2

Desde el edificio Executives, Jake cruzó la avenida hasta el Dave’s Radio Bar. Dentro hacía mucho calor y había mucho ruido y mucha gente, pero ni rastro de Sheila.

Dave se acercó a él para saludarle, con un gesto de desaprobación en el rostro.

—Se ha ido a casa hace una hora —dijo.

—¿Parecía molesta?

—Oh, no —dijo Dave—. Le gustaba estar aquí sentada sola, acosada por un montón de tipos.

—Está bien, soy un grosero —dijo Jake, y fue hacia la cabina telefónica. Introdujo una moneda, con intención de llamarla, pero luego cambió de idea y marcó otro número. La voz que respondió era íntima, con un tono insolente y retador.

—¿May? —dijo Jake—. Soy Jake.

May celebraba una fiesta, como ya había adivinado Jake por los ruidos que se oían de fondo. Ella insistió en que fuera. Jake prometió estar allí en media hora.

Al salir de Dave’s, Jake cogió un taxi para ir al apartamento de North Side adonde Sheila se había mudado después de su separación. Llamó al timbre y, cuando sonó el zumbador, subió la escalera.

Sheila estaba en el rellano. Jake pudo verle las delgadas piernas mientras subía el último tramo; pero vio que un pie vestido con elegancia daba significativos golpecitos en el suelo.

—No es momento de ser irrazonable y femenina —dijo—. Noble me ha cogido antes de irme del Club.

—Dices «Noble» como si él y Dios fueran ideas intercambiables —dijo Sheila con aspereza—. Pero entra.

Jake dejó su sombrero y el abrigo en el respaldo de una silla, y se sentó con ella en el canapé de enfrente de la chimenea. Sheila había conseguido que aquel lugar reflejara algo de su personalidad. Había flores frescas en un jarro redondeado de cobre sobre la mesita auxiliar, y los estantes que flanqueaban la chimenea estaban llenos de libros usados. Varios cuadros modernos de vivos colores y temas comparativamente no espantosos alegraban las grises paredes.

—¿Quieres beber algo? —preguntó Sheila.

Jake alzó las cejas.

—Tu tono no es cordial. No estás enfadada, supongo.

Sheila sonrió.

—No me siento cordial, pero tampoco estoy enfadada. ¿Whisky con soda te va bien?

—Estupendo.

Sheila preparó dos tragos en la cocina y los llevó a la mesita auxiliar. Había una gracia inconsciente en sus movimientos que a Jake le gustaba contemplar. Era una mujer delgada, con el pelo oscuro, que llevaba cortado al estilo paje, y unos ojos grises y candorosos. Sus gestos eran elegantes y desenvueltos, y sus facciones reflejaban una inteligencia jovial.

Se sentó y recogió sus pies bajo el cuerpo, mientras Jake tomaba un trago y se relajaba.

—¿Qué tenía Noble en mente? —preguntó.

—Una nueva cuenta. Dan Riordan, el magnate, tiene problemas. Has oído hablar de él, supongo. Bueno, fabricó algunos cañones de escopeta de mala calidad y va a necesitar ayuda en la prensa. El gobierno está revisando sus contratos.

Sheila encendió un cigarrillo.

—Y tú vas a llevar la cuenta. ¿Eso te hace sentir cómodo por dentro?

—No me hace sentir nada en particular —respondió Jake—. Los abogados defienden a los criminales, ¿no? Nosotros sólo estamos defendiendo a Riordan de un tratamiento desfavorable en la prensa.

—La analogía apesta.

—Eso es —Jake sonrió—. Pero hablemos de algo serio. Todavía tenemos una cita, y queda mucho tiempo. ¿Qué te parece si vamos a Dave’s a beber un poco de whisky sin refinar?

—Está bien. Salgamos antes de que Noble te silbe otra vez.

