3

A la mañana siguiente, Jake entró en la oficina a las diez. La recepcionista le dijo que Noble quería verle inmediatamente, así que Jake fue a su despacho. Noble estaba ante el bar y parecía infeliz. Pero se animó cuando entró Jake.

—¿Te apetece un trago? —preguntó.

Jake declinó la invitación y se sentó al lado del escritorio de Noble.

—¿Qué ocurre?

—Bueno, la sesión de anoche con May sirvió de muy poco. —Noble llevó su vaso hasta el escritorio y se sentó en su silla giratoria con respaldo de cuero—. Maldita mujer —dijo con voz apropiada para maldecir el tiempo o cualquier otro fenómeno desagradable pero inevitable—. Parecía hacer todo lo posible para llevar la contraria a Riordan. Jamás he pretendido entenderla, pero ahora, por Dios, no creo que nadie pueda hacerlo.

—¿Qué sucedió?

Noble encendió un cigarrillo y se pasó una mano por su cabello blanco y despeinado.

—Los hechos en sí no te darán una idea de cómo fue. —Noble agitó una mano en gesto de inutilidad—. Era como si ella fuera la única de allí que no temiera a nada.

—Creo que sé lo que quieres decir. Adelante.

—Riordan no estaba de buen humor, eso para empezar. Me recogió en la oficina y no me habló en todo el camino hasta casa de May. Irrumpió en el salón de May y le dijo que quería hablar con ella.

Noble apagó el cigarrillo, encendió otro y el humo le hizo fruncir el ceño.

—No puedo describirlo muy bien —dijo—, pero la impresión que me dio fue que May intentaba deliberadamente ser lo más desagradable posible. Él le preguntó por su libro, y ella al instante expresó su sorpresa ante mi repentino interés por la literatura. Riordan sabía que se estaba burlando. Pero se mantuvo firme. Dijo que había oído hablar del libro y que esperaba que no utilizara nada de lo que él le había dicho confidencialmente.

Jake preguntó:

—¿Todos los de la fiesta oyeron esto?

—Es difícil decirlo. Ninguno de los dos levantó la voz, pero supongo que cualquiera que se hubiera molestado en escuchar lo habría oído. Sea como sea, May siguió pinchando a Riordan, pero lo hacía de esa manera infantil y alegre que a veces emplea. Le preguntó qué le preocupaba, y por su actitud se habría podido decir que realmente no lo sabía.

—Bueno, ¿qué le preocupa a Riordan? —preguntó Jake—. Esta vaga alusión a revelaciones escandalosas y todo eso no es nada convincente. ¿Tiene May algo específico y perjudicial?

—No lo sé. Él actúa como si así fuera. Anoche tuve la impresión de que le gustaría estrangularla, despacio y con atención.

—¿Cómo acabó su conversación?

—En realidad no terminó, en el sentido de que no se llegó a ninguna conclusión. Riordan le advirtió que no utilizara nada de él, o cometería un error. May fingió creer que se refería a los problemas artísticos de selección y todo eso, y le aseguró que sería de lo más cuidadosa al elegir los incidentes. Le dijo con gran dulzura que una biografía al estilo «Sévigné» requería una mezcla de técnicas en su más alto nivel de efectividad, y que cualquier error que cometiera sería sólo porque aspiraba a demasiado. Entonces se echó a reír y dijo que probablemente él no tenía ni la más remota idea de lo que ella estaba hablando, y añadió que no era sorprendente, considerando las predilecciones burguesas de Riordan.

—Encantadora línea de salida —dijo Jake.

Noble se encogió de hombros y bebió un trago.

—Riordan está como loco, Jake. Será difícil tratar con él.

—No nos preocupemos por eso. ¿No tiene que venir esta mañana su hombre a traernos algunos datos y cifras?

—Lo olvidaba. Riordan ha llamado esta mañana y ha dicho que Avery Meed, su secretario, no podía venir hoy, pero que estará aquí mañana por la mañana. Eso nos da un día de gracia.

Sonó el teléfono del escritorio. Noble lo cogió, escuchó y luego se lo pasó a Jake.

—Es para ti.

Jake dijo:

—¿Diga?

