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Jake Harrison cogió el sombrero y el abrigo que le entregaba la encargada del guardarropa y, cuando cruzaba el vestíbulo del Saxon Club, oyó que voceaban su nombre. Se dio la vuelta y vio a un botones con uniforme azul que se le acercaba con paso apresurado.

—Una llamada para usted, señor Harrison. Un tal señor Noble.

Jake vaciló y, en esa fracción de segundo, buena parte de su amabilidad desapareció. Finalmente, dijo:

—Está bien, gracias —y se dirigió hacia la hilera de teléfonos que había al lado del ascensor.

Antes de coger el auricular repasó los acontecimientos del día, tratando de adivinar qué querría Noble; no se había producido ningún incidente, ni había sido un día menos ajetreado que de costumbre.

Encogiéndose de hombros, levantó el auricular y comunicó a la telefonista del club que se encontraba al aparato. Ella le dijo que esperara un momento, y Jake oyó un «clic» cuando se produjo la conexión. Luego la voz de Gary Noble resonó en su oído.

—¿Jake? ¿Puedes venir rápidamente a la oficina?

—Oh, diablos —exclamó Jake.

—Jake, no te molestaría si no fuera importante.

—Claro. Oye, tengo una cita con Sheila a las ocho en punto en Dave’s. ¿Qué ocurre?

—Lamento estropearte los planes —dijo Noble demasiado solícito—. Escucha: Riordan, Dan Riordan, me ha llamado hace un rato y quiere verme esta noche. Quiere que nos ocupemos de sus relaciones públicas. Sabes que esto es lo más grande que jamás me ha ocurrido, Jake. Riordan posee minas, fábricas…

—Sí, lo sé —dijo Jake. El entusiasmo de Noble era contagioso, y Jake empezó a repasar, casi contra su voluntad, lo que sabía de Dan Riordan.

Contratista durante la guerra. Genio de la producción. Empresa libre, habilidad, dinero. Casado después de la muerte de su primera esposa, con una chica del mundo del espectáculo. Un hijo en las Fuerzas Aéreas. Buen historial de guerra.

—¿Qué problema tiene? —preguntó.

—Bueno, no hemos entrado en detalles, pero el Comité Hampstead quiere echar un vistazo a sus libros. Ya sabes lo que significa.

—Necesitará mucha ayuda.

—Tienes que venir —dijo Noble.

Jake miró hacia la calle y vio luz, la nieve que caía en la Michigan Boulevard, y las brumosas farolas que otorgaban un agradable sabor Dickensiano a la escena. Jake suspiró.

—Está bien. Puedo estar allí dentro de quince o veinte minutos.

—Otra cosa, Jake. —La voz de Noble sonó cauta y perpleja—. Ha mencionado a May. May Laval. Ha dicho algo acerca de que quiere hacerle daño. Me ha preguntado si la conocía, y todo eso.

Jake dijo:

—Eso encaja con los rumores, ¿no?

—¿Te refieres al libro que tiene la intención de publicarla revelación escándalo de la buena vida durante la guerra?

—Parece lógico —dijo Jake—. Vendré lo más deprisa que pueda.

Colgó, y luego marcó otro número. Un momento más tarde una voz suave dijo:

—Dave’s Radio Bar. Dave al habla.

—Dave, soy Jake. Querría que me hicieras un favor. Sheila y yo habíamos quedado en encontrarnos ahí a las ocho, pero estoy ocupado ahora y…

—¿Quieres que le diga que vendrás pronto?

Jake sonrió.

—Yo no lo habría podido expresar mejor.

—Bueno, se lo diré, pero por este tipo de cosas te dejó. No es de las que admiten órdenes.

—Tienes razón, Dave —dijo Jake—. Pero cuida de ella, ¿quieres?

Jake colgó el teléfono y se encogió de hombros. Era lo mejor que podía hacer por el momento. Sheila probablemente lo comprendería.

