8

Jake fue a trabajar al día siguiente a las diez y media, y encontró a Noble en su despacho, exultante ante los periódicos de la mañana.

—¿Has visto esto, Jake? —gritó feliz—. Es hermoso, sencillamente hermoso.

Jake no lo había visto. Dio la vuelta al escritorio de Noble y echó una mirada a los artículos, que habían sido inspirados por la conferencia de prensa efectuada en la suite de Riordan la tarde anterior.

Desde el punto de vista de la agencia y de Riordan, eran excelentes. El tono dominante era que Riordan estaba siendo acosado por sabuesos oficiosos del gobierno. Había, además de la noticia en sí, un artículo sobre las fábricas de Riordan en Chicago en el «News», con cifras de producción para indicar la importancia que tuvo en la guerra. Y en un editorial de primera página titulado: hay que acabar con la caza de brujas, el «Tribune» advertía seriamente a sus lectores que la libre empresa y el sueño americano se veían amenazados por estas investigaciones promiscuas e irresponsables. El editorial decía que el Comité Hampstead no era una unidad especialmente privilegiada, y no debería atribuirse los poderes autoritarios de una policía de estado. El Comité, concluía el editorial, bajo la dirección de un tal Gregory Prior, no había presentado ningún cargo contra Riordan, pero había perjudicado ya su reputación por insinuación.

—Fíjate en lo que dice de Gregory Prior —dijo Noble, encantado—. Jake, esto está en marcha.

—¿Hemos tenido algo que ver en esto? —preguntó Jake.

—Sí. «AP» y «UP» han dado la noticia, y «Time» ya ha llamado esta mañana y ha pedido información sobre Riordan. Tengo a Niccolo ocupado redactando una nota.

—Está bien —dijo Jake.

Cogió del escritorio de Noble un ejemplar nuevo del «Tribune» y se lo llevó al bar, mientras Noble empezaba a esbozar una idea para una historia acerca de la vida familiar de Riordan, haciendo hincapié en su sencillez doméstica y el historial de guerra de Brian.

Jake le escuchaba distraído y hojeó el periódico. El asesinato de Avery Meed salía en primera página; el hecho de que hubiera sido el secretario de Riordan le daba un valor adicional como noticia. May aparecía en la cuarta página, y ya no se hablaba más de ninguno de los dos casos. La policía estaba investigando varias posibilidades y esperaba sacar alguna conclusión en veinticuatro horas. Jake se preguntó por qué siempre decían eso; y se preguntó qué pasaría si en su lugar anunciaran que habían perdido todo el interés por el caso y ahora se dedicaban a hacer cerámica.

De repente, Noble dio un puñetazo en la mesa, y exclamó:

—¡Venga! ¿Qué opinas de eso?

—Oh, magnífico —dijo Jake—. Haré que alguien se encargue de ello enseguida.

—Jake, actúas como si estuvieras cansado o algo así.

—Anoche me emborraché inesperadamente —dijo Jake, y dio un respingo. Se preguntó si era probable que se convirtiera en la clase de idiota sin gracia que nunca dudaba en hacer un comentario disoluto sobre sus resacas.

Mientras preparaba un trago, se vio en el espejo que había detrás del bar. Llevaba un traje gris oscuro, con una corbata de seda azul pulcramente anudada. Su cabello grisáceo estaba bien peinado, e iba bien afeitado. Pero su rostro estaba pálido y ojeroso, y tenía los ojos cansados. Parecía un hombre distinguido que se hubiera entusiasmado demasiado con el producto del cliente.

Noble le observó en el espejo.

—Será mejor que te des un buen baño caliente esta tarde —dijo—. A partir de ahora tenemos que estar en plena forma.

—Sí, lo sé —dijo Jake. Tomó un trago y tropezó con los ojos de Noble en el espejo—. ¿Dónde estabas la noche que mataron a May, Gary?

