Miércoles, 5 de marzo de 2008
—Espere aquí —le digo al taxista, con la puerta ya abierta, mientras reduce la marcha antes de detenerse delante de Garstead Cottage—. Mantenga el motor en marcha.
Dejo atrás el cartel de la vaca con el pendiente amarillo y me dirijo hacia la puerta trasera de la casa. Suena «Survivor», la canción de Mary. Abre la puerta y me mira con los ojos entornados, como si yo fuera una luz que la deslumbra y ella llevara mucho rato a oscuras. No esperaba que volviera.
—Tienes que salir de aquí —le digo—. No tengo tiempo para explicártelo. Vete a otro sitio, a donde sea. A la casa de la madre de Martha.
—¿Cecily? —Baja la cabeza y se queda mirando sus pies descalzos, sin moverse. Lleva unos vaqueros rotos y una camiseta negra manchada de pintura. Quiero agarrarla y sacarla afuera—. ¿Qué pasa? —me pregunta.
Tengo que contestarle algo.
—He llamado a la policía de Lincoln. Han destrozado dos de los jardines que diseñé… Los han dejado patas arriba, han arrancado las plantas… Uno el verano pasado y el otro el martes, de madrugada.
Menos de seis horas después de que Gemma Crowther fuera asesinada.
Mary abre unos ojos como platos.
—¿Cherub Cottage?
—No. Eran dos de los tres jardines que fueron premiados.
Realmente no lo entiendo, y no quiero entenderlo. El hecho de que alguien destruya algo tan hermoso y natural como un jardín, algo tan irreemplazable…, está más allá de mi comprensión. Los dueños podrán volver a sembrar y a plantar, pero no será lo mismo. No hay dos jardines iguales.
No puedo dejar que me invada por la tristeza, no cuando necesito la máxima concentración. Mary se agarra con fuerza a la puerta.
—También ha querido hacerte daño a ti.
—Escucha, no hay tiempo. Está a punto de llegar. Vete.
—No pienso dejarte aquí con…
—¡Tienes que hacerlo! Ahora no puedo explicártelo. Debes confiar en mí, como yo confié en ti. Dame el número de tu móvil… Te llamaré en cuanto pueda.
—Dame unos minutos —dice Mary, desapareciendo en el interior de la casa.
Los segundos transcurren lentamente. El taxista apaga el motor y yo le hago un gesto para que vuelva a ponerlo en marcha. Cuando Mary vuelve a salir, lleva zapatos y una chaqueta y sostiene una bolsa de viaje de color caqui.
—El número de mi móvil está en la mesa de la cocina, junto al teléfono. Aquí tienes las llaves —dice, poniéndomelas en la mano—. Llámame. —Está hurgando en la bolsa, buscando algo; se mueve muy despacio—. ¿Por qué no vienes conmigo? Podríamos…
—No puedo. Ve a casa de tus padres y…
—¿Mis padres? —dice, parpadeando en la oscuridad.
—Ve a mi casa. —Saco las llaves del bolso y se las tiendo—. Llama a la policía; diles que esperen contigo.
Finalmente, Mary sube al taxi.
—Llámame —dice, antes de cerrar la puerta—. Cuídate.
Me quedo mirando mientras el taxi da la vuelta y se aleja por el largo camino, avanzando a trompicones entre las piedras, que parecen pequeños montículos, hasta que cruza las puertas de la escuela. Una vez ha desaparecido, vuelvo corriendo a la casa. Mary ha dejado la puerta abierta. La música sigue sonando. Me dirijo al comedor; giro el pomo para abrir la puerta, pero no pasa nada. Trato de hacerlo girar en sentido contrario. Nada. Cerrada. Extiendo el brazo, para ver si la llave está en el dintel, pero no hay nada. Frenética, recorro toda la superficie con los dedos. La llave ha desaparecido.
