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Miércoles, 5 de marzo de 2008

—Un error estúpido —dice Mary—. Has dicho: «Ve a casa de tus padres». Te referías a la casa de Cecily, ¿verdad? Al ver la expresión de tu rostro me he dado cuenta de que lo sabías. No eres muy buena mintiendo.

El dolor me invade, fulminante. Tengo una bala dentro de mí, un trozo de metal en mi carne. La he visto venir hacia mí, demasiado deprisa para moverme. Estoy tumbada en el suelo. Extiendo la mano para coger la de Aidan, pero está demasiado lejos.

—Tú sí eres muy buena… mintiendo —consigo decir—. Tú eres Martha.

—No. Martha murió. Su corazón se paró. Su mente se paró. No puedes morir y seguir siendo la misma persona después. Soy una de las pocas personas vivas que saben que eso no es posible.

—Abberton… Los nombres…

Intento levantar la cabeza para mirar mi cuerpo, pero el dolor es demasiado fuerte. No puedo moverme y pensar al mismo tiempo, y debo pensar.

—¿Qué pasa con ellos? ¿Qué pasa con los nombres?

—Aidan no destruyó tus… cuadros. Fuiste tú quien destruyó los suyos. Tú compraste…

No soy capaz de continuar.

Ella se queda mirándome. Me siento ligera; ya no soy un cuerpo, sino un ingrávido flujo de dolor. Mi cabeza empieza a zumbar; sería muy fácil caer en ese reconfortante sonido, dejarse llevar.

—Fue él —insiste Mary—. Él se llevó todos mis cuadros y los hizo pedazos.

—No. —Jadeo, pero me falta el aire—. Los nombres… Las casas de las alumnas…

—¡No! —exclama Mary, alzando la voz—. Yo nunca haría algo así. Fue él. Fue él quien me lo hizo a mí.

—Compraste sus cuadros empleando esos nombres. —Cada bocanada de aire es una lucha, pero si no lucho no habrá nada, ni un ápice de energía para seguir viva—. Tú… lo hiciste venir aquí… —Mi cabeza se llena de palabras que exigirían mucho esfuerzo para ser pronunciadas. «Él no quería volver a verte, pero tú lo sobornaste: cincuenta mil libras por un encargo»—. Dejó de pintar por culpa de lo que le hiciste.

Me vuelven a la mente imágenes de la historia que Mary me ha contado. «Una mitad es verdad, la otra mentira». Como ella dijo, la puerta de la casa estaba abierta. Aidan entra, la busca y al final la encuentra de pie encima de la mesa del comedor, con una soga alrededor del cuello, con todos los cuadros que él había pintado a sus pies, destrozados. ¿Le dijo lo que había hecho y luego saltó? Un doble shock para él, concentrados en un solo instante para conseguir un efecto devastador. Esa fue la razón de que al principio él no pudiera moverse, la razón de que no saliera corriendo para salvarle la vida. Estaba paralizado por el trauma.

—Mis jardines. —Cada palabra me arranca gotas de sudor—. No fue Aidan; fuiste tú. Uno el verano pasado, para castigarme por… lo ocurrido en la galería de Saul. Te asusté. Odias no… tener el control.

El segundo, después de que Charlie Zailer hablara contigo el lunes y te contara que yo era la novia de Aidan. Me habías regalado Abberton porque aún no lo sabías: habías perdido nuevamente el control y tenías que imponerme otro castigo.

—¿Y qué me dices de tu novio muerto? —dice Mary, con impaciencia, inclinándose sobre mí—. ¿Qué me dices de lo que hizo?

Cierro los ojos. Sé lo que Aidan no hizo. No me mintió, no hasta determinado momento. Y aun entonces, no mintió del todo. A la policía sí, pero a mí nunca.

—Él mató a Mary Trelease —susurro—. Hace años.

Aidan me estaba contando la verdad cuando me dijo eso, en el hotel Drummond. Fue antes de que yo le hablara de Abberton, antes de que su confesión me helara la sangre, cuando todavía se fiaba de mí sin reservas.

La mujer en la que solo consigo pensar como Mary se inclina sobre mí, usando la pistola para apartarse el pelo de la cara.

—¿De qué Mary Trelease estás hablando? —me pregunta—. ¿A quién te refieres?

—No lo sé.

—Exacto. Tú no pintas nada en esta historia. Deberías haberte marchado. Yo había hecho que te marcharas. —Lo que dice me suena a una acusación de ingratitud. La he trastornado—. Si crees que sabes algo, estás en un error.

La rabia se apodera de mí, tan intensa como el dolor.

—Lo sé todo salvo quién era esa mujer. Vivió en el número 15 de Megson Crescent. Allí fue donde Aidan la mató.

En el dormitorio principal. Ella estaba desnuda, en la cama, las manos de Aidan alrededor de su cuello…

—Él la mató y dejó que su padrastro cargara con la culpa —dice Mary pacientemente, acercando su rostro al mío para que pueda verla mientras me habla—. Su padrastro lleva veintiséis años en la cárcel. Aidan ha dejado que se pudriera allí, no le ha escrito ni visitado nunca. ¿Qué piensas ahora de él, después de saber eso?

Sus palabras no provocan ningún efecto en mí.

—La casa —digo, mientras siento un dolor terrible en los pulmones—. Por eso la compraste. Por eso te cambiaste tu nombre por el suyo.

Mary me apunta a la cara con la pistola. Cierro los ojos, esperando que me dispare, pero no pasa nada. Cuando vuelvo a abrirlos, no se ha movido. Y la pistola tampoco.

—¿Por qué lo haría?

No puedo responder. No sé cuánta sangre habré perdido, aunque la sensación de estar perdiéndola es constante. Me siento transparente. Vacía.

—Tú decides. Puedes hablar o morir.

—¡No! Por favor, no…

Trato de apartar la cabeza de la pistola.

—¿Crees que ha sido una amenaza? —Mary se echa a reír—. Lo que quería decir era que si hablas, si empiezas a contar una historia, no morirás hasta que llegues al final. Para que el cerebro funcione, el corazón tiene que seguir latiendo. Tienes que seguir con vida.

