Avery Meed vivía en un tranquilo hotel residencial del South Side, a unos veinte minutos en coche del Loop. Riordan explicó a Jake por el camino que Meed había mantenido el apartamento de Chicago, y que tenía un lugar en Washington que utilizaba cuando el trabajo le llevaba a la capital. Meed no se había casado, y, por lo que Riordan sabía, no tenía otros intereses.
El vestíbulo del hotel era sencillo, con sombrías alfombras verdes y sillas de respaldo recto colocadas en formación regular ante las paredes grises.
Un empleado de edad estaba detrás del mostrador de recepción, a su espalda había hileras de casillas para el correo. La única nota incongruente en la atmósfera de decidido aburrimiento era la presencia del policía uniformado junto a los ascensores.
Jake le dijo quiénes eran y les dejó pasar. El teniente Martin se reunió con ellos ante la puerta del apartamento de Meed; Jake observó que tenía aspecto cansado y obstinado, y parecía enfadado.
—Usted es Riordan, supongo —dijo—. Pasen. —A Jake le dijo—: ¿Qué le trae por aquí?
—Estaba en la suite de Riordan cuando ha llamado usted, así que le he acompañado. ¿Estorbo?
—No, quédese. ¿Tiene alguna idea de quién podría haber matado a Meed, Riordan?
Riordan vaciló, como si pensara atentamente en el asunto. Luego meneó la cabeza en gesto negativo:
—No, no tengo ni idea.
Siguieron a Martin al dormitorio donde dos hombres del laboratorio estaban buscando huellas dactilares. La única nota discordante en la sencilla y ascética habitación era el cuerpo que yacía en la cama, mirando fijamente, sin ver, el techo blanco.
Meed había sido estrangulado con una de sus corbatas. Había muerto con dolor y con desorden.
Al cabo de mucho rato, Martin dijo:
—Podemos hablar en el cuarto de estar —y les condujo fuera. Cerró la puerta del dormitorio y señaló a Riordan con la cabeza—. ¿Puede sugerir algo? —preguntó.
Riordan vaciló, y luego dijo, con voz firme y tranquila.
—Sí.
—Dígalo —dijo Martin.
Riordan se sentó en un mullido sillón que había junto a la ventana, desenvolvió con calma un cigarro y lo encendió; cuando el cigarro empezó a tirar bien, dijo:
—Esta mañana, siguiendo órdenes mías, Avery Meed ha ido a casa de May Laval a coger el diario. Esto es nuevo para usted teniente, estoy seguro.
El rostro normalmente agradable de Martin adoptó una expresión dura y poco amistosa.
—Sí, es nuevo —dijo—. Supongamos que sigue usted sorprendiéndome, Riordan.
Riordan no pareció impresionarse por el tono y actitud de Martin.
—Primero, permítame que le dé un poco de información —dijo—. Conocí a May Laval durante la guerra. La conocía bastante bien. En aquel tiempo, la casa de May era el lugar de reunión para la gente importante, y yo pasaba buena parte del día allí. May, se ha sabido hace poco, escribió un diario durante aquellos años, que tenía intención de publicar a modo de libro escándalo.
—En el diario hay información sobre usted que no quedaría bien si se imprimiera, supongo —dijo Martin.
—Eso es —dijo Riordan con calma—. Y, teniente, recuerde esto: nadie puede ganar el dinero que yo he ganado sin hacer trampas y sin crearse enemigos. Ahora tengo dificultades con una investigación del congreso, y este libro de May podría haber sido muy embarazoso. Así que anoche le dije a Avery Meed que fuera a casa de May y cogiera el diario.
—¿A qué hora fue eso?
—¿Cuándo se lo dije? Hacia las doce y media de la noche le llamé. Le dije que accediera a cualquier precio que ella quisiera, pero que se asegurara de que conseguía todas las referencias mías que hubiera en el diario.
