El teléfono le despertó a la mañana siguiente. Se lo llevó a la oreja sin levantar la cabeza de la almohada.
—¿Diga?
—¿Jake? —Era la voz de Gary Noble, extrañamente tensa—. Jake, anoche mataron a May… ¿Me oyes?
—Oh, Dios mío —exclamó Jake. Sacó los pies de debajo de la ropa de la cama y se sentó, completamente despierto—. ¿Qué ha ocurrido?
—La han matado… en su casa, a primera hora de esta mañana Jake, ¿qué diablos significará esto para nosotros?
Jake miró el reloj de su mesilla de noche. Las siete y media. Encendió un cigarrillo. Se daba cuenta de que no pensaba con lucidez, o más bien, de que no pensaba en absoluto.
—¿Jake?
—Estoy aquí —dijo Jake—. ¿Cómo te has enterado?
—Lo han dicho en las noticias de las siete. Jake, será mejor que vayas allí corriendo y averigües lo que piensa la policía.
—Está bien —dijo Jake.
—Y, Jake, no menciones nada de Riordan y May a la policía.
—Oh, por el amor de Dios —dijo Jake.
—Sólo te lo quería recordar.
—De acuerdo, te veré en la oficina más tarde.
Desde el club de Jake, que estaba en el Michigan Boulevard, hasta el apartamento de May se tardaba diez minutos en taxi. Cuando llegó allí vio un pequeño grupo de hombres y mujeres en la acera, y dos coches de la policía aparcados ante la casa. La multitud susurrante miró a Jake con curiosidad especulativa cuando subió la escalinata de piedra hasta un policía uniformado que estaba de guardia junto a la puerta.
—Alto —dijo el agente.
—¿Quién está aquí de homicidios? —preguntó Jake.
—El teniente Martin.
—¿Quiere hacer el favor de decirle que Jake Harrison querría verle? Creo que no habrá ningún inconveniente.
El policía se encogió de hombros y entró en la casa. Unos segundos más tarde regresó y echó a Jake una mirada de envidioso respeto.
—Adelante —dijo.
El teniente Martin se encontraba solo en el recibidor. Sonrió a Jake y se estrecharon la mano.
—¿Qué le trae por aquí? —preguntó Martin.
—Nada, pero May era amiga mía. ¿Qué ha sucedido?
El teniente Martin apoyó un codo en la baranda curvada y se frotó la barbilla.
—La han matado esta madrugada, hacia las cuatro, si quiere una conjetura. Es todo lo que sabemos.
Jake se dio cuenta, mientras escuchaba la voz indiferente de Martin, que subconscientemente no había creído a Noble; no había creído que May estaba muerta. Ahora sintió la fuerte impresión de las palabras frías y definitivas de Martin como si recibiera la noticia por primera vez.
Permaneció junto a Martin en la gris luz matinal recordando que había estado en el mismo lugar con May el día anterior, después que Denise y Brian Riordan se hubieran ido. Cuando se despidieron estaba alegre.
—Era una buena amiga, ¿eh? —dijo Martin.
—Me gustaba. No la había visto mucho durante los últimos dos años, pero… era una persona honesta y agradable. —Se detuvo, incapaz de pensar en alguna palabra que no fuera vacía o insustancial.
—Bueno, es un caso misterioso —dijo Martin.
—¿Qué quiere decir?
—Suba conmigo. Verá lo que quiero decir.
Jake conocía a Martin desde hacía quince años, de cuando escribía las noticias policiales para el «Herald-Messenger» y Martin era un detective que trabajaba para la tercera división en South Chicago. Sabía que Martin era paciente, cuidadoso y concienzudo, y que sentía pasión por el trabajo policial metódico. Y, lo más importante, tenía imaginación. No tenía miedo de hacer conjeturas y fiarse de sus presentimientos.
Martin se detuvo en lo alto de la escalera para dejar pasar a tres fotógrafos, y luego se volvió y entró en el dormitorio de May.
Jake le siguió despacio.
La figura que estaba en la cama no tenía nada que ver con May, se dijo Jake. May se había ido. Esta cosa despatarrada con la mirada fija que tenía un cinturón negro clavado profundamente en la carne de su cuello era otra cosa.
Racionalizar no servía de nada, y Jake notó que empezaba a tener sudor en la cara. Ella llevaba una bata de casa ancha y negra y chinelas de tacón alto. Una pierna estaba doblada hacia atrás bajo su cuerpo, y una zapatilla a su lado en el suelo. El cinturón de seda negro en torno a su cuello era evidentemente el cinturón de la bata.