Noble se quedó inmóvil tras su escritorio, mirando fijamente a Jake sin expresión alguna; pero Jake vio que movía y cerraba la mano con gesto nervioso sobre el mango de un largo abrecartas.

—¿Por qué quieres saberlo? —preguntó por fin.

Jake se dio la vuelta y se encogió de hombros.

—Hablemos en serio. Anoche averigüé que Bebe Passione hace quince días que no está en la ciudad. Está en Miami. Dijiste que estabas con ella anteanoche, cuando mataron a May. Sé perfectamente bien que no estuviste en Miami, Gary. Así que, ¿dónde estabas?

—Aquella noche fui a ver a May —dijo Noble, y de pronto pareció viejo y asustado. El color abandonó sus normalmente rubicundas mejillas, y se pasó ambas manos, con gesto nervioso, por el despeinado cabello. Miró a Jake a los ojos, ansioso—: Yo… pensé que podría arreglar ese asunto del diario. Jake, necesito la cuenta de Riordan. La de Grant se ha cancelado esta semana, pero no se lo había dicho a nadie, ni siquiera a ti. Sabes que no puedo hablar de una cuenta perdida. Es como hablar de la muerte. De todos modos, pensé que si podía arreglar las cosas con May, quedaríamos en una posición muy sólida ante Riordan.

Jake se sentó con aire cansado en un mullido sillón de cuero y apoyó la cabeza en el respaldo.

—¿Estaba viva? —preguntó.

—Sí, estaba viva —respondió Noble al instante—. Llegué allí hacia las dos y media, creo. Le dije lo que quería, pero ella no quiso ni oír hablar de ello. No quería dinero.

—¿Qué quería? —preguntó Jake.

Noble se encogió de hombros.

—No sé lo que quería. Pareció alegrarse de verme, y tomamos una o dos copas. Pero no pude adelantar nada con ella. Estaba de un humor extraño. Dijo que estaba esperando a otra persona a las tres y me hizo marchar.

—¿Sí? Eso es interesante. ¿A quién esperaba?

—No me lo dijo. —Noble se rascó la cabeza—. Pero fue extraño. Me lo dijo y luego se echó a reír. Era un chiste que sólo ella conocía, supuse.

—Dices que estaba rara. ¿Qué quieres decir?

—No lo sé exactamente —dijo Noble, frunciendo el ceño—. Pero no parecía estar tomándome en serio, ni a ella misma. Todo era teatro, parecía que estábamos representando un juego de charadas. Había un joven de la Universidad de Chicago cuando llegué. Quizás May estaba actuando para él. Llevaba el pelo corto y unas gafas con montura de asta, y se comportaba como si hubiera estado sometido durante años a una dieta de Oscar Wilde.

—¿Ocurrió a las dos y media?

—Sí, y May llevaba un pijama de seda rojo y había incienso encendido en la repisa de la chimenea. —Noble meneó la cabeza—. Fue bastante desagradable.

—Ésa es una buena actitud de la clase media —dijo Jake—. ¿Lo que quieres decir es que fue desagradable su negativa a dejarse sobornar por ti?

—No me hables así —dijo Noble, malhumorado—. No estoy de humor. Quizás es «pintoresco» lo que quiero decir. Sea como sea, cazó a este tipo en la Universidad, y hablamos de negocios. Pero no lo suficiente. Ella sólo se rio de mí, dijo que le emocionaba mi preocupación por Riordan, pero que no podía permitir eso ante su integridad artística. Pero —y Noble de pronto dio un puñetazo sobre el escritorio exasperado—, todo el rato se estaba riendo de mí. No pensaba nada de lo que decía, toda esa mierda de la integridad artística.

—Sé a lo que te refieres —dijo Jake—. ¿Adónde fuiste cuando la dejaste?

Noble se humedeció los labios y se puso de pie.

