Eran las once y media. Jake permaneció sentado ante su escritorio, contemplando inmóvil el reloj forrado de piel, durante varios minutos. Sabía que debería estar trabajando. La agencia necesitaría algo espectacular para una campaña si Riordan era culpable. Y era bastante evidente que Prior sabía que Riordan era culpable y tenía la prueba con nombres y fechas para respaldar su acusación.
Pero no tenía ganas de trabajar. Pensó en May otra vez, y finalmente decidió ir a la granja de Mike Francesca.
Barrington era un suburbio de Chicago que se había hecho popular entre la gente a quien no iba ni el ambiente de un club de campo ni vivir en una camioneta. En Barrington había granjas de veinte o veinticinco acres, normalmente habitadas por granjeros arrendatarios que hacían todo el trabajo; y hogares confortables que representaban todas las variedades de la importación arquitectónica, desde las cajitas de Meine hasta las haciendas mexicanas. Pistas de tenis y piscinas apiñadas en torno a estas casas con el aspecto alegre de haber sido pagadas al contado.
Jake dijo a su taxista que esperara y recorrió el sendero de grava que conducía hasta la casa de Francesca, un vasto rancho de dimensiones impresionantes.
Un hombre de complexión robusta, con un cortavientos de cuero, salió de una esquina de la casa y se acercó a Jake para saludarle.
—¿A quién quiere ver, amigo? —preguntó en tono amistoso.
—Quisiera ver a Mike. Soy un amigo, Jake Harrison. —Reconoció al hombre y sonrió—. Usted es Yeabo Jones, ¿verdad?
—Sí. ¿Cómo lo sabe? —dijo el hombre.
—Cubrí la información de su juicio en el treinta y ocho. Le condenaron a seis años por robo a mano armada y amenaza y agresión.
—Ah, sí —dijo Yeabo Jones—. Usted era periodista, ¿no?
—Así es.
—Bueno, venga a la casa y veré lo que dice el jefe.
Yeabo abrió la puerta y le dijo:
—Pase.
Mike Francesca estaba sentado en un gran sillón ante una chimenea encendida, vestido con unos pantalones de franela gris y una camisa deportiva de tejido de gabardina con pespuntes en las solapas y puños. Se puso de pie cuando entró Jake, y se le acercó para saludarle, con una sonrisa en los labios que convertía su rostro en una red de arrugas. Había otra persona, una rubia estilo corista, tumbada ante la chimenea con un Martini en el codo. Se incorporó y miró a Jake solemnemente.
—Jake, viejo amigo —dijo Mike, estrechándole la mano—. Qué agradable que me visite así. ¿Conoce a Cheryl?
—No. Pero es un placer.
—Soy Cheryl Dañe —dijo la chica—. Cree que soy un caballo o algo así, que sólo tiene un nombre.
—Bueno —dijo Mike, sonriéndole—, ¿para qué necesitas dos nombres? Uno es suficiente para todo el mundo. —Cogió a Jake del codo y le condujo hasta un sillón—. Siéntese y tomemos una copa. ¡Yeabo! —Gritó muy fuerte esta última palabra, y la rubia dio un respingo.
Yeabo trajo vino para Mike y Jake tomó un Martini. Cuando desapareció, Mike se recostó en el sillón con un suspiro de bienestar.
—Esto está bien, ¿eh? —dijo.
—Muy bien —dijo Jake, y tomó un sorbo.
—¿Quería algo en particular? —preguntó Mike.
—Sí —respondió Jake—. Me pregunto si sabe algo acerca de quién mató a May Laval. Sé que usted estaba preocupado por el libro, y…
—Y piensa que yo la hice matar, ¿verdad? —dijo Mike—. ¿No es eso?
La rubia rodó sobre su espalda y cruzó sus largas y bien formadas piernas.
—¿Sabes, Mike? —dijo—. Yo…
—Cierra el pico —dijo él, sin mirarla; y ella se encogió de hombros y se quedó callada.
—Usted piensa que quizás yo hice matar a May, ¿no? —repitió Mike.
—No, no lo pienso —respondió Jake—. Si usted la hubiera matado, tendría el diario.
Mike se dio unos golpecitos significativos en la frente.
—Tiene usted sentido común.
—Supongo que ahora usted está buscando el diario.
—Oh sí, mis muchachos lo están buscando. Creo que lo conseguirán.
—¿Tiene usted alguna idea respecto a quién mató a May?
