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12/3/08

—La fiscalía no querrá saber nada a menos que lo hagamos un poco mejor —dijo Proust. A su lado tenía su taza, con la inscripción «El mejor abuelo del mundo». La hacía rodar lentamente por encima de la mesa, haciendo chocar una y otra vez el asa contra la madera—. La costumbre de Aidan Seed de confesar asesinatos que nunca fueron cometidos no nos ayuda mucho. Aún no ha dado ninguna explicación satisfactoria sobre por qué lo hizo… ¿Por qué dijo que había matado a una mujer cuando en realidad había matado a otra?

—Seed aún está grave, señor —repuso Charlie—, pero Ruth Bussey lo explicó delante de él. Yo estaba presente. Lo vi confirmar su explicación hasta donde se lo permitía su estado de salud. Seed se arrepiente de haberle dicho a Bussey que había matado a Mary Trelease. Después de todos esos años, le daba miedo enfrentarse a la verdad, y cuando supo que Martha Wyers se hacía llamar Mary Trelease decidió convertir lo que en principio debía ser una confesión sincera, «Maté a Mary Trelease», en otra manifiestamente falsa. —Charlie se encogió de hombros—. Sé que a usted no le gusta, pero tiene sentido, señor.

—Si eso es lo que piensa, inspectora Zailer, la acompaño en el sentimiento.

—Ya hemos hablado de todo esto —intervino Simon, impaciente.

—No todos los mecanismos mentales funcionan igual que el suyo, señor.

Proust le dedicó a Charlie la mirada que reservaba a un vil traidor.

—Aun cuando diéramos por válidas las declaraciones de Seed y Bussey y una nueva confesión de Seed, nos encontraremos en un callejón sin salida si Len Smith confirma su versión de los hechos —dijo Sam Kombothekra.

—La fiscalía no se mete en callejones sin salida, inspector. Sabe tan bien como yo que prefiere un agradable paseo por el campo.

Sam asintió con la cabeza, con expresión desdichada.

—Desde su punto de vista, Smith es un asesino, sí, pero no un mentiroso.

—No es un asesino —dijo Simon.

No le interesaban los puntos de vista de otros y las cosas que veían aun cuando no estuvieran ahí. Y después de aquella última semana, aún le interesaban menos que antes. La mayoría de la gente era idiota, incluso la que teóricamente no debería serlo, teniendo en cuenta sus años de experiencia y su posición. Coral Milward estaba tan decidida a crucificar a Stephen Elton por el asesinato de Gemma Crowther que había perdido Dios sabe cuánto tiempo tratando de desmontar la coartada de Elton, que ella definía como «sospechosamente sólida». Aquella coartada era sólida simplemente porque él había dicho la verdad.

Elton, como Simon había sabido por Colin Sellers, solía ser un cliente habitual de prostitutas y chaperas («El maldito cabrón nunca estaba en dique seco… ¡El mundo a sus pies, en ambos hemisferios!»). La noche que Gemma fue asesinada, después de haber ayudado a limpiar una vez terminada la reunión en la Casa de los Amigos, se vio con una de las prostitutas con las que solía quedar habitualmente, una adolescente de dieciséis años llamada Sharda que compartía un estudio en Seven Sisters con otras tres inmigrantes ilegales que también ejercían la prostitución. La coartada de Elton también era su posible móvil: Gemma Crowther había descubierto sus hábitos y lo amenazaba regularmente con contárselo a sus amigos cuáqueros si no seguía sus órdenes al pie de la letra. Efectivamente, era su esclavo. Elton había sido lo bastante estúpido para admitir, en presencia de Milward, que de vez en cuando fantaseaba con la idea de matar a Gemma, pero que no lo había hecho porque la amaba. «Tendrás que admitir que es una buena razón», le había comentado Sellers a Simon aquella mañana, sin un ápice de ironía.