—Salí y me emborraché —dijo—. Me sentía un miserable, y un trago precedió a otro. Oí la noticia de lo de May por la radio en el bar Croydon, entonces te llamé y fui a la oficina. Me pareció que sería peligroso que se supiera que había estado en su casa. Por eso inventé la historia de que había estado con Bebe, y esperaba que me encubrieras diciendo que habíamos estado juntos toda la noche, hablando de trabajo.

Jake suspiró.

—No me preocupa mucho, entiéndelo, pero ¿tienes algún testigo en los bares donde estuviste bebiendo? ¿Tienes a alguien que pueda confirmar tu historia?

Noble se sirvió una copa, agitó el licor con una mano, mientras con la otra se frotaba la frente.

—Ya sabes cómo son esas cosas, Jake —dijo, frunciendo el ceño con impaciencia—. Tomas unas cuantas copas y hablas con quien no quieres hablar, y luego te marchas a otro sitio y haces lo mismo. Buscas a alguien que quiera escucharte, pero todo el mundo quiere hablar de sí mismo, y luego buscas una chica, y no hay ninguna, y cada vez estás más borracho y más triste, y cuando todo ha terminado, no hay nada. —Suspiró abatido—. ¿Quién iba a recordarme? Sólo soy un hombre gordo que lleva corbatas llamativas y no para de hablar.

—Por el amor de Dios, calla ya —dijo Jake, disgustado y divertido al mismo tiempo—. En lugar de toda esta palabrería, te sugiero que reconstruyas la ruta que hiciste aquella noche y busques a alguien que pueda respaldar tu historia. La policía al final llegará a ti, y querrán algo más que una disertación sobre la amarga ironía del beber solo.

—Lo haré —dijo Noble volviendo a su vigor normal—. Ahora, será mejor que vayas a ver cómo le va a Niccolo lo del «Times».

—Claro. Primero lo primero —dijo Jake con sequedad, y dejó a Noble mirándole perplejo.

Jake fue a su despacho, cuidando de mantener la vista al frente cuando pasó ante la puerta abierta de Sheila. No tenía ganas de disculparse a esa hora de la mañana. La puerta que conectaba su despacho con el cubículo de Toni Ryerson estaba abierta, y Jake vio sus pies bien calzados en la posición de costumbre sobre el escritorio. Entró en el despacho de Toni y la saludó, y ella empezó inmediatamente a pincharle con preguntas referentes al asesinato de Avery Meed.

—No sé nada —le dijo, encogiéndose de hombros—. Le han estrangulado con una de sus propias corbatas, y el asesino todavía anda suelto, como les gusta decir a los escritores.

Dean Niccolo entró por la otra puerta del despacho de Toni, con una pipa en la boca y sonriendo alegremente. Se sentó, estiró sus largas piernas e hizo una seña afirmativa a Jake; y Toni, observó Jake, se sonrojó y empezó a revolver papeles sobre su mesa con inútil eficiencia.

Jake dijo:

—¿Cómo va la nota sobre Riordan?

—Bastante bien —dijo Niccolo—. La tendré terminada hacia el mediodía.

—Seguro que está bien —dijo Toni.

Jake se preguntó sin gran interés si estaba enamorada de Niccolo. Y cuando le miró, bronceado y musculoso, con su rostro oscuro reluciente de salud, decidió que sería tonta si no lo estuviera. Había en Niccolo un poder controlado e indolente que resultaba muy provocativo.

Niccolo sonrió a Toni y dijo:

—Vaya, gracias. Muchas gracias.

Toni se puso radiante y Jake se excusó y volvió a su despacho, cerrando la puerta tras de sí. La reacción arrebatada de Toni ante Niccolo le resultaba algo difícil de soportar.

Encendió un cigarrillo y se acercó inquieto a la ventana, observando con satisfacción la fría y triste panorámica de la avenida y el lago.

Durante unos minutos intentó pensar en la cuenta de Riordan, pero sus pensamientos se apartaron de ella y pasaron a las circunstancias de la muerte de May.