—¿Ve a lo que me refiero? —preguntó Martin.
Jake vio que no estaba mirando la cama. Miraba más lejos. Siguiendo la dirección de sus ojos vio que en el espejo rosado del tocador de May habían dibujado dos grandes «X» con lápiz de labios de brillante color encarnado. Algunas botellas de colonia y perfume habían sido arrojadas al suelo, y de los armarios habían sacado ropa que estaba esparcida por el suelo y sobre los muebles. Parecía como si un loco hubiera asaltado el lugar.
—¿Qué piensa de eso? —dijo Martin.
Jake meneó la cabeza.
—¿Tiene usted alguna idea?
—Sólo conjeturas. Las X podrían significar que el asesino aludía a una traición. —Miró a Jake y sonrió débilmente—. Demasiado fácil, creo. Alguien podría haber estado buscando algo, por supuesto, o quizás al asesino le pareciera que con matarla no bastaba. Ya sabe, una forma de mutilación.
Jake recordó entonces que May guardaba su diario en aquella habitación. Se lo había enseñado la otra noche, durante la fiesta.
Miró hacia la mesita baja y vio que la caja lacada en la que lo guardaba estaba cerrada. Cruzó la habitación, abrió la caja y vio, sin gran sorpresa, que estaba vacía.
El registro de los chismes de May en época de guerra y las actividades de unos cuantos hombres famosos, incluido Dan Riordan, habían desaparecido.
Martin se acercó a él, interesado.
—¿Qué busca?
Jake sabía que al final Martin se enteraría de lo del libro que May tenía intención de escribir, y de lo de Dan Riordan y otros hombres prominentes a quienes no agradaba la idea.
Así que le contó a Martin todo lo que sabía.
Martin meneó la cabeza lentamente.
—Buscaremos ese diario ahora. Usted trabaja para Riordan. Quizás sepa dónde estaba esta madrugada hacia las cuatro.
—No tengo ni idea. ¿Está usted seguro de la hora?
—Bastante seguro —dijo Martin, mientras se dirigían hacia la puerta—. El cuerpo ha sido descubierto por una tal señora Swenson, la mujer de la limpieza, que ha llegado aquí a las seis. Nos ha dicho que ha salido a echar el correo algo que estaba en el vestíbulo, y cuando ha regresado y ha subido aquí, ha encontrado muerta a su ama.
—¿Ha cerrado con llave cuando ha salido?
—No, pero no es probable que entrara nadie y la matara mientras ella estaba fuera. El forense ha situado la hora del fallecimiento definitivamente antes de las cuatro y media y después de las tres.
Abajo, Jake estrechó la mano a Martin y ya se iba cuando vio a dos hombres que subían la escalinata.
La policía de la entrada les detuvo, y dijo:
—Nadie puede entrar ahora.
El hombre que dirigía dijo:
—Dígale al oficial encargado que me gustaría verle.
Martin se acercó al umbral de la puerta.
—¿Qué puedo hacer por usted?
—¿Es usted quien se encarga de esto?
—Sí. Me llamo Martin, teniente Martin.
El hombre dijo:
—Me llamo Prior, Gregory Prior, jefe del cuerpo legal del Comité Hampstead. Éste es mi ayudante, Gil Coombs. Tenía una cita con la señorita Laval esta mañana a las diez. El señor Coombs ha oído por la radio que la han asesinado, por eso hemos venido enseguida.
—Entiendo —dijo Martin afablemente—. ¿Qué clase de asunto tenía usted con ella?
Jake examinó a Prior con interés. Era el agente del gobierno que realizaba la investigación inicial de los libros y contratos de Riordan. Parecía joven para ese trabajo, unos treinta y cuatro o treinta y cinco años, y tenía el cabello castaño y un rostro firme e inteligente.
Prior dijo:
—Sólo puedo decirle una cosa: la señorita Laval llamó anoche a mi ayudante, el señor Coombs, hacia las doce, y le dijo que quería ponerse en contacto conmigo. Yo la llamé más tarde. Dijo que tenía cierta información que tal vez me interesara, y me citó para esta mañana a las diez.
—La información estaba en su diario, creo —dijo Martin—. ¿Es así?