Tiene razón. No todo lo que dice es mentira. La historia de Aidan y Martha, hasta el momento en que ella se ahorcó, era verdad. Salvo que…, sí, incluso la parte en la que Mary escribe a Aidan, reprendiéndole duramente por su forma de tratar a Martha. No es que sea cierto en sentido literal, sino más bien a un nivel simbólico, cierto hasta donde ella podía contar sin revelar su verdadera identidad. «Todos estamos divididos por dentro, sobre todo los que estamos obligados a convivir con un dolor insoportable». La Mary que escribió cartas llenas de odio, acusando a Aidan —si bien entonces aún no se llamaba Mary— era la parte inteligente de Martha Wyers, la parte capaz de ver la verdad: que aquella relación no iba a ninguna parte, que Aidan no amaba a Martha de la misma forma en que ella lo amaba.

No era extraño que no la amara. Es difícil amar a una mujer que te jura amor eterno y un momento después te ataca violentamente.

—Cuéntame la historia que crees saber sobre mí —dice Mary.

Se sienta a mi lado, las piernas apretadas contra el pecho, balanceando la pistola entre sus rodillas. Si pudiera mover mi brazo derecho, podría cogerla. He tratado de poner todas las piezas del rompecabezas en su sitio mientras iba en el taxi. Tengo que volver a hacerlo, obligar a mi cerebro a seguir funcionando.

—Llama a una ambulancia —digo—. No puedes dejarnos morir.

—Aidan está muerto desde hace un buen rato —dice, con toda naturalidad.

—No —digo, gimiendo—. Por favor. Puede que aún no sea demasiado tarde.

Martha volvió a la vida. Tal vez Aidan no esté muerto. No puedo creerlo.

—Míranos… Un cuerpo que se está desangrando, un cadáver y alguien que está medio muerta desde hace años. Nadie, después de echar un vistazo a esta habitación, diría que no es demasiado tarde, Ruth. Para ninguno de nosotros —dice, enrollando un mechón de pelo con el dedo.

—Un detective privado —murmuro—. Te dijo… que el padrastro de Aidan… estaba en la cárcel por haber asesinado a Mary Trelease. Tú has visto el cuadro… —No. No puedo equivocarme, no puedo malgastar las palabras ni el aliento—. Tú lo compraste… El asesinato de Mary Trelease. Lo compraste y… lo destruiste, como hiciste con todos los demás.

—No. —La voz de Mary suena firme—. Yo soy una artista. Yo no destruyo el arte.

En mi imaginación, veo un cuadro que representa a un hombre y una mujer en la cama. Están desnudos, o puede que solo lo esté ella. El hombre tiene las manos alrededor del cuello de la mujer. En el hombre puede reconocerse a Aidan, de modo que Mary —Martha— sabía que Len Smith no era el asesino.

—¿Por qué la mató?

Muevo los labios para pronunciar las palabras, sin saber si estoy emitiendo realmente algún sonido. Siento que un frío mortal invade todo mi cuerpo. Parece hielo.

—Él te lo habría contado si hubiese querido que lo supieras.

Mary sonríe.

—Martha. No estaba. Sola. Ya no. —Pronuncio las palabras una a una. Puedo hacerlo. Puedo llegar al final—. Una aliada…, la otra mujer a la que Aidan había… hecho daño. Mary Trelease.

Mary esconde el arma en su espalda y se apoya en las manos.

—Muéstrame a alguien que haya sobrevivido al peor de los suplicios y yo te mostraré a un psiquiatra en potencia —dice—. Aliada es la palabra justa. ¿Y tú, Ruth? Aidan también te hizo daño, ¿no es así? Te engañó y te manipuló. Y Stephen Elton también te hizo daño. —Saca un paquete de marlboro y un encendedor del bolsillo y enciende un cigarrillo—. Todas las mujeres cuyas vidas ha arruinado un hombre son mis aliadas. Todas. Si fuéramos capaces de organizamos, seríamos el ejército más poderoso del mundo.

—Tú decidiste llamarte Mary Trelease. Compraste… la casa.

Tengo que hablar para dejar de pensar en mi impotencia.

—¿Podríamos ir al grano? —dice Mary, impaciente—. Me trasladé a Spilling cuando descubrí que Aidan vivía allí. ¿Qué clase de hombre se instala en el lugar donde transcurrió su desgraciada infancia? Puede que debieras reflexionar sobre eso. —Aparto la cara del cigarrillo; ya me resultaba bastante difícil respirar sin el humo del tabaco—. El número 15 de Megson Crescent es la casa donde se crio. Tenía que ser mía, por supuesto, y por eso soborné a sus dueños.

—Decidiste llamarte Mary Trelease.

—Me cambié de nombre legalmente. Yo soy Mary Trelease.

—Y decidiste empezar a pintar porque pintar… era lo que él hacía —murmuro, tratando de no perder el hilo de mis pensamientos. Acaba ya la historia—. No te bastaba con… haber destruido su obra. Todo lo que era… suyo…

—¿Qué? ¡Ruth!

Me da unas palmaditas en la cara.

—Aún sigo aquí —digo. Para tranquilizarla. Quiere escuchar la historia—. Pintar… Se lo arrebataste a Aidan y te apoderaste de ello. Y eras buena. Mejor que él.

—Sí, era mejor que él —repite Mary, poniendo énfasis en sus palabras—. Él se rindió. Pero yo no me rindo nunca. Solo debes pensar en los ambientes tan distintos en los que nos criamos para comprender por qué. La psiquiatra a la que acudí, la que me recomendó que escribiera mi historia en tercera persona…, ¿sabes qué más me dijo?

Trato de mover la cabeza para decirle que no, pero no se mueve. Mi cuerpo está paralizado, ajeno al dolor físico. Solo soy consciente de mis pensamientos: frágiles y débiles hilos a los que trato de agarrarme.

—El noventa y cinco por ciento de su trabajo consiste en reparar los daños psicológicos que los padres de los pacientes les provocaron durante su infancia. El noventa y cinco por ciento. —Mary parece furiosa—. ¿Puedes creerlo? Yo pertenecía al otro cinco por ciento restante, la escasa minoría. Había disfrutado de una situación de seguridad y felicidad: un padre y una madre que me adoraban, antes de que les convirtiera en dos desdichados cuando traje el suicidio y la locura a la familia; mucho dinero, y la mejor educación que con él se podía comprar. Siempre he creído en mis aptitudes y mi talento, mientras que Aidan nunca lo ha hecho. Su infancia fue una condena a dieciocho años de cárcel.