El único «hecho» con el que tenían que trabajar, al parecer, era que Avery Meed había ido a ver a May a petición de Riordan, y se había marchado con el diario. Por lo menos eso era lo que Meed le había dicho a Riordan. Meed podía haber mentido a su jefe, aunque no había ninguna razón aparente para hacerlo, y Riordan podía haber mentido al teniente Martin, pero tampoco en este caso había razón para ello. Creyendo, pues, la palabra de todos, Meed había ido a casa de May, había conseguido el diario y se había marchado con él.

Luego ¿Meed había matado a May?

Había un punto que convertía eso en más que una posibilidad. Meed tenía la intención de sobornar a May; y si hubiera logrado lo que pretendía, el dinero o el cheque habría estado entre los efectos de May. No era probable que le hubiera entregado el diario contra la promesa de pago.

Por lo tanto, como la policía no había encontrado nada de eso, Meed tenía que haber cogido el diario sin pagar; y no era probable que lo hubiera hecho estando May viva. Una posibilidad es que él hiciera su oferta, fuera rechazada y entonces se viera obligado a matarla para conseguir el diario.

La otra posibilidad es que May hubiera estado muerta cuando Meed llegó. Si eso era cierto, May había sido asesinada por alguien que no tenía ningún interés por el diario, pues lo había dejado y Meed lo había encontrado.

Todas estas especulaciones no le llevaron más cerca de las respuestas que buscaba: ¿Quién mató a May? ¿Quién mató a Meed? ¿Dónde estaba el diario?

Todavía quedaba por explicar Mike Francesca, y Jake lo sabía. Mike, aquel amigable asesino, habría matado a May con toda la pena de su alma, pero sin vacilar, si hubiera sido necesario para su paz mental y su seguridad.

Las reflexiones de Jake fueron interrumpidas por el teléfono. La recepcionista le dijo que Gregory Prior le estaba esperando y deseaba verle inmediatamente.

—Hazle pasar —dijo Jake, y se acomodó en el sillón con una sonrisa.

Prior apareció en la puerta del despacho de Jake un momento después, con una explosión irritada en el rostro. Llevaba un traje de grueso tweed, una camisa blanca de tela de Oxford y una corbata de lana verde.

—Vaya, qué agradable —dijo Jake—. Siéntese, por favor.

—Gracias —dijo Prior, y se sentó sin relajar la tensión de su cuerpo—. No le robaré mucho tiempo. Supongo que ha visto usted los periódicos de esta mañana.

—Sí —dijo Jake—. ¿Por qué?

—Ya sabe a qué me refiero. Por ejemplo, ¿ha visto el editorial del «Tribune»?

Jake sonrió inocentemente.

—Ahora que lo menciona, lo recuerdo bastante bien. Le menciona a usted por su nombre, creo. Decía algo de la caza de brujas, ¿no?

—Puede usted bromear —dijo Prior con amargura—. ¿Se da cuenta de que con ese editorial ya ha convencido a miles de personas de que Riordan está siendo simplemente acosado por un comité entrometido y burócrata?

—Bueno, eso era lo que esperaba —dijo Jake con voz suave—. Pero, al fin y al cabo, yo no he escrito ese editorial.

—Prior apretó los labios.

—Sé que usted es responsable de la actual actitud de la prensa ante la investigación de Riordan. Francamente, no puedo entender a la gente como usted, Harrison. Está usted dispuesto, incluso parece alegrarse de ello, a defender a un gángster de la guerra como Daniel Riordan. Haría usted cualquier cosa, supongo, por dinero.

—Es una bonita manera de expresarlo —dijo Jake.

Prior encendió un cigarrillo con un gesto rápido y enojado; luego, después de inhalar profundamente, miró a Jake a los ojos y dijo:

—¿Alguna vez le cuesta dormir por la noche? ¿Alguna vez se pregunta qué principios rigen su vida, si es que tiene alguno?