Jake se puso el abrigo mientras Sheila iba al dormitorio a retocar su maquillaje; cuando salió, Jake vio que su humor había cambiado, que su actitud molesta había desaparecido. Adoptando una pose, dijo:

—¡Divirtámonos como locos!

Jake sonrió pensativo.

—Nunca sabré por qué me dejaste. Siempre nos divertíamos, ¿verdad?

—Sí, pero tú bebías demasiado —dijo Sheila—. Y rompías demasiadas citas, como esta noche.

—Eso es ridículo —dijo Jake irritado.

—En absoluto. —Sheila sonrió—. Yo quería ser tu esposa, pero tú querías una compañera de bebida.

—Santo Dios —dijo Jake—. Sueno a criatura que acaba de ser arrastrada a la civilización desde los más oscuros suburbios.

—Tampoco me adapté nunca a que trabajaras para un farsante como Gary Noble —dijo Sheila.

—Querida, estás empezando a desvariar. Tú también trabajas para Gary, recuérdalo.

—Yo llevo una cuenta honesta, la única que tiene, diría yo.

Jake meneó la cabeza mientras la seguía escaleras abajo.

—Puede que yo sea insensible, pero ¿qué demonios tiene de malo Gary? Es un hombre de relaciones públicas, y es un lerdo, y tiene una actitud adquisitiva hacia el dinero, pero aparte de esto, no está tan mal.

—Bueno, no vamos a discutir por eso —dijo Sheila—. Me has preguntado por qué quería divorciarme, y te lo he dicho.

Una vez en la calle, caminaron media manzana hasta Lake Shore Drive para coger un taxi. El aire era limpio y frío, y del lago venía una brisa penetrante.

Sheila se acercó más a Jake y se cogió de su brazo.

—Me apetece ir a Dave’s —dijo—. Es una noche perfecta para un bar cálido y de ambiente suave.

—Oh, maldita sea —exclamó Jake, y trató de parecer sorprendido—. Acabo de recordarlo. Tenemos que hacer una parada. ¿Conoces a May Laval?

—La he evitado en varias fiestas. —Se soltó del brazo de Jake—. Acabas de recordarlo, ¿eh?

Jake hizo señas a un taxi.

—Palabra de honor, no tardaré ni un minuto.

Subieron al taxi y Jake dio al conductor la dirección de May. Se volvió a Sheila, pero ésta estaba contemplando el lago con gran atención.

—Bueno, ¿es una reacción adulta? —preguntó Jake.

—¿Qué hay de maravilloso en las reacciones adultas? Teníamos una cita, ¿lo recuerdas? —Le miró con frialdad—. Primero me dejas plantada por Gary Noble, y ahora me llevas al burdel de May Laval como si fuera una pieza de tu equipaje. ¿Qué clase de reacción, adulta o no, esperas que tenga?

—¿Crees que a mí me gusta esto? —preguntó Jake.

—Claro que te gusta. Ésa es una de las razones por las que nuestro matrimonio no se convirtió en una institución cubierta de rosas. ¿Por qué tienes que ver a May Laval?

—May conoció a Riordan durante la guerra. Ella llevaba un diario en esa época, y ahora intenta convertirlo en un libro. Riordan tiene miedo de que hable de él, y eso, más una investigación del senado, es algo demasiado espantoso.

—Esto se está poniendo cada vez más interesante —dijo Sheila.

—No te gusta May, ¿verdad?

—No se trata de eso. No me gusta que me traten como a una intrusa. Y tampoco me gusta May.

—Oh, vamos, deja ya esta historia —dijo Jake—. El único problema de May es que está demasiado adaptada. Vive exactamente como a todas las arpías castas y convencionales como tú os gustaría vivir, así que la tratáis como si fuera una leprosa.

—No te excites tanto —dijo Sheila—. ¿No puede desagradarme por razones más interesantes, como por ejemplo, porque es una zorra hambrienta de hombres, mimada y que viste con demasiada ostentación?

Jake miró a Sheila y sonrió.