—¿Por qué? —pregunto, haciendo un esfuerzo por no perder la conciencia.

—Supongo que no era tan malo antes de que su madre muriera. Pero, incluso entonces, eran muy pobres y vivían en una pocilga. Ya has visto la casa… ¿No te parece una pocilga? Allí no meterías ni a un animal, o sea que imagínate lo que debe ser para una familia vivir allí. Len, el padrastro de Aidan, el que está en prisión, era un hombre violento que siempre estaba borracho; la clase de persona que esperas encontrar en un suburbio como ese… Todos mis vecinos de Megson Crescent son otra versión de Len Smith y su familia. —La oigo reírse—. Llama a cualquier puerta y siempre encontrarás a alguien dispuesto a venderte un arma y a enseñarte a usarla. Desde el día en que nació, Aidan estuvo rodeado de peligro. Por eso se rinde con tanta facilidad. Por eso él está muerto y nosotras no.

—No…

—Se rindió en cuanto Gemma Crowther me dejó entrar en su casa. Me vio y se rindió.

—No fue Aidan quien le disparó. Fuiste tú.

—Ella tenía mi cuadro. Aidan se lo dio.

Hago un esfuerzo por abrir los ojos, consciente de que lo que acabo de oír es una confesión.

—Me temo que me olvidé completamente de ti en cuanto lo vi —dice Mary—. De ti y de ella, quiero decir…, de toda aquella historia. Lo recordé cuando ya era demasiado tarde, cuando ella ya estaba muerta. Pensé que tendría que haber sufrido en vez de morir en el acto. Tú habrías preferido que hubiese sufrido, ¿verdad?

Hay algunos castigos que nadie debería padecer, ni siquiera Gemma Crowther. Muerte. Tortura. Nadie merece eso. Nadie tiene derecho a infligirlos.

—¿No? —Mary parece irritada. Su rostro es una mancha borrosa: ya no soy capaz de verlo con claridad—. En ese caso, te gustará saber que ella no sintió nada. —Se ríe entre dientes, chillando como una niña pequeña—. De todos modos, hice todo lo posible por ti —prosigue—. O, mejor dicho, le di instrucciones a Aidan y lo vigilé para que las siguiera al pie de la letra. Él es el enmarcador, no yo. —Se echa a reír: un gorgoteo áspero que sale de su garganta—. No tiene nada de malo esperar y vengarse. Es la cosa más normal del mundo. ¿Sabes qué dijo Cecily? Mientras volvían a casa, después del vernissage de Aidan, Martha y Cecily tuvieron una bronca, después de que ella comprara uno de sus cuadros. Lo cierto es que no lo conservó mucho tiempo, porque hubo un desgraciado accidente. Antes de que trazara un plan para acabar con el éxito de Aidan, Martha le dijo a Cecily que quería que él fracasara. No quería que vendiera ninguno de sus cuadros, ni siquiera uno. Deseaba que él fracasara, más aún que su propio éxito. Esa es la pregunta que debería haber planteado la periodista del Times, y no esa sobre la vida privada y el trabajo. La elección entre tu éxito o el fracaso de otro.

Durante el breve silencio que se produce entre que «Survivor» acaba y empieza a sonar de nuevo, oigo el leve sonido del cigarrillo cuando Mary le da una bocanada.

—Cecily citó a alguien, un escritor famoso, según el cual escribir bien era la mejor venganza. «Tú tienes tu trabajo como escritora, Martha. El talento de Aidan no constituye ninguna amenaza para el tuyo. No le necesitas a él ni su fracaso para triunfar. Puedes alcanzar el éxito sin él». Eso fue lo que dijo. ¿Habías oído alguna vez algo tan estúpido? ¿Escribir bien es la mejor venganza? ¡Vaya gilipollez! ¿Es una venganza mejor que matar a alguien o hacer estallar su casa? Yo no lo creo.

Dieciocho marcos vacíos. Aidan los había hecho para los cuadros que había perdido, los que Mary había destruido. ¿Por qué no quería admitirlo?

—Yo sé el motivo —le digo.

—¿Cómo? ¿El motivo de qué?

Siento su rostro junto al mío, su respiración. Tuerzo la boca en una sonrisa. Quiero hacerle daño. Sin embargo, no consigo decirlo en voz alta, solo mentalmente. Puedo contarme la historia a mí misma. Puede que para Mary, al principio, dedicarse a la pintura fuera un modo de vengarse de Aidan, de demostrarse que podía vencerlo en su propio terreno, pero al final acabó significando algo más para ella. Mary era buena pintando. Y no solo buena, sino brillante. Pintar le brindaba algo que ella, incluso en su propia infelicidad, reconocía como valioso. Al cabo de un tiempo —meses, puede que años—, no le bastó con hacer pedazos los cuadros de Aidan, uno tras otro, y echarlos al montón. Ella era consciente de que cada vez pintaba mejor. Pintar ya no era la pasión de Aidan; era la suya. Dejó de parecerle una agresión contra Aidan el hecho de destrozar las telas con un cuchillo o cortarlas con un par de tijeras; aquello era un ataque contra sí misma, contra su propia obra. Ya no deseaba seguir haciéndolo. Algo tenía que cambiar. Empezó a pintar otros cuadros además de los que había pintado Aidan, cuadros que conservaba. Los cuadros que vi en su casa, los de la familia que había vivido allí y los de la serie de Abberton. Aunque no eran de Aidan, trataban sobre él. Sobre lo que le había hecho. Eran importantes para ella. Eran la historia de su vida.

—Tú… te asustaste. —Hago una pausa, tratando de llenar de nuevo los pulmones con el aire necesario para poder continuar—. Comprendiste que…

Quiero decirle que sé cómo se sentía.

—¿Qué? ¿Qué fue lo que comprendí?

