Martes, 1 de abril de 2008
—¿Crees que va todo bien ahí dentro? —le pregunto a Saul por enésima vez.
Estamos en el coche de Sam Kombothekra, en el aparcamiento de la prisión de Long Leighton, esperando a que salgan Aidan, Charlie y Sam.
—Creo que él estará bien —repite Saul, como ya ha dicho en todas las ocasiones anteriores—. ¿Y tú? ¿Te sientes con fuerzas para afrontar lo que vaya suceder?
—Si Aidan puede hacerlo, yo también.
Ayer doné toda mi colección de libros de autoayuda a la librería Word on the Street, la misma donde había comprado la mayoría de ellos. Y esta mañana he quitado de la pared de mi dormitorio el mural sobre Charlie Zailer. Nada de eso era real. Los progresos que Aidan y yo hemos hecho desde aquella noche en Garstead Cottage…, eso sí es algo real. Sustancial.
Saul me da unas palmaditas en la mano.
—Voy a contarte algo que Aidan me hizo prometer que no te contaría —me dice.
—¿Qué? —El corazón me da un vuelco—. Decidimos que no habría más secretos. ¿Cuándo te…?
—Va a pedirte que te cases con él. Hoy mismo, independientemente de lo que ocurra ahí dentro. Lleva un anillo de compromiso en el bolsillo. ¿Qué le vas a decir?
Me siento mareada, tanto es mi alivio.
—Que sí, por supuesto.
—Bien. Sabía que esa sería tu respuesta.
—Entonces, ¿por qué me lo has contado y me has arruinado la sorpresa?
—Ya ha habido demasiadas sorpresas —dice Saul—. Con un poco de suerte, no habrá ninguna más durante mucho tiempo.
Al ver a Charlie dirigiéndose hacia el aparcamiento, abro la puerta del coche. Algo va mal. Parece muy decidida, y anda muy deprisa.
—Necesito que entren ahí —dice.
—No quiero verlo —respondo, presa del pánico—. Aidan no quiere que…
—No verá a Len Smith. Ni siquiera estará cerca de él.
—Aidan…, ¿está bien?
—Sí. Está perfectamente.
—Entonces, ¿qué…?
—Será mejor que lo vea usted misma. Me imagino que no llevarán encima el pasaporte o el permiso de conducir.
—No.
Saul niega con la cabeza.
—Entonces, déjenlo todo en el coche: las carteras, el bolso…, todo.
—Pero…
—Callen y escúchenme. Hasta que volvamos aquí, sus nombres serán Tom Southwell y Jessica Whiteley. Han venido por una entrevista de trabajo: profesores de inglés, departamento de enseñanza. Entregaron sus pasaportes por la mañana, los tienen ellos, y han salido a comer algo. ¿De acuerdo?
Estoy a punto de decirle que no puedo hacerlo cuando oigo responder a Saul:
—De acuerdo.
Lo fulmino con la mirada a espaldas de Charlie, pero él no se da cuenta. Está demasiado ocupado murmurando para sí mismo «Tom Southwell».
Cuando llegamos a la caseta de cristal que hay junto a la alta valla metálica, Charlie dice su nombre con mucha seguridad, para que lo oigamos tanto nosotros como el guardia uniformado que está dentro.
—Ya tiene mis datos. Esa soy yo —dice, señalando su nombre en una lista—. Ah, ¿no es el mismo de antes? Disculpe.
—No hay ningún problema.
—Nosotros también hemos facilitado nuestros datos —dice Saul, con naturalidad—. Tom Southwell y Jessica Whiteley.
—Pueden pasar —responde el guardia.
Tiene que abrir tres puertas para dejarnos entrar. Charlie le dice que ya sabemos adónde vamos y nos deja seguir.
—¿Adónde vamos? —pregunto.
—Ten paciencia, Ruth —me dice Saul.
Le lanzo una mirada. ¿Y era él quien afirmaba que no le gustaban las sorpresas? Lo decía por decir.
—Al departamento de educación —contesta Charlie.
—No quiero dar clases de inglés en una prisión —le advierto—. ¿Qué está pasando?
Finalmente, llegamos a un amplio pasillo con las paredes pintadas de verde. Recuerdo la última vez que seguí a Charlie: tengo la sensación de que fue hace siglos. Como aquel pasillo, este también tiene cuadros en las paredes, dibujos y pinturas de los presos, algunos de ellos muy buenos. Charlie se detiene ante un cuadro; cuando lo miro, siento el corazón en la garganta.