—Caritativa, ¿eh?

El taxi se detuvo ante una casa de dos pisos de piedra arenisca color pardo rojizo en la anticuada pero eminentemente respetable zona de Astor Street. Al bajar, Jake vio que había luces encendidas tras las cortinas corridas de las amplias ventanas, y oyó una fuerte y excelente música de jazz que salía del primer piso.

—Sólo una pequeña reunión de amigas para hacer costura —dijo Sheila con sequedad, mientras subían la escalera.

Abrió la puerta, grande y bruñida, una doncella que vestía un adornado uniforme blanco y negro, y que les acompañó a través de un oscuro recibidor hasta la entrada arqueada del largo y elegante salón.

La estancia estaba decorada en un estilo rococó victoriano moderno, con espejos ovales en marcos de yeso blanco que colgaban en paredes verdes, y lámparas de porcelana blanca con diseños de gruesas rosas que brillaban pálidamente. Bajo las ventanas, al final de la habitación, había un gran diván curvado, tapizado en satén a rayas verdes y, enfrente de éste, un jarrón con rosas reposaba sobre una mesita baja. En toda la habitación había grupos ordenados de pequeños cuadros al óleo, a una altura ligeramente por debajo de los ojos, y la gran chimenea blanca, bellamente tallada, estaba flanqueada por unas estanterías con libros que iban desde la alfombra beige del suelo hasta el alto techo.

Había quizás unas treinta personas en el salón, y su conversación y risas en tono alto se mezclaban muy bien con la música de jazz que salía del tocadiscos lacado en negro. Las mujeres presentes eran esbeltas y tenían un aspecto adinerado, y los hombres eran precisamente de la clase que podía permitírselas.

Jake observó la presencia de un par de jueces municipales, un senador del estado, y una variedad de jugadores, escritores y mañosos, grupo este último cuyo jefe era el amistoso y afable Mike Francesca, quien explotaba los manuales y burdeles de la ciudad.

Sheila echó un vistazo a su sencillo vestido negro, y dio un codazo a Jake.

—Eres un bastardo —dijo entre dientes, con una tensa sonrisa.

—Tienes un aspecto magnífico. Incolora y discreta. La gente creerá que eres mi prima de What Cheer, Iowa.

Jake vio entonces a May, sentada con las piernas cruzadas riéndose con un jockey de rostro duro y un hombre de cabello gris a quien Jake no conocía.

Estaba sentada en lo que parecía un rincón discreto, pero la manera en que estaban agrupados los invitados y las líneas de la habitación dirigían inevitablemente la atención hacia ella. May tenía el talento de lograr que la gente se fijara en ella siempre. Era el centro de atención estuviera donde estuviera.

Sheila también la vio y murmuró.

—Una chiquilla encantadora y natural, ¿no te parece?

Jake sonrió. May vestía una falda campesina azul con una blusa blanca y zapatillas de ballet, y llevaba su fabuloso cabello rubio peinado al estilo Alicia en el país de las maravillas.

Llevaba las piernas desnudas, y estaba ligeramente inclinada hacia adelante con los codos sobre las rodillas, en una postura infantil pero efectiva.

—Lo único que le falta es una pequeña sombrilla —dijo Sheila.

—Oh, vamos. Es una artista en lo suyo. ¿Te das cuenta de que todos los demás parecen ir demasiado bien vestidos?

—Como la dulce y querida May sabía que sucedería.

May les vio de pie bajo la arcada y les saludó con la mano. Se levantó al instante y se acercó a ellos sin vacilar.

—Jake —dijo—. Qué maravilloso. —Poniendo una mano en el brazo de Sheila, como si se le hubiera ocurrido después, dijo—: Y tú también, Sheila. Jake no me ha dicho que te traería.

—No, lo guardaba en secreto —dijo Sheila—. Yo no he entrado en esto hasta que nos hemos metido en el taxi.