Hubo una pausa. Luego se oyó:

—Jake, soy May. Tengo una noticia melodramática que parece sacada de una película de clase B. Alguien ha intentado entrar por la fuerza en mi pequeño refugio esta madrugada. ¿No te parece interesante?

—No es divertido —dijo Jake.

—Pero apenas si es trágico —dijo May—. Te llamo para ver si podías tomar café conmigo esta mañana. Tengo ganas de estar contigo. ¿Qué te parece?

—Claro que sí; voy enseguida.

Jake colgó y miró a Noble.

—Alguien ha intentado entrar en casa de May esta noche.

—Maldita idiota —exclamó Noble—. Se meterá en problemas y liará a todo el mundo. ¿Sabes cuánto le gustaría a la prensa agarrarse a su vinculación con Riordan? Eso sería un golpe terrible para nuestra campaña.

—Ahora voy a desayunar con ella —dijo Jake—. Quizás esto sea bueno. Tal vez la asuste y le haga utilizar la cabeza.

El trayecto en taxi hasta casa de May fue agradable. Los colores cambiaban en los árboles y arbustos del parque, y las aguas grises del lago eran lisas como la pizarra salvo por alguna ocasional onda con la cresta blanca como el encaje.

May se reunió con él en la puerta y le condujo al estudio, que estaba en el primer piso, de cara al sol matinal. Era una habitación alegre, decorada con cuero blanco y amueblada con mullidos sofás, una enorme mesa baja y un escritorio con montones de libros y manuscritos. Sobre la mesita baja había un servicio de café de plata, y las persianas venecianas blancas estaban echadas para que no entrara el sol. La habitación estaba sumida en una agradable penumbra.

May llevaba un sencillo vestido gris y zapatos de ante gris, y el cabello, reluciente, recogido en un moño en lo alto de la cabeza. Tenía los ojos diáfanos, y la piel fresca y lozana. Parecía una maestra de escuela enormemente saludable y hermosa que se compraba la ropa en París.

May sirvió café, sentada al lado de Jake en el mullido sofá. Un rayo de sol le daba en la cara y ella hizo con la mano un gesto curioso de defensa. Jake vio entonces que estaba cansada; tenía pequeñas arrugas en las comisuras de los ojos y la boca, y la ilusión de su resplandeciente juventud vaciló por un instante. May se levantó rápidamente y ajustó la persiana. Luego se sentó al lado de Jake otra vez.

—Odio la luz del sol —dijo, irritada.

—¿Qué pasó anoche? No he venido aquí corriendo para oírte hablar de tus fobias.

May le contó la historia en pocas palabras. Se había ido a la cama a las dos, y la doncella ya se había marchado. Se quedaba sola por las noches hasta que la mujer de la limpieza, una tal señora Swenson, venía a las seis de la mañana, explicó May. Después de haberse quedado dormida, la despertó un ruido en el primer piso. Eran las tres y cuarto. Fue abajo y encendió las luces. No había nadie en la cama. Pero habían intentado forzar una ventana. Habían roto un cristal. Probablemente su llegada había hecho huir al intruso.

—Bueno, ¿qué piensas? —preguntó May, sonriendo—. ¿Trata de blancas, quizás?

—¿Se te ha ocurrido que alguien pueda estar preocupado por este libro que estás planeando? —preguntó Jake con sequedad.

—¡Oh, no seas ridículo!

—Escucha: anoche oí hablar a Mike Francesca, y sé que no está contento. También Dan Riordan está preocupado por tu libro, y probablemente hay otros. Así que no me digas que soy ridículo.

—¿Cómo sabes lo de Riordan?

—Noble me lo ha contado esta mañana. Deduzco que no estuviste muy amable con nuestro cliente.

May se echó a reír y luego encendió un cigarrillo.

—Eso era lo que esperaba —dijo—. Jake, Riordan es un tipo que me desagrada. Es el perfecto símbolo de nuestra sociedad actual, la mezcla insana de los contadores Geiger con los anuncios en dibujos animados. Es una mezcla de hombre y niño, que construye una fábrica de un millón de dólares pero que destroza todo el mobiliario con un martillo.

—Jamás sospeché tu olfato para los epigramas —dijo Jake—. Pero el hecho de que Riordan se amolde a nuestra cultura no es razón para crucificarle.