Esperando junto al bordillo bajo la ligera nieve mientras el portero hacía una señal a un taxi que circulaba, Jake pensó en la noticia que le acababa de dar Gary Noble, y un leve gesto de desagrado apareció en su rostro. Era un hombre delgado, de figura airosa, que se acercaba a los cuarenta; su pelo empezaba a encanecer, y tenía unos rasgos menudos que se libraban de la severidad gracias a una expresión normal de buen humor.

Pero no parecía particularmente de buen humor cuando subió al taxi y dio instrucciones al conductor. Estaba pensando en lo que Noble le había dicho acerca de May Laval. Salvo por eso, la cuenta de Riordan sería una tarea rutinaria.

Pero el elemento May en la ecuación desestabilizaba todo lo demás.

El taxi dio media vuelta en Michigan Boulevard y se dirigió al norte hacia el Edificio Executives. Jake encendió un cigarrillo y miró por la ventanilla hacia la oscura masa que formaba el lago Michigan y el tráfico que dibujaba una cadena de luz a lo largo de su orilla.

Hacía unos cuantos años que conocía a May Laval. Diez, por lo menos, pensó. May tenía aproximadamente su misma edad: treinta y ocho. La vida de May no era demasiado misteriosa. Había venido de California a Chicago cuando era una joven de diecinueve años, una muchacha muy hermosa con el pelo rubio y unos grandes ojos candorosos que lo miraban todo en la ciudad con encantado asombro.

Había participado en algunos espectáculos gracias a su belleza, que era auténtica y fresca, y después de que terminara el tercero, sorprendió a mucha gente casándose con su protector, un envasador de carne bastante mayor. El matrimonio no duró mucho, y May salió de él camino de ser una mujer rica. Demostró entonces que había algo tras sus grandes ojos azules, invirtiendo su dinero astutamente en inmobiliarias South Side, que doblaron su valor al cabo de pocos años. Jake la conoció en aquella época, poco después de que su segundo matrimonio con un director de orquesta se fuera a pique. A él le gustó May, y se hicieron buenos amigos aunque informales.

El talento de May como redactora de noticias siempre había asombrado a Jake, quien en aquel tiempo escribía artículos para el «Express». May tenía inclinación, o más bien pasión, por las escapadas misteriosas y vertiginosas. Sus travesuras podían ir desde una fiesta con baño nocturno y desnuda en la «Chicago’s Buckingham Fountain», hasta conseguir en una subasta una primera edición de Poe pretendida por todos los bibliófilos de la ciudad. May tenía personalidad.

En el transcurso de esos años se hizo famosa como persona de carácter. Su confortable casa victoriana de Astor Street estaba llena de políticos, jueces, jugadores, periodistas y, por cuestión de variedad, un puñado de delincuentes recogidos personalmente por ella en las líneas del «West Side». May conocía a todo el mundo y todo el mundo conocía a May.

Durante la guerra alcanzó su cenit como personalidad excitante. Era anfitriona no oficial de los hombres importantes que venían a Chicago a comprar y a vender propiedades de siete cifras, una fiel sirviente de los hombres que hacían la guerra de las prioridades, las distribuciones, los contratos y la logística.

Se decía que los jefes de estado aliados podrían haber celebrado reuniones en su salón en más de una docena de ocasiones diferentes. Se decía que conocía los gustos de las mujeres de todos los generales del ejército con rango superior al de brigadier. Y se decía que había tenido un éxito extraordinario en el mercado por los avisos que le daban los contratistas y corredores de bolsa, quienes ofrecían esta información a cambio de la palabra precisa en el oído adecuado en el momento oportuno.

El fin de la guerra pareció cerrar la época de la curiosa importancia de May. La prensa estaba ligeramente cansada de ella, y le hacían la competencia los soldados que regresaban del frente, las huelgas, el reajuste y otras angustias de la paz. Pasaron los días en que el nombre de May podía leerse en tres o cuatro columnas de todas las ediciones de todos los periódicos de la ciudad.

Jake se dio cuenta de que apenas había visto a May desde que había terminado la guerra. Ella había efectuado algunos intentos esporádicos de volver a captar la atención que siempre había formado parte de su vida, y luego se había ido al Valle del Sol.