—Pobrecita, que te arrastren así como si fueras la tía. Y tienes un aspecto encantador. Un vestido realmente sencillo.

Jake vio la nota de color en las mejillas de Sheila, y supo que la malicia comparativamente amable de May no caía en saco roto. Sheila iba a decir algo, que casi seguro habría sido efectivo, pero May se lo impidió riéndose y volviéndose a Jake.

Sheila soltó al aliento despacio, y dijo:

—Disculpad, por favor. Acabo de ver a un viejo amigo.

Cuando estuvo solo con May, Jake dijo:

—Me gustaría hablar contigo un minuto, a solas. ¿De acuerdo?

—Esto parece excitante. ¿Por fin te me vas a declarar?

—No, esto es importante —dijo, y sonrió al ver el gesto de fastidio involuntario que aparecía en su rostro.

—Está bien —dijo May—. Voy a ver que todo el mundo tenga bebida y me escabulliré a la cámara de los horrores.

Se fue y Jake se quedó observándola, pensando que, a pesar de todo su buen sentido y humor, May jamás había sido capaz de asumir que podía haber hombres en el mundo que no la desearan desesperadamente.

Era una delicia contemplar a May mientras iba de grupo en grupo, acaparando el interés allí donde estuviera. Lo que llamaba la atención de todo el mundo al conocer por primera vez a May era la frescura infantil, rosa y blanca, de su piel, y el aire de salud y vitalidad. Sus ojos eran de color azul pálido, y claros como un espejo; y aunque su cuerpo era esbelto, daba la impresión de blanda voluptuosidad. May parecía siempre como si acabara de recibir un masaje, de bañarse, de perfumarse, de alimentarse y descansar, aunque en realidad podía pasar con cuatro horas de sueño perfectamente mientras vivía a fondo las restantes veinte horas. Tenía una serie indestructible de glándulas, órganos, ligamentos y tejidos, y todo funcionaba como una hermosa máquina bien engrasada.

Jake se acercó al buffet a coger una bebida. Saludó con la cabeza a varias personas a las que conocía, e intentó infructuosamente eludir a un esforzado joven que escribía seriales para la radio. El joven, que se llamaba Rengale, se mostraba defensivo respecto a su trabajo, pero no reticente.

Jake asentía con aire ausente a sus observaciones, y miraba hacia el diván donde Sheila se hallaba sentada con un joven ilustrador de revistas. El ilustrador hablaba con animación, y era evidente que estaba encantado con Sheila.

Jake frunció el ceño y bebió un trago. Su matrimonio con Sheila no había funcionado. Sheila le había abandonado de un modo amistoso después de dos años que a Jake le habían parecido excepcionalmente agradables.

Seguían casados, técnicamente. Sheila no había pedido el divorcio todavía. Pero era cuestión de tiempo. Jake aún no sabía qué era lo que había ido mal. Pero no le parecía que la ruptura hubiera sido del todo culpa suya.

Rengale, el escritor de radio, interrumpió sus reflexiones nostálgicas dándole unos golpecitos en el pecho con el índice.

—No hay discusión posible —dijo, haciendo un gesto de desdén con sus gafas con montura de asta—. Los seriales se han convertido en el chivo expiatorio para los intelectuales del «Club del Libro del Mes» y otros nuevos ricos culturales, y ahora —Rengale hizo una pausa para tomar aliento y torció los labios en una sonrisa sardónica—, y ahora, la marca de calidad de la más absoluta sofisticación es tratar a los escritores de radio con la amable tolerancia que suele reservarse más para los adultos hidrocéfalos. Porque…

—¿Qué está escribiendo usted ahora? —preguntó Jake, deseando con todas sus fuerzas que regresara May.

El rostro de Rengale se iluminó.

—Estoy haciendo un programa para Mutual. Judy Trent, Redactora. Trata de una redactora, que se mete en un lío tras otro.

—Buen tema —dijo Jake con seriedad.