Mary Trelease no había sido interrogada, a pesar de la larga y elaborada descripción que le había hecho a Ruth Bussey de una supuesta conversación con un policía de Londres. Todo mentiras. Dunning había llamado varias veces al número 15 de Megson Crescent sin obtener respuesta. Cuando por fin consiguió entrar en la casa, tras forzar la puerta, Trelease y Ruth Bussey ya habían salido para Garstead Cottage. Simon lo había sabido por el subinspector Kevin Prothero, el miembro más reciente del equipo de Milward, a quien ella había asignado el trabajo de atar algunos molestos cabos sueltos. Dos de ellos eran Simon y Charlie.

Desde el miércoles anterior, Milward solo había hablado con Simon en una ocasión, por teléfono. Sin disculparse, le explicó que al principio se había obcecado en considerar a Stephen Elton el principal sospechoso, aduciendo sus motivos como si ya hubiera olvidado que se habían revelado erróneos. Le había dado las gracias de forma fría y distante. Simon habría preferido que lo hiciera mencionando que Charlie y él, además de haber arriesgado sus vidas, le habían servido en bandeja la resolución del caso.

—Piensen en lo que sabemos —continuó Proust—. Smith ha tenido problemas con la justicia durante casi toda su vida. Era un alcohólico, un maltratador y un jugador empedernido. En cambio, Seed no tiene ni una mancha en su expediente.

—Razón por la cual alguien con un mínimo de cerebro lo creería a él y no a Smith —señaló Simon—. Len Smith no tenía ningún motivo para matar a Mary Trelease.

No se esperaba todo aquello, al menos el primer día de su regreso al trabajo. Estar en el ojo del huracán, como si nunca se hubiera ido, defendiendo su opinión, como siempre había hecho; una opinión impopular, como de costumbre. Proust no era tonto, y tenía muy claro que Charlie y él se habían empleado a fondo en aquel caso, sin dar cuentas a nadie y sin autorización oficial.

Cuando Muñeco de Nieve los había llamado a su despacho, ninguno de los dos dudaba que fuera a echarles una bronca. Nada oficial —Proust nunca habría estampado su firma en una orden de suspensión ni despedido a dos policías que la prensa calificaba de héroes, y tampoco lo habrían hecho el superintendente o el jefe de policía—, pero sí algo que, a pesar de todo, dejaría claro a Simon y a Charlie que iban a pagar durante mucho tiempo el pecado de su desmesurado ego.

Mientras se dirigían al despacho del inspector jefe, ambos habían repasado mentalmente sus respectivos discursos para presentar su dimisión. Sam Kombothekra se sorprendió tanto como ellos al ver que Muñeco de Nieve empezaba a hablar como si nada hubiera ocurrido, como si Simon y Charlie siempre hubieran estado allí.

—Smith sí tenía un motivo para matarla, Simon —dijo Kombothekra—. Mary estuvo abusando sexualmente de su hijastro durante casi un año. Sí, ya sé lo que me vas a decir: que Smith había empezado a abusar de Aidan mucho antes de que apareciera Mary Trelease…

—Un poco hipócrita si luego la mató por lo mismo que él llevaba haciendo años, ¿no? —interrumpió Proust.

—Él no lo veía de ese modo —repuso Kombothekra—. Aidan era suyo, así de sencillo. Nadie más tenía derecho a tocarlo. Mary Trelease también le pertenecía, y ella lo enfureció. Visto así, se comprendería que la hubiera estrangulado.

—Solo que no lo hizo —dijo Simon.

Kombothekra continuó, como si no hubiese dicho nada.

—Trelease esperaba a que Smith perdiera el conocimiento, algo que le ocurría casi todas las noches, y entonces se ocupaba de Aidan. A los ojos de Smith, matarla fue un acto de justicia; estaba orgulloso de ello. «Mataría a cualquiera que se atreviera a poner una mano encima a alguno de mis chicos». Eso fue lo que me dijo, y es lo que ha dicho a todo el mundo desde que lo encarcelaron.