Prior no pareció sorprenderse al oírlo. Dijo:
—Eso es lo que me dijo por teléfono.
—Al parecer el diario ha desaparecido —dijo Martin—. Como sea, no está en su lugar habitual. Voy a echar un vistazo para ver si lo encuentro, y si quiere puede acompañarme.
—Gracias —dijo Prior.
Dos policías entraron con una camilla y empezaron a subir la escalera. Martin dijo:
—Estaré con usted enseguida —y subió detrás de ellos.
Prior encendió un cigarrillo y luego miró con curiosidad a Jake. Jake dijo:
—Finalmente nos presentarán, señor Prior, así que, ¿por qué no lo hacemos ahora? Me llamo Jake Harrison.
—¿Sí? —dijo Prior.
—Llevo las relaciones públicas de Dan Riordan —dijo Jake, y le tendió la mano.
—Oh —exclamó Prior. Él no ofreció su mano para estrechar la de Jake.
Jake metió la mano en el bolsillo del pecho y sacó cigarrillos.
—Me sorprende que May decidiera volcar en usted la información que tenía acerca de Riordan —dijo—. Decía que iba a utilizarla en un libro.
—Bueno, ella no dijo nada de volcar la información —dijo Coombs. Era un hombre delgado, de edad madura, con un rostro alerta—. Simplemente me pidió que le dijera a Prior que quería hablar con él.
—No dijo que la información se refiriera a Riordan —dijo Prior.
Coombs dijo:
—Pero esperábamos que pudiera conducirnos a…
Prior carraspeó.
—No es lugar para eso, Gil.
Coombs enrojeció y asintió.
—Lo lamento —dijo.
—Espero que no pensará que soy el tipo del otro bando —dijo Jake. Encendió el cigarrillo que tenía en la mano y se preguntó hasta qué punto podría ablandar a Prior. El hombre parecía sincero y serio, y existía una posibilidad de que pudiera ser razonable.
—En realidad nuestros trabajos son muy similares —prosiguió—. Usted quiere conocer los hechos, y mi tarea consiste en transmitirlos al público, y vigilar que no se distorsionen. Me complacerá ayudarle respecto a los antecedentes de Riordan, sus actividades, etcétera. Francamente, quiero su confianza y cooperación, porque mi tarea no es defender a Riordan, sino impedir que sea difamado por las implicaciones de esta investigación.
—No nos dedicamos al sensacionalismo, señor Harrison —dijo Prior—. Sólo nos interesan los hechos en sí.
—Eso me hace sentir mejor —dijo Jake, e hizo todo lo que pudo para parecer ingenuamente aliviado—. Y, extraoficialmente, creo que encontrarán que Riordan hizo lo que habría hecho cualquier otro hombre de negocios, y lo que cientos de ellos hicieron, en realidad. Al fin y al cabo, estábamos en guerra y se presionaba a todo el mundo para que saliera material de las fábricas hacia el otro lado del océano. Hacer trampas era un pasatiempo nacional.
—Quizás —dijo Prior, evasivo; y pareció meterse dentro de su cáscara, por lo que Jake dejó de presionar. Dio la mano a ambos hombres y se marchó.
Llegó a la oficina veinte minutos más tarde, hacia las ocho cuarenta y cinco, y fue a ver a Noble. Le relató brevemente lo que había ocurrido, y añadió que había dicho a Martin que Riordan probablemente aparecía en el diario de May.
Noble se pasó la mano por el despeinado cabello y miró a Jake con reproche.
—¿Por qué demonios lo has hecho?
—Lo habría descubierto de todos modos.
—Supongo que sí. —Noble se acercó al bar a prepararse un trago.
Jake encendió un cigarrillo.
—¿Gran noche? —preguntó.
Noble afirmó con la cabeza. Regresó a su escritorio y Jake advirtió que no se había afeitado, y el cuello de su camisa estaba arrugado y sucio.
Jake preguntó:
—¿Cómo sabes que Riordan no ha tenido nada que ver con la muerte de May?
—Espero que sea así. La cuenta no valdría nada si Riordan fuera a la silla eléctrica.
—Es una manera muy objetiva de mirarlo —dijo Jake—. ¿Por casualidad no has sabido nada de él?
—Ni una palabra. He hablado con su esposa, y no sabía dónde estaba.
Jake se encogió de hombros y se dirigió hacia la puerta con Noble pisándole los talones.