—Es curioso —dijo Mike, frunciendo el ceño y tocándose el labio inferior con un dedo—. ¿Quién la mataría? He pensado mucho en eso; de hecho, no he dejado de hacerlo desde que la mataron. Y no lo sé. Usted sabe que en los viejos tiempos May y yo solíamos jugar al póquer. Yo, May, Ed Hogan, el concejal, y un barman del antiguo Troy Club. May era una auténtica jugadora. —Mike sacudió la cabeza—. ¡Madre de Dios, qué partidas! May podía apostar mil dólares y sonreírte, cuando no tenía nada, ni siquiera un par. Ah, qué días aquéllos, ¿eh?
—Sí, sí —dijo la rubia—. Nunca he conocido a ningún tipo como tú, de los días de la prohibición, que no actuara como un hombre gordo en una reunión estudiantil.
—Es lista de verdad, ¿eh? —dijo Mike.
—Bueno, ¿qué tiene que ver el póquer con la muerte de May? —preguntó Jake.
—Oh, nada —dijo Jake, haciendo un ademán de cansancio con la mano—. Pero a nadie le importaba perder con May. Oh, era una lástima perder el dinero, pero nadie se enfadaba. A todos les gustaba May. Y por eso me pregunto quién pudo matarla.
Jake se encogió de hombros.
—¿No la habría matado usted, Mike?
Mike le cogió del brazo y se encaminaron juntos a la puerta.
—Le contaré un secreto —dijo.
—¿Cuál?
—Lo habría hecho, muy rápido —dijo Mike.
—Es lo que pensaba.
—¡Ja! —exclamó Mike, y se dio otro golpecito en la frente—. Tiene usted cabeza, Jake.
—Gracias. Adiós, Mike.
—Adiós.
Jake descendió el sendero, apretándose el abrigo contra el cuerpo para protegerse del frío viento. El taxista entró en la calzada para coches y Jake subió y encendió un cigarrillo, mientras el conductor hacía marcha atrás para dar la vuelta.
Estaban a punto de arrancar cuando un grito procedente de la casa hizo detener al conductor. Jake miró por la ventanilla y vio a Yeabo que corría hacia ellos con una jarra de líquido marrón pálido en cada mano.
Jake abrió la puerta y preguntó:
—¿Qué diablos es eso? —cuando Yeabo estuvo junto al coche.
—Sidra —dijo Yeabo entre jadeos—. La elaboramos aquí. El jefe quiere que la pruebe.
—Dile que es justo lo que quería —dijo Jake.
Cuando regresaban a la ciudad, el conductor miró hacia atrás por encima del hombro y dijo:
—Es un gesto realmente amistoso. Quiero decir, ya no se estila dar a los invitados algo para poder llevarse a casa.
—Mi amigo es de la vieja escuela —dijo Jake—. Pero yo no. ¿Le gustaría llevarse la sidra?
El taxista asintió, y Jake dijo que de acuerdo, y le indicó que le llevara a Palmer House.
Se recostó en el asiento preguntándose qué tendría en mente Denise Riordan.
Jake subió la escalinata que conducía al vestíbulo de Palmer House y, tras echar un rápido vistazo, la vio sentada en un sillón, al lado de una alta palmera, hojeando con indiferencia una revista de modas. Llevaba un vestido negro de seda con unos grandes pendientes de ámbar y gargantilla a juego, y sus ojos brillaban contrastando con su piel bronceada.
—Hola —dijo, poniéndose en pie—. Es usted puntual.
—Los hombres de mi edad tenemos que cultivar virtudes menores para compensar nuestra falta de vicios mayores —dijo Jake, y se dio cuenta de que sonaba a travieso.
Sugirió tomar una copa y fueron arriba, a una sala privada en el entresuelo, donde había unos treinta o cuarenta hombres y mujeres jóvenes bebiendo, invitados por la emisora de radio «WXL».
Jake cogió dos copas del bar y condujo a Denise a un sofá de satén verde. Ella se sentó con mucho cuidado y Jake se dio cuenta de que había estado bebiendo. Sus movimientos eran demasiado deliberados.
El agente de prensa de la «WXL», un hombre joven, enérgico y radiante llamado Miller, se detuvo al verles, estrechó la mano a Jake y preguntó si todo iba bien. Señaló a Denise con la cabeza y luego, con una rápida sonrisa y una mirada a sus largas y esbeltas piernas, se excusó y se reunió con otro grupo.
—¿Es el anfitrión? —preguntó Denise.