—Los hombres que dicen esas tonterías son los que ni siquiera miran a sus hijos —observó Charlie—. Lo único que hacen es amenazar con matar a alguien, eso es todo… Otra cosa es que lo hagan de verdad.

—Si a Smith no le importaba ni le importa Aidan Seed, ¿por qué habría accedido a cumplir una condena por un crimen que hubiera cometido él? —preguntó Proust.

—Sí le importaba —respondió Simon—. Hay muchos hombres que, aun cuando abusan de sus hijos, afirman que les importan.

—Es una vergüenza —dijo Charlie—. Simple y llanamente. El hermano y la hermana de Seed dicen que Smith se quedó destrozado cuando murió su madre. Era el típico matón inseguro. En cuanto se quedó sin su saco de boxeo, no supo qué debía hacer. Su problema con el alcohol fue a peor y se llevó a Aidan a su habitación, a su cama. Mary Trelease fue estrangulada en esa cama en plena noche. ¿Cómo iba a explicar Smith a la policía que su hijastro estaba en la cama con él y con su pareja? Es más que probable que un hombre así vaya a la cárcel por un crimen que no ha cometido. —Charlie sacudió la cabeza, asqueada—. Cuando Pauline Seed murió, Aidan tenía doce años. ¿Se imagina alguien lo que debió de suponer para un niño de su edad meterse en la misma cama que su padrastro, sometido constantemente a amenazas de violencia?

—Aunque no están seguros, sus hermanos creen que Smith empezó a abusar de Aidan inmediatamente después de la muerte de su madre —dijo Simon—. Sin embargo, ninguno de los dos hizo nada por detenerlo, porque no estaban seguros de que hubiera algo que impedir y ambos vivían aterrorizados por Smith. Por suerte, al ser mayores que Aidan, solo tuvieron que aguantar a ese hombre unos años antes de poder largarse de esa casa.

—Aidan no tuvo tanta suerte —continuó Charlie—. Y esos malnacidos dejaron que se pudriera allí. Está claro que Smith abusaba sexualmente de él, pero, aun cuando no lo hubiera hecho, ambos sabían muy bien qué clase de vida lo obligaba a llevar. Aidan solo podía salir de casa para ir a la escuela…, y no siempre. Las más de las veces, Smith no lo dejaba ir porque quería compañía. No podía llevar a sus amigos a casa… mientras los tuvo. Y en cuanto empezó a encerrarse en sí mismo, se alejaron de él.

—No creo que le apeteciera llevarlos a casa —dijo Simon—. ¿Qué niño de doce años querría que sus amigos supieran que dormía en la misma habitación que su padrastro?

Simon sabía mucho acerca de no querer que los amigos supieran algo sobre la vida familiar. En su caso, se avergonzaba de tener unos padres mojigatos que tenían un montón de imágenes de la Virgen María.

—Fuera lo que fuera lo que hizo Smith, está claro que Seed significa mucho para él —afirmó Kombothekra—. A pesar de que Seed nunca lo ha visitado en ninguna de las cárceles en las que ha estado, Smith tiene la esperanza de que un día lo haga. Cada vez que hablo con él, me pide que le transmita ese mensaje a Aidan, mientras que a sus otros dos hijastros ni siquiera los nombra. Creo que se ha olvidado de que existen. Señor, si considera el asunto desde el punto de vista de Simon y Charlie, el mensaje podría ser la forma elegida por Smith para hacerle saber a Seed que seguirá mintiendo para encubrirlo. Lo que quiero decir es que, aun cuando tuviera sus propias razones para mentir, quiere que Aidan crea la contrario, visto que aún alberga la esperanza de reconciliarse con él.

