5/3/08
Kate Kombothekra ya tenía las llaves del coche en la mano cuando abrió la puerta de su casa.
—Aquí las tienes —dijo, tendiéndoselas a Charlie.
—¿Seguro que no te importa? No sé cuándo podré devolvértelas.
—No pasa nada. Mañana los niños y yo iremos andando a la escuela. Nos sentará bien, aunque no le comentes a Sam que lo he dicho. Cuando él me lo dijo, casi lo estrangulo. Solo una cosa: si puedes evitarlo, no fumes en el coche…
—Haré lo que pueda —le contestó Charlie, dándose la vuelta.
Mientras cerraba la puerta del coche, oyó a Kate que le gritaba:
—O al menos abre la…
Agarrando el volante con una sola mano, Charlie sacó el móvil del bolso, lo colocó encima del asiento del pasajero y pulsó la tecla de rellamada.
—Villiers —dijo la voz que contestó después de tres tonos—. Soy Claire Draisey.
—Hola, soy yo otra vez. Charlie Zailer. ¿Ha habido suerte?
—Me temo que no. Hemos tenido un problema, y el subdirector está reunido. He llamado a un montón de gente, pero no hay ni rastro de Simon Waterhouse. ¿Está segura de que ha venido?
—No del todo… Solo sé que dijo que iba hacia allí.
Cuando no pudo localizar a Simon en su móvil, Charlie llamó a la escuela y escuchó una grabación con un número al que podía llamarse a cualquier hora si se trataba de algo urgente… y que resultó ser el de Claire Draisey. La directora le dijo que había muy pocos móviles que tuvieran cobertura en la zona de Villiers, lo cual hizo que Charlie estuviera aún más convencida de que Simon estaba allí.
—Oiga, tengo que dejar libre esta línea —dijo Draisey, lanzando un suspiro—. Me dijo que era de Culver Valley, ¿verdad?
—Así es. Y el subinspector Waterhouse también.
—De acuerdo. Entonces no tienen nada que ver con la policía de Londres.
—¿La policía de Londres?
Una descarga de adrenalina puso en funcionamiento las antenas de Charlie.
—Sí. Una compañera me ha dicho que vienen hacia aquí. Mire, ahora mismo no sé mucho más que usted. Esta tarde, un grupo de alumnas fue a ver Julio César al Globe. Acabo de echar un vistazo al aparcamiento, y el minibus no está, aunque debería haber llegado hace un buen rato… Estamos preocupadas por si…
—No le haría perder el tiempo si no se tratara de algo importante —dijo Charlie—. ¿Está segura de que ha buscado en todas partes?
—No, no lo he hecho —repuso Draisey, sin rodeos—. No le he dicho que lo hubiera hecho. He hablado con todos los miembros del personal que he sido capaz de localizar, y me temo que eso es todo cuanto puedo hacer. No pienso patearme todo el lugar a estas horas de la noche para encontrar a su compañero. ¿Tiene idea de lo grande que es nuestro imperio? —Draisey pronunció la última palabra en tono sarcástico—. Me llevaría casi toda la noche.
—¿Ha probado en Garstead Cottage? —sugirió Charlie.
—¿Qué tiene que ver esa casa? —contestó Draisey, de forma cortante—. Está alquilada a alguien a quien no pienso molestar. Y ahora, si no le…
—Espere —dijo Charlie—. He recibido un mensaje de alguien diciéndome que le llamara…, una mujer que puede estar en peligro. Cuando la he llamado al número que me dejó, me contestó un taxista, un tal Michael Durtnell. Trabaja para una agencia llamada N & E Cars.
—Newshan y Earle —repuso Draisey—. Es nuestra agencia de taxis, la que usa la escuela.
—Muy bien. —Charlie soltó el aire que había estado aguantando—. Me dijo que hoy había ido dos veces a Garstead Cottage, cada una con una pasajera distinta. Las dos mujeres le dijeron que no querían ir a ninguna parte y le pidieron que las volviera a llevar a Garstead Cottage. Según él, ambas se comportaron de forma extraña. Creo que una de ellas es la mujer que me llamó. Puede que el subinspector Waterhouse ya esté…
—Inspectora Zailer, ¿puedo interrumpirla un momento? —Draisey parecía exhausta; hablaba en voz más baja que antes—. Debería haber caído en ello cuando me dijo que era de la policía de Culver Valley. Supongo que no soy capaz de pensar con claridad con todo este asunto del minibus y los rumores de que unos policías de Londres están de camino hacia aquí. Sé que la inquilina de Garstead Cottage está con una amiga que vino con ella.
«Tiene que ser Ruth Bussey», se dijo Charlie.