—Supongo que le podríamos llamar así. —Acercó una cerilla al cigarrillo de ella y dijo—: Bueno, ¿qué motivo urgente le ha hecho llamarme?
Denise sonrió.
—Pensará usted que soy tonta. Pero me gustó usted. Y mi vida a veces es muy aburrida. Así que pensé que podría conocerle mejor. Así de sencillo.
—Eso es muy halagador. Pero no puedo creer que su vida sea aburrida.
Denise tomó un sorbo de su copa y dio unas palmadas a Jake en el brazo. El gesto fue extrañamente íntimo, y Jake tuvo la ridícula sensación de que iba a empezar a apartarse de ella en cualquier momento.
—Danny está ocupado la mayor parte del tiempo —dijo ella, sonriendo—. Es un esposo anticuado. Piensa que la mujer forma parte del equipamiento de un hogar bien llevado.
—Permítame que le traiga otra copa —interrumpió Jake, sólo para decir algo no comprometedor, y la dejó el tiempo suficiente para coger dos nuevas copas.
Ella estaba mirando con interés a los demás asistentes a la fiesta cuando Jake regresó, y al parecer había olvidado a su esposo y a Jake como temas para entablar conversación.
Dijo:
—¿De dónde han salido todos estos brillantes jóvenes bastardos, y qué hacen aquí?
—Bueno, esto es un cóctel de negocios, y estos jóvenes trabajan para agencias de publicidad. La emisora espera comprometerles con unos cuantos whiskies, para que cuando sus agencias compren tiempo ellos recuerden con cariño a la «WXL».
—¿Y da resultado?
—A veces, supongo. Pero en general no. —Miró hacia la multitud—. No veo a nadie que pudiera tomar una decisión más importante que quitar una coma de un texto.
—Parecen muy listos —dijo Denise.
Lo eran de verdad, pensó Jake. El aire estaba impregnado de interioridades de las historias «de corazón», y los fragmentos de conversación que le llegaban resplandecían de críticas epigramáticas de todas las formas de arte, de toda diversión, de casi todo. Dos hombres jóvenes, que estaban directamente enfrente suyo, discutían acaloradamente acerca de un artículo de la «Partisan Review», una obra que, supuso Jake, presentaba la teoría de que todos los hogares florecen con el fin de gratificar la necesidad del padre y la madre de una relación incestuosa dentro de un marco aprobado socialmente; detrás de ellos, a un buscador de noticias de Drew Pearson le estaban quitando importancia por haber contado sólo la mitad de la historia, y la mitad no publicada estaba siendo relatada con desdén por un hombre que escribía jingles para Curvex Foundation Garments; tres chicas y dos hombres maduros se reían de lo que uno de ellos estaba contando acerca de los escritores consagrados; había dicho que Truman Capote era un asqueroso muchachito que garabateaba palabrotas en la acera, y que la virilidad tímida de Hemingway derivaba de haber sido expulsado de los Boy Scouts cuando era joven, y que William Saroyan era en realidad Norman Corwin con una capa de glucosa; y en el rincón, un joven con cabello largo y lacio le decía a una chica embelesada que la guerra había enviado al diablo su integración. «Cristalicé entre el satirismo y la impotencia», añadió enojado.
—¿Puedo tomar una copa? —preguntó Denise—. Esta gente es terrible. Me siento como una auténtica burguesa.
—Sólo es palabrería —dijo Jake—. De veras, es un truco.
Le trajo una copa, que ella se terminó rápidamente. Hablaron de cosas sin importancia unos momentos, y luego ella dijo:
—¿No se aburre conmigo?
—No. En absoluto.
—Habla como un caballero. —Jake vio que estaba bastante tensa. Sus brillantes ojos azules le miraban intensamente—. Está pensando que sólo soy la esposa de un cliente, que está envejeciendo y se emborracha, ¿no? Alguien con quien es mejor ser amable.
—No, no estaba pensando nada de eso —dijo Jake.
—Bueno, ¿qué estaba pensando? No en mí, ni por una remota casualidad, ¿verdad?
—Sí, estaba pensando en usted —dijo Jake, y sonrió. Quería llevarla a casa ahora—. Estaba pensando que un paseo en coche podría ser agradable.
—Dios mío, es un pensamiento calenturiento —rio Denise—. Tiene que controlarse más, señor Harrison. Frene ese salvaje temperamento latino.