—¿Tan fácil es hacerlo cambiar de parecer, inspector? —le espetó Proust—. Eso no es lo que me dijo antes de que llegaran Waterhouse y la inspectora Zailer. «Dígale a Aidan que nunca permitiría que le hagan daño. Nunca lo permití en el pasado y tampoco lo permitiré en el futuro…». Estábamos de acuerdo en que el mensaje de Smith se refería al asesinato de Mary Trelease, ¿no es así?

—¿Y por qué no lo tomamos al pie de la letra? —sugirió Simon—. «Nunca lo permití…». De acuerdo, eso podría referirse al hecho de haber estrangulado a Mary Trelease, aunque probablemente se refería a haber encubierto a Seed y haberse declarado autor del asesinato. Pero ¿qué significa lo de «tampoco lo permitiré en el futuro»? Smith no tiene el más mínimo contacto con Seed, ¿verdad? «Tampoco lo permitiré en el futuro» es la forma que tiene Smith de hacerle saber a Seed que seguirá mintiendo para protegerlo.

—Estamos hablando de un cavernícola alcohólico, Waterhouse. Es poco probable que la precisión en el lenguaje sea una de sus prioridades.

—En realidad, Smith lleva más de veinte años sin probar el alcohol, señor —dijo Kombothekra, consiguiendo que Muñeco de Nieve golpeara aún con más fuerza el asa de su taza contra la mesa.

—Creo que se equivoca, señor —dijo Simon, dirigiéndose a Proust—. Creo que el mensaje que Smith le confió al inspector Kombothekra estaba formulado de manera muy precisa: quería que Seed supiera que seguiría guardando su secreto, aunque a simple vista parece significar únicamente que él había matado a Mary Trelease…, como usted ha sugerido. No puede decir que no es capaz de decir algo ambiguo solo porque se crio en un suburbio.

—Pero ahora que Smith sabe que Seed ha confesado, que quiere que se sepa la verdad, ¿no debería impulsarlo a acabar con esta historia? —preguntó Kombothekra—. He oído cómo habla de Seed. —Echó un vistazo al minúsculo despacho, como si estuviera pidiendo disculpas—. Soy el único que ha hablado con él. Personalmente, quiero decir. Aidan Seed es lo único que tiene. A ver, sé que en realidad no lo tiene, sé que Seed no quiere saber nada de él, pero, en su imaginación, Seed es toda su vida, su única razón de vivir, porque tiene la esperanza de que algún día haga las paces con él. Simon tiene razón: Smith no es ningún estúpido. Después de todos estos años, sabía que Seed no tenía por qué confesar. ¿Por qué iba a seguir encubriéndolo cuando sabe que él no quiere que lo haga?

—Los últimos veinte años de su vida, que han transcurrido en miserables y apestosas celdas de varias cárceles, los ha dedicado a proteger a Seed —dijo Simon, fingiendo una paciencia que ninguno de los presentes se acababa de creer—. De acuerdo, puede que en cierto modo se moviera por propio interés…, porque se avergonzaba de reconocer que se había acostado con su hijastro, pero…, ¿qué sentido tienen todos esos años en una celda? Habrá inventado una historia diferente, mejor…, con él mismo en el papel de héroe capaz de autoinmolarse. Los hermanos han dicho lo mucho que Smith quiere a Seed…, demasiado.

Kombothekra asintió con la cabeza.

—Eso fue lo que me dijeron, y también a Kerry Gatti.

—Gatti es un maldito embustero —dijo Charlie, en tono glacial.

Simon se tapó la boca con la mano para disimular una sonrisa. Charlie se había puesto furiosa al descubrir, según la versión de Gatti, que le había entregado aquellos documentos por voluntad propia. También había negado otra afirmación de Charlie: cuando se vieron en el Swan, en Rawndesley, él no sabía que Martha Wyers se había cambiado legalmente el nombre por el de Mary Trelease. Gatti no estaba dispuesto a quedar mal, como tampoco lo estaba Len Smith.