—Es suyo —digo, experimentando el mismo horror que sentiría si ella se materializara delante de mí, regresando de entre los muertos. Reconocería su estilo en cualquier parte. Y también reconozco el cuadro, porque Aidan me lo describió.
—Estábamos en lo cierto —dice Charlie—. Lo siento. Sé que es un shock, pero tenía que verlo; no podía evitar enseñárselo. Estábamos en lo cierto, y mi jefe se equivocaba. Bueno, mi exjefe —se corrige.
—El asesinato de Mary Trelease —digo—. De modo que ella pintó una copia. Pero… ¿cómo acabó en este…?
—Ella le hizo una visita a Smith —explica Charlie—. Pensé que podía haberlo hecho mientras veníamos hacia aquí. ¿Por qué no iba a hacerlo? Quería estar cerca de Aidan a toda costa, siempre y cuando no fuera muy arriesgado. Ella sabía que Aidan no visitaba ni tenía ningún contacto con Smith. No pudo resistirse.
—Quiere decir que… ¿Le ha preguntado a Len Smith…?
Charlie niega con la cabeza.
—Sam y Aidan están con él. Yo no lo he visto. No, le pregunté a uno de los guardias si podía echar un vistazo a la lista de visitas de Smith. En ella figuraba una tal Martha Heathcote. Heathcote era el nombre de su casa en Villiers; lo comprobé. El guardia con el que he hablado ha sido de gran ayuda; recordaba que Smith estaba muy alterado después de la visita. Fue la única visita que tuvo desde que llegó aquí… Todo el mundo pensó que estaría encantado, pero no fue así. Todo lo contrario. La señorita Heathcote le trajo dos regalos de los que él no quiso saber nada. Le pidió al personal de la cárcel que los quemara. Uno era un cuadro; el otro, un libro.
—Hielo en el sol —murmuro.
—Sí. Ahora está en la biblioteca de la prisión —dice Charlie—. Los recursos son limitados, aquí y en todas partes. No iban a tirar un libro que podía estar en la biblioteca ni un cuadro que podían colgar en una pared.
—No está firmado —digo, mirando la tela fijamente.
Aidan me lo describió, pero, viéndolo —o, mejor dicho, viendo la copia de Martha—, es algo totalmente distinto. El cuadro representa una habitación, de noche. Está a oscuras, aunque a través de las cortinas entra un poco de luz. Da la impresión de que es de madrugada. En la cama hay tres personas: un hombre mayor, dormido; lleva una camiseta manchada de sudor y está tumbado de lado, con la cabeza apoyada sobre una almohada amarilla y una mancha de babas en la boca. También se ve a una mujer desnuda en el centro de la cama; tiene los ojos muy abiertos y unos moretones apenas visibles en el cuello. Nadie podría afirmar con certeza si está muerta, a menos que lo supiera. En el otro extremo de la cama hay un hombre joven, o un muchacho ya crecido: lleva una camiseta y pantalones cortos; está sentado, con los brazos alrededor de las rodillas, llorando, y los ojos fijos en la persona que está mirando el cuadro. Aidan. Ella lo captó a la perfección: no solo su apariencia física, sino también cómo se sentía.
—Aidan tiene que verlo —sigo—. Podría utilizarlo para demostrar lo que ocurrió si… si su padrastro no…
Charlie niega con la cabeza.
—No será necesario. Smith hará lo que Aidan quiere. Todo irá bien, ya lo verá.
—Claro que sí —dice Saul, apretándome el brazo.
—Aunque si ella le hubiera puesto el título correcto… —dice Charlie.
—¿El «título correcto»? ¿Qué quiere decir?
Miro el cuadro atentamente, pero no veo ningún título. En la tela no hay nada escrito.
—Pensé que lo habría titulado El asesinato de Mary Trelease —dice Charlie—. No entiendo por qué no lo hizo. Es como si no hubiera tenido valor para ser fiel a sus convicciones.
—¿Cómo lo tituló? —pregunta Saul, acercándose a la pared para examinar el dorso del cuadro. Obviamente, ahí es donde estaría el título, en el caso de que hubiera alguno.
Muy despacio, con las dos manos, Charlie separa el cuadro de la pared y le da la vuelta para que Saul y yo podamos leer la etiqueta que está pegada en la parte de atrás. Se me saltan las lágrimas al leer las palabras que escribió Mary, palabras que carecen de sentido para Charlie y Saul, y también para Aidan.
Son palabras que solo tienen sentido para mí. Seis, en total.
«La otra mitad sigue con vida».