—Oh, por el amor de Dios —dijo Jake—. No seduzco a los niños, no hablo mal de la libre empresa y duermo de maravilla. ¿Qué tiene eso que ver con el asunto? Vayamos al grano. Le sugerí que trabajáramos en armonía, pero usted no hizo caso y, a la primera oportunidad, habló con la prensa de una manera que hace parecer culpable a Riordan. De modo que yo ataco a mi vez. Al parecer usted quiere saber por qué lo hice; bueno, ahora ya lo sabe.

Prior meneó la cabeza con un gesto de desesperación controlada.

—Habla usted como si esto fuera un combate de boxeo. ¿No entiende que mi trabajo es investigar a un hombre que engañó y defraudó a este país en tiempos de guerra, lo que costó la vida a soldados americanos, para engordar sus propias cuentas bancarias? Usted está tergiversando e impidiendo ese trabajo porque le pagan para ello, y yo digo que es escandaloso.

—Oh, tranquilícese un minuto —dijo Jake—. Está molesto porque le han presentado como símbolo de la burocracia fascista. Bueno, es un poco gordo, desde luego. Pero aun cuando a mí no me pagaran para pensar así en estos momentos, tendría igualmente una opinión muy baja de su comité y en particular de su eminente presidente, el senador Hampstead. Siempre le he considerado un viejo bastardo, tiránico y remilgado. Pero lo importante ahora es que Riordan no ha sido acusado de ningún delito, y hasta que lo sea, y hasta que ese cargo se demuestre con el debido proceso legal, mi trabajo y mi obligación es defenderle de las insinuaciones malintencionadas y las tácticas de condena por asociación de sus hurones de Washington.

—¿Realmente cree eso? —preguntó Prior.

Jake soltó el aliento lentamente. Por un segundo, deseó poder estar convencido de que estaba haciendo un trabajo porque estaba bien hacerlo; deseó estar al lado de los ángeles. Pero, por supuesto, no lo estaba.

—No, no lo creo —dijo, escueto—. Soy agente de prensa. Y las relaciones públicas son un proceso que coge dinero de un cliente y lo pone en el bolsillo de un agente de prensa. Pero mientras no tenga nada concreto contra Riordan, mi posición es proporcionalmente más fuerte. Hasta que tenga usted alguna evidencia, le atacaré cada día en los periódicos.

—Está bien, escuche esto —dijo Prior, apagando el cigarrillo con un gesto curiosamente deliberado—. Vine a Chicago como representante del senador Hampstead para investigar un contrato que Riordan hizo con el ejército para producir cañones de escopeta de ciento cincuenta y cinco milímetros. ¿Sabe cómo llegamos a él? Probablemente no lo sabe, o no le importa. Recibimos informes del mando en el «E. T. O», informes que les habían llegado a través del mando de la compañía, el regimiento y la división, referentes a cañones que habían estallado durante el combate. Se tardó un tiempo en coordinarlos para determinar qué empresa había suministrado cañones defectuosos, y para tener los informes de artillería relativos a la cantidad del metal recuperado de dichos cañones. Fue un trabajo largo y laborioso, y cuando estuvo terminado vimos que la empresa de Dan Riordan había fabricado la mayoría de esos cañones de escopeta.

»Ahora nos estamos acercando a él. Nuestra primera revisión de sus libros ya nos indica que de un modo arbitrario hizo caso omiso de sus contratos con el ejército. Utilizó acero de calidad inferior, un acero que se reventaba con el fuego y la presión de los disparos.

Jake jugueteaba con su abrecartas y se encogió levemente de hombros.

—Probablemente usted tiene más información que yo, Prior. Pero el propio Riordan me dijo eso mismo. Dijo que era cuestión de utilizar un acero más barato o de no fabricar cañones. Él prefirió utilizar el acero más barato.