—Si Smith dice la verdad ahora y Aidan ocupa su lugar en la cárcel, ¿de qué habrá servido toda esta historia? —dijo Simon. Mirando a Kombothekra, prosiguió—. Tú tienes dos hijos. ¿Nunca les prohíbes que hagan algo que se mueren por hacer porque tú sabes mucho mejor que ellos lo que les conviene?

—Puede que Smith quiera creer que toda esa historia es cierta —apuntó Charlie—. Que fue él quien mató a Mary Trelease. Es mucho mejor para su orgullo: estranguló a su pareja al descubrir que trataba de abusar de su hijastro. En esa versión de los hechos, Smith se convierte en un héroe, y no solo a sus ojos, sino a los de los muchos tipos con quienes comentaba la historia desde principios de los años ochenta. Apostaría lo que fuera a que Smith sí abusó sexualmente de Aidan. Tal vez no pudiera evitarlo, y se odiaba por ello… Es posible, si realmente lo quería. En tal caso, decirle a todo el mundo, y puede que también a sí mismo, que quien abusaba de él era Mary Trelease y que al final impidió que lo hiciera asesinándola, era un modo de redimirse, ¿no?

—Exacto —dijo Simon—. Pensemos en la otra versión de la historia: durante años, Smith abusó sexualmente de su hijastro, a quien quería, porque estaba solo, desesperado y jodido después de la muerte de su mujer. Entonces empieza a salir con Mary Trelease, una mujer que trabajaba como acomodadora en un cine con dos hijos que estaban bajo la tutela de las instituciones, y que luego se convirtió en alcohólica y adicta a la heroína. Smith la metió en su casa, en su cama, pero ni siquiera entonces fue capaz de dejar en paz a Seed. Lo obligaba a dormir en la misma cama con ellos…

—Aidan era su paño de lágrimas —dijo Charlie.

—Fuera lo que fuese, Smith no estaba dispuesto a renunciar a Seed. Puede que dejara de abusar de él cuando Trelease empezó a atender sus necesidades sexuales, pero Seed tenía que seguir durmiendo con ellos todas las noches mientras mantenían relaciones.

Simon había hablado sin dejar de mirar fijamente a Proust. Sabía que Charlie pensaba que se sentía incómodo cuando hablaba de sexo, y odiaba la forma en que ella estudiaba su forma de comportarse. Tenía la sensación de ser un extraterrestre que era examinado a través de un microscopio.

—Ya ha leído las declaraciones de los hermanos, señor —dijo Charlie. Su tono conciliador hizo comprender a Simon que había levantado la voz mientras hablaba. «Mantén la calma. Primero búscala en alguna parte, y cuando la hayas encontrado, no la sueltes»—. Aidan solía arrastrarse hasta el rellano para huir de Smith y de Trelease, pero él salía de la habitación completamente desnudo, interrumpiendo el coito con su pareja, para obligarlo a entrar de nuevo. Si él estaba en esa cama, Aidan también debía estar en ella: normas de la casa. Los dos hermanos fueron testigos de eso en más de una ocasión. Ambos declararon que, además de ser agresivo, Smith estaba asustado.

—Según los dos hermanos, Smith decía que no podía dormir si Seed no estaba en la cama con él —dijo Kombothekra, echando una ojeada a sus notas—. Decía que tenía ataques de pánico. Puede que aún los tuviera después de que Trelease se fuera a vivir con él.

—Es una lástima que no podamos meter entre rejas a los hermanos Seed —murmuró Proust—. Por presentarse como víctimas, igual que su hermano. Cuando Mary Trelease entró en escena, ambos estaban a punto de abandonar esa casa. ¿No pudieron acudir a la policía, una vez se marcharon de allí? No, por supuesto que no… Optaron por dejarse caer por la casa de vez en cuando, para tomar un té y unas pastitas, asistir a un par de escenas de horror y a irse por donde habían venido.

—Me temo que en vez de té y pastitas lo que había era sidra barata y heroína, señor —puntualizó Charlie.