—Una cosa, Jake —dijo Noble—. Voy a necesitar tu ayuda. Anoche no fui a casa. Yo… te agradecería muchísimo si respaldaras mi historia de que pasé la noche contigo.
—Es una magnífica idea —dijo Jake. Vio que Noble estaba temblando de verdad, y que su tez normalmente bronceada tenía un tono verdoso. ¿Dónde estuviste anoche?
—Le dije a mi esposa que tenía una reunión de trabajo —dijo Noble, bajando la voz—. En realidad, pasé a ver a una amiga mía en el Regis Hotel. Es una chica magnífica, Jake, una chica magnífica, y si la conocieras sabrías a lo que me refiero.
—Gracias a Dios que no la conozco. ¿Cómo se llama?
—Bebe Passione. Es un nombre artístico, por supuesto.
—¿De veras? Gary, a veces no te entiendo. Está en marcha una investigación por asesinato y tú, junto con unas cuantas personas más, puede que tengas que explicar dónde estabas hoy a las cuatro de la madrugada. ¿Lo entiendes?
—Lo sé, lo sé —dijo Noble apresurado—. Por eso mismo. Si le cuento a la policía que estuve con Bebe, mi esposa se pondrá frenética y armará un drama. ¿Comprendes?
—Claro que sí, pero me temo que voy a darte un duro golpe —Jake dio unas palmaditas en el hombro de Gary—. La respuesta, en una palabra, es «no». Me gustaría ayudarte, pero esto no es una travesura de colegiales, es un asesinato.
—Bueno, está bien —suspiró Noble—. Quizás a la policía no le interesará saber dónde he estado esta madrugada. Quizás todo se olvidará.
—Es muy probable —dijo Jake.
Jake fue a su despacho y se sentó ante su escritorio; pero después de juguetear ociosamente con un abrecartas, puso los pies sobre la mesa y trató de pensar.
Desde la posición en que estaba podía ver por la puerta abierta el despacho contiguo, ocupado por una chica llamada Toni Ryerson, que había acudido a Noble tras acabar un curso nocturno de relaciones públicas. Jake vio que ella también tenía los pies sobre el escritorio, ofreciéndole una agradable vista de sus delicados tobillos. Jake se levantó y fue al despacho de Toni. Ésta estaba estudiando y con la mano libre sostenía un vaso de café. Toni era una chica delgada y apasionada, que tenía el cabello negro y liso y una expresión concentrada en el rostro.
—Hola, Jake —dijo—. ¿Te has enterado de la noticia?
—Sí.
—¿No es lo peor que has oído jamás? Llevo tres semanas trabajando en la cuenta Grant, y esta mañana Noble me envía un memorando diciendo que me trasladan al departamento de moda.
—Oh, qué noticia —dijo Jake—. No, no me había enterado. Un memorando, ¿eh? Es bastante rudo. Habría podido llamarte a su despacho, ofrecerte un último cigarrillo y una excusa cualquiera antes del coup de grâce. ¿Te ha dicho por qué lo hacía?
—Adivino que tuvo un ataque repentino de locura.
—Bueno, tienes que esperar cosas así. Éste es el fabuloso mundo de los negocios. No sirve de nada llamar estúpido a Gary. Eso es evidente, porque si tuviera cerebro se iría y montaría su propia agencia, en lugar de trabajar para nosotros.
Toni sonrió.
—Supongo que todo sucede para bien.
Jake se preguntó sin especial curiosidad qué haría Toni sin su reserva de aforismos protectores. Era una de esas felices criaturas que protegen su ego con un grueso recubrimiento de frases hechas, apotegmas, citas y sentencias que sirven de amortiguador entre ellas y la realidad. No había fallo, ni humillación ni circunstancia que Toni no pudiera revalorar con esperanza a la luz de lo que alguien había dicho, con más o menos verdad, en el lejano pasado.
Por la otra puerta entró Dean Niccolo, con un traje de tweed y una pipa, y Jake se percató de que a Toni se le iluminaba la cara al instante.
Niccolo dijo a Jake:
—Qué pena lo que May. Acabo de leer la noticia.
—¿Cuál? —preguntó Toni.
—May Laval, una amiga nuestra; la han matado esta madrugada —respondió Jake.
—Dios santo —exclamó Toni—. ¿Sabéis una cosa? Esta mañana, cuando he visto el día que hacía, he dicho: «Qué día para un asesinato». ¿No es extraño?