—Por algo me llaman el continente norteamericano —dijo Jake, esperando que el chiste, aunque viejo y poco notable, pudiera ponerla de mejor humor.
—Oh, ja, ja, ja, —dijo Denise—. Piensa que soy un aburrimiento. Sólo una estúpida criatura que quiere aprovecharse. Bueno, sé algo que podría sorprenderle. Danny piensa que está haciendo un mal trabajo para él.
—Bueno, tiene razón —dijo Jake—. Pero es una cuenta difícil.
—También sé algo de su grande y gloriosa May Laval. —Hizo una reverencia con la cabeza con burlona solemnidad—. Todos tienen que hacer esto cuando mencionan su nombre. Era tan ingeniosa, lista y maravillosa, y ahora está tan muerta… ¿No es divertido?
—Supongo que tiene un elemento de humor —dijo Jake.
—Oh, no se moleste en hacerme sentir avergonzada. Pierde el tiempo.
—Pero ¿qué sabe de ella? —preguntó Jake.
—Sé que Danny Boy envió a Avery Meed a su apartamento a conseguir el diario. Bueno, ¿no es una noticia deliciosa?
Jake se sintió traicionado. Eso ya lo había admitido Riordan. Pero sentía curiosidad por saber cómo conocía Denise tantas cosas, y tenía la esperanza de conocer más.
—Lo hace muy bien, pero tendrá que hacerlo mejor si quiere sorprenderme.
Denise dijo:
—No sé nada más. —Bebió un sorbo de lo que quedaba en su copa—. Danny Boy trabaja mucho por teléfono, desde casa, así que yo escucho desde la cama con un supletorio. Es la única manera de enterarme de algo, y es mejor que escuchar la radio.
—Entiendo. ¿Y oyó a Danny Boy decirle a Meed que fuera al apartamento de May y consiguiera el diario?
—Eso es. Y de verdad que estaba como loco. Le dijo a Meed que consiguiera el diario y eso…
—¿Y eso qué?
Denise dijo:
—Bueno, no lo sé. Todo el mundo dice tal cosa y tal otra «y eso». Nadie pregunta nunca «y eso qué». Es una buena pregunta.
—Bueno, siga. ¿Entonces Danny Boy se fue a Gary?
—No, no se fue hasta después de haber hecho la siguiente llamada. ¿Sabe? —prosiguió, hablando muy despacio ahora, como si estuviera explicando una división larga a un niño de seis años—. Avery Meed llamó a Danny Boy después, y le informó que tenía el diario. Y dijo que tenía que hablar con Danny Boy de otro asunto. Yo estaba medio dormida entonces, y no me enteré de gran cosa más. Pero fue así —concluyó con firmeza.
Jake encendió otro cigarrillo y trató de mantenerse indiferente.
—¿Dónde estuvo Danny Boy entre estas dos llamadas?
—En la sala de estar. Yo estaba en la cama.
—¿No le vio entre esas dos llamadas? Quiero decir, ¿él no vino a su dormitorio?
—Claro, cuando se iba a Gary. —Frunció el ceño—. Pero eso fue después de la segunda llamada. Me contó que se iba a Gary, y me dijo…
De repente se detuvo y un aire de desaliento le cruzó el rostro. Por un momento miró fijo a Jake, y luego se rio nerviosamente.
—¿Le dijo que recordara que se había ido a Gary más temprano, mucho más temprano? —dijo Jake con suavidad.
Denise le miró y luego negó con la cabeza.
—No me había dado cuenta de lo mucho que he bebido. Tengo visiones. ¿Me lleva a casa?
—¿No preferiría hablar, o quizás ir a otro lugar más tranquilo? De repente la encuentro fascinante.
—No, prefiero ir a casa. No está siendo usted muy brillante.
—Es usted quien ha hablado sin control —dijo Jake.
—Tal vez hablé un poco más con Danny —dijo ella.
—Dudo que sirviera de algo. Vámonos.
Bajaron al vestíbulo, donde Denise se convirtió en un paquete muy difícil de llevar debido a su inestabilidad; y Jake se preguntó si estaba de verdad bebida o sólo lo fingía para evitar hablar con él.
Si le había contado la verdad, la coartada de Riordan no era buena; estaba en la ciudad a la hora de la muerte de May. Jake se dio cuenta entonces de que sólo tenían la palabra de Riordan respecto al papel de Avery Meed en la historia. Riordan podría haber matado a May y luego inventado una historia que hiciera parecer culpable a Meed. Después podía matar a Meed y la policía tendría su culpable y estaría satisfecha. Las cosas se calmarían y Riordan estaría libre y amplio.