—En realidad, no es un mal programa. El personaje de Judy, tal como lo he concebido, es una buena mezcla de inseguridad y agresividad compensatoria de generación actual. —Rengale hizo una pausa y miró pensativamente su pipa—. Por el momento no tiene patrocinador.

Jake vio con alivio que May se le acercaba, pero suspiró cuando Mike Francesca la detuvo.

Mike Francesca era un hombre bajo, de complexión gruesa, con el pelo gris rizado y unos ojos azul claro muy vivos. Su piel estaba profundamente bronceada y arrugada, y cuando sonreía, su rostro se convertía en un sorprendente laberinto de arrugas y líneas. Sonreía mucho, y era indefectiblemente amable a su manera, incluso cuando se veía obligado, por las exigencias de su profesión, a arrojar al Chicago River a un competidor cubierto de cemento.

—Hace demasiado tiempo que no nos vemos —estaba diciendo Mike.

—Bueno, ¿de quién es la culpa? —dijo May.

Rengale seguía derramando sus problemas, pero Jake podía oír con bastante claridad la conversación que sostenían May y Mike Francesca.

—Ah, culpa mía —dijo Mike, haciendo un gesto de disculpa con la cabeza—. Ahora llevo una vida sencilla y tranquila en mi granja. Cultivo hortalizas como hacía mi padre en Sicilia, y me va muy bien. Cavo la tierra, bebo un poco de vino, y me acuesto temprano. Es muy agradable.

—Dios mío, suena a historia mala del estilo «Saroyan» —dijo May—. Todo esto de cavar tierra, y beber el buen vino tinto, y todo tan bonito. De veras, Mike, es horrible.

Mike sonrió sin comprender.

—Me parece que no eres muy amable con este anciano —dijo.

—Soy una zorra, Mike. Pero voy a sincerarme contigo cuando escriba el libro.

Mike siguió sonriendo, pero el cálido buen humor de sus rasgos embotados y oscuros había desaparecido.

—Ah, he oído hablar de este libro, May. Escribirás algo de mí, ¿eh?

—Mike, tú eres mi protagonista. Todo el mundo se muere de ganas de conocer tu historia secreta.

—Nos lo pasábamos bien en los viejos tiempos, ¿eh, May? Hablábamos mucho, tú y yo, y no teníamos secretos, ¿verdad que no? Mucho vino, mucho hablar. Quizás un poquito demasiado, creo yo.

—¿Estás tratando de decirme algo con tu tacto habitual? —preguntó May, riéndose.

—Sólo esto, porque somos amigos. Escribe tu libro, pero no hagas daño a tus antiguos amigos. —Mike sonrió levemente—. Ahora soy un hombre viejo, May. Quiero vivir en mi granja y disfrutarlo todo en paz.

—Haces que parezca encantador.

Mike puso una mano ancha y morena sobre el hombro desnudo de May y la sacudió ligeramente.

—No soy de los que van por ahí asustando a la gente. Pero debo pedir por favor que olvides algunas cosas que hablamos, ¿eh?

—Está bien, olvidaré algunas cosas —sonrió May—. Pero no todo, Mike. Ahora, discúlpame.

Dándose la vuelta rápidamente hizo una seña a Jake.

—Vamos, estoy lista, cariño.

Jake se excusó ante Rengale y se reunió con May. Saludó con un gesto de cabeza a Mike, a quien conocía desde hacía muchos años, y siguió a May, cruzando el salón y subiendo la escalera hasta el segundo piso.

Al llegar al rellano Jake miró hacia abajo y vio a Mike Francesca ponerse despacio el abrigo en el recibidor. El anciano estaba solo y tenía en el rostro una expresión pensativa y angustiada. Jake pensó mientras seguía a May a su dormitorio que no le gustaría ser la causa de aquella expresión en el rostro de Mike Francesca.