—¿Eso fue a las doce y media? —dijo Martin—. ¿Dónde pasó usted la noche, Riordan?
—En Gary. Tenía que resolver unos asuntos con el director de la fábrica de allí, así que fui y pasé la noche con él.
—¿Cómo se llama su director?
—Devlin. Robert Devlin. ¿Quiere verificar con él que no le estoy mintiendo?
—Prosiga su historia —dijo Martin.
—Está bien. Esta mañana a las siete Meed me ha llamado a Gary. Me ha dicho que tenía el diario. También tenía algo importante que hablar conmigo, pero no me lo quería decir por teléfono. Tenía una cita con el señor Harrison, aquí presente, a las nueve, así que le he dicho que no la anulara y que se reuniera conmigo en mi hotel a las once.
—Y no ha comparecido, claro —dijo Martin.
—No.
Martin miró a Jake.
—Entonces, ¿usted ha visto a Meed esta mañana?
—Sí, a las nueve y media. Hemos hablado hasta las diez. Esto es todo lo que puedo decirle.
—¿Se le veía trastornado?
—No era de esa clase de personas.
Martin dijo:
—Riordan, ¿cree usted que Meed mató a May Laval para conseguir el diario?
Riordan dio un golpecito al cigarro para que cayera la ceniza y se encogió de hombros.
—¿Quién sabe? —dijo—. Le dije que consiguiera el diario. Meed era de esas personas que hacen lo que se les dice. Quizás May no quiso aceptar dinero. La reacción de Meed a ese obstáculo habría sido interesante. Imagíneselo, el autómata perfecto, avanzando según órdenes dadas desde arriba. De repente, el camino está bloqueado. —Riordan hizo una pausa y miró a Jake con gesto expresivo—. Usted conocía a Meed, Harrison. ¿Qué cree que habría hecho?
—Sin comentarios —dijo con sequedad.
—¿Cree que la habría matado para conseguir el diario? —preguntó Martin, despacio.
—Sinceramente, no lo sé —respondió Riordan.
Hubo un silencio en la habitación durante unos segundos, mientras Martin se frotaba la mandíbula y miraba caviloso por la ventana. Finalmente se encogió de hombros y dijo:
—Esto es lo que sabemos con seguridad. Meed ha venido aquí esta mañana hacia las seis. Más tarde, hacia las nueve y cuarto, se ha ido, presumiblemente para acudir a la cita que tenía con usted, Jake. Ha regresado aquí sobre las diez y cuarto. Ha recibido una llamada a las diez treinta y cinco, a la que ha respondido. Más tarde durante el día ha recibido otras dos llamadas, a las que no ha respondido. Hacia las dos y media, la mujer de la limpieza ha entrado en su habitación y le ha encontrado tendido en la cama tal como está ahora. La mujer ha llamado a recepción. Ellos nos han llamado a nosotros.
—Yo le he telefoneado aquí dos veces esta tarde —dijo Riordan.
—Ya estaba muerto. El forense ha situado la hora de la muerte entre las diez y media y las once y media. —Martin encendió un cigarrillo y examinó a Riordan—. Y llegamos a la gran cuestión: ¿Dónde está el diario ahora?
—¿No lo han encontrado aquí? —preguntó Riordan con aire pensativo.
—Lo hemos registrado todo bastante a fondo. No hemos encontrado nada que parezca el diario de May. ¿Tienen alguna idea de dónde podría estar?
—No, yo no —dijo Riordan, con la misma voz pensativa. Aspiró lentamente el humo de su cigarro, y luego lo apagó en el cenicero con un gesto lento y deliberado. El cigarro se rompió con la presión. Riordan siguió apretándolo hasta que la última chispa se apagó, la última bocanada de humo desapareció. Luego dijo, en voz baja.
—Meed tenía el diario. Alguien le mató y cogió el diario. Ésa es la persona a la que quiero encontrar.