Era tan posible, que Jake se quedó helado al pensarlo.
Cuando finalmente llegaron a la suite de Riordan en el Blackstone, tenía la misma sensación que si hubiera participado en una dura carrera campo traviesa. Buscó la llave en el bolso de Denise y entró con ella. Parecía que no había nadie en casa, lo que Jake agradeció a Dios en silencio.
Denise se desplomó contra él cuando la ayudó a entrar y cerró la puerta. Pero revivió cuando se dio cuenta de que estaba en casa.
—¿Una copa, Jake? —preguntó, animada.
Soltándose de Jake con una sonrisa conspirativa, se dirigió hacia el mueble bar, inclinándose por el oporto; pero cambió de opinión e hizo una pirueta con sorprendente gracia para ir al largo sofá que estaba bajo las ventanas. Se hundió en él arrastrando un pie por el suelo, y dijo con voz maravillada:
—No hay nada como el hogar, al fin y al cabo —y cerró los ojos.
Jake estaba encendiendo un cigarrillo cuando oyó el ruido de una llave en la puerta. Se encogió de hombros filosóficamente y se volvió cuando Dan Riordan entraba, con aspecto preocupado.
—Bueno, ¿qué pasa? —dijo—. ¿Qué le ocurre? —preguntó, mirando a Jake.
—Hemos tomado una copa esta tarde, y me parece que Denise ha bebido demasiado. Está bien. Sólo tiene sueño.
—Entiendo —dijo Riordan.
Se acercó a ella y la sacudió por el hombro. Ella abrió los ojos y dijo con voz quejumbrosa:
—Está bien, Músculos, para ya.
—Será mejor que te vayas a tu habitación —dijo él.
Ella se sentó con gran esfuerzo y aire contrito.
—No seas así, Danny Boy. Sólo… sólo he bebido un poco, eso es todo.
Riordan dijo, en un tono más suave:
—Está bien, pero estarás más cómoda en tu habitación.
Denise se puso en pie y se aferró a él hasta que se acostumbró a la posición perpendicular.
—Sólo me estaba divirtiendo un poco, Danny. —Pasándole el brazo por el cuello, le besó en la boca.
Riordan le puso una mano en la cintura y permanecieron juntos un momento. Cuando él la soltó, había una sonrisa en su rostro.
—Eres tan bueno conmigo, Danny —dijo ella adormilada—. Vayamos un rato a algún sitio y estemos juntos. Vayamos otra vez al pabellón y nademos a la luz de la luna, y hagamos el amor ante el gran fuego. Por favor, Danny.
—Quieres ir otra vez al pabellón, ¿eh?
—Oh, sí, Danny Boy —dijo ella, y apoyó la cabeza en su hombro.
Riordan le pasó un brazo por la cintura y se la llevó de la sala de estar. Regresó al cabo de unos momentos.
—¿Quiere una copa? —preguntó Jake.
—No, gracias. Pero me gustaría hablar con usted.
—Está bien, adelante —dijo Riordan.
—Acabo de tener una charla con Prior, el investigador del gobierno.
—Ah —dijo Riordan—. Creía que quizás me iba a explicar cómo es que usted y mi esposa han pasado la tarde juntos, y ella se ha emborrachado.
Jake dijo:
—Hemos pasado la tarde juntos en un cóctel, porque ella me telefoneó y me preguntó si me gustaría tomar una copa. Se ha emborrachado por el no demasiado difícil medio de llevarse a la boca una copa unas quince o veinte veces. Sabe usted muy bien, Riordan, que la gente se emborracha. Volvamos a Prior.
Riordan examinó a Jake un momento.
—Es usted listo. Si me hubiera dado alguna disculpa tímida respecto a esta tarde, le habría echado de aquí llevándole de la oreja. Pero conozco a Denise, y sé que lo de esta tarde no ha sido culpa de usted.
—Ya somos dos convencidos de mi pureza —dijo Jake con sequedad—. Ahora volvamos a Prior; al parecer cree que le tiene a usted cogido.
Riordan se encogió de hombros, impaciente.
—Lo sé. Ha encontrado una mancha de tinta en alguna parte en mis libros y me va a mandar a prisión. No hay nadie más solícito que un funcionario del gobierno de cuatro mil dólares al año, cuando cree que puede fastidiar a un hombre con dinero.