—Y también sé, aunque puede que usted no, que esa inquilina tiene la costumbre de importunar a la policía local; les amarga la vida con llamadas, cuando en realidad no hay ninguna necesidad. Al parecer, esta noche ha decidido volver a molestarlos. Creo que también tiene una casa en sus dominios, inspectora.
—¿Cómo se llama? —preguntó Charlie de inmediato, dejándose llevar por los nervios.
—Si usted no sabe su nombre, no considero correcto que yo…
—¿Mary Trelease?
Draisey lanzó un pesado suspiro.
—Si lo sabe, ¿por qué me lo pregunta?
—Ahora mismo salgo para allá —dijo Charlie—. Cuando llegue necesitaré que usted…
—Estaré demasiado ocupada para ayudarla o estaré durmiendo —repuso Draisey, bruscamente—. Le recomiendo que se ahorre el viaje. No es la primera a quien se lo digo, y no será la primera que lamente no haberme escuchado tras haber perdido una noche de sueño sin motivo alguno. Buenas noches, inspectora.
—Mary Trelease murió en 1982 —gritó Charlie, pegada al auricular del teléfono, pero Claire Draisey ya había colgado.
Charlie condujo por la autopista al doble del límite de velocidad. En cuanto se hubo incorporado a la calzada, llamó al número que Coral Milward le había dejado en su buzón de voz. Cuando la inspectora contestó, dijo:
—Soy Charlie Zailer.
—¿Dónde coño está? ¿Dónde está Waterhouse? Cualquiera diría que no estamos en el mismo bando. ¿Quién coño creen que son para tratarme como si no existiera?
—Creo que Simon está en Villiers —le respondió Charlie—. Y yo estoy de camino.
—Pues cambie de camino y diríjase a mi despacho.
—Me temo que no es posible —repuso Charlie.
—Deberían haberla echado hace dos años… Si hubiera estado en mi equipo, yo lo habría hecho. Y le aseguro que desearían haberlo hecho en cuanto les cuente lo que tengo que decirles sobre usted. Cuando alguien la jode una vez, la jode siempre. Ya verá lo que ocurre con su carrera y su futuro después de que me los meta en el culo. Será mejor que…
Charlie desconectó el teléfono. ¿En el mismo bando? Le pareció curioso, porque Milward nunca le había dado esa impresión. No le había dicho nada sobre haber mandado a alguien a Villiers. A pesar de lo que Claire Draisey le había dicho, Charlie no podía saber si algún policía de Londres se dirigía a la escuela. Decidió seguir su plan original y presentarse en Garstead Cottage, aun cuando eso implicara perder su trabajo. Ruth Bussey y Mary Trelease estaban allí… ¿No era eso lo que le había dicho Draisey?
Charlie conectó el equipo de música del coche de Kate y sonó lo que parecía una actuación en directo: estentóreos aplausos y bravos, y una música electrónica casi inaudible por culpa de las palmas y los gritos. Cuando la ovación se extinguió, se escuchó una voz masculina. El hombre no se identificó, aunque Charlie supuso que sería el director de la escuela de los hijos de Kate o uno de los profesores. El CD era una grabación de un concierto escolar. La voz agradeció a un tal Wednesday Club Ensemble su versión en sintetizador del tema «Diez botellas verdes».
Aquel título disparó un resorte en su cabeza. Conteniendo la respiración, apagó el equipo. Seis botellas verdes… así se titulaba uno de los cuadros que Aidan había expuesto en la Galería TiqTaq. Seguramente… No. No podía ser verdad; sería una locura. Charlie se olvidó del volante, invadiendo la mitad del carril de al lado mientras, de repente, su mente se llenaba con otras ideas. Luego, viró bruscamente para volver a su carril, haciendo caso omiso de los furibundos bocinazos de los demás conductores. Era una locura, sin duda alguna, pero estaba en lo cierto. Tenía que estarlo.
En las paredes de la casa de Mary había visto varios cuadros sin enmarcar. Uno representaba a un hombre, una mujer y un niño sentados en torno a una mesa repleta de botellas de vino vacías. Botellas verdes. Charlie no las había contado, pero estaba dispuesta a apostar que seguramente serían seis. También había visto otro cuadro de una mujer mirándose a un espejo, la misma mujer que aparecía en el cuadro de las botellas. Y en las fotografías de la carpeta de Kerry Gatti. Por eso había reconocido su rostro, porque lo había visto antes, en las paredes de la casa de Mary. La primera Mary Trelease, la que había fallecido en 1982. Una mujer mirándose a un espejo… Otro de los títulos que había visto en la lista de ventas de Aidan en la Galería TiqTaq era ¿Quién es la más bella? Espejito, espejito, di, ¿quién es la más bella de todas las mujeres?