—Nos estamos yendo por las ramas —dijo Simon—. Es obvio que Smith no va a contar la verdad: que arruinó la vida de su hijastro y que luego metió en casa a una mujer que ya había sido considerada incapaz de cuidar de sus hijos para arruinársela un poco más. Puede que Smith quisiera a Seed, porque lo necesitaba como paño de lágrimas, pero dicha necesidad situaba a Seed en el camino de Mary Trelease, y él lo sabía. Noche tras noche, ella esperaba a que Smith perdiera el conocimiento para abusar de Seed. Al final, él, desesperado, la agarró por el cuello y la estranguló para poner fin a aquello de una vez por todas, y no lo culpo por ello. Y ¿qué estaba haciendo Smith cuando ocurrió todo? Estaba durmiendo en un extremo de la cama, babeando sobre una almohada, después de haberse bebido una botella de whisky entera. ¿De verdad alguien querría contar una historia así? Smith se aferrará a su mentira durante toda su vida, lo quiera Seed o no.

—Y esa es la razón de que estemos en un aprieto —dijo Proust, poniendo su taza derecha. Sabía perfectamente lo aliviado que se sentía todo el mundo de que hubiera cesado aquel ruido; Simon pudo leerlo en su rostro—. Gracias, Waterhouse, por haber descrito la situación con tanta claridad. Len Smith se aferrará a su versión de los hechos. Aidan Seed, en cuanto se haya recuperado del todo, se aferrará sin duda a la suya, y la fiscalía se aferrará con idéntico fervor a su derecho a terminar su cometido a las tres en punto, porque, como todos sabemos, después de esa hora, a la gente que trabaja allí le sangra la nariz si se queda sentada frente a su mesa.

—¿Le has hablado del cuadro? —preguntó Charlie, dirigiéndose a Sam.

—Si yo fuera usted, no me fiaría del inspector Kombothekra si se trata de hacer circular una información. Nos habríamos ahorrado mucho tiempo y energía si sus pesquisas iniciales, que me aseguró que fueron exhaustivas, aunque a lo mejor quiso decir que le dejaron exhausto, hubiesen sacado la luz un asesinato cometido hace veintiséis años.

—Buscaba entre casos no resueltos, señor —repuso Kombothekra—. Pero no existe una base de datos de los nombres de las víctimas. ¿Cómo se suponía que iba a…?

—¿Qué es eso del cuadro? —le preguntó Proust a Charlie.

Simon soltó un suspiro. ¿Por qué se molestaba Charlie si no había ninguna esperanza?

—No sé si existe, señor, pero si es así, puede que nos ayude a aclarar las cosas.

—Comprendo —repuso Muñeco de Nieve, con la intención de que ella se diera cuenta de que le había disgustado lo que acababa de oír. Su expresión de disgusto era parecida a la que reservaba a un vil traidor: una sugería el hastío que le provocaba la estupidez y la otra el que le causaba la traición, pero esa era la única diferencia—. Así pues, estamos en ese mundo donde hay que frotar una lámpara y esperar a que aparezca un genio, ¿verdad?

—Aidan Seed pintó un cuadro titulado El asesinato de Mary Trelease. Martha Wyers lo destruyó junto a todos los demás, por lo que no sabe qué representaba. Sin embargo, Ruth Bussey cree que se trataba de algo importante, y me inclino a pensar como ella. En ese cuadro debía haber alguna pista; de hecho, cuando Wyers supo por Kerry Gatti que el padrastro de Aidan había sido encarcelado por matar a Mary Trelease, pensó que él no lo había hecho. Seed aún no está lo bastante recuperado para responder a nuestras preguntas, y no sé cuándo lo estará, pero…

Charlie hizo una pausa y miró a Simon, que asintió con la cabeza. Teniendo en cuenta que había llegado hasta allí, era mejor que Muñeco de Nieve escuchara el resto de la historia.