—A nosotros también nos interesa eso —dijo Martin.
Riordan se puso de pie y cogió su sombrero.
—Tal vez le cojan ustedes antes que yo —dijo—. No sé. Pero recuerde esto: yo estaba dispuesto a pagar cualquier precio por ese diario. No voy a detenerme ahora. Francamente, me importa un bledo que Meed haya sido asesinado. Para mí, era una pieza del engranaje bien engrasada, que funcionaba bien y nunca me creaba problemas. Ahora ya no me sirve de nada. Pero quiero el diario.
—Claro que lo quiere —dijo Martin, con una sonrisa exenta de humor—. Sus vilezas están ahora en manos de otra persona, ¿no?
—Ha sido mi primer pensamiento cuando me ha telefoneado usted —dijo Riordan—. Ahora, si no me necesitan más, me voy.
—Claro —dijo Martin.
Jake se despidió y se marchó con Riordan. Abajo, Riordan le estrechó la mano y luego cogió un taxi para dirigirse a su hotel. Jake detuvo al siguiente y regresó a su oficina. Tenía en su mente multitud de pensamientos dispersos, pero no se sentía capaz de ponerlos en orden. Se notaba cansado sin ningún motivo, y vagamente deprimido.
Sheila estaba concentrada escribiendo a máquina, cuando Jake entró en su despacho. Ella paró y sacó el papel de la máquina.
—¿Estás preparada para nuestra bacanal?
—Sólo son las cuatro y media, Jake.
—¿Y qué?
—Está bien. Pero ¿y Meed?
—Te lo contaré después.
Jake la observó pintarse los labios y alisarse el cabello. Sheila se acercó al espejo de la pared y Jake se percató de la gracia inconsciente que tenían sus movimientos cuando se colocó un pequeño sombrero verde. Jake suspiró y miró por la ventana.
Había niebla procedente del lago, y las calles quedaban ocultas en capas grises que avanzaban formando remolinos; las torres del Loop descansaban en esta nube de niebla como los minaretes de una ciudad fantasmal.
Sheila se le acercó y le puso una mano sobre el brazo.
—Deprimente, ¿verdad? Parece como si un fuerte viento pudiera llevárselo todo.
—Sí, así es —dijo Jake—. Y dentro de cinco segundos es probable que diga algo esotérico y místico. Así que marchémonos de aquí.
Bebieron cócteles y cenaron en el Palmer House, y finalmente fueron a Dave’s, en el Michigan Boulevard. Jake encendió un cigarrillo e intentó relajarse. Dave’s iba bien para eso; la decoración era decididamente anticuada y contribuía al descanso. Había una pequeña barra circular, felizmente exenta de caprichosos muestrarios de botellas, luces de neón y tazones cromados de palomitas de maíz; también había unos espaciosos reservados de madera en la parte de atrás, donde la conversación podía florecer sin la molesta influencia de las tragaperras o la televisión.
Dave’s estaba a tres minutos a pie de las oficinas de Mutual y Columbia, y era el cielo para los directores de radio y guionistas cansados a quienes les gustaba beber en una atmósfera que no les recordara la histeria de sus trabajos. Ahora, Jake vio que había dos fieles locutores de la «CBS» en el bar, tomándose una copa rápida entre los descansos de la emisora, y dos cansados guionistas estaban sentados en el extremo opuesto de la barra, discutiendo sin auténtico interés los méritos relativos de la publicidad y la costura como profesiones.
Sheila bebió un poco de brandy.
—Bueno, vamos a emborracharnos.
—Oh, magnífico —dijo Jake.
Sheila puso los pies sobre el asiento de enfrente y cruzó los tobillos cómodamente.
—¿Qué te pasa? Nada de epigramas, nada de juerga impía. Me entristeces un poco.
Jake tomó un sorbo de su bebida.
—Eso es casi una acusación. ¿Qué sugieres?