Y el cuadro que Ruth Bussey le había descrito, uno que estaba colgado en una de las habitaciones de la planta baja del número 15 de Megson Crescent, el de un niño que escribía «Joy Division» en una pared…, ese tenía que ser La rutina es muy dura, otro de los títulos de Aidan. En la primera frase la canción más famosa de Joy Division, «Love Will Tear Us Apart», un tema que Charlie había escuchado miles de veces, figuraban esas palabras. La entonó en voz baja, tratando de dar un poco de sentido a toda la cadena de acontecimientos.
En 1982, según la versión oficial de los hechos, Len Smith había asesinado a su pareja. En el año 2000, la primera exposición de Aidan en la Galería TiqTaq había sido un gran éxito, aunque después, extrañamente, él había decidido dejar de pintar. Charlie pensó en la fotografía de uno de sus cuadros, Oferta y demanda, que le había enseñado Jan Garner, el cuadro que había sido reproducido en el catálogo de la exposición: una mujer en lo alto de unas escaleras mirando hacia abajo, donde había un niño. Charlie no se había fijado en sus caras, aunque sabía que eran la misma mujer y el mismo niño que había visto en los cuadros sin enmarcar que colgaban en las paredes de la casa de Mary: la primera Mary Trelease y… Aidan de niño, solo podía ser él. Y el hombre…, ¿sería Len Smith, el padrastro de Aidan? Smith tenía dos hijastros más, el hermano y la hermana de Aidan… ¿Serían ellos los que aparecían en el cuadro que Charlie había visto en el piso de arriba de Megson Crescent, aquellos dos chicos gruesos de pelo negro y pobladas cejas? Sí…, tenían que ser ellos. Pensándolo bien, se parecían un poco a Aidan.
Mary había copiado los cuadros de la exposición de Aidan. «No, no son míos». Eso era lo que había dicho. Luego, unos instantes después, admitió haberlos pintado. Ahora, Charlie comprendió. Mary había vuelto a pintar los cuadros de Aidan, las mismas escenas, aunque las telas no podían haber sido más distintas de las de Aidan, frías y extremadamente realistas. Charlie golpeó el volante con la mano con aire triunfal al darse cuenta de que había encontrado la respuesta a otra pregunta: las copias, las versiones de los cuadros de Aidan que había pintado Mary, no tenían marco porque no había otro remedio. La gente que enmarcaba para Mary —Saul Hansard y, más adelante, Jan Garner— había visto la exposición de Aidan; si les hubiera llevado las copias para que las enmarcaran, se habrían dado cuenta de lo que Mary estaba haciendo, y ella no quería que se enterasen.
¿Por qué? ¿Por qué alguien pintaría los cuadros de otro artista?
Charlie encendió un cigarrillo; su mente trabajaba a toda velocidad. Los nueve compradores: Abberton, Blandford, Darville, Elstow, Goundry, Heathcote, Margerison, Rodwell y Winduss. Sus direcciones no existían, y tampoco las personas. La Ruth Margerison de Garstead Cottage no existía. Garstead Cottage era propiedad de Villiers, la escuela donde había estudiado Mary.
Y Martha. Martha Wyers también había sido alumna de Villiers.
Una desagradable sensación, parecida a la de unos dedos muy fríos, recorrió la espina dorsal de Charlie. ¿A qué clase de persona se estaba enfrentando? ¿A qué clase de mente? ¿Era posible que Mary hubiese comprado todos los cuadros de la exposición de Aidan con nombres falsos? Salvo los tres que compraron Saul Hansard, Cecily Wyers y Kerry Gatti. Y Charlie sabía que al menos dos de ellos, poco después, habían sido vendidos a un tal Maurice Blandford.
Cuando Charlie se repitió la historia mentalmente, le pareció demasiado descabellada para ser cierta. Mary Trelease había sido asesinada en 1982 en el número 15 de Megson Crescent. En 2008, otra mujer, llamada también Mary Trelease, vive en esa misma casa. Solo eso resultaba ya muy espeluznante. No todo el mundo, pensó Charlie, habría sido capaz de idear un plan como ese y luego ponerlo en práctica. Aunque todo el mundo disfrutaba con una buena historia de horror, casi nadie sabía cómo convertirla en realidad.