Me sacude, arrancándome un grito de dolor. Mi cuerpo recurre a las últimas fuerzas que le quedan y yo las empleo para poder seguir hablando.

—Comprendiste… lo que significa ver tus propios cuadros… destruidos. La cosa más horrible… era lo que le habías hecho a Aidan. Y te sentiste culpable.

Por eso no quieres admitirlo. El sentimiento de culpa, una vez comprendiste el horror de lo que habías hecho, era más de lo que podías soportar.

—No creo en la culpa —dice Mary de inmediato—. Mi terapeuta decía que es un sentimiento improductivo.

Ahora veo cómo debió de ocurrir: su sentimiento de culpa y la vergüenza se convirtieron en paranoia, paranoia de que Aidan la encontrase…, que descubriese dónde vivía y lo que hacía. Que le hiciese lo mismo que ella le había hecho. No podía correr ese riesgo, y la única forma de asegurarse de que eso nunca sucediese era no vender nunca ninguno de sus cuadros, ejercer un control absoluto sobre la situación. La aterrorizaba la idea de lo que Aidan pudiera hacerle: el castigo que, en el fondo, sabía que merecía de su parte. Y, al mismo tiempo, no podía resistir la tentación de cerrar el círculo en torno a él después de haber descubierto su paradero, de infiltrarse en su vida, de acecharlo sin que él se diera cuenta.

Llevó sus cuadros a Saul para que se los enmarcara, sabiendo que Aidan había trabajado para él y que había comprado uno de sus cuadros. Mary tenía que poseer todo lo que había sido de Aidan, incluido el apoyo de Saul.

«Tú no eres psiquiatra».

«Podría serlo. Creo que no necesitaría ninguna clase de preparación. Lo único que me haría falta es experiencia, y la tengo; y un cerebro, y también tengo uno».

Sé que tengo razón. Mary se propuso robar la vida de Aidan como castigo porque creía que él había robado la de Martha. Se mudó a la misma ciudad, se fue a vivir a su antigua casa y se dedicó a hacer lo que él había hecho, frecuentando a la misma gente que había frecuentado él, como por ejemplo Saul… Todo sin que él lo supiera. Además de castigo, era una cuestión de proximidad; quería estar cerca de él. Su plan funcionó a la perfección hasta que yo lo arruiné, hasta que Saul me envió a ver a Aidan para pedirle trabajo. Fue entonces cuando el pasado y el presente colisionaron. Ella debía de haber sabido que tarde o temprano ocurriría.

¿Qué se suponía que iba a pasar? Quiero preguntarle cómo pensaba que iba a terminar su historia y la de Aidan antes de que yo entrara en escena y arruinara sus planes, pero mi lengua se ha pegado al paladar, pesada como el plomo. Algo más también ha cambiado: la canción, «Survivor», ha dejado de sonar. Para siempre. Sin embargo, sigo escuchándola dentro de mi cabeza, la letra y la música se han quedado grabadas en las negras paredes de mi mente, como las letras doradas que una bengala deja en la oscuridad.

¿Por qué ha parado la música? Mary no ha salido de la habitación. Ni siquiera parece ser consciente del silencio.

—Póngase de pie muy despacio y levante las manos por encima de la cabeza.

¿Ponerme de pie? No soy capaz de mover ni un músculo. Entonces me doy cuenta de que es una voz de hombre y no la de Mary. Estaba hablando con ella.

Ayuda. Ese hombre va a ayudarme.

Haciendo un gran esfuerzo, abro los ojos pero al principio solo veo el pelo de Mary sobre sus hombros. Me ha dado la espalda.

Luego suelta un gruñido y embiste a ese hombre. Lo veo, en un rincón de la habitación. Lleva un arma. Lanza a Mary al suelo.

Waterhouse. El subinspector Waterhouse. Me está hablando, sin perder de vista a Mary.

—No pasa nada, Ruth. La ambulancia está de camino. Aguante; todo irá bien.

Mary se arrastra por el suelo, como una araña, y coge el martillo que está junto a Aidan. Miro a Waterhouse, moviendo los párpados. Los ojos se me llenan de lágrimas hasta que apenas puedo verlo.

—¿Qué piensa hacer con ese martillo, Mary? —Waterhouse parece tranquilo. Me gusta oír su voz—. Suéltelo.

—No.

—Si tiene intención de usarlo contra alguien, dispararé. No me lo pensaré dos veces.

Unos segundos después, oigo el crujido de un hueso. Lo veo todo gris.

—Mire. Lo he usado contra mí y no me ha disparado. Estaba mintiendo. ¿Sigo? Me quedan nueve dedos: Abberton, Blandford, Darville, Elstow, Goundry, Heathcote, Margerison, Rodwell y Winduss.

Mary suelta una risa histérica.

—Admita que se ha acabado, Mary —dice Waterhouse.

Oigo ruido de pasos, demasiado pesados para que sean los de Mary, y luego su voz.

—Yo no perdería el tiempo. Aunque aún tenga pulso, no creo que aguante mucho.

Mi mente recupera de golpe la lucidez. ¿Por qué ha dicho eso? Me dijo que Aidan estaba muerto. ¿Estaba mintiendo?

Espero a que Waterhouse me diga lo que estoy desesperada por oír, pero no me dice nada y yo estoy demasiado débil para poder hablar. Si él aún sigue con vida, no tardará en morir. Mary cree que morirá. Puede que esta sea mi última oportunidad.

No te culpo por no confiar en mí, Aidan. No merezco tu confianza.

Si finjo que él y yo somos las únicas personas que quedan en el mundo, si consigo que mis palabras penetren en su mente, tal vez pueda oírme.

«En Londres, cuando me hablaste de Mary Trelease, no te dije lo que habrías querido oír. No te dije que te amaba incondicionalmente, a pesar de lo que me habías confesado. Y luego, al día siguiente, cuando te dije que había visto el cuadro, Abberton, firmado por Mary Trelease y fechado en 2007…, te dije que tú no podías haberla matado. Porque yo la había conocido. Te la describí, te describí a Martha Wyers. Tú la reconociste de inmediato por mi descripción: el pelo, la marca de nacimiento bajo su boca, y lo supiste. En aquel instante, debiste de comprenderlo todo: Martha había adoptado el nombre de la mujer a la que tú habías matado, y eso significaba que ella sabía lo que habías hecho. Ella lo sabía; estaba en Spilling y había ido a la galería de Saul. Se estaba acercando. Pensaste que yo podía ser suya, y no tuya… Pensaste que tal vez yo formaba parte de su plan. Otra trampa. Como el éxito de tu exposición, el que tú creías haber tenido hasta que ella te descubrió la verdad».