Vuelvo corriendo a la cocina, donde he visto más llaves colgadas en unos ganchos que hay debajo de un armario de madera. Sí: hay cinco ganchos de metal atornillados a la madera, con más de cinco llaves. Las pruebo una por una, yendo de una habitación a otra, pero ninguna de ellas abre la puerta. Tendré que romper el cristal de la ventana.
Paso junto a la mesa de la cocina, donde Mary ha apuntado su número de móvil en azul sobre la madera; junto al teléfono inalámbrico hay un pincel de cerdas muy finas. Fuera no hay nadie. A lo lejos veo algunas luces encendidas en el edificio principal de la escuela, el que tiene la torre cuadrada, aunque parecen estar a millones de kilómetros de distancia.
La parte de atrás de Garstead Cottage, sin las luces a ambos lados del camino, está más oscura que la entrada principal. Hay una ventana que debe ser la del comedor: es la única lo bastante grande. Me agacho para coger una piedra grande, pero de pronto me bloqueo. No puedo coger una piedra y lanzarla. No puedo. ¿Qué más podría emplear? Mis zapatos no son lo bastante pesados, y en el bolso tampoco llevo nada que pueda serme útil.
Las bicicletas que hay junto a la entrada. Rodeo la casa a toda prisa; al lado de las bicicletas veo algo incluso mejor: una bomba metálica para hinchar neumáticos. La cojo y me dirijo de nuevo hasta la ventana del comedor.
Estoy a punto de romper el cristal cuando, de pronto, la música se para. Dudo, escuchando el pesado silencio que me rodea. Menos de cinco segundos después, vuelve a escucharse la música: es la misma canción, repitiéndose hasta el infinito.
—¡Socorro! —grito. El aire amortigua mi voz—. ¡Que alguien me ayude!
Nada.
Cojo la bomba y golpeo el cristal de la ventana con todas mis fuerzas. Se rompe en mil pedazos, la mayoría de los cuales caen dentro del comedor. Ayudándome con la bomba, hago caer los cristales que han quedado pegados al marco. Luego me encaramo a la ventana y, apartando las pesadas cortinas, entro en la habitación. El aire está lleno de lo que al principio me parece un montón de pequeñas plumas de colores, pero no es eso. Son trozos de tela que ha levantado el viento que ha entrado por la ventana. Ante mí veo un amasijo de restos que se caen y que parece surgido del suelo: la montaña de cuadros destruidos. Y la pintura que vertieron por encima ha formado pequeños charcos… Me inclino para tocar un reguero de pintura azul con los dedos: aún está húmeda. Más pintura, aun después de que yo me fuera. Me llevo los dedos a la nariz para olería.
No es de la clase de pintura que se utiliza para pintar un cuadro; su olor es demasiado fuerte, demasiado químico. Los botes de pintura, los mismos que vi la última vez que entré en esta habitación, con Mary, son redondos y muy anchos. Dulux. Es pintura para pintar paredes, no cuadros. Para disimular el olor de algo mucho peor. No se me había ocurrido antes. En Garstead Cottage no hay ninguna pared pintada con este tono de azul. Ni de amarillo o verde. Ni de rojo.
Con el corazón desbocado, me agacho para tocar un charco de color rojo. La textura es diferente. Tras olerme los dedos, grito. Es sangre.
Me lanzo sobre el montón de telas y empiezo a moverlo hacia un lado, apartando los trozos con la mano para abrirme paso. Sigo escarbando, escupiendo los trozos de tela que se meten en mi boca. Cada pocos segundos, levanto la cabeza para respirar. Escarbo y empujo sin parar hasta que palpo algo duro y frío, algo que sé que no puede ser un cuadro ni parte de un marco. Lo agarro fuertemente con la mano y lo saco: es un martillo. Sobre la cabeza metálica de color plateado se aprecian hilillos de sangre seca. Lo lanzo lejos porque no soporto su contacto contra mi piel, y sigo escarbando, empleando los dedos como rastrillo. Es imposible que me equivoque. Es imposible…
Estoy tocando una mano.