¿Y qué había del período comprendido entre 1982 y 2008? ¿Cómo cubría esa historia un intervalo de veintiséis años? Una entrevista de trabajo, en la que una mujer se enamora de un hombre al que no conoce. Luego, ella escribe un libro sobre ese hombre. Más adelante, vuelve a coincidir con él en una sesión fotográfica para el Times. Ella debió de pensar que el destino los había reunido de nuevo. Un tiempo después, ella asiste al vernissage de la primera exposición de ese hombre, donde estudia detenidamente su trabajo, porque está obsesionada con él. Ve un cuadro titulado El asesinato de Mary Trelease. En un primer momento, el cuadro no le dice nada; pasa un tiempo, durante el cual su obsesión no ha hecho más que crecer. Entonces contrata a un detective privado y gracias a él se entera de que el padre de ese hombre está en prisión por haber asesinado a una mujer llamada Mary Trelease y, naturalmente, se acuerda del cuadro. Sin embargo, el cuadro sugiere algo distinto con respecto a quién fue el autor del asesinato. No de una forma explícita —no hay ninguna representación gráfica de un acto violento—, aunque sí sutilmente, de modo que la mujer, nuestra heroína, cree que es la única que conoce la verdad.
Cualquier aficionado a los relatos de ficción sabe que solo el personaje protagonista está en situación de saberlo todo, mientras que los demás no saben nada. Charlie pensó que era una buena situación para un ego lastimado, aunque en última instancia no lo suficiente para curar a alguien irremisiblemente dañado. Aquella era una mujer que, después de un fallido intento de suicidio, pintó un autorretrato en el que aparecía muerta, con una soga al cuello. ¿Era así como deseaba verse o como creía que merecía ser representada?
Charlie pensó en Ruth Bussey y en su ejercicio sobre la autoestima, en su incapacidad para pegar en la pared, junto a las de su ídolo, alguna foto suya en la que apareciera feliz, tal y como recomendaba el libro. Durante los dos últimos años, Charlie había evitado mirar fotos suyas y, en la medida de lo posible, había impedido que se las sacaran. ¿Hasta qué punto hay que odiar lo que uno ha sido, es y será para invertir todas las energías en pintar un autorretrato en el que el protagonista aparece deformado y vencido por la muerte?
¿Era eso lo que aquella mujer tenía en su mente?, se preguntó Charlie. ¿Una mujer que se odia a sí misma, a pesar de tener todo el dinero del mundo para comprar arte, contratar los servicios de un detective privado y tener todo lo que se le antoje? ¿A pesar de tener un extraordinario talento y conseguir todo lo que se propusiera si en vez de mirar hacia el pasado mirara hacia el futuro? Pero no podía hacerlo: esa era su tragedia. Su historia era tan antigua como el mundo, y aun así su final la aterrorizaba. Esa era la razón de que empleara esos trucos y ocultara la verdad para dar a entender al otro que no se lo estaba contando todo, por eso jugaba al escondite. Tiene que conseguir que el juego dure, porque en cuanto haya terminado, no le quedará nada.
«Está totalmente convencido de haberla matado».
«A mí no».
Una mujer que sabía cómo mantener al otro a la espera, deseando saber más, que sabía inventarse personas y nombres que no existían. Una mujer que, independientemente de cómo se hiciera llamar, siempre será, en esencia, alguien que se dedica a inventar historias.
Martha Wyers.
—Creí haber entendido que el subinspector Dunning vendría personalmente y con una orden judicial —dijo Richard Bedell, el subdirector de Villiers.
—Vendrá, y la traerá —repuso Simon, que en vez de ser sincero no había hecho nada por corregir la suposición de Bedell de que él y Dunning trabajaban juntos.
Bedell era más joven que Simon. Llevaba unos vaqueros desteñidos, una chaqueta de piel de color crema y mocasines. Simon tenía que recordarse continuamente que no estaba hablando con un adolescente inusualmente seguro de sí mismo que se había quedado a cargo del despacho de su padre. La habitación en la que estaban era grande, como la mayoría de las salas de reunión de las escuelas. Simon trató de acomodarse en un diván de color ciruela lleno de bultos. Tenía que alzar continuamente la voz para hacerse oír desde un extremo de una enorme alfombra beige perfectamente dispuesta sobre el suelo de madera.
Uno de los extremos del descomunal escritorio de Bedell estaba cubierto de pilas de libros de ejercicios —de color rojo y verde oscuro, algunos finos y otros más gruesos, con papeles colocados desordenadamente entre sus páginas— y en el otro había varios teléfonos y tazas de té. Había tres teléfonos —ninguno de ellos móvil— y seis tazas, dos de las cuales eran de color amarillo y azul marino, con el emblema de la escuela. En la alfombra, debajo de la mesa, se veían los cables de los teléfonos, del ordenador, de la impresora y de un fax; formaban tal caos que se habría tardado años en desenrollarlos.