May se acomodó en un diván tapizado en brocado rosa y cruzó sus esbeltas piernas por los tobillos.

—¿Un trago? —preguntó, señalando con la cabeza una mesita de botellas que había junto al diván.

Jake se sentó en una exquisita silla de tres patas y preparó dos bebidas. May tomó un sorbo de la suya con aire satisfecho, y preguntó:

—¿No te gusta la simplicidad estilo «Walden» que he creado aquí?

Echando un vistazo a su alrededor, Jake sonrió. El dormitorio de alto techo daba al este, pero había unas gruesas cortinas rosa cogidas que impedían la vista del parque y el lago. Diseminadas en el suelo pulido había varias alfombras de pieles blancas, y la inmensa cama con cuatro postes, cubierta de gruesos almohadones rosa, se erguía imponente en medio de la habitación. La luz era suave, y había una chimenea y estanterías con libros. El tocador de May era impresionante como un altar tribal, con sus espejos en tono carne y los tarros de cristal que contenían lociones para las manos, cremas para la cara, polvos y colonias.

—Necesitas un par de negros con abanicos de pluma de avestruz —dijo Jake—. Aparte de eso, no falta nada.

—Es acogedor —dijo May sonriendo.

—Es la palabra exacta. —Jake encendió un cigarrillo—. He podido oír la conversación que has tenido con Francesca. Parecía muy seria. ¿Qué ocurre?

—Oh, nada —dijo May—. Bueno, ¿de qué quieres hablarme?

—Me han dicho que estás escribiendo un libro.

—Ah, la fama —dijo May, y sonrió mirando hacia el techo.

—Mi interés, como de costumbre, es completamente egoísta. Dan Riordan nos ha contratado para que nos ocupemos de sus relaciones con la prensa. Está preocupado por tu libro.

—No tiene ningún motivo para preocuparse. A menos que su corazón sea puro.

—Entonces supongo que tiene motivos para preocuparse.

—Jake, Riordan es un hijo de puta. Me sorprende que te hayas mezclado con él.

Jake sonrió.

—Esto no es propio de ti. Retrocedamos un poco. ¿Tienes algo referente a Riordan?

—Y si lo tuviera, ¿qué?

—¿Vas a utilizarlo?

—Lo haré si tiene sentido para la historia.

—Entonces, el libro no es ninguna broma. ¿Vas a seguir adelante con él?

—Nada me impedirá escribirlo —dijo May con calma.

Jake meneó la cabeza.

—No lo entiendo, francamente. Vas a hacer un esfuerzo para ponerte en peligro. Yo no me someto a nadie cuando se trata de una buena diversión, pero irritar a hombres como Mike Francesca y Dan Riordan es harina de otro costal. ¿Por qué lo haces?

—Por las razones de costumbre —dijo May con frialdad—. Dinero, prestigio, etcétera. Me estás aburriendo, Jake.

—Está bien. Dime algo del libro.

May sonrió con aire soñador.

—Jake, no será un clásico. Será una autobiografía grandiosa, al estilo francés. —Abrió los ojos con aire inocente, y añadió—: Por eso no puedo preocuparme demasiado por los sentimientos personales de las personas implicadas, aunque una de ellas resulte ser cliente tuyo.

Jake le sonrió.

—No me hables de la «gran tradición francesa». Yo te conocí cuando creías que Hemingway jugaba con los Cubs.

May se echó a reír de buena gana.

—Eres la única persona a quien no puedo impresionar.

—¿De dónde y cómo has conseguido la información sobre gente como Riordan?

May se puso de pie y cogió una caja lacada en negro, de unos treinta centímetros, que había sobre la mesita baja. La abrió y sacó de ella un grueso libro encuadernado en piel.

—Aquí es donde están enterrados los cuerpos.

—Vaya, vaya. El anticuado diario con todos los datos. No he visto ninguno desde que dejé de cubrir informaciones de asesinatos. Ahora suena como algo terriblemente antiguo.