—Yo sugeriría que llamaras a Gary Noble ahora mismo y le dijeras que le entregas la máquina de escribir y la corbata pintada a mano para siempre. Luego, que te busques un trabajo honrado. Quizás serías un buen agricultor medianero. Pero, naturalmente, no lo harás.
—Naturalmente —dijo Jake—. Pero ¿por qué piensas que eso me ayudaría?
—Me parece que te estás cansando de ti mismo, Jake. Creo que te está empezando a remorder la conciencia por lo de Riordan.
—Oh, déjalo ya —dijo Jake irritado—. ¿Por qué me iba a remorder la conciencia por lo de Riordan? Es sólo un trabajo.
—Supongamos que hay pruebas de que sacó beneficios en la guerra. ¿Cambiaría eso tu manera de pensar?
—Le sugeriría a Gary que le cobráramos el doble, eso es todo. Sheila, cariño, no soy sincero ni idealista. Ahora hablemos de algo alegre.
—Está bien. ¿De qué quieres hablar?
—No quiero hablar de May, pero la tengo en mi pensamiento. Esta tarde me he enterado de que Riordan le envió a su estirado pequeño verdugo, Avery Meed, para que consiguiera el diario. Al parecer Meed lo consiguió. Pero luego alguien le mató. El diario continúa sin aparecer.
—Cuéntame los detalles.
Jake le contó lo que sabía. Cuando acabó, Sheila dibujó en la mesa un pequeño círculo con el borde inferior de su vaso. Permaneció en silencio un momento. Luego dijo:
—¿Qué piensa Martin?
—Al parecer no sabe nada. Pero no me gustaría ser el tipo al que persigue.
—Pareces lo bastante preocupado para encajar en ese papel. Jake, quizás sea una idea muy improbable, pero ¿Riordan podría haber matado a Meed?
—¿Qué quieres decir?
—Supongamos que Meed asesinó a May y consiguió el diario. Y supongamos que Meed decidió de repente que podía chantajear suculentamente a Riordan. Es una posibilidad, al menos. Riordan habría tenido que matarle para conseguir el diario. No tiene coartada para la hora en que mataron a Meed, no lo olvides.
—Es cierto —dijo Jake. Luego se encogió de hombros—. Pero no puedo permitir que le hagas pagar los platos rotos a mi cliente. Si Riordan es un asesino, no quiero que se divulgue.
—Naturalmente —dijo Sheila con sequedad. Bebió un trago, y dijo:
—¿Te importa que te haga una pregunta personal, Jake?
—No, claro que no. Adelante.
—Quizás debería conocer la respuesta, después de haber compartido tu cama y tu mesa durante dos años. Pero ¿en qué crees?
Jake indicó con un gesto a Dave que les sirviera otra ronda.
—Estaremos aquí mucho rato —dijo—. No sé por qué será, querida, pero esa pregunta siempre estimula a la gente y la hace locuaz. Le darán vueltas toda la noche hasta que a alguien se le pongan los ojos vidriosos y se muestre violento porque no puede convencer a todos de que lo único digno de crédito es el sexo desenfrenado o la dictadura del proletariado.
—Oh, deja de ser tan absolutamente listo —dijo Sheila—. Te he hecho una pregunta seria. ¿Quieres contestarla o no?
—Está bien, lo intentaré —dijo Jake resignado—. Querida, un hombre puede creer en cualquier cosa si lo intenta con suficiente ahínco y saca algún provecho. El mundo está lleno de sentencias, lemas, proverbios religiosos y viejos dichos, que son más o menos ciertos y que pueden ser adaptados a cualquier temperamento y situación. Hay miles entre los que elegir, y todos son hermosos y brillantes. ¡La honestidad es la mejor política! ¡Hamilton es un buen reloj! ¡No hay mal que por bien no venga! Son todos maravillosos, yo creo en todos ellos, aunque últimamente he estado jugando con la noción herética de que posiblemente haya otros relojes casi tan buenos como Hamilton.