—Lo único que le pido es que me indique cómo llegar a Garstead Cottage —dijo Simon—. Si la señorita Trelease no quiere hablar conmigo, no tiene por qué hacerlo. Esperaré a que llegue Neil Dunning con la orden judicial. De todas formas, me gustaría intentarlo. Como le he dicho, estoy preocupado por su seguridad.
—Y como le he dicho yo, subinspector Waterhouse, ha quedado claro que Mary no quiere ver ni hablar ni con usted ni con ninguno de sus colegas, y tampoco que vayan a su casa. Cuando se lo he comentado se ha puesto bastante histérica, y no puedo permitir que… —Bedell se interrumpió. Su barbilla se arrugó mientras trataba de reprimir un bostezo—. Se lo voy a explicar con todo detalle —dijo, como si estuviera haciéndole un gran favor a Simon—. Egan y Cecily Wyers han sido extremadamente generosos con nosotros desde hace muchos años. Villiers no es como Eton o Marlborough ni como la mayoría de las escuelas privadas de las que puede haber oído hablar. No tenemos grandes reservas de capital del que podamos disponer en momentos difíciles. Si baja el número de matrículas, como ha ocurrido recientemente, el consiguiente descenso de los ingresos por las mensualidades nos pone en una situación muy complicada. Sinceramente, necesitamos el apoyo de familias como los Wyers… Gracias a ellos, ahora contamos con un nuevo y flamante teatro. —Bedell levantó las manos, un gesto que invitaba a Simon a imaginarse la catástrofe, evitada por los pelos, de que la escuela no pudiera contar con esa instalación en particular—. Nosotros contribuimos con Garstead Cottage, proporcionando un refugio seguro para Mary, donde ella pueda trabajar sin ser molestada, por lo cual debo preguntarle a usted lo mismo que le he preguntado al subinspector Dunning: ¿es estrictamente necesaria una orden judicial y todo lo que conlleva? Porque, no quiero mentirle: a Egan y a Cecily no les hará ninguna gracia.
—¿El señor y la señora Wyers tienen algún interés especial en Mary Trelease? —preguntó Simon.
El rostro de Bedell perdió toda su expresión.
—¿Cómo dice? —dijo.
Simon le repitió la pregunta.
—Dígame, ¿es que los policías no se comunican entre ustedes? Ya le explicado lo irregular de la situación al subinspector Dunning.
Simon estaba pensando cuál era la mejor forma de responderle cuando Bedell dijo:
—Si le parece bien, voy a llamarlo. No me dijo que usted iba a venir y…
—Ya ha visto mi placa —repuso Simon. Tenía intención de llegar a esa casa, aunque para ella tuviera que atar a Bedell con el cable del teléfono—. ¿Le dijo Dunning que quiere hablar con Mary Trelease en relación con un asesinato?
Bedell cerró los ojos y tardó varios segundos en volver a abrirlos.
—No, no me lo dijo. Esto es un desastre, un completo desastre.
—Me imagino que se está refiriendo a la víctima del asesinato —replicó Simon—. Gemma Crowther, así se llamaba. Le dispararon en su casa el lunes por la noche. Luego, el asesino le rompió los dientes y le clavó ganchos para colgar cuadros en las encías.
Bedell hizo una mueca y se frotó la nariz. Tras ponerse en pie, dijo:
—Mire, le agradecería que me creyera si le digo una cosa. Mary tiene sus problemas, eso no voy a negarlo. Ser un genio tiene su precio. Sin embargo, está claro que no ha matado a nadie. Creo que acusarla de asesinato es llevar las cosas demasiado lejos.
—Yo no la estoy acusando de nada —puntualizó Simon—. Solo queremos hacerle algunas preguntas, eso es todo… A ella y a otras personas. De momento no pensamos acusarlas de nada.
Ser un genio tiene su precio. Aquella era una de las máximas más cuestionables que jamás hubiera oído Simon. Por el amor de Dios, ¿acaso era un precio que había que pagar con dientes humanos?
—¿Y si llamo al subinspector Dunning para saber cuánto va a tardar en llegar? —sugirió Bedell, descolgando uno de los teléfonos que había encima de su escritorio y lanzando un profundo suspiro—. Sabía que algún día ocurriría algo así.
—¿Sabía que Mary Trelease estaría implicada en la investigación de un asesinato?
—No, por supuesto que no. ¿No le parece un poco grave decir algo así? Sabía que habría problemas, eso es cuanto he dicho. Yo he heredado esta situación: Mary y Garstead Cottage. Si en aquel tiempo hubiese estado aquí, habría manifestado enérgicamente mi desaprobación. A veces no merece la pena pagar según qué precio por conseguir un dinero. Teniendo en cuenta cómo están las cosas, podríamos contratar a alguien a jornada completa para que atendiera las quejas de los padres. Si todo esto sale a la luz, nos salpicará la mierda…, y perdone la expresión.