»Comprendiste hasta dónde era capaz de llegar ella para destruirte. ¿Y si acudía a la policía? Me habías confesado aquel crimen a mí, alguien en quien ya no podías confiar. ¿Y si entre las dos te mandábamos a la cárcel por asesinato?

»No debió de llevarte mucho tiempo descubrir el punto débil de esa teoría: era demasiado sencilla. Hasta entonces, Mary no había ido a la policía. No podía haberlo hecho: a la policía no le interesabas. Y yo tampoco lo hice después de lo que me habías contado en Londres, al menos de momento. Además, yo te amaba; sabías muy bien que te amaba. Podías sentirlo. Y entonces empezaste a pensar que tal vez no se trataba de un juego, sino que yo te había dicho la verdad. ¿Quisiste ponerme a prueba mandándome a su casa a por el cuadro? Si yo era inocente, si no estaba conspirando con ella en tu contra, entonces sería muy probable que no pudiera conseguir el cuadro. ¿Era eso lo que pensabas? Pero cuando volví con Abberton, ¿qué fue lo que pensaste? Que parecía excesivamente fácil: de repente, la artista que se había negado a venderme su cuadro, decide regalármelo. Incluso entonces seguiste negándote a creer que yo estaba de su parte, porque me amabas.

»¿Era venganza lo que buscabas en un principio? ¿Hacerle lo mismo que ella te había hecho a ti? ¿Querías su cuadro para poder destruirlo? ¿O tan solo querías verlo? No sabías que ella pintaba hasta que yo te lo dije. ¿Querías ver su obra para saber cómo era? ¿Comprobar si era buena? ¿Fantaseaste con la idea de matarla cuando te enteraste de que había titulado Abberton uno de sus cuadros? Ella se estaba burlando de ti. Tú sabías que Mary, sabiendo lo que era, es decir, Martha, llegaría hasta el final; sabías que a Abberton le seguirían Blandford, Darville, Elstow y todos los demás: gente que nunca había existido y que había comprado tu obra, unos nombres inspirados en las casas de su escuela.

»Lo que me dijiste en el taller acerca de poder prever el futuro, después de que Waterhouse y Charlie Zailer se fueran: que si no habías matado ya a Mary Trelease, puede que fueras a hacerlo… ¿Era realmente una amenaza, tal y como lo interpretó Mary? ¿Querías que le contara que era una zorra y que debería marcharse de Spilling, a algún lugar donde no pudieras dar con ella? No, era más que eso, mucho más. Waterhouse me había contado cómo había muerto la verdadera Mary Trelease: estrangulada, desnuda, en la cama. Tú no querías que yo supiera todos los horribles detalles de lo que habías hecho. Creo que fue entonces cuando te diste cuenta: si yo me quedaba, si seguía a tu lado, acabaría averiguando toda la verdad. Querías protegerme. Sabías que yo me horrorizaría al oírte hablar de todas aquellas visiones del futuro; querías que me alejara, para protegerme de ti o del crimen que habías cometido en el pasado. Y puede que también quisieras asustarme, porque estabas furioso. No confiaba lo bastante en ti para contarte toda la verdad acerca de muchas cosas. Te dije que había acudido a la policía, pero no te conté que había hablado con Charlie Zailer, la mujer cuyo rostro cubre toda una pared de mi habitación. Nunca te había contado por qué había dejado de trabajar para Saul, no del todo.

»No tenías ninguna necesidad de asustar a Mary, si es que esa era tu intención. Ella ya te tenía miedo, de una forma obsesiva. Llamaba sistemáticamente a la policía para que acudiera a Garstead Cottage, para controlar que no estuvieras en la casa, dispuesto a vengarte de ella. No podía creer que su castigo no estuviera allí, esperándola. Para ella era inconcebible un mundo en el que alguien pudiera salir impune de un crimen tan grave como el que ella había cometido. No le dio ninguna importancia a lo que le había hecho a Gemma Crowther: bajo su punto de vista, aquello era justicia. Lo que no soportaba era lo que había hecho con tus cuadros. Por eso era incapaz de oírme recitar aquellos nueve nombres; por eso, cuando en la galería de Saul le pregunté “¿Quién es Abberton?”, tuvo esa reacción.

»En la feria de arte, cuando me insististe tanto, te describí el cuadro que había visto en el estand de TiqTaq: la silueta de una persona que podía ser tanto un hombre como una mujer, y en su interior, lo que parecían trozos de tela pintados. Eran fragmentos de tus cuadros: eso fue lo que ella empleó para rellenar esa figura humana. ¿Querías que te consiguiera Abberton para demostrar que no te mentía sobre lo que había visto o porque tenía aquellos trozos de tela y querías recuperar tus cuadros, aun hechos trizas? Puede que por ambas razones. Creo que querías recuperar los fragmentos de tu obra antes que fuera ella quien los tuviera.

Una vez más, oigo el crujido de un hueso.

—Deje de hacer eso —dice Waterhouse—. ¿Cómo puede hacerse eso a sí misma?

—Es fácil. No pinto con la mano izquierda.

«La expresión de tu rostro, cuando te dije que Saul me había dado las señas de Mary… Hasta entonces no supiste que ella estaba viviendo en tu antigua casa, el lugar donde habías matado a la verdadera Mary Trelease. Debiste de comprender que te estaba diciendo la verdad y que aquella dirección no significaba nada para mí, aunque es difícil disipar las dudas una vez han surgido. No creías que mi amor por ti fuera incondicional, no después de la reacción que tuve después de haber escuchado tu confesión. Y Mary, Martha, sabía lo que habías hecho. Sabías que ella, tarde o temprano, emplearía esa información, el poder que tenía sobre ti».