—¿He de tener una razón para todo? —preguntó May bruscamente. Se puso en pie y se acercó a la ventana, con los hombros rectos y actitud de enojo.

Jake recordó que la noche anterior se había molestado cuando él la presionó respecto a los motivos que la llevaron a escribir el libro. Encendió un cigarrillo e intentó adivinar qué significaba aquella reacción. Por fin se le ocurrió una idea que parecía dar la respuesta, pero era tan obvia que le hizo sospechar.

—Date la vuelta y deja de enfurruñarte —dijo—. Tengo curiosidad por saber por qué escribes este libro. No necesitas dinero, y no deseas la fama literaria. Así que, ¿qué queda?

May regresó y se sentó a su lado. Cruzó sus hermosas piernas y se recostó cómodamente, al parecer de mejor humor.

—¿Qué importa por qué escribo el libro?

—Nada, supongo —dijo Jake—. Pero siento curiosidad. Vas a hacer daño a algunas personas, te crearás enemigos. ¿Por qué tomarte todas esas molestias para hacerte impopular?

—Poner en evidencia una colección de charlatanes y de farsantes no es ninguna molestia —dijo May, sonriendo.

—En otro tiempo eran amigos tuyos.

—Qué magníficos amigos eran —dijo May. Apagó el cigarrillo y se miró las manos—. No hablemos más de ellos.

—Está bien —dijo Jake.

Cuando se preparaba para despedirse se abrió la puerta; entró la doncella y dijo:

—Un hombre y una mujer, el señor y la señora Riordan, quieren verla, señorita Laval.

—Vaya, vaya —exclamó Jake.

—Hazles pasar —dijo May, sonriendo a Jake.

La doncella reapareció al cabo de un momento y se hizo a un lado junto a la puerta. Denise Riordan entró en la habitación, morena y segura de sí misma en un voluptuoso abrigo de visón, pero el hombre que la acompañaba no era Dan Riordan. Era un delgado y rubio hijo, Brian.

Brian sonrió a Jake y se dirigió hacia él para estrecharle la mano. Jake les presentó a May.

—Estábamos tomando café —dijo May—. ¿Le apetecería algo más fuerte, señora Riordan?

—No, gracias. A veces paso hasta la tarde sin tomar nada —dijo Denise con sequedad.

Brian dijo:

—Yo tomaré un whisky con soda, si no le importa. —Se llevó una mano a la frente con cautela—. Lo de anoche fue homérico, aunque chapucero.

Denise estaba sentada en una silla frente al sofá, donde unas rayas del claro sol matinal resaltaban la perfección de las pieles de su abrigo. Llevaba un vestido marrón, y zapatos de tacón bajo de cocodrilo. Había algo controlado, deliberado, en ella, advirtió Jake, cuando encendió un cigarrillo. No dejaba de mirar a May, examinándola como si fuera algún fenómeno curioso que le hubiera sido mostrado por vez primera.

Finalmente, dijo:

—Dan me ha hablado mucho de usted, señorita Laval.

May sonrió amablemente mientras servía café, y Jake pensó que ésta ya había ganado un asalto a Denise. Su sencillo vestido gris y su actitud tranquilla hacían que la esposa de Riordan, a pesar de su hermosura refinada, pareciera una reina burlesca.

—Mi querido Danny —dijo May—. Tan impulsivo y… —Hizo una pausa, pensándose la palabra—… tan locuaz —concluyó—. ¿Qué le ha contado de mí?

La doncella trajo la bebida de Brian, y éste bebió agradecido.

—Estupendo —dijo—. El viejo me habló de usted también —dijo a May—. Siente un gran respeto por su inteligencia.

—Creo que «astucia» fue su palabra —corrigió Denise, y soltó el humo del cigarrillo al aire.

—No deben darme demasiado mérito —dijo May con dulzura—. Danny se queda admirado ante cualquiera que sepa leer sin mover los labios. Pero ahora que me lo recuerda, Danny solía hablarme de usted, Denise. Usted estaba en el mundo del espectáculo o algo así, creo.

—Era bailarina.

—Sí, lo recuerdo. ¿No tenía siempre miedo a caerse de la rampa? —preguntó May con inocencia.