—Esto parece ser algo más que una mancha de tinta —dijo Jake—. He aquí la historia de Prior: Su contrato para los cañones de escopeta de 155 mm especificaba una cierta calidad del acero. Él cree que usted utilizó el más barato, que compró de su propia fábrica, pero cargó al gobierno el precio del acero especificado. Asimismo, me dijo que usted sobornó a un inspector de fábrica, llamado Nickerson, para que diera el visto bueno a los cañones defectuosos.
—¿Cuándo le ha contado eso?
—Hacia las once y media de esta mañana.
Riordan se rio sin humor.
—Están trabajando mucho, ¿no? ¿Están buscando a este tal Nickerson?
—Sí.
—Estupendo —dijo Riordan—. Nickerson murió hace un par de años. Sacarán mucho de él, ¿no le parece?
—Parece que tienen todo lo que necesitan sin él.
Riordan le miró con expresión malhumorada.
—A ver si nos entendemos, Harrison. Usted está de mi parte porque le pagan. Es posible que yo sea una persona deshonesta, pero eso no hace que mi dinero sea menos valioso. Pero usted tiene muchos escrúpulos. ¿Se queda en el equipo o se va?
—Es una pregunta inútil —dijo Jake, cansado—. Soy su asesor de prensa, ¿recuerda? No puedo hablar con eficacia con los periodistas a menos que me dé usted información. Hasta ahora no lo ha hecho. Primero envió a Avery Meed a casa de May a conseguir el diario, después de haberme dicho que me dejaría llevar el asunto. Ahora Prior me cuenta una historia de sus operaciones que difiere de la suya en varios puntos importantes. No puedo hacer nada por usted si no me mantiene al corriente de lo que está ocurriendo, y me cuenta la historia auténtica de sus tratos con el gobierno.
—Eso es sensato —dijo Riordan—. Quiere saber cuánto de la historia de Prior es verdad, supongo. En realidad, a usted le da lo mismo una cosa que la otra, ¿verdad? Su lealtad está en venta y yo la estoy comprando. Lo que pretendo es que trabaje para mí con tanto ahínco si no soy honesto, como lo haría si lo fuera. ¿Eso le satisface?
—Me satisface bastante —dijo Jake tras una pausa.
—Bien. Me gusta la gente realista, Harrison. El mundo está lleno de tontos que se niegan a aceptar las simples realidades de la vida. El mundo convierte en héroes a la gente de éxito. Pero no da el mérito a quien lo merece. La gente de éxito es elogiada por ir a la escuela bajo condiciones polares, o por dotar de un crucero a una iglesia, o por pronunciar tonterías acerca de sus madres. La verdad es que deberían ser elogiados por su rapacidad, su dedicación obsesiva a ganar dinero, porque ésas son las cosas que te permiten ascender en la escala, y siempre lo han sido, en todos los países, en todas las épocas. —Riordan se puso un cigarrillo en la boca, lo encendió y rio—. No se moleste en leer la historia. Mire sólo los nombres que en América vea en las bibliotecas, las iglesias y las avenidas. Y recuerde cómo hicieron su dinero. Debería usted haber pasado más tiempo en Washington durante la guerra. Dios mío, podría escribir un libro sobre aquello. Si yo lo escribiera, lo titularía «La pocilga». Eso es lo que era. Una gran pocilga donde todo el mundo gruñía y hundía el hocico en la porquería.
»Pero volviendo a Prior; fanfarronea. No tiene nada contra mí y se está desesperando.
Jake pensó en preguntarle a Riordan sin rodeos qué hizo la noche del asesinato de May. Pero como había mentido a la policía, existían pocas probabilidades de que cambiara ahora su historia para Jake. Se dirigió hacia la puerta y Riordan fue con él, y se estrecharon fuertemente la mano.
—No se preocupe, Jake —dijo Riordan—. No me gusta que haya gente preocupada a mi alrededor. Exudan derrota. Nadie puede hacerme nada, recuérdelo.
—De acuerdo —dijo Jake—. Lo recordaré.
Fue hacia los ascensores pensando en lo que Riordan había dicho, y preguntándose por qué no había presentado ningún argumento contra el punto de vista de Riordan. En otro tiempo lo habría hecho. Pero ahora le parecía que no estaba en posición de hacerlo. Riordan era un estafador y un ladrón; pero él le hacía recados. No se puede imponer un juicio moral sobre alguien cuyo dinero va a parar a tus bolsillos.