—Aguante hasta que llegue la ambulancia, Ruth. Estará aquí de un momento a otro.

Waterhouse está hablando conmigo. Lo único que quiero saber es si Aidan está vivo o no. ¿Por qué no me lo dice?

—No es tan listo como usted cree —oigo decir a Mary.

—¿Ah, no?

—Lo seguí hasta Londres. Usted estaba siguiendo a Aidan. No me vio, ¿verdad? Me llevó directamente al apartamento de Gemma Crowther.

—Usted la mató —dice Waterhouse.

—No fui yo. Fue Aidan.

Ella sabe que no tengo fuerzas para poder contradecirla, y disfruta con ello: mintiendo delante de mí, sabiendo que no puedo impedírselo.

—Sostiene el mismo martillo que utilizó para romperle los dientes y clavar los ganchos en sus encías —continúa Waterhouse.

—Fue Aidan quien hizo todo eso. ¿Por qué iba a matar a esa mujer? Él quería vengarse de ella por lo que le hizo a Ruth. Cualquiera lo habría hecho.

—Dígame, si fue él quien empuñó la pistola el lunes por la noche, ¿por qué han disparado contra él? —Waterhouse hace una pausa—. No tiene una respuesta para eso, ¿verdad?

—No estoy diciendo que no haya disparado contra él. Estoy diciendo que no le disparé a Gemma. —Waterhouse la ha puesto furiosa—. Usted no es Sherlock Holmes, ¿no? No pasa nada, no es necesario que lo sea. Puedo contarle lo que ocurrió.

—Adelante.

—¿Por dónde quiere que empiece? Aidan tenía que descubrir por sí mismo la historia de Gemma y Stephen. Ruth no le había contado nada…, ¿puede creerlo? No le había dicho nada en absoluto. Una relación así no podía durar. Si Ruth no quería que él lo supiera, no debería haber conservado todos esos recuerdos del trauma. Aunque su comportamiento es algo muy habitual, ¿lo sabía?

—No.

Tengo la sensación de estar escuchando la conversación desde muy lejos. Como oír una radio desde mucha distancia. Me costaría muy poco perder las voces.

—Aidan encontró una caja llena de recuerdos debajo de su cama: todo lo que Ruth había guardado sobre el juicio de Gemma.

Tengo ganas de preguntarle cuándo. Pero ya supongo cuál sería la respuesta: después de la feria de arte, después de que él se mudara. Registró mi casa, buscando pruebas de que Mary y yo estábamos confabuladas en su contra.

—Buscó a Gemma y Stephen en Internet y encontró lo que esperaba —le dice Mary a Waterhouse—. La agresión contra Ruth y todo lo demás. Sin embargo, el nombre de Gemma Crowther aparecía en otro contexto: en páginas web sobre cuáqueros. Así fue como descubrió las reuniones a las que ella asistía. Él también empezó a frecuentarlas. Quería saber si era la misma Gemma Crowther que casi había matado a su novia.

—Y se lo contó todo a punta de pistola, ¿verdad?

—Él no tenía que contarme nada que no quisiera. Y yo tampoco. Se lo estoy contando a usted porque quiero hacerlo, no por otra razón.

La voz de Mary está llena de desprecio.

—Entonces, ¿él lo descubrió? —pregunta Waterhouse—. Que se trataba de la misma Gemma Crowther.

—No de inmediato. No hasta que ella le comentó que había vivido cerca de Lincoln. Entonces lo supo. Él le preguntó por qué se había mudado a Londres. Aquello fue una prueba para ver si ella había cambiado. En caso afirmativo, le habría contado toda la verdad: lo que le había hecho a Ruth y que lo sentía, porque ahora era otra persona. Al menos tendría que haber mencionado que había estado en la cárcel, aun cuando no le hubiese dicho por qué. Pero ella no hizo nada de todo eso. Le mintió, inventándose una historia sobre la necesidad de cambiar de aires y de trabajo. Aidan sabía que ella estaba mintiendo. —Mary se echa a reír—. Ella era curandera, ¿lo sabía? ¡Maldita hipócrita! No ha sido una gran pérdida para el mundo, eso seguro.

—¿Por qué Aidan le regaló su cuadro a Gemma Crowther? —le pregunta Waterhouse.

Silencio. O puede que sigan hablando y yo ya no pueda oírlos. Al escuchar la voz de Mary, me siento aliviada.

—Él me dijo que se merecían el uno al otro. Gemma y el cuadro. —Está llorando—. Como si un cuadro fuera un sujeto moral, como si pudiera merecerse algo. Según Aidan, la noche del lunes iba a ser la última vez que la viera. No quería tener nada más que ver con ella ni conmigo. Tenía intención de dejar Abberton en su casa porque le parecía apropiado, me dijo. Y luego se libraría de nosotras para siempre, de mí y de ella.

—Tiene sentido —dice Waterhouse—. Por eso hizo que guardara Abberton en el maletero de su coche antes de obligarlo a venir aquí a punta de pistola. No se trataba solo de incriminar a Aidan por el asesinato de Gemma, ¿verdad? Se trataba de algo simbólico. Quería demostrarle que no podía librarse de usted tan fácilmente.

»Tiene razón, ¿no es así, Mary? Querías que la policía encontrara algo que perteneciera a Aidan pero junto a algo que también fuera tuyo: su coche, tu cuadro.

»Aidan sabía que no podía librarse de ti. Aquella era una lección que tenía bien aprendida. Por eso acudió a la policía y confesó al darse cuenta de que yo tenía intención de hablar con ellos. Ahora que lo pienso, estoy segura de que aquel día me siguió. Le dije que iba al dentista, pero miento muy mal. Hacía bien al no confiar en mí. Lo había hecho y yo lo había traicionado. No de inmediato, pero sí más adelante, cuando la incertidumbre me resultó insoportable. Se había convencido de que lo traicionaría desde la noche que pasamos en Londres… Solo era cuestión de tiempo. Y cuando llegó el momento, él ya tenía preparada su confesión oficial. Era el único modo de controlar la situación.