Brian Riordan se dio una palmada en el muslo y soltó un grito encantado.

—Maravilloso, maravilloso —dijo, mirando a Denise con ojos radiantes.

Denise le miró sin expresión alguna. Apagó el cigarrillo con un gesto violento y se volvió hacia May.

—No he venido aquí para intercambiar agudezas —dijo.

—Por supuesto que no —dijo May sonriendo—. Pero adelante.

—Dan está preocupado por lo que va usted a escribir de él —dijo Denise, y ahora en sus mejillas resaltaban unas manchas del color de la ira—. Él no me ha hecho venir a verla, si es lo que está pensando. He venido por iniciativa propia, porque él significa mucho para mí. ¿Puede entenderlo?

—Claro que sí, querida —dijo May.

—Está bien. Quiero que le deje en paz. Hasta ahora las cosas nos han ido bien, y no quiero que nada las estropee.

May bebió un poco de café en silencio. Finalmente miró a Brian.

—¿Puedo preguntarte por qué has venido?

—En absoluto —respondió Brian. Sonrió—. He venido para repetir los comentarios de mi madrastra, porque sabía que serían inadecuados. Déjeme expresarlo de esta manera: no me hago ninguna ilusión respecto a mi padre. Sin embargo, hay dinero suyo suficiente para cuidar muy bien de todos los de su círculo. Eso me gusta. También a Denise. También a usted le gustaría, supongo. ¿Entiende lo que quiero decir?

—Demasiado bien —dijo May.

—Me gusta que las cosas queden bien claras —dijo Denise en voz baja, y parecía que había recuperado su porte—. Le pagaremos por destruir todos los datos o la información que tenga referentes a Dan. Con eso queda sólo una cosa que aclarar: ¿Cuánto?

May se puso en pie y Jake vio que estaba enfadada, hermosa y muy enfadada.

Dijo a Brian:

—Has venido aquí para repetir los comentarios de tu madrastra. Los has hecho mal. Esta criatura vestida con exceso —dijo dando de repente media vuelta y señalando a Denise— quien, podría añadir, hizo chantaje a tu padre para que se casara con ella fingiendo una pudorosa histeria ante la idea de un embarazo que, después de la boda, resultó ser una falsa alarma, comprende mi trabajo tanto como un gusano en una bolsa. Le preocupa su tíquet para la comida. Tendría que volver a trabajar si algo le pasara a Dan Riordan.

May levantó una mano con ademán imperioso cuando Denise se puso de pie, temblando de cólera.

—No pierda el control de sí misma —dijo fríamente—. Estoy escribiendo un libro que me interesa y que estará terminado muy pronto. Es una obra de arte que escapa a su comprensión, que se limita a la comida, el dormir y el sexo, supongo. El hecho de que su esposo sea una pieza integral del mosaico que estoy construyendo es lamentable. Para usted, quiero decir.

—Un momento —dijo Brian, amable. Dio una palmadita en el hombro a Denise en gesto tranquilizador antes de volverse a May—. Me encanta toda esta retórica fina —dijo—, pero no creo en ella. Jamás he oído a un escritor hablar de «una pieza integral de su mosaico». No me tome el pelo, May.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó con falsa desesperación—. Por fin los estudiantes de segundo me han entendido, Jake.

—Yo no soy ningún estudiante de segundo —dijo Brian, sonriendo aún—. He vivido una guerra mundial, y he visto a chicas sin ropa y me he acostado con más de una. Pero eso no viene al caso. Pienso que debería dejar de actuar y escuchar mi proposición.

May encendió un cigarrillo con gesto de fastidio, y luego se sentó en el sofá y se dejó caer sobre los cojines. Con el cigarrillo que le colgaba de los labios, puso los pies sobre la mesita baja y miró a Denise y a Brian a través del humo que se enroscaba en el aire.

—Por favor, váyanse a casa —dijo—. Digan esa maravillosa palabra «adiós» y lárguense de aquí.

—Vámonos —dijo Brian escueto.

Denise miró a May echando chispas; había puro odio en su rostro.

—Lamentara esto, zorra —dijo.