Eso había sido todo, hasta que empezó a difundirse el rumor de su libro. Según los informes vagos pero ansiosos, ese libro podría acabar con todos los libros que hablaban de la guerra. Iba a ser una revelación escandalosa, basada en sus diarios, con nombres, fechas y números de teléfono, una historia de trampas y fornicación a los niveles más altos. Iba a ser Madame Récamier diciéndolo todo por su nombre.

Jake tiró el cigarrillo por la ventanilla del taxi. No podía evitar que le divirtiera la última idea loca de May, aun cuando era probable que pusiera en un aprieto a su posible cliente, Dan Riordan.

A Jake le gustaba May Sabía que las historias que se contaban de ella, las buenas y las malas, eran exageradas.

Aquéllos a los que no les gustaba May decían que era una vulgar exhibicionista, una criatura malcriada y despiadada, que necesitaba ser mimada y ser el centro de atención todos los minutos del día. Sus amigos, que eran muchos, decían que era una mujer generosa y divertida, dispuesta a ayudar a cualquiera que estuviera abatido, y peligrosa sólo para las personas pretenciosas, los matones y las mojigatas.

La verdad se encontraba en algún punto medio, adivinaba Jake. May era una farsa, pero muy divertida. Su conversación sobre arte y literatura, sus primeras ediciones y sus cuadros firmados, todo era cultivado con un ojo puesto en su valor publicitario, y su demanda de atención, aunque no siempre era encantadora, no se podía decir que fuera despiadada.

Por otra parte, tenía un agudo sentido del humor, y su inclinación al sarcasmo solía estar reservada para la gente que lo merecía.

La verdad era que May había nacido para que se la mirara, se la admirara, se discutiera y especulara acerca de ella, y si todo esto no se producía al mismo tiempo, May caía en la desdicha.

Jake abandonó sus reflexiones cuando el taxi se detuvo ante el Edificio Executives. No tenía ni idea que lo que la interferencia de May podría significar para la cuenta de Riordan. Pero era seguro que a partir de entonces las cosas serían excitantes.

Jake bajó del ascensor en la planta treinta y cuatro y se dirigió con paso rápido hacia las sólidas puertas de cristal que llevaban la inscripción: Gary Noble y Asociados, Relaciones Públicas.

La recepción estaba a oscuras, pero al llegar al largo pasillo artesonado en el que se encontraban los departamentos de arte y de moda, Jake pudo ver que se filtraba luz a través de la puerta entreabierta del despacho de Noble, al final del pasillo. De su interior salían voces y risas y, también, el aroma del whisky de Noble, whisky escocés de veintiocho años.

Jake cruzó el oscuro pasillo y, después de dar unos golpecitos en la puerta entornada, entró en el despacho de Noble. Vio allí a dos hombres y a una mujer con un vaso en la mano, y a Gary Noble, que estaba atareado junto al bar lleno de botellas que normalmente se encontraba escondido tras una sección corredera de las paredes revestidas de madera de caoba.

—Vaya, ya estás aquí —dijo Noble, cordial. Gary Noble no impresionaba físicamente, pero su energía y entusiasmo eran arrolladores como la marea. Era de corta estatura, gordo y rayaba los cincuenta; tenía el cabello blanco siempre despeinado y unos ojos sorprendentemente azules que contrastaban con su piel morena. Cogió a Jake del brazo y le acercó al centro del despacho.

—Jake —dijo—. Quiero que conozcas a los Riordan.

Jake identificó al hombre alto, de complexión fuerte, que estaba de pie ante el escritorio de Noble como Dan Riordan, hombre conocido en los círculos sociales y magnate industrial. Ahora Riordan parecía cansado y ansioso; su espeso cabello negro necesitaba un cepillado, y su rostro duro y extrañamente pálido estaba surcado de arrugas de preocupación. De pie junto a la ventana se encontraba una morena de unos treinta y cinco años quizás y un joven de cabello rubio que vestía smoking. Habían estado examinando juntos el globo terráqueo que, por alguna razón, Noble consideraba necesario tener en su despacho.