»Se propuso mandar a la policía directamente a tu casa, Mary, para averiguar si habías hablado con ellos. Si ibas a arruinarle la vida de nuevo, prefería que lo hicieras de inmediato. Intentaba obligarte a actuar. Tú podrías haberles contado la verdad a Waterhouse o a Charlie Zailer: que antes te llamabas Martha Wyers y que Mary Trelease era el nombre de una mujer a la que Aidan había matado. Podrías haberles hablado del cuadro de su exposición, El asesinato de Mary Trelease.

»¿Qué había en aquel cuadro, Mary? Sé que lo recuerdas. Debiste de sentirte muy mal cuando te enteraste de la muerte de Mary Trelease a través de tu detective privado. En aquel cuadro estaba la prueba del crimen cometido por Aidan: lo habías tenido en tus manos, pero lo habías destruido. ¿Era convincente como prueba? ¿Qué historia narraba el cuadro? Me sorprendería que no intentaras pintar una copia, teniendo en cuenta que ya habías iniciado una nueva carrera como pintora. Debías recordarlo en todos sus detalles. ¿Lo dibujaste y guardaste el esbozo en un lugar seguro para no olvidar lo que habías visto y lo que sabías?».

Las respuestas no llegan. Nadie puede oír las preguntas que me asaltan.

«¿Qué representaba aquel cuadro, Aidan? Nada obvio. Solo te habrías arriesgado a titularlo El asesinato de Mary Trelease si no era demasiado revelador. No podía ser un cuadro en el que aparecieras tú estrangulando a esa mujer y en el que se te pudiera identificar como el asesino… La gente, como por ejemplo Jan Garner o Saul Hansard, habría hecho preguntas. Entonces, ¿qué era?

»Le dijiste a la policía que habías matado a Mary; les dijiste cómo y dónde lo habías hecho. Sin embargo, la mujer que tú describiste era Martha, una mujer que sabías que la policía hallaría con vida en el número 15 de Megson Crescent. Aquel era el punto sobre el que no podías estar seguro. Era un juego: o ella se lo contaba todo, entregándoles la prueba que tuviera en su poder, o no decía nada. Ella no diría nada, y la policía zanjaría tu historia como los desvaríos de un hombre trastornado, un hombre capaz de mirarlos a los ojos y seguir insistiendo en que había matado a una mujer que no estaba muerta. Querías que te tomaran por loco. No querías ir a la cárcel.

»Te arrepentías de haberme contado que mataste a Mary Trelease en cuanto las palabras salieron de tu boca y viste esa expresión de horror en mi rostro. Pero no podías echarte atrás, no en un asunto tan grave. No podías decirme que se trataba de una broma, porque no te habría creído. Vi el estado en el que te encontrabas. Tu única esperanza era convertir tu confesión en otra que pudiera ser desmentida de inmediato. Desmentida por la existencia de una mujer que se hacía llamar Mary Trelease.

»Sin embargo, tu deseo de confesar era tan fuerte como el de protegerte. Y, finalmente, acudiste a la policía y les contaste la verdad. Aun estando obligado a mentir, aun teniendo que ocultar tantos detalles y acabar contando una historia muy distinta, podías seguir manteniendo la esencia de la verdad: habías matado a Mary Trelease, la habías estrangulado en la cama, en aquella habitación. Debió ser liberador poder confesarlo después de tantos años de silencio y de sentimiento de culpa. Te habías quitado un peso de la conciencia, pero con una red de seguridad que invalidaba tu confesión: la presencia de una Mary Trelease viva en la casa donde la policía debería haber hallado su cadáver.

»Ella no le contó a la policía lo que sabía. Nunca lo habría hecho, porque eso significaría dejar que ellos controlasen la situación. Sabías que no lo había hecho, porque no vino nadie a preguntarte por la otra Mary Trelease, la auténtica. Pero, aun así, la historia no había terminado. Martha Wyers no tenía ninguna intención de desaparecer de escena; sabías lo obstinada que era y lo decidida que estaba a seguir aferrándose a tu vida, como si le perteneciera por derecho. Ella seguía ahí, en el número 15 de Megson Crescent, y seguía sabiendo lo que habías hecho. Aquella historia no se acabaría nunca, a menos que la matases, y eso era algo que no podías hacer. Tú no eres un asesino. No sé por qué matarías a esa mujer años atrás, pero sé que no eres un asesino».

—¿Yo? ¿Incriminar a Aidan? Es un asesino…, un asesino frío y calculador. Estranguló a una mujer… Se lo dijo él mismo, pero fueron demasiado estúpidos para escucharlo.

»Martha tiene razón: querías saber si Gemma Crowther se arrepentía de lo que me había hecho, si había cambiado. Sin embargo, la gente no cambia a menos que se enfrente a sus actos. Eso es lo que intentaste hacer en Londres, en el hotel Drummond. Y puede que lo hubieras conseguido si te hubiese dado el apoyo que necesitabas en vez de traicionarte.

»Querías que Gemma te demostrara que había cambiado y te convenciera de que era posible cambiar. Si ella era capaz de redimirse, tú también podías hacerlo. Y también debiste de plantearte lo mismo con respecto a Martha. Sí, por eso le hablaste de Gemma, de tu necesidad de averiguar si se arrepentía de lo que había hecho. ¿Acaso esperabas que Martha te pidiera perdón por las cosas tan horribles que te había hecho, aun cuando te estuviera apuntando a la cara con una pistola? Sí. Sé cómo funciona la mente de una víctima, porque yo también lo he sido. Puedes aceptar el hecho de que alguien te haya causado un daño irreparable y que pueda volver a ocurrir, pero lo que no puedes aceptar es la ausencia total de remordimientos.

»Martha no te dijo que lo sentía. Por supuesto que no. ¿Comprendiste, en aquel momento, que eras mejor que ella? ¿O empezaste a preguntarte que hubiera algo bueno en alguien, en cualquier ser humano? Tal vez pensaste que eras tan malvado como Martha o Gemma, un asesino que no tenía el valor de admitir su propio crimen y permitía que otro cargara con la culpa. Y, después de haberlo pensado, ¿dijiste lo que tenías que decir para inducir a Martha a dispararte? ¿Te sentiste aliviado cuando lo hizo?».

