las leyes del Antiguo Testamento. El comité asumió las virtudes del senador Hampstead. Era incorruptible. Su pasado estaba inmaculado. Había vivido durante treinta y cinco años con una mujer gris y retraída, que había muerto poco después de que su único hijo muriera en la guerra. No tenía cuentas bancarias inexplicadas. Era el enemigo militante de la lujuria, de la corrupción, de la mala conducta, de todo, en definitiva, lo que difería de su concepto de la decencia, la modestia y la santidad.
Así era el hombre, pensó Jake con una sonrisa sin humor, que consideraría la evidencia contra Dan Riordan. Sería difícil imaginar a dos hombres de gustos, convicciones y motivaciones más opuestos.
La puerta del despacho privado se abrió y salió el senador Hampstead, seguido por Gregory Prior y Gil Coombs.
El senador era un hombre de aspecto vulgar, pelo lacio y canoso, ojos escrutadores y rasgos demasiado pequeños y juntos para ser bonitos, pero que no eran ordinarios. Tenía una altura mediana y su cuerpo era enjuto y bien conservado. Vestía un traje gris y llevaba bastón.
Jake dijo:
—Hola, senador. Nos conocemos. Me llamo Harrison.
—Ah, sí —dijo el senador Hampstead. Su voz normal era aguda, afectada e irritante—. Se ocupa usted de las relaciones públicas de ese cobarde, Riordan, ¿verdad?
—En efecto —dijo Jake, tranquilo.
—Nos ha puesto difícil el trabajo con sus tácticas. Debería existir una ley que nos permitiera encerrar a los hombres como usted.
—¿Por qué no presenta una? —preguntó Jake. Se sentía agradablemente furioso—. Apenas se notaría entre el resto de su extravagante legislación.
—Buenos días —dijo lentamente el senador Hampstead. Y Jake sabía que había hecho daño a aquel hombre, y que jamás sería perdonado—. Vamos, Prior —dijo el senador.
—Está bien —dijo Prior. Echó una rápida mirada a Jake y se encogió de hombros en gesto de impotencia mientras salía del despacho detrás del senador.
—Coombs sonrió a Jake.
—El senador está de un humor de perros hoy. Entre, ¿quiere? No hay necesidad de que nos ladremos uno a otro, ¿no le parece?
Dentro del despacho Jake vio montones de libros de contabilidad sobre dos mesas.
—Los documentos de Riordan —dijo Coombs, pasándose una mano por su cabello ralo—. Un trabajo enorme repasarlos. Y es mío, todo mío —añadió con una sonrisa.
—¿No tiene ayuda?
—Oh, sí. Yo los miro por simpatía. Tengo a tres contables que me ayudan, y Greg, el señor Prior, se ocupa de los ángulos legales y dirige el espectáculo principal. ¿Quería usted verle?
—Sí, pero puedo decírselo a usted. Él estaba buscando a un hombre llamado Nickerson, que trabajó en una planta de Riordan durante la guerra, como inspector del gobierno.
—¿Ah, sí?
—Bueno, Nickerson está muerto. Pensé que les ahorraría tiempo saberlo. Esa información viene de Riordan, así que es probable que sea exacta.
Coombs sonrió.
—Riordan debe de ser un hombre fascinante. —Miró hacia los libros de encima de las mesas—. Muy atrevido, muy aventurero, muy diestro. Es la impresión que estoy sacando. Pero será mejor que tome nota del nombre de ese tipo. ¿Cómo era? —Lo anotó en su bloc de memorandos.
Hablaron de cosas inconexas unos momentos, y Coombs mencionó que se lo estaba pasando bien en Chicago.
—Es una ciudad sorprendente —dijo—. Me han fascinado por completo algunos sombríos bares del South Side. La música es jazz auténtico y la gente es fabulosa. También hemos probado los restaurantes de carne del West Side, y algunos de los bistros de West Madison Street, pero sólo por curiosidad, claro.
—Han visto muchas cosas —dijo Jake.
—Sí, Greg es un buen guía —dijo Coombs sonriendo.
Jake le dio los nombres y las direcciones de unos cuantos lugares poco conocidos que eran sus favoritos, y Coombs los anotó con un entusiasmo que a Jake le pareció encantador.
—Creo que hemos estado en uno de éstos —dijo Jake—, pero probaremos los otros si tenemos tiempo. Con el senador Hampstead por aquí será difícil.
—Me lo imagino —dijo Jake.