—Nuestro ejecutivo de cuentas senior, Jake Harrison —anunció Noble.

Noble estrechó la mano de Jake con un ademán rápido y fuerte, y sonrió brevemente. Parecía estar controlando sus nervios, o su paciencia, con dificultad.

Noble condujo a Jake hasta la pareja de la ventana e hizo las presentaciones mostrando una amable deferencia hacia la dama, que era Denise, la señora Riordan. El joven era el hijo de Riordan Brian.

Denise Riordan murmuró algo y sonrió a Jake. Era una mujer de un atractivo suave y refinado, que se acercaba a los cuarenta, pero cuya piel muy morena y delgada figura la hacían parecer más joven. Debajo de su vestido de seda, de corte excelente, su cuerpo tenía la flexibilidad relajada de una bailarina, y sus piernas desnudas estaban bronceadas y bellamente formadas.

Brian Riordan era alto, delgado, y tenía el pelo rubio y los ojos grises claros. Vestía su smoking con gracia y estaba casi completamente borracho.

Sonrió a Jake con afabilidad.

—Ahora supongo que tendremos que hablar de negocios. Probablemente eso significa que se ha acabado beber.

—De ninguna manera —dijo Noble con un grito de alegría estilo Rotary Club—. Déjame llenarte el vaso otra vez. Hay cosas más importantes que los negocios, maldita sea.

Jake sabía que ni siquiera ver a su madre bajo las ruedas de un camión detendría a Noble cuando estaba efectuando un negocio lucrativo; pero Noble tenía el don de infundir a sus banalidades una desesperada convicción que hacía que la gente no fuera consciente de su utilidad.

Dan Riordan se aclaró la garganta y dijo:

—Creo que es mejor que hablemos de negocios, Noble. —Añadió con sequedad—. Detesto estropear la fiesta, pero tengo prisa.

—Está bien —dijo Noble—. Manos a la obra.

Jake encendió un cigarrillo para disimular su sonrisa.

Denise Riordan se acercó al sofá de cuero marrón arrimado a la pared y se sentó, cruzando las piernas. Brian tomó asiento en una silla al otro lado de la habitación y bostezó ostensiblemente.

—El aire de la ciudad me da sueño —dijo, sin dirigirse a nadie en particular.

Noble estaba llenando los vasos de nuevo, y Jake dijo:

—¿No vive en la ciudad?

—No. Vivo en Wisconsin, en el pabellón de papá. Vengo a Chicago una vez a la semana o dos para emborracharme socialmente.

Denise miró a Riordan, que estaba apoyado en el escritorio de Noble con la mirada baja y el ceño fruncido, sin escuchar la conversación.

—¿Cuándo iré a ver el pabellón? —le preguntó ella sonriendo—. He visto el patio de Palm Springs y la cabaña de Everglades, pero no el pabellón.

Riordan la miró, y su rostro se despejó al sonreír.

—No es un lugar muy excitante. Quizás Brian nos lleve algún fin de semana, si tienes curiosidad.

—Encantado —dijo Brian.

Noble repartió los vasos llenos y, luego, apartó la silla de cuero de su escritorio y la acercó a Riordan; pero Riordan hizo un gesto negativo con la cabeza.

—Hablo mejor si estoy de pie —dijo. Tomó un sorbo de su bebida, y luego miró a Noble, con los pies separados y los hombros erguidos.

—Veamos —dijo—. La semana pasada me llamó el director de mi oficina de Washington y me dijo que el Comité Hampstead había encontrado unos tratos comerciales nuestros que querían que les fueran explicados. Dos días más tarde, enviaron a Chicago un equipo de investigación preliminar dirigido por un tipo llamado Gregory Prior. Prior se encuentra ahora en la ciudad, y ha sellado mis libros y está dispuesto a repasarlos con lupa. Cuando haya completado ese extremo de la investigación, presentará un informe a Washington y, si creen que tienen algo contra mí, me convocarán a una audiencia ante el comité.

Noble había estado afirmando con la cabeza un gesto de comprensión. Dijo:

—El gobierno tiene la manía de investigar a la gente. Sin embargo, ¿qué puede encontrar Prior cuando revise sus libros?