—Realmente no —dijo Jake, y Toni le miró atónito.
Niccolo se sentó en la silla que había al lado del escritorio de Toni y se pasó una mano por el oscuro y espeso cabello. Tenía una expresión taciturna y se quedó mirando la punta de sus gruesos zapatos.
—No la conocía muy bien, sólo había tropezado con ella algunas veces en la ciudad. Pero era una buena persona. ¿La policía no tiene ninguna idea todavía?
Jake dijo que no, y luego se excusó y regresó a su despacho. Por el feliz destello en el rostro de Toni adivinó que la muchacha agradecería estar unos momentos a solas con Niccolo, así que cerró la puerta que unía los dos despachos.
Sonó el teléfono de Jake. Al cogerlo se enteró de que el señor Avery Meed, de la oficina del señor Riordan, le estaba esperando. Jake dijo a la recepcionista que le hiciera pasar. Cuando colgó el teléfono, vio a Sheila en la puerta. Ella sonrió y se le acercó, poniéndole una mano sobre la mejilla.
—Me he enterado de lo de May —dijo—. Lo siento, Jake.
Él le dio un apretón en la mano.
—Gracias. Estoy bastante deprimido.
Ella cogió en encendedor de encima del escritorio y acercó la llama al cigarrillo que tenía en los labios.
—¿Te gustaría salir y emborracharte?
—No, tengo trabajo que hacer. Pero es la mejor oferta que me han hecho en toda la mañana.
—Jake, lamento lo que dije de ella la otra noche.
—Lo sé. Estabas furiosa conmigo, no con ella.
Oyeron una leve tos en la puerta. Jake levantó la vista hacia allí y vio a un hombre bien vestido, con una cartera bajo el brazo y una mirada educadamente inexpresiva en el rostro.
—Soy Avery Meed —dijo.
—Ah, pase —dijo Jake. Presentó a Avery Meed y a Sheila, quien se excusó y se marchó.
Meed se sentó en el sillón de cuero junto al escritorio de Jake, con los pies juntos y firmes en el suelo y la cartera sobre el regazo. Tenía más de cincuenta años, calculó Jake, pero su cuerpo menudo era firme y sus ojos vivaces. Vestía un traje gris de banquero que llevaba el desaliñado sello de «Brooks Brothers», y un cuello muy almidonado con una corbata de punto negra. Tenía una expresión atenta, como si esperara una orden.
Jake dijo:
—El señor Riordan nos informó que usted podría darnos una idea de lo que vamos a tener que enfrentarnos en esta investigación. Soy un ignorante en cuanto a cifras, así que no espere mucho de mí.
Meed sonrió mecánicamente.
—Intentaré aclararle todos los puntos que le parezcan confusos. —Abrió la cremallera de su cartera y puso ante Jake dos carpetas de papel—. Estas declaraciones engloban las operaciones de la Riordan Mills y la Riordan Casting Company de 1943 a 1945.
Jake hojeó las dos carpetas y vio que cada una de ellas contenía resúmenes de las diversas transacciones, pasivos, activos y balances de las dos compañías. La declaración de beneficios netos en cada caso era impresionante.
—Les fue bien durante la guerra —dijo.
—Sí —dijo Meed.
Jake cerró las carpetas.
—Francamente, esto no sirve de gran ayuda. Riordan nos dijo la otra noche que había pasado por alto arbitrariamente ciertas especificaciones del gobierno en la fabricación de cañones de escopeta. ¿Eso es todo lo que hizo?
—Básicamente, eso es lo que sucedió.
—En ese caso, es probable que el gobierno le califique de estafador, imagino.
Meed sonrió.
—El gobierno tiene que demostrarlo. Usted sabe lo que ocurrió porque el señor Riordan fue franco con usted; pero no es necesario que lo seamos tanto con el gobierno.
—¿Y los libros de las compañías? ¿No reflejarán la historia?
Meed sonrió complacido.
—Los libros, señor Harrison, pueden contar muchas historias. Un juego de libros, llevado con diligencia e imaginación, en ciertos aspectos es como un bosque espeso y sin señalizar: bastante difícil de atravesar si no se saben buscar las marcas que indican el camino.
—Entiendo. Ahora corríjame si me equivoco. Riordan utilizó deliberadamente una calidad de acero más barata que la especificada en el contrato, pero los hombres del gobierno no es probable que lo descubran a través de los registros oficiales que tienen ustedes. ¿Es así?