Las palabras de Bedell tenían poco sentido para Simon, quien solo sabía que no le gustaba el panorama que se estaba dibujando. Bedell bajó los ojos hacia su escritorio y movió algunos papeles sin demasiada convicción.
—¿Cuál es el número de Dunning? —preguntó, en tono irritado.
—Olvidé mi teléfono en el coche —mintió Simon, rebuscando en sus bolsillos.
Estaba sin cobertura desde que había llegado a Villiers, y eso le puso muy nervioso, como si existiera una relación casual entre la imposibilidad de que se pusieran en contacto con él y que algo malo les ocurriera a la gente que le importaba. Pensó en la voz angustiada de su madre: «Intentamos llamarte, pero no contestabas…».
—Ya sé dónde lo guardé —dijo Bedell—. Aguarde un segundo.
Bedell salió de la habitación y cerró la puerta detrás de él. Simon oyó el crujido de sus zapatos recorriendo el pasillo y luego el ruido de una puerta que se abría y volvía a cerrarse en seguida. En cuanto Bedell hablara con Dunning, la posibilidad de llegar a Garstead Cottage se habría esfumado. Simon no podía permitirse el lujo de esperar a que volviera.
Salió al pasillo, bajó las escaleras que había frente al despacho de Bedell y luego bajó otros dos tramos. Descorrió el pestillo de la puerta que él y Bedell habían cruzado, salió del edificio y la cerró. Ante él, perdiéndose en la distancia, se extendía un camino flanqueado a ambos lados por farolas que parecían linternas antiguas y edificios bajos de piedra. ¿Qué dificultad podría presentarle localizar Garstead Cottage? Por lo que podía ver, su descripción no se correspondía con la de ninguno de los edificios que alcanzaba a ver.
Bedell había dejado las cortinas abiertas cuando había hecho pasar a Simon a su despacho. A través de la ventana, Simon había visto un patio iluminado y rodeado por casitas prefabricadas de una sola planta, a las que un revestimiento de madera daba un aspecto vagamente oriental. Puede que Garstead Cottage fuera una de ellas.
Simon se dirigió hacia la parte trasera del edificio y descubrió otro camino que conducía a lo que parecía un poste indicador, situado a unos doscientos metros. Allí estaba mucho más oscuro, tanto, que a Simon le costó leer el poste, incluso de cerca. De un palo sobresalían varias señales rectangulares de madera con forma de flecha. Una de ellas decía «Teatro Cecily Wyers» y otra «Edificio principal». Sin embargo, fue la tercera que leyó la que le hizo agarrarse al poste y recorrer las letras con los dedos: «Darville». Debajo de ella, apuntando en la misma dirección, había otra señal que rezaba «Winduss».
Por lo que él sabía, aquellos nombres correspondían a las personas que habían comprado los cuadros de Aidan Seed. Y que vivían en direcciones inexistentes. Durante unos segundos, de pie en la oscuridad y en medio del silencio, delante de aquel extraño objeto que se parecía un poco a un árbol sin hojas y con las ramas emergiendo en ángulo recto de su tronco, Simon se sintió como un idiota que no sabía qué hacer ni qué pensar.
Había cinco caminos entre los que escoger. Trató de escrutar el final de cada uno de ellos, aunque no le costó mucho, porque en seguida se perdían en la oscuridad. No había ni rastro de las casitas prefabricadas que había visto a través de la ventana de Bedell. Al final decidió seguir la señal que indicaba «Establos», contando con la posibilidad de que, en otros tiempos, Garstead Cottage hubiera sido el alojamiento del personal que se ocupaba de los caballos. La hipótesis era tan válida como cualquier otra.
Cruzó un campo, después del cual el camino asfaltado se estrechaba y daba paso a otro de tierra, aunque, en cualquier caso, seguía siendo un camino. Simon lo siguió y dejó atrás un bosquecillo antes de llegar a otro campo. Cuando empezó a notar los tobillos mojados, bajó la vista y vio que estaba caminando por encima de la hierba. ¿Dónde estaba el camino? ¿Se había acabado o se había salido de él sin darse cuenta? Delante de él vio unas formas oscuras y se dirigió hacia ellas. Los establos. Cuando leyó la señal, Simon dio por sentado que los edificios estarían destinados a otro uso —un laboratorio de idiomas o de ciencias, o un espacio común para las alumnas—, pero, a medida que iba aproximándose, por el ruido y el olor que le llegaban, advirtió la presencia de caballos. Allí no estaba Garstead Cottage.
Estaba a punto de dar media vuelta cuando oyó lo que le pareció un grito ahogado que procedía de la parte trasera de los establos. Simon salió corriendo hacia allí y miró en todas direcciones, aunque no vio nada.