—Después de destruir los cuadros que Aidan había expuesto en la Galería TiqTaq, Trelease pintó una versión propia de todos ellos.

—Hemos encontrado diecisiete en su casa —intervino Kombothekra—. Solo falta uno. Ya puede imaginarse cuál.

—Estoy casi segura de que cuando Mary…, perdón, de que cuando Martha se dio cuenta de que uno de los cuadros que había destruido podía constituir una prueba de que Aidan había cometido un asesinato, pintó inmediatamente una copia de memoria. ¿Por qué no iba a hacerlo? Había pintado copias de los otros diecisiete cuadros de la exposición de TiqTaq. —Charlie hizo una pausa para recuperar el aliento—. Ruth Bussey está de acuerdo conmigo, señor.

—Ah, muy bien. —La voz de Proust sonó dura como el granito—. No podría soñar con otra forma mejor de confirmar sus hipótesis.

—Señor, si pudiéramos encontrar ese cuadro y enseñárselo a Len Smith… Sí, vale, ya sé que un cuadro no demuestra nada, pero podríamos emplearlo como una excusa para hacerlo hablar…

—Inspectora, ¿recuerda aquella vez que estábamos en un café muy ruidoso y usted me dijo que no se consideraba lo bastante buena para formar parte del departamento de investigación criminal? Estoy bastante de acuerdo. Entonces no lo estuve, pero ahora sí. Me está hablando de un cuadro que posiblemente no exista. ¿Ha preguntado por él a los padres de Martha Wyers?

—No han podido ayudarnos, señor —repuso Kombothekra.

A Cecily y Egan Wyers les parecía embarazoso todo lo que estuviera relacionado con los cuadros de su hija, cuadros que habían decidido vender en lote apenas transcurriera un tiempo prudencial. A Simon le sorprendió bastante, independientemente de lo que hubiera hecho Martha. Para referirse a su hija después de su muerte, la expresión que los Wyers usaban más a menudo era «mortificados». Egan Wyers, en particular, estaba furioso por el hecho de que Martha hubiese utilizado a los miembros del servicio para hacerse con los cuadros de la exposición de Aidan, y compró su silencio con el dinero que él le había dado. Parecía estar más trastornado por eso que por el asesinato que había cometido Martha. Cada vez que su esposa lloraba por la muerte de su única hija, él le gritaba que no merecía la pena, porque ya no había nada que hacer.

—En Garstead Cottage no hay ningún cuadro que encaje con ese —prosiguió Kombothekra—. Y en Villiers tampoco. He hablado con Richard Bedell, el subdirector de la escuela, quien no ha dudado en decirme que si hubieran tenido algún cuadro de Martha Wyers, y no lo tenían, a estas alturas ya se habrían deshecho de él. Bedell me lanzó un acalorado discurso sobre el daño que la familia Wyers había causado a la reputación de Villiers. Al parecer, Martha solía vagar por la propiedad de la escuela, llorando y hablando con las alumnas, diciéndoles que había muerto y resucitado. A muchas de ellas les parecía una historia macabra, y otras estaban tan obsesionadas con la loca de Villiers que no rendían en sus estudios. Sin embargo, la escuela no podía hacer nada, porque los Wyers habían sido muy generosos con ella. Debían permitir que Martha siguiera utilizando la casa.

—La codicia ha sido su perdición —dijo Proust—. No creo que el asunto me quite el sueño. Villiers aún sigue en pie y tiene mucho dinero. En cambio, no puede decirse lo mismo de Martha-Mary-Wyers-Trelease o cómo diablos se llamara. —Al ver que los demás lo miraban con extrañeza, Proust añadió—: Y ella tampoco me quitará el sueño. Entonces, ¿tenemos alguna idea sobre cómo actuar? ¿Alguna que no se base en la hipotética copia de un cuadro?

—¿Qué tal si tratamos de convencer a Seed para que vaya a ver a Smith a la cárcel? —propuso Kombothekra.