—Encontrará trampas —dijo Riordan—. Diablos, los nazis y los japoneses estaban haciendo trampas, ¿no? —Se dio un golpe en la palma de la mano con el dedo índice gordo y embotado—. La situación con la que me enfrentaba era ésta: Yo tenía un contrato para fabricar cañones de escopeta para el ejército norteamericano, y nuestros muchachos los necesitaban urgentemente. Esto ocurría en el invierno de 1944, recuerden. Rundsted había formado una cuña entre nuestras tropas en las Ardenas, y todo el maldito Primer Ejército estaba a punto de quedar destruido. Goebbels anunciaba que entrarían en Amberes por Navidad, y en París a primeros de año. Las cosas iban mal. Yo no podía suplicar ni pedir prestado el acero de la calidad que especificaba mi contrato, así que tiré adelante e hice cañones de escopeta con acero de una calidad inferior. Fabriqué los cañones, Dios mío, y era mucho mejor eso que nada.

Riordan dejó de hablar, se sacó del bolsillo del chaleco un cigarro envuelto en papel de estaño y empezó a desenvolverlo con prisa. Sus mejillas estaban sonrojadas y respiraba más fuerte.

Brian Riordan abrió los ojos y sonrió a su padre.

—Éste es un punto interesante —dijo—. Me pregunto si alguno de los soldados a quienes explotó uno de esos cañones estaría de acuerdo contigo de que era mejor eso que nada.

Riordan se volvió a su hijo con un gesto rápido de hombros, y replicó:

—No hay ninguna prueba de que mis cañones de escopeta explotaran —dijo con voz dura y precisa.

—Bueno, de alguien serían —dijo Brian bostezando.

Riordan se sacó un pañuelo del bolsillo y se lo pasó por la frente con ligeros golpecitos.

—Sí, hubo casos de detonación prematura, y de cañones que estallaron después de mucho uso. Esto también sucedió en los campos de prueba de la Artillería, bajo condiciones ideales, y con armas fabricadas según las especificaciones exactas. Pero no se trata de eso. Fabriqué cañones de escopeta cuando se necesitaban al otro lado del océano, y el único crimen que cometí fue violar el contenido de un contrato con el gobierno, que, para empezar, era estúpido e irracional.

—Vaya, vaya —murmuró Brian.

Riordan no le hizo caso y siguió hablando.

—Noble, no quiero ser ridiculizado en los periódicos por este maldito comité. El senador Hampstead es un patán ignorante y suspicaz que odia la idea de que algún hombre en el mundo tenga un par de zapatos de sobra o veinte centavos en el bolsillo. Es un neurótico agrio que cree ser Dios Todopoderoso. Quiero que hagan comprender mi historia a la prensa, y que se encarguen de que me traten bien. ¿Pueden hacerlo?

—Bueno —dijo Noble efusivo—. No veo ninguna dificultad hasta el momento. Actuó usted de una manera sensata, y no debería ser demasiado difícil hacer ver este hecho al público. Sin embargo, creo que deberíamos disponer de algunos datos más.

—Está bien —dijo Riordan—. No se me dan muy bien los detalles, pero les enviaré a mi secretario ejecutivo, Avery Meed, mañana por la mañana, con toda la documentación de los tratos que preocupan al gobierno. ¿De acuerdo?

Brian Riordan se puso en pie lánguidamente y se encaminó a la puerta bostezando.

—Me voy —dijo. Abrió la puerta con una sonrisa en los labios—. Les compadezco, caballeros. Les espera un duro trabajo. Se supone que tienen ustedes que presentar las actividades de mi padre durante la guerra bajo una luz de color de rosa. Bueno, quizás yo pueda ayudarles. —Hizo una pausa y miró a su padre—. El viejo, en una palabra, es un mentiroso, un ladrón y un asesino.

—¡Brian! —exclamó Riordan—. No quiero hablar más de eso —dijo, pero bajo la dura superficie de su voz, Jake percibió una nota de derrota; y tuvo la sensación de que no era la primera vez que Riordan y su hijo habían hablado de esto.