—¿Hola? —gritó—. ¿Hay alguien ahí?
Esta vez, Simon escuchó unas risitas y se dirigió hacia el lugar de donde provenían. Había dado tan solo unos pasos cuando se vio bloqueado por algo que parecía una tela metálica. Era una verja que le llegaba a la altura de la cintura.
—Mierda —murmuró.
Luego escuchó más risitas y vio algo que se iluminaba en la oscuridad: tres puntitos de color naranja que parecían pegados a un grupo de árboles, un poco más allá. Tres cigarrillos encendidos. Sin perderlos de vista, Simon se dirigió hacia los árboles. Cuando aún estaba demasiado lejos para distinguir las caras, escuchó una voz.
—Oh, lo sentimos muchísimo, señor. Sabemos muy bien que estamos en un aprieto…
—Supongo que tendrá que castigarnos —dijo otra chica, dando a la frase la entonación de una pregunta—. Para que no volvamos a cometer el mismo error.
Unas risitas siguieron a esa afirmación, hecha en un tono bastante improbable.
—No soy profesor —dijo Simon a aquellas voces incorpóreas—. Soy policía. Por lo que a mí respecta, podéis fumar cuanto queráis.
—¡Venga ya! ¿En serio? ¿Qué hace un policía vagando sigilosamente de noche por Villy?
—Esto es vergonzoso —dijo la tercera chica.
Ahora Simon estaba lo bastante cerca para ver sus rostros. Debían de tener unos dieciséis años. Las tres iban en pijama y no llevaban nada encima, ni abrigos ni ninguna otra prenda. Entre una risita y otra, temblaban de frío.
—Estoy buscando Garstead Cottage.
—Entonces, ¿qué está haciendo aquí? —preguntó una de las chicas, en tono desdeñoso.
—Está mejor aquí que allí. Será mejor que no vaya a ver a Mary Macabra, señor policía.
—¡Tasha!
—¿Qué? Es verdad. Esa mujer es una auténtica pesadilla.
—¿Estás hablando de Mary Trelease? —preguntó Simon.
—¡Oh, Dios mío! ¡Puede que sea su novia o algo por el estilo!
—¿Y si ha venido a detenerla?
—¿Dónde está la casa? —insistió Simon—. ¿Puede decírmelo alguna de vosotras?
La pregunta fue recibida con un coro de risitas.
—¡Sí, claro! Como si ya no nos la jugáramos bastante esperando a que la directora de nuestra casa nos pille de noche por ahí en pijama…
—Ella tiene miedo de Mary Macabra. Yo le llevo, en cuanto me haya terminado el pitillo.
—¡Qué embustera eres, Flavia! Como si a ti no te diera miedo…
—¡Gallinas lo seréis vosotras, nenas!
—Decidme, ¿de qué habría que tener miedo? —preguntó Simon, esperando que Neil Dunning no decidiera llegar en aquel momento con la orden judicial y lo encontrara merodeando entre los árboles con tres adolescentes ligeritas de ropa.
—Oh, Dios mío… ¡No lo sabe!
—¡No nos creerá si se lo contamos!
—Les corta el cuello a las chicas de Villy y se bebe su sangre.
Eso provocó un nuevo coro de risitas.
—Yo ni siquiera creo que exista. Nunca la he visto, y llevo aquí desde los trece años.
—No, ahora en serio… No hace esas cosas… No bebe sangre ni nada parecido, pero sí es cierto que solo sale de noche.
—Claro, se entiende perfectamente. A mí me daría vergüenza salir de día con una cara así…
—Prácticamente se dejó morir de hambre, y una vez perdió toda la grasa, su rostro se hundió y se quedó con el aspecto de… prácticamente una vieja de ochenta años. Es la pura verdad, tío.
—Es una leyenda de Villy.
—Eso es lo que dice la tradición oral —dijo una de las chicas, con voz grave y tono burlón, y todas se echaron a reír. Simon se imaginó que estarían imitando a uno de sus profesores.
—¡Cierra el pico, tonta! Os advierto que rodarán cabezas si me niegan el permiso para salir por culpa vuestra.
—No creo que impongan el toque de queda por haber ayudado a un policía.
—Callaos y dejadme que se lo explique. No tiene tiempo para perder con dos crías como vosotras. No estamos muy seguras…
—Sí que lo estamos. Oí a la señorita Westaway y a la señora Dean hablando de ello.
—Puede que fueran solo rumores o calumias.