—Olvidémoslo —dijo Sheila—. Ese aire travieso que finges es un aburrimiento. Pero deduzco que la inocencia o culpabilidad de Riordan no te importa.
—Bueno, ¿por qué iba a importarme? Yo no soy su confesor.
—¿Cuánto tiempo vas a tomarte el pelo a ti mismo? Al final, Jake, vas a acabar con la actitud de Noble, de que un dólar es un dólar, y que la decencia es una divertida superstición para campesinos.
—Oh, no está tan mal —dijo Jake. Se sentía incómodo. No le gustaba el autoexamen—. Supongamos que Riordan es culpable. No veo que eso me interese. Como agente de prensa me veo obligado a hacerle parecer bueno. Demonios, crearemos una demanda muy grande de cañones de escopeta defectuosos, y Riordan puede acaparar el mercado en la próxima guerra.
Sheila le miró un momento en silencio; luego cogió su bolso y los guantes y salió del reservado.
—Me marcho.
—Oh, no te vayas enfadada —dijo Jake—. Sé que estás disgustada. Yo también lo estoy. Mi madre debió tener algún susto antes de que yo naciera. No me dejes esta noche, Sheila.
—Lo siento, Jake. No estás muy divertido.
Él la contempló cruzar el bar y salir por la puerta. Suspirando, cogió su vaso…
Dos horas más tarde Dave se le acercó y se sentó en el asiento de enfrente, lleno de comprensión.
—¿Qué ocurre?
Jake se terminó la bebida.
—No estoy divertido, Dave —dijo.
—Ah, ¿quién dice eso?
—Sheila. Me ha dicho con una sencilla frase afirmativa que no estoy divertido.
—Ah, las mujeres —dijo Dave—. No tienen sentido del humor. Se ríen porque ven que los hombres lo hacen. Pero ten cuidado con la bebida, Jake. No te lo puedes beber todo tú solo.
—No te preocupes. Ya me voy.
Dave le acompañó hasta la puerta y le ayudó a ponerse el abrigo.
—Sheila, tenía razón, por supuesto —dijo Jake.
—Sí, claro.
—Estoy muy poco divertido —dijo Jake, y salió a la calle.
Aquella noche permaneció despierto largo rato. Los efectos del alcohol desaparecieron lentamente, dejándole cansado y deprimido. ¿Por qué siempre se comportaba como un colegial idiota con Sheila? ¿Por qué se divertía intentando escandalizarla, como un niño mal que escribe palabrotas en una pared, convencido de que la encantadora niña del otro lado de la calle las leerá? Encendiendo otro cigarrillo, intentó pensar en otra cosa. La única alternativa era los asesinatos, de May y de Avery Meed, y pensar en ellos le condujo a un frustrante callejón sin salida. No había nada en ninguna de las dos muertes que pudiera ser comprobado o investigado, ni siquiera que se pudiera especular. Avery Meed había sido asesinado. Y hasta el momento sólo había este hecho.
Pero cuando apagó el cigarrillo unos minutos después, recordó algo. Noble le había dicho que había pasado la noche con Bebe Passione en el Regis; había pretendido que Jake le encubriera por su esposa.
Pensando en la historia de Noble, Jake empezó a preguntarse si no era demasiado oportuna y verosímil. Cualquiera que conociera a Noble la creería enseguida, por supuesto. Noble estaba destinado a estar liado con una corista la noche de un asesinato para el que necesitaba una coartada. Pero si Noble mentía, había sido al menos lo suficientemente hábil para colocarse en una situación ridícula y, por lo tanto, creíble.
Jake sonrió y cogió el teléfono. Pidió al operador del club que le pusiera con el Regis Hotel.
Habló muy brevemente con el director. Y cuando dejó muy despacio el auricular, ya no sonreía.
Bebe Passione se había marchado a Miami hacía quince días.