—Adiós, querida —dijo May lánguidamente—. Y, a propósito, pregúntele alguna vez a Danny por aquella chica de Amarillo. Ella también era bailarina. Quizás se conocen.

Denise salió de la habitación, y Brian, tras un divertido saludo a May, la siguió. Jake estuvo fumando en silencio hasta que oyó que se cerraba la puerta principal. Luego dijo:

—Estabas en buena forma. Todo esto forma parte de tu programa de impopularidad, supongo.

—No sé de qué diablos forma parte —dijo May con voz pensativa. Levantó un pie aproximadamente treinta centímetros por encima de la mesita y dio la vuelta a su bien calzado pie describiendo un lento círculo—. Un buen tobillo, me digo yo —dijo.

Jake se puso en pie y consultó su reloj.

—Tengo que irme, May.

May le acompañó a la puerta principal, y la doncella le trajo el sombrero y los guantes. Jake abrió la puerta y, con la brillante luz del sol, vio que May tenía aspecto cansado y envejecido. Ella se apartó del sol y se llevó una mano a la cara.

—Pareces cansada —dijo él.

—Tú también pareces un escapado de Dachau —dijo ella con brusquedad.

—Oh, bueno, déjalo. Descansa un poco y estarás bien. Y otra cosa, cuídate, ¿lo harás? ¿Se queda alguien contigo por la noche?

—No, la doncella se va después de cenar. La señora Swenson llega a las seis o las siete de la mañana.

—¿Por qué no le pides que se quede a dormir aquí?

—Porque no quiero a nadie en casa cuando trabajo. No me gusta tener gente cerca caminando de puntillas y escuchando detrás de las puertas. —Le dio un pequeño empujón hacia la puerta—. Vamos. No te entretengas esperando que se te ocurra una buena frase de despedida.

Jake sonrió y le dio unas palmadas en la espalda. Ella le sonrió a su vez mientras él bajaba la escalinata, y cuando llegó a la acera, Jake se volvió y ambos se saludaron con la mano.

Aquella tarde Jake intentó hacer algo de trabajo para una cuenta industrial que la agencia había conseguido recientemente. La empresa, que tenía problemas con el sindicato, quería un folleto para distribuirlo a sus detallistas que elogiara sus productos y denotara al mismo tiempo que tales logros sólo podían conseguirse si trabajaban juntos obreros agremiados y no agremiados.

Era muy aburrido, y Jake pronto dejó vagar sus pensamientos hacia May y el problema que representaba para él, y la gente sobre la que ella pensaba escribir.

Tenía un presentimiento de por qué tenía intención de escribir el libro. Necesitaba llamar la atención y lo estaba intentando desesperadamente. Por una serie de factores, May había dejado de ser el punto de mira del público después de la guerra. Sus amigos se habían dispersado, ella estaba sola. May ya no era la mujer radiante e ineludible de otro tiempo; en la alegre iluminación pastel de su hogar todavía era adorable, pero la belleza descuidada y peligrosa había desaparecido. Aquella belleza había sido un imán y gracias a ella la gente le había perdonado muchas cosas.

Su tragedia era que no podía cambiar sus valores, o aceptar el cambio producido en su persona. Se estaba haciendo vieja y le parecía que la dejaban de lado. Eso, adivinó Jake, explicaba su susceptibilidad respecto a por qué estaba escribiendo el libro. Le avergonzaba lo que hacía y por qué lo hacía.

La mezquindad de la motivación de May no sorprendía a Jake, porque hacía tiempo que había decidido que muchas de las cosas adorables o feas que hacían los hombres tenían su origen en causas incongruentemente mezquinas. Los hombres inventaban filosofías elevadas para justificar lo que niñeras ignorantes les habían contado cuando niños, y se habían escrito grandes libros y obras de teatro porque los autores no habían participado en equipos de atletismo o tenían acné.

Estas irritantes insignificancias actuaban en el alma humana como un grano de arena en un molusco bivalvo, y los resultados eran de gran belleza o terror.

Jake pensó en eso aquella tarde y trabajó muy poco. Llamó a Sheila a las seis para pedirle que cenara con él, pero ya tenía una cita. Cenó solo y volvió a su club hacia las ocho y media, donde leyó varias revistas de actualidad antes de ducharse e irse a la cama.

Era la una y media.