Brian no pareció perturbarse por la reacción de su padre. Dijo a Noble:

—También es sensible. Tendrán que tratarle con cuidado.

Haciendo un gesto burlón de despedida a su padre, salió de la habitación.

Riordan hundió ambas manos en los bolsillos de la americana y se quedó mirando fijamente la alfombra con un gesto amargo en el rostro. Denise se acercó rápidamente a él. Dijo con suavidad:

—No te preocupes por él, Danny Boy. Sabes que está trastornado desde la guerra.

—Brian lo pasó muy mal en la guerra —dijo Riordan, con un tono defensivo en la voz—. No… no hay que reprocharle su actitud. Pasó unos momentos difíciles, y ahora le está costando adaptarse.

—Eso es infantil —dijo Denise—. Lo pasó mal, pero también lo pasaron mal un millón de jóvenes.

Riordan dijo despacio:

—No me parece justo que le critiquemos por no comportarse como nos gustaría que se comportara. Ahora, volvamos a lo nuestro.

Se oyó un golpe en la puerta y entró Dean Niccolo, el principal redactor de la agencia. Hizo una seña con la cabeza a Noble y dijo:

—Lamento llegar tarde, Gary.

—No te preocupes —dijo Noble, a todas luces aliviado por la interrupción. Presentó a Niccolo a Riordan y a su esposa—. Después de que usted me llamara, señor Riordan, le he pedido a Dean que viniera. Él trabajará en el texto que redactemos para usted, así que quería que estuviera al corriente desde el principio.

Dean Niccolo hizo un gesto afirmativo dirigido a los Riordan y sonrió a Jake.

—Qué gracia —dijo, sacando cigarrillos—. Me he tropezado con un joven loco al salir del ascensor. —Niccolo se rio, sin advertir que Noble le alertaba desesperadamente con los ojos—. Llevaba una buena tajada. Me ha saludado diciendo: «4-F, supongo», y ha entrado tambaleándose en el ascensor.

Riordan hizo un gesto de impaciencia con la mano.

—Ese joven idiota, señor Niccolo, era mi hijo. No se moleste en decir que lo lamenta. Esta noche está borracho y actúa como un imbécil. Ahora, ya hemos tenido suficientes interrupciones. Noble, me gustaría conocer algunos detalles de lo que pueden hacer por mí antes de firmar el contrato.

Niccolo se sentó y guiñó el ojo a Jake, mientras Noble empezaba a hablar. Era un hombre joven, de anchos hombros y manos fuertes y embotadas. Tenía el pelo negro y espeso, y lo llevaba muy corto. Sus facciones oscuras denotaban inteligencia, y su sólida mandíbula, fuerte obstinación. Jake se dio cuenta de que no le afectaba en absoluto lo que la mayoría de la gente consideraría una situación embarazosa.

Noble estaba diciendo:

—Naturalmente, no podemos darle todavía un programa detallado, pero cuando conozcamos los hechos, puede usted estar seguro…

—No puedo estar seguro hasta que sepa lo que ustedes van a hacer —dijo Riordan con un toque de genio—. ¿No pueden darme una idea en pocas palabras? Me gusta que las cosas se digan con claridad para que pueda examinarlas sin ayuda del diccionario.

Noble lanzó una señal de inquietud a Jake y dijo:

—Jake, quizá tú puedas dar alguna idea al señor Riordan acerca de nuestros planes.

—Está bien —dijo Jake. Había estado estudiando a Riordan y había adivinado que aquel hombre podría soportar la honestidad—. La verdad, no sé qué demonios podemos hacer por usted, porque no tengo ningún dato. Cuando hayamos hablado mañana con su hombre, Meed, quizás sepamos lo suficiente para hacer planes. No hay ningún misterio en las relaciones públicas. Las técnicas del negocio son fundamentales, pero cada cuenta requiere una aplicación específica de esas técnicas. Parte de su problema, por supuesto, es el senador Hampstead. Es un hombre despiadado, sin conciencia, lleno de tristes ideas reformistas, pero el país le respalda, después del trabajo que ha hecho con los del cinco por ciento, los contratistas tramposos y otras termitas que ganaron dinero durante la guerra. Su comité tiene categoría y carácter. Y el hecho de que vaya tras usted puede parecer malo al principio. Por eso le repito que necesitamos conocer todos los hechos antes de que intentemos elaborar un programa.