Hablaron de trivialidades un momento después, y finalmente Jake se despidió de Coombs y salió a los ascensores. Consultó su reloj y se dio cuenta de que la jornada laboral estaba a punto de finalizar.
Eran las cinco en punto cuando llegó a la oficina; la recepcionista le dijo que el señor Noble había pasado el día fuera, y que le habían traído un paquete por la tarde, que el botones había dejado sobre su mesa.
Jake le dio las gracias y fue a su despacho. Se sentía cansado y deprimido, y se alegró de no haberse encontrado con Noble. Le pasaba algo, lo sabía.
El paquete estaba sobre su escritorio; era un objeto plano de unos treinta centímetros por doce y cinco de grueso, envuelto en papel marrón y atado con torpeza, pero firmemente, con cordel fuerte. Jake se sentó, desató los nudos y rasgó el envoltorio.
El paquete contenía un libro grande encuadernado en piel. Jake lo contempló un momento sin reconocerlo; y luego se dio cuenta de que lo había visto antes y un escalofrío le recorrió la espalda.
Era el diario de May.
Jake permaneció un momento sentado con el diario en las manos, y el único pensamiento que acudió a su mente fue que dos personas habían muerto a causa de su contenido.
Desde el despacho contiguo le llegó la voz de Toni Ryerson que tarareaba, y vio que sus delicados tobillos estaban en la posición de costumbre, sobre el escritorio. Jake dejó el diario y se dirigió hacia la puerta que comunicaba su despacho con el de Toni.
—¿Te importa si cierro esta puerta? —dijo—. La corriente que hay aquí está alcanzando la categoría de tifón.
—Trataré de sobrevivir —dijo Toni.
Jake sonrió y cerró la puerta. Volvió a su escritorio, cogió el diario y lo abrió por la página uno, que estaba fechada el uno de enero de 1943.
Pasando al final del libro vio que acababa el 31 de diciembre de 1948. Era el diario de seis años, y en cada página había espacio para tres días.
Jake frunció el ceño, intentando adivinar por qué le habían enviado el diario a él, precisamente. Suponiendo que Avery Meed hubiera matado a May para conseguirlo, quienquiera que se lo hubiera enviado a él debía de ser el asesino de Meed. Pero ¿por qué, iba nadie a matar a Meed para coger el diario, y luego enviarlo a otra persona?
Jake abrió el diario en la última mitad de 1944, que era la época en que Riordan había conocido a May, e inmediatamente vio que alguien había trabajado con las tijeras. Había unas páginas cortadas que incluían los meses desde junio hasta diciembre de 1944. Y no tardó mucho en ver que no se mencionaba para nada a Riordan en el diario de May.
Jake consideró un momento la conclusión obvia: alguien había eliminado del diario toda referencia a Riordan. Podía haber sido Avery Meed. O lo podía haber hecho la persona que le había asesinado.
Durante unos minutos le dio vueltas a esta idea, y luego cogió el teléfono y llamó al despacho de Sheila. Cuando contestó, Jake le preguntó si podía ir un momento a su oficina. Ella vaciló, de un modo casi imperceptible, antes de decir que sí.
Apareció medio minuto más tarde, con el abrigo puesto y los guantes y el bolso en la mano.
—Iba a marcharme cuando me has llamado —dijo.
Jake cerró la puerta y cogió de su escritorio el diario de May.
—Quería que vieras esto.
Sheila miró el libro y luego lo abrió y empezó a leer. Por unos segundos su rostro estuvo inexpresivo; pero de pronto contuvo el aliento.
—¿De dónde lo has sacado? —preguntó.
—Ha venido por correo.
—¿Quién lo ha enviado?
—No tengo ni idea.
Se sentó con cuidado en la silla de delante del escritorio.
—¿Qué significa esto, Jake?
—No estoy seguro —dijo—. Sin embargo, evidencia cosas interesantes. Riordan, como sabes, envió a Avery Meed a que consiguiera el diario de May. Luego alguien asesinó a Meed aquella mañana y se llevó el diario. Quienquiera que me lo haya enviado probablemente es la persona que asesinó a Meed.
—¿Lo has revisado ya?
—Eso es otra cosa. —Se inclinó sobre el hombro de Sheila y abrió el diario en la última mitad de 1944—. Observarás que alguien colecciona Riordanianas. Ahora no se le menciona en el diario.
Ella dijo:
—Entonces, el que asesinó a Meed probablemente tiene la información de Riordan.