—¿Quién era la mujer que mató Aidan? —La voz de Waterhouse nada por la superficie de mi conciencia—. ¿Mary? Usted ha dicho que él mató a una mujer. ¿Quién era?

—¡A mí! ¡Me mató a mí!

—¡Simon!

Una tercera voz. No es la mía. Es una voz femenina. Tengo que volver a abrir los ojos. Cuando lo hago, veo a Waterhouse dándose la vuelta, a Charlie Zailer junto a la ventana y a Mary moviéndose para coger la pistola.

No…

Ahora tiene el martillo y la pistola, uno en cada mano. Hay algo extraño en su forma de agarrar el martillo.

—Bussey está viva, pero Seed ha muerto —dice Waterhouse.

Cojo aire y luego lo suelto. Me digo que debería dejar de hacerlo si lo que quiero es morir. «Suicidio: un pecado». ¿Se considera eso si lo único que haces es dejar de respirar, cuando respirar resulta tan difícil? Si existe un Dios, ¿cuál sería su opinión al respecto?

—Aidan no está muerto —dice Mary precipitadamente—. Si estuviera muerto, yo también lo estaría. Y no lo estoy.

—Suelte la pistola y el martillo, Mary —le ordena Charlie Zailer—. Fuera hay una ambulancia. Esto tiene que acabar ahora mismo.

—¡Aidan no está muerto! Compruébenlo.

Oigo a alguien que se mueve. Luego, unos segundos después:

—Tiene razón. Aún tiene pulso.

Me invade una sensación de alivio. Fuera hay una ambulancia, Aidan. Aguanta un poco más.

—¡Aléjese de mí! —grita Mary, como un animal. Está detrás de Waterhouse, apretando el arma contra su cabeza. Le tiembla la mano mientras acerca el dedo al gatillo—. Si se acerca, lo mataré.

—El hombre que está a su lado es mi prometido —dice Charlie—. ¿Lo sabía? ¿No recuerda que estuvimos hablando de él? Se preguntaba por qué no lo elegiría como tema para un cuadro, si tuviera que pintar uno.

—No me importa quién sea. No se mueva de donde está o le pego un tiro. ¡Hablo en serio!

—Lo amo. Se supone que vamos a casarnos, aunque toda la gente que conocemos piensa que es una pésima idea.

—¡Cállese!

—Aunque no lo es, porque solo soy feliz si estoy con Simon. Y después de todo lo que he vivido, creo que merezco ser feliz. Usted sabe todo lo que me pasó, ¿verdad? Usted me dijo que lo sabía. Yo soy como usted, Martha. Mi vida se hizo pedazos por culpa de un hombre…

—¡No me llame así!

—… pero tuve la suerte de encontrar una vía de escape a mi desesperación. Ahora tengo la posibilidad de ser feliz, y…, bueno, lo cierto es que Simon y yo aún no hemos sido felices juntos, aunque nos conocemos desde hace muchos años. Hasta ahora solo hemos perdido el tiempo.

Mary aparta la pistola y apunta a Charlie. El martillo resbala de su mano derecha y cae al suelo. Es normal: tiene los dedos destrozados.

—Baje el arma, Mary —dice Waterhouse.

—¡Cállese! —Le tiembla tanto la voz que me cuesta entender lo que dice—. Si no lo hace le pego un tiro, como hice con Gemma. A estos dos no; nunca quise matarlos. Ruth es mi amiga.

—¿No quería matar a Aidan? —le pregunta Charlie—. Le ha disparado en el pecho.

—Le disparé en el hombro. Yo… creía que le había apuntado más arriba. No tenía intención de dispararle, pero él no quería…

—¿Qué es lo que no quería?

—No quería admitir que me ama.

Oigo una serie de ruidos que resulta doloroso escuchar: primero agudos, luego ásperos. ¿Es posible que todos provengan de Mary? No parecen humanos.

—Los médicos tienen que entrar para atender a Aidan y a Ruth —dice Charlie, con voz suave—. Va a dejar que lo hagan, ¿no es así, Martha?

—¡Martha está muerta!

—Ha dicho que no quería matarlos…

—Si hago lo que me piden, ¿qué me pasará?

—Irá a la cárcel. Ya lo sabe, usted no es estúpida. Pero allí podrá pintar. O escribir, si lo prefiere. Yo me encargaré de ello. Me ocuparé de usted, pero primero tiene que bajar el arma.

—¿Y mis cuadros, los que están en mi casa? ¿Qué será de ellos?

Una pausa. Parece durar una eternidad.

—Nada. Estarán allí cuando salga. Y saldrá. Tiene que confiar…

—¿Cuántos años?

—No puedo decírselo exactamente. Teniendo en cuenta las circunstancias atenuantes, puede que cinco.

—¡Está mintiendo! —Mary mueve la pistola en el aire, como si no supiera a quién apuntar—. ¿Cinco años por un asesinato y dos intentos de asesinato? Es muy poco. ¿Cuánto tiempo? Dígame la verdad.

—Podrá llevarse algunos de sus cuadros a la cárcel —dice Charlie. Por primera vez, capto el miedo en su voz—. Haré todo lo posible por…

—No podré llevármelos todos conmigo, ¿verdad? Mis cuadros.

—Entrégueme el arma y haré lo posible para que pueda llevárselos todos.

—Ya sabe cuántos son. —La voz de Mary se quiebra—. No caben en una celda. No podré llevármelos todos.

—Hay algunas cárceles que tienen alternativas a las celdas, sobre todo las de mujeres. Hay internas que tienen sus propias habitaciones, o las comparten con otra persona, pero son bastante grandes.

—Como un dormitorio de Villiers.

—Es verdad, Mary —interviene Waterhouse—. Haremos lo posible para que disponga de espacio para sus cuadros.

—Está mintiendo. Los dos mienten —dice Mary, aunque en un tono más calmado—. De acuerdo. No la usaré contra ustedes. —Levanta el arma por encima de su cabeza y apunta contra la sien. Cuando vuelve a hablar, comprendo que está sonriendo, aunque ha vuelto la cabeza en otra dirección—. Aquí estamos, Martha —dice—. Esta vez, nada de errores.

—¡No! —grita Charlie.

—Creo que sí —responde Mary, y aprieta el gatillo.