—Sí.
—Entonces, ¿cómo encontró la pista de Riordan el Comité Hampstead?
Meed se encogió de hombros.
—Hubo varios casos de detonación prematura de los cañones de nuestra empresa. Creo que murieron algunas personas en al menos dos de los accidentes. Los informes que realizaron los jefes de la compañía y los inspectores de artillería tardaron mucho tiempo en alcanzar un nivel en que pudieran ser examinados con alguna eficacia, pero inevitablemente esto sucedió, y se descubrió que la Riordan Casting Company era la fabricante de los cañones defectuosos. De ahí la investigación.
Jake se recostó en la silla y jugueteó con un lápiz. Luego miró a Meed y preguntó:
—¿Cuál es su idea personal al respecto? Quiero decir, ¿cree que Riordan tenía alguna justificación al utilizar acero barato, considerando que como resultado de esta acción morían hombres?
Meed pareció sorprendido.
—Yo no opino sobre el tema —dijo—. Quizás —añadió sonriendo— soy un hombre sin emociones. La muerte innecesaria de soldados americanos fue un suceso desgraciado, por supuesto, pero no le veo gran utilidad a aplicar terminología moral a esta situación. Los hechos existen de manera diferente para cada uno. Tome a los soldados, por ejemplo, el hecho de su muerte tiene un significado para sus familias; para mí, significa una complicación en la marcha de un asunto industrial. Se me tacharía de cruel por esta actitud, pero eso no cambiaría mis sentimientos.
—Entiendo —dijo Jake con sequedad—. Nadie le acusaría de permitir que su corazón guiara su cabeza. Pero dígame: ¿Conoce a una mujer llamada May Laval?
Meed hizo una pausa. Luego contestó:
—No, nunca tuve ese placer. Entiendo por lo publicado en los periódicos esta mañana que jamás lo tendré.
—Tal vez sepa usted que tenía un diario que, según se suponía, contenía información sobre Riordan.
—Sí, lo sabía.
—Bueno, el diario ha desaparecido. Supongamos que apareciera. ¿Qué pasa entonces?
—Entiendo lo que quiere decir. Sí, la información del diario podría proporcionar una clave a este comité investigador. Es un riesgo que debemos correr, puesto que no podemos hacer nada por ello.
Jake se dio cuenta de que Meed le había proporcionado muy poca información. Pero era estimulante saber que la verdad de las manipulaciones de Riordan estaba a salvo, oculta en unos documentos laberínticos. Cuanto más costara encontrar el cuerpo del delito, más tiempo podrían insistir en que éste no existía.
Mientras Meed volvía a colocar las carpetas en su cartera, Jake dijo:
—Por cierto, ¿sabe dónde estaba Riordan esta mañana… de madrugada, quiero decir? Hacia las cuatro, digamos.
Meed miró directamente a Jake y sonrió:
—Oh, sí. El señor Noble fue requerido en Gary, Indiana, anoche. Se quedó allí hasta esta mañana, con su director de planta.
Noble podría tranquilizarse ahora, pensó Jake.
Niccolo entró cuando Meed se estaba preparando para irse. Jake les presentó, y Meed sonrió de manera impersonal; luego se excusó y se marchó.
—¿Quién era? —preguntó Niccolo.
—Uno de los dientes del engranaje de Riordan —dijo Jake—. Avery Meed. Muy agudo.
—Está bien —dijo Niccolo—. Necesitamos cerebros en nuestro bando. Te veré luego.
Cuando se fue, Jake se acercó a la ventana y contempló el magnífico panorama de la ciudad, irreal y misterioso en la bruma otoñal.
Desde la altura a que se encontraba su despacho podía ver el limpio Outer Drive y sus seis carriles de violento tráfico, y el fondo gris negruzco del lago que se fundía en el sombrío horizonte. Observó el movimiento microscópico de la gente que caminaba presurosa por las aceras, agrupándose momentáneamente en los semáforos como hormigas ante un inesperado obstáculo, y esparciéndose luego otra vez cuando cambiaban las luces.
Jake suspiró y regresó a su escritorio. Trabajó durante unas cuantas horas sin conseguir gran cosa. Se alegró al oír el teléfono. Era Noble.
—Jake, ven a mi despacho enseguida. Maldita sea, el infierno se ha desatado.
En su voz había un tono de crisis.
Jake dijo que iba inmediatamente.