—Es posible.
—¿Qué vas a hacer con él?
Jake sonrió irónicamente.
—¿Qué crees que voy a hacer? —dijo él—. Voy a echar un vistazo a cómo se comportaban nuestros superiores durante la guerra.
Abrió el diario en la página uno.
El relato de May de sus relaciones durante la guerra con gangsters, industriales, artistas, estrellas de cine, generales y prostitutas era una crónica fascinante. Jake se dio cuenta de ello después de leer sólo unas páginas. Relataba conversaciones palabra por palabra, y su memoria para los hombres, fechas y lugares era sorprendente. Había la saga de un general de tres estrellas cuyo nombre se había convertido en un símbolo del idealismo y la honestidad inquebrantable durante la guerra, pero que, según lo que May había escrito de sus comentarios mientras bebía, no era en realidad más que un recadero para una de las principales industrias del país. Y su relato de la relación entre un político de talla nacional y un embajador extranjero podía haber sido una nota a pie de página de un capítulo de Kraft-Ebbing. El diario rebosaba de nombres, grandes y pequeños, con complicadas transacciones pensadas para llenar los bolsillos de alguien a expensas de otro, y con los detalles de asignaciones, infidelidades, promiscuidades y acrobacias sexuales de todas las variedades.
Jake sacudió la cabeza.
—No me extraña que Riordan estuviera preocupado.
—Todavía debe de estarlo —dijo Sheila.
Jake la miró pensativo.
—Sí, claro. Las páginas que hablan de él todavía corren por ahí.
—Quizás no —dijo Sheila, pensativa.
—Tienes razón. —Jake encendió un cigarrillo, y el sonido de la cerilla pareció extrañamente fuerte en el silencioso despacho. Sheila tenía razón. Tal vez Riordan ya no estuviera preocupado, por la sencilla razón de que podía haber matado a Meed y arrancado del diario la información que le incriminaba.
—Pero eso no explica por qué me ha enviado el diario —dijo finalmente—. Dejemos de jugar a detectives y démoselo a Martin.
—Puedes ocuparte tú mismo.
—Me gustaría que dejaras de ser tan impersonal —dijo Jake irritado—. Estoy deprimido y me gustaría hablar contigo. ¿Por qué no cenas conmigo esta noche?
Sheila dijo que no con la cabeza.
—Lo siento, Jake. Algo te preocupa, pero tendrás que resolverlo tú solo.
—No espero que me cojas en tu regazo y calmes mi llanto —dijo Jake—. Sólo quiero que cenes conmigo y te rías de mis alegres comentarios acerca del tiempo.
—Esta noche no —dijo Sheila—. Pero gracias.
—Oh, de nada —dijo Jake con aspereza. Abrió la puerta y la observó mientras se alejaba con pasos rápidos…
Jake cogió un taxi hasta Central Station y encontró a Martin sentado en su despacho cálido y lleno de humo, con los pies sobre el escritorio, contemplando la nieve que, formando remolinos, estaba cayendo sobre la ciudad.
Dejó el diario cerca de Martin y encendió un cigarrillo, mientras Martin hacía girar la silla y abría el libro. Durante unos momentos hojeó el diario sin hacer ningún comentario; luego miró a Jake, y dijo en voz baja:
—¿De dónde lo ha sacado?
Jake le contó cómo había recibido el diario, y añadió que había notado que habían arrancado unas cuantas páginas, y que no se mencionaba a Riordan en él.
Martin no respondió de momento. Miró fijamente el libro y pasó unas cuantas páginas al azar, frunciendo el rostro. Al final dijo:
—Quiero que me haga un favor, Jake. No diga a nadie que me ha traído esto, ¿quiere?
—Usted es el jefe.
—Deseo sorprender a algunas personas —dijo Martin—. No quiero que nadie sepa cómo ha llegado a mis manos, ¿de acuerdo?
Jake asintió y luego pasó media hora hablando con Martin, principalmente porque no tenía adónde ir ni nada en particular que hacer. No hablaron de los dos asesinatos que estaban en sus mentes. Discutieron de política local, de los días en que Jake cubría la información policial y Martin llevaba uniforme.
Cuando Jake se marchó se sentía vagamente nostálgico, pero sospechaba que era un sentimiento de pacotilla, falso y vacío. Decidió que podría estar borracho igual que estaba sentimental, así que le dijo al conductor del taxi que le llevara a un bar.