Riordan asintió de mala gana y dijo:

—Está bien. Pero quiero un informe mañana por la noche, después de que hayan hablado con Meed. Y otra cosa. Le he preguntado antes por May Laval, Noble. Está escribiendo un libro, me han dicho. Es probable que me incluya en él. En estos momentos, con esta maldita investigación pendiente, puede hacerme mucho daño.

—¿Está seguro de que aparecerá en el libro? —preguntó Jake.

—No, no lo estoy. Eso es lo que espero que ustedes averigüen, para empezar.

Jake asintió y se quedó pensando un momento. Luego dijo:

—Yo la conozco bastante bien, Riordan. Hablaré con ella y me enteraré de lo que piensa hacer.

—Esta May Laval me intriga —dijo Denise fríamente—. Parece que les tiene a ustedes, los hombres, inquietos. ¿Qué clase de persona es?

Riordan se pasó la mano por el cabello, y luego meneó la cabeza.

—Demonios, no es tan fácil. Puede ser maravillosa. Y puede ser una zorra. La conocí durante la guerra. Me ayudó mucho, entreteniendo al alto mando del ejército y la armada, inspectores del gobierno, etcétera. Ya saben cómo era. La mayoría de hombres que trabajaban entonces para el gobierno eran un montón de incompetentes que se lo pasaban muy bien lejos de sus esposas. Querían divertirse, animarse, y ser tratados como gente importante. May era magnífica para eso. Y era divertido estar con ella, hasta que se cansaba y soltaba a todo el que tuviera a la vista. —Riordan meneó la cabeza y sonrió levemente. Jake observaba a Denise y vio que apretaba la boca.

—Hay una ocasión que recuerdo en especial —dijo Riordan.

—Puedes guardarlo para tu próxima tertulia —dijo Denise con dulzura.

Riordan la miró, y luego se aclaró la garganta.

—Bueno, de todos modos, no tiene nada que ver con esto. Entonces, ¿la visitará, Jake?

—Claro. Probablemente no hay de qué preocuparse.

Riordan examinó a Jake con aire pensativo. Luego dijo:

—Recuerde esto, Harrison: yo me preocupo por todo. No confío en la suerte el que las cosas salgan bien. Me aseguro de que lo hagan. ¿Entiende lo que quiero decir?

—Yo me preocupo desde las diez hasta las cinco —dijo Jake con desenvoltura—. Pero entiendo lo que quiere decir.

—Está bien, entonces no supongamos que May es inofensiva. Si tiene intención de perjudicarme, me aseguraré de que cambiará de idea.

Riordan se despidió después y Noble les acompañó a él y a Denise hasta el ascensor. Jake se sirvió una copa y sonrió a Niccolo.

—Has metido bien la pata —dijo.

—¿Cómo diantres iba a saber yo que aquel maldito idiota era el hijo de Riordan? —dijo Niccolo de buen humor.

Noble volvió y se quedó mirando a Niccolo.

—Podías haberlo estropeado todo —dijo.

—Oh, demonios —dijo Jake.

—Quizás no importe —dijo Noble—. El viejo se lo ha tomado muy bien. Olvidémoslo y vamos a trabajar. ¿Alguna idea, Jake?

—No tenemos nada en lo que trabajar todavía —dijo Jake—. Empezaré mañana. Ahora voy a intentar encontrar a Sheila.

—¿Qué piensas de May? —preguntó Noble, cuando Jake iba hacia la puerta.

—Es difícil decirlo —dijo Jake encogiéndose de hombros—. Primero quiero hablar con ella. Sin embargo, adivino que se colocará en una situación peligrosa si sigue adelante con su libro.

Se despidió de Niccolo y se encaminó a los ascensores.