—Oh, éste sólo abarca los años de la guerra. Me he vuelto moderna desde entonces. De todos modos, tengo aquí todos los pequeños bocados que necesito.

—Bien, buena suerte —dijo Jake con un suspiro. No veía ninguna necesidad de continuar hablando con ella. Quizás más tarde podría hacerle ver que estaba cometiendo un error, pensó con cinismo, especialmente en lo que se refería a Riordan.

May guardó el diario y bajó al piso de abajo, donde la reclamó el jockey, quien se la llevó agresivamente hacia el bar.

Jake se quedó solo fumando un cigarrillo, y poco a poco empezó a percibir una curiosa sensación en el aire. Vio que la mayoría de los hombres y varias mujeres se habían vuelto al entrar May en la habitación, y ahora la observaban dirigirse hacia el bar con el jockey.

Formaban un cuadro cómico. El jockey era cinco centímetros más bajo que May, pero su cuerpo parecía estar hecho de cuero y alambre. El peinado estilo Alicia en el País de las Maravillas que lucía May y su vestido absurdamente sencillo la hacían parecer la inocente y alegre niña caminando con el chico más duro del barrio.

Por alguna razón, May no parecía divertir a nadie en aquellos momentos, y en el extraño silencio que siguió a su entrada, Jake se percató de que había una clara tensión en el ambiente.

Era temor, advirtió con sobresalto. La mayoría de las personas que estaban en la habitación tenían miedo de algo.

Jake sonrió ante este pensamiento, porque parecía melodramático e improbable; pero luego advirtió expresiones de preocupación en varios rostros, y el modo especulativo en que muchos de los hombres miraban a May; y eso, más el extraño silencio y el nervioso moverse por la habitación de unas cuantas personas le percató de que su primer juicio, instintivo, había estado acertado.

El espectro del miedo flotaba en la habitación, y era miedo de May.

Sheila se le acercó y le preguntó si estaba listo para marcharse. Él dijo que de acuerdo y empezó a contarle lo que había observado; pero para entonces el ambiente de la sala había cambiado. Jake se preguntó si su imaginación corría demasiado y decidió mantenerse callado.

Cuando Jake ayudaba a Sheila a ponerse el abrigo en el recibidor, llamaron a la puerta. La doncella pasó por su lado presurosa y abrió.

Dan Riordan y Gary Noble entraron, y Gary reaccionó con sorpresa al ver a Jake. Pero pareció complacido, y Jake adivinó que era porque indicaría a Riordan que la agencia no perdía tiempo.

Riordan hizo un ademán con la cabeza señalando a Sheila y Jake efectuó las presentaciones. Luego preguntó:

—¿Ha hablado con May?

—Sí.

Riordan dijo.

—¿Me ha mencionado?

—Lo he hecho yo —respondió Jake—. Ha insinuado que podría tener algo… —Hizo una pausa, buscando una palabra discreta; no la encontró y dijo—: Tiene algo de usted, o ella piensa que lo tiene, pero no hemos entrado en detalles.

Riordan aspiró aire muy lentamente, y luego hizo un saludo con la cabeza a Sheila y se encaminó decidido al salón.

—Me quedaré con él —dijo Noble—. Me ha llamado cuando ya te habías ido, diciendo que quería ver a May esta noche. Es un tipo obstinado.

—Nosotros nos íbamos, ¿te acuerdas? —dijo Sheila.

Fuera encontraron un taxi y se dirigieron hacia Dave’s.

—¿A qué viene esa cara? —preguntó Sheila en voz baja mientras Jake buscaba los cigarrillos en el bolsillo con el ceño fruncido.

—May. Se está metiendo en problemas. Y que me cuelguen si entiendo por qué. No puedo imaginármelo.

Le contó a Sheila lo que May le había dicho, y aquella noche estuvieron hablando del asunto hasta que Sheila bostezó ostensiblemente y Jake cambió de tema.