—Querrás decir calumnias. Calumia no es una palabra. Le pido disculpas en nombre de mi compañera de cuarto: está un poco aturdida… —dijo la chica que estaba al lado de Simon—. No es ningún rumor… Es la escandalosa realidad. Mary Macabra tenía un novio que la dejó, y ella estaba tan hecha polvo que intentó suicidarse. Se ahorcó en Garstead Cottage.
—Y él, el novio, también estaba allí —apuntó otra de las chicas.
—Ah, sí, me había olvidado de eso. Sí, ella lo hizo venir para asistir al último acto. —La chica que Simon creía que se llamaba Flavia, a menos que se hubiera confundido y se tratara de Tasha, hizo un gesto en el aire, abriendo y cerrando comillas—. Cuando llegó, ella estaba encima de la mesa del comedor, con una soga al cuello, atada a la lámpara o algo así…
—¡A una araña! ¡Era una araña!
—Sí, ya. ¿En una casa de campo?
—He oído que era una araña.
—Lo que fuera. Entonces, él llamó a una ambulancia y la llevaron al hospital. Pero durante el trayecto, ella murió. Quiero decir que murió de verdad: el corazón dejó de latirle y el oxígeno no le llegó al cerebro durante tres minutos…
—Fueron diez minutos…
—Nadie resucita después de diez minutos, tía. He visto a Mary Macabra… Es muy rara, pero no es ningún vegetal. ¿Qué estaba diciendo? Ah, sí: los tipos que iban en la ambulancia la devolvieron…, bueno, sí, a la vida. Se suponía que había sufrido daños cerebrales, pero no fue así. Estaba bien, perfectamente. Salvo que no era ella, porque a partir de entonces se convirtió en Mary Macabra. Se cambió de nombre.
—Espera un momento —dijo Simon—. ¿Qué quieres decir? ¿Por cuál se lo cambió?
—Mary Trelease.
—Martha Macabra no habría sonado tan bien.
—¿Martha?
Si la seguridad de las chicas y la poca ropa que llevaban no le hubiesen hecho sentir incómodo, Simon se lo habría preguntado con más vehemencia.
—Martha Wyers… Así es como se llamaba. Pero después de morir y volver a la vida no quiso que nadie volviera a llamarla así, porque…, en fin, Martha Wyers estaba prácticamente muerta.
—¡Un alucine! Esta historia me da escalofríos cada vez que la oigo —dijo una de las chicas, estrechándose el cuerpo con los brazos.
—Arremetía contra todo aquel que la llamara Martha. Incluso sus padres tuvieron que empezar a llamarla Mary.
—¿Arremetía? —la interrumpió Simon. Tenía que preguntárselo.
—¿Qué? Bueno, es un modo de hablar.
—Traducción para quien no es de Villy: se ponía muy furiosa con cualquiera que la llamara Martha.
—Y perdió mucho peso cuando se convirtió en Mary. Antes estaba rellenita.
—Debió de languidecer por su gran amor…
Simon no podía pensar con claridad mientras las chicas no paraban de parlotear.
—¿Sabéis por qué eligió el nombre de Mary Trelease?
Se miraron mutuamente, guardando silencio por primera vez.
—No —respondió una de ellas en tono irritado, furiosa porque la habían pillado en falso—. ¿Qué importa eso? Un nombre no es más que un nombre, ¿verdad?
—Así es, Flavia Edna Seawright.
Otro coro de risitas.
—El nombre no fue lo único que se cambió después de su resurrección, de eso estoy segura —intervino Flavia, en un intento por desviar la atención.
—Sí, ya… ¿Y de qué se trata?
—Antes había sido escritora… Publicó un libro.
—Sí, hay un ejemplar en la biblioteca.
—Entonces debió de estudiar en Heathcote.
—No, fue a Margerison.
Simon comprendió qué significaban las señales que había visto. Las casas de las alumnas.
—Estaba en una casa que no tenía nada de especial. Era escritora, pero después de intentar ahorcarse nunca volvió a escribir… Y entonces decidió dedicarse a la pintura. Yo no, pero hay un montón de chicas de Villy que la han visto vagando de noche, fumando, cubierta de pintura…
—¿Es cierto que Damaris Clay-Hoffman la paró para pedirle un cigarrillo?
—¡Damaris Clay-Hoffman miente más que habla!
—¿Dónde está Garstead Cottage? —preguntó Simon—. No es necesario que vengáis conmigo, solo tenéis que decirme dónde está.
Simon quería llegar a la casa sin armar revuelo y no anunciado por un coro de grititos.
Mientras Flavia Edna Seawright señalaba hacia su izquierda, en medio de la noche se oyó un fuerte ruido, parecido a una pequeña explosión.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó la chica, agarrándose al brazo de Simon—. Ahora no estoy bromeando. Eso ha sonado como un disparo.