Una sonrisa pintada, una uña, un trozo de cielo azul.
Vi una uña cuando Mary me enseñó por primera vez esta habitación. Pensé que era el fragmento de un cuadro, pero me equivocaba. Era de verdad. Escarbo con todas mis fuerzas, salvajemente, atacando lo que queda de la montaña de telas hasta que se derrumba por ambos lados y lo veo.
—¡Aidan! —grito, entre sollozos.
Lo siento. Lo siento mucho.
Tiene los ojos entrecerrados y la boca tapada con un trozo de cinta adhesiva marrón. Lo arranco, esperando que él se mueva o emita algún sonido. Nada. Me aterra mirar su cara, pálida e inmóvil; podría estar inmóvil durante demasiado tiempo… Los mugidos de las vacas en los campos… Pensé que una de ellas se quejaba de dolor. Aquel gemido sordo, que pensé que era de Mary… No, era de Aidan… Aidan gimiendo de dolor, mientras se le iba la vida en esos regueros de sangre que confundí con manchas de pintura roja en la moqueta de color crema. ¿Por qué no me di cuenta? ¿Por qué no lo vi?
En su hombro derecho, en su camisa, tiene un agujero oscuro. El contorno es negro, como si la tela estuviera quemada. El agujero de una bala… Le han disparado. Tiene la mandíbula desencajada y la boca abierta; dentro hay algo de color carne, demasiado grande para que sea su lengua. Lo toco, con la máxima delicadeza, y se lo saco. Es una esponja de color melocotón, parecida a la que Gemma utilizó para amordazarme. También utilizó cinta adhesiva marrón y una esponja para taparme la boca. Por un instante, la exactitud de la recreación me paraliza, mientras un escalofrío de terror invade mi cuerpo. Creía que una vez supiera la verdad, acabaría el miedo, pero no es así. Es peor.
Aidan no destruyó mis jardines ni los cuadros de Mary. Ella me mintió. Me dijo que había dieciocho cuadros en la exposición que nunca hizo, la que Aidan se inventó. ¿Se olvidó de lo que me había dicho cuando me mostró la lista de ventas de la exposición que Aidan hizo en la Galería TiqTaq? No era la verdadera lista, sino una que ella había escrito. Reconocí su letra: era la misma de su firma de Abberton. Dieciocho cuadros en la exposición de Aidan, dieciocho marcos vacíos en sus paredes: cada uno era un homenaje a un cuadro que había sido cruelmente destruido.
En su historia, Mary invirtió los papeles: convirtió a Aidan en el destructor y a ella en la víctima.
Yo también he mentido. ¿Me habrá creído Mary cuando le he dicho que quería que saliera de Garstead Cottage por su propia seguridad? ¿Fui lo bastante convincente?
Jadeando, dejo caer la esponja y me froto las manos contra los pantalones hasta que me escuece la piel.
Tengo que llamar a una ambulancia. A la policía no… La policía es útil cuando ya es demasiado y tarde, y ahora no lo es; no puede ser demasiado tarde. Corro hacia la puerta, olvidándome de que está cerrada y no tengo la llave. Al comprobar que no se abre, me dirijo a toda prisa hacia la ventana, resbalando sobre los restos desparramados por el suelo, lista para lanzarme sobre la hierba.
—Hola, Ruth —dice una voz trémula y distorsionada que proviene de fuera.
Lanzo un grito, como si fuera la noche la que me hablara.
De la oscuridad surge una figura que se acerca lentamente. Un rostro enjuto, arrugado, que cede bajo el peso de una sonrisa de triunfo, como alguien que tratara de sostener un trofeo demasiado pesado. Mary. Con una expresión de maníaca en la cara, una expresión de júbilo que me obliga a gritar otra vez, incluso antes de haber visto la pistola que sostiene en la mano.