—Claro —dijo Prior con aspereza—. Porque cargaba al gobierno el precio del acero de más calidad. Riordan posee, entre otras cosas, una empresa de fundición y una fábrica de acero. Compraba acero barato de su fábrica, la Sterling Steel Corporation, y sacaba beneficios con la venta, y luego empleaba ese acero barato para los cañones que fabricaba la Riordan Casting Company. Cuando vendía esos cañones (que se suponía estaban hechos con acero de gran calidad) doblaba el beneficio, primero por la venta realizada por su fábrica a su empresa de acero, y en segundo lugar entregando ese material inferior a un precio pagado por el mejor acero.

—Han trabajado ustedes muy deprisa —dijo Jake, sin ningún motivo; no se le ocurría más que decir.

—Todavía estamos trabajando —dijo Prior, malhumorado—. También sabemos que Riordan sobornó a un inspector de planta del gobierno, un hombre llamado Nickerson, para que diera el visto bueno a los cañones defectuosos. Cuando atrapemos a ese Nickerson, tendremos una causa de la que Riordan jamás escapará. Posiblemente ahora pueda usted entender mi irritación. Quizás le he parecido una persona pretenciosa al venir aquí a quejarme porque usted cumple con su trabajo, pero nosotros sabemos qué clase de cliente tiene usted, y duele ver que se burlan de ti cuando tienes razón.

—Claro —dijo Jake, distraído. Estaba pensando en que la agencia tendría que cambiar ahora su argumento sobre Riordan. Jake no había pensado mucho en la culpabilidad o la inocencia de Riordan, pero le había parecido que si Riordan fuera culpable, habría ocultado las cosas de manera que no le pudieran pillar. Era evidente que no sólo era deshonesto, sino además estúpido.

—¿Por qué no se limitan a encerrarle, si tienen pruebas? —preguntó Jake.

—En primer lugar, no es trabajo nuestro. Mi informe va al senador, quien, a pesar de lo que usted opina, es un hombre capaz y consciente, y él decide si su comité debe investigar el asunto a fondo. Cuando esa investigación está acabada, interviene el fiscal general para iniciar la querella. Y nuestro caso en estos momentos no está totalmente terminado. No habremos acabado con sus libros hasta dentro de varias semanas.

Prior se puso en pie bruscamente y sonrió a Jake.

—Probablemente piensa usted que soy una persona muy ingenua de venir aquí y armarle un alboroto porque me ha mostrado como un tonto en los periódicos. Quizás yo hablé con los periodistas sin pensar. Tal vez algún día podamos almorzar juntos y hacer las paces.

—Claro que sí —dijo Jake. Se dio cuenta de que más bien admiraba la franqueza de Prior, aunque normalmente le aterraban las personas honestas, porque eran un elemento excéntrico en el bien ordenado mundo de los negocios.

Jake y Prior cruzaron el corredor hasta la recepción, y Jake vio que sus pensamientos volvían de nuevo a May, como parecía sucederle inexorablemente ahora. Dijo:

—Hay algo de lo que me gustaría hablar con usted. May Laval era amiga mía, y hablé con ella la noche antes de que la mataran. Yo sabía lo del diario que ella había escrito y lo que pensaba hacer con él, y le pedí que dejara fuera a Riordan. Ella me dijo que iba a seguir adelante con el libro, no para fastidiar a Riordan, en particular, sino porque era algo que tenía que hacer. ¿Qué le hizo cambiar de opinión? Ella le llamó a usted más tarde, aquella noche, ¿verdad?

—Bueno, llamó a mi ayudante, Coombs. Hacia la una de la madrugada, creo. Dijo que tenía cierta información que quizás nos parecería útil. Coombs me lo dijo y yo la llamé y concertamos una cita para la mañana siguiente. A la mañana siguiente me enteré de que había muerto. Me he enterado por los periódicos de la muerte de un hombre llamado Avery Meed, y que él tenía el diario.