—Rotundamente no. —Simon se volvió hacia Charlie. Estaba convencido de que lo apoyaría, hasta que vio la expresión de su cara—. No me digas que crees que es una buena idea… Después de todo lo que le hizo pasar ese cabrón, ¿vamos a convencerlo para que hable con él?

—Puede que a Aidan le convenga un cara a cara con Smith —dijo Charlie—. Contarle la verdad y pedirle a él que también la cuente. Mirad adónde le han conducido las mentiras y no haberse enfrentado a los hechos. Ruth Bussey está a favor de que se aclaren las cosas… Puede que a ella le hiciera caso, aunque al principio se mostrara reticente. ¿Por qué no le planteamos el problema a Aidan en vez de tratar de protegerlo, como si fuera un niño?

—¿Y si no logra convencer a Smith para que diga la verdad? Entonces, además de todo lo que le ha ocurrido, se sentirá un fracasado, y la culpa sería nuestra.

—Me parece una idea razonable —dijo Proust. Había evitado decir una «buena» idea, para evitar que a Kombothekra se le subieran los halagos a la cabeza—. No se preocupe, Waterhouse. No confiaré en usted para que lo convenza. Creo que la inspectora Zailer podrá hacerlo sin su torpe ayuda.

—Yo ya no trabajo para usted, señor. Trabajo para…

—No —la interrumpió Simon—. Si hay que hacerlo, seré yo quien lo haga. Sé que no soy…

—La lista es interminable, ¿verdad? —dijo Proust—. La lista de lo que no es y lo que no hará. Y la primera de todas es que no va a tener que ocuparse de Aidan Seed. —Proust abrió el cajón de su escritorio y sacó lo que parecía un libro muy grueso. Solo que no era un libro. Era…

«¡Oh, mierda! ¡No es posible!», se dijo Simon.

—En efecto, Waterhouse. Está nuevo, con las tapas brillantes y el lomo intacto. La última edición del mapa de carreteras de la Asociación Automovilística de Gran Bretaña. Lo compré con un billete de diez libras que encontré en la papelera que hay junto a la fotocopiadora, poco después de nuestro tête-à-tête.

—Señor, no puede…

—En este mundo, las personas se dividen en dos categorías, Waterhouse: las que reconocen sus errores y tratan de repararlos y las que los corrigen a posteriori mentalmente, fingiendo que nunca los han cometido. Si las cosas salen bien, se atribuyen todo el mérito. Pero si salen mal, dicen que nunca estuvieron de acuerdo. —Proust se inclinó hacia delante y cruzó los brazos sobre su barriga—. Me gusta pensar que yo pertenezco a la primera categoría. Si cometo un error, doy la cara y hago todo lo posible por repararlo.

Simon, Charlie y Kombothekra se quedaron mirándolo fijamente, atónitos.

—En este caso, me complace decir que no podría haberme comportado mejor. Por consiguiente, no tengo nada que reparar —prosiguió Muñeco de Nieve—. Digan lo que digan sobre usted nuestros colegas de Londres, Waterhouse, soy de la opinión que es de fiar y así lo han demostrado los hechos. Mientras otros dudaban, yo siempre tuve la certeza de que volvería aquí, al lugar al que pertenece. ¿Qué habría pensado de mí si cuando usted volviera se hubiese enterado de que había asignado los múltiples delitos de la señora Beddoes a Sellers o a Gibbs? Yo no hago esas cosas. Así pues, he hecho caso omiso de las diversas tentativas de algunos colegas, cuyos nombres me abstendré de pronunciar —dijo Proust, mirando a Kombothekra con el ceño fruncido—, para quitarle un trabajo que le pertenece por derecho. Todos saben que tengo defectos, pero la deslealtad no se cuenta entre ellos.

Proust le tendió el mapa de carreteras a Simon.

—Buen viaje, Waterhouse. Que los vientos le sean propicios.