—Exacto —dijo Jake—. Pero el diario sigue faltando.

—Bueno, quizás aparezca. Me gustaría verlo. Dice usted que conocía a May Laval. ¿Qué clase de persona era?

Jake se encogió de hombros.

—Es una pregunta difícil de responder —dijo.

Entraron en la recepción y Prior se detuvo cuando tenía la mano en el pomo de la puerta.

—A juzgar por los periódicos, no era más que una prostituta más bien glorificada.

—No es del todo exacto —dijo Jake.

—Bueno, no he querido parecer relamido —dijo Prior deprisa—. Pero la impresión que daba si no la conocías no es precisamente la de una señorita educada en un convento. Los periódicos lo están exagerando un poco, claro. —Sonrió a Jake mientras decía esto, pero sus ojos eran fríos—. La prensa tiene la costumbre de distorsionar las cosas, lo sé —añadió.

—No empecemos otra vez —dijo Jake—. Volviendo a May, era una amiga generosa y sabía ser leal, afectuosa y divertida. Su vicio era que necesitaba atención, y se esforzaba demasiado por conseguirla.

—Sí, ayer vi su casa —dijo Prior—. Al parecer lo utilizaba todo, desde su pijama rojo hasta el mobiliario, con la idea de entrar directamente por la vista. Su libro sin duda habría sido maravilloso de leer. Pero dígame, los periódicos decían que Meed cogió el diario de su casa. ¿Significa que él la mató?

—Es una idea —dijo Jake—. Seguro que a la policía también se le ha ocurrido.

—Sí, es una idea obvia —dijo Prior.

Los dos quedaron un momento en silencio, y luego Prior sonrió a Jake y dijo:

—Estamos en el edificio Postal, si quiere algo de mí…

La recepcionista hizo una seña a Jake cuando éste se dirigía a su despacho.

—Tengo una llamada para ti.

—Gracias —dijo Jake.

Para su gran sorpresa, era Denise Riordan. Hablaron un rato de cosas sin importancia, y luego ella dijo:

—Me gustaría hablar con usted esta tarde. ¿Tiene algún momento libre?

—Sí, por supuesto. ¿Qué le parece a las dos y media, aquí, en mi oficina?

—¿No podríamos tomar algo en alguna parte? Las oficinas son demasiado funcionales para mí.

Jake enarcó una ceja.

—De acuerdo. —Se quedó un momento pensando, y recordó una invitación a un cóctel que había recibido por la mañana—. ¿Qué le parece el vestíbulo de Palmer House a las dos y media?

—Me parece bien.

Jake colgó y se preguntó para qué demonios querría verle Denise Riordan. No le gustaba la idea de citarse con las esposas de los clientes. No era político.

Al regresar a su despacho decidió que había llegado la hora de arreglar las cosas con Sheila, así que se detuvo en su despacho.

—Lamento lo de anoche —dijo—. Me comporté como un estúpido, supongo.

—No seas infantil, Jake. —Sheila levantó la vista y sonrió brevemente—. Yo también estaba equivocada anoche. No es asunto mío lo que tú pienses y creas.

—Y nunca se encontrarán los dos, ¿eh? —dijo Jake.

—Pienso que ya me has utilizado bastante como sustituto de la conciencia —dijo Sheila, bajando la vista a su escritorio—. Quizás creías que bastaba que uno de nosotros desaprobara algunas de las cosas que has hecho con la agencia. Se ha acabado el ser una madre indulgente para ti.

—Hablemos de ello otra vez cuando se me pase esta resaca —dijo Jake, pensativo—. Es como si un policía te dijera que no le importa lo que hagas.

—Yo no soy ningún policía —dijo Sheila—. Puedes romper todos los cristales del barrio a partir de ahora, que yo no pondré ninguna objeción.

—¡Caramba! —exclamó Jake con voz indiferente.

Regresó a su despacho sin darse prisa.