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5/3/08

Charlie esperaba que las aguas se hubieran calmado cuando entró en la Galería Spilling, pero la fiesta aún estaba en pleno apogeo a pesar de que faltaba poco para que dieran las nueve. El interior, iluminado, era un hormiguero de cuerpos. Oyó el bullicio de risas y voces en cuanto se bajó del coche.

Había llamado al número particular de Saul Hansard tras haberlo localizado en la guía, donde figuraba junto al nombre de la casa: El Granero. Sí, era esa: recordaba haberle oído mencionar el destartalado edificio que él y su mujer habían comprado y restaurado para convertirlo en una vivienda. Charlie conocía a Saul gracias a una iniciativa para combatir la delincuencia en tiendas y negocios que había promovido hacía un año. Saul resultó ser uno de los comerciantes menos insoportables y exigentes.

Aquella noche se celebraba un vernissage en su galería. Eso le había dicho a Charlie la esposa de Saul, Breda Hansard. Los cristales del escaparate estaban tan empañados que apenas se veían los cuadros que se exhibían. Al entrar, Charlie notó un fuerte olor a vino y sudor. Entonces vio los cuadros: eran escenas locales, que parecían más agradables de lo que eran en realidad gracias a unos colores muy llamativos aunque poco realistas y a lo que parecían trocitos de papel de aluminio dorado, pegados a la tela para representar el sol o flores amarillas que crecían junto a un camino. Le parecieron muy cursis, la clase de cuadros que podría gustar a la gente de Spilling.

Cuando Saul vio a Charlie, se alejó del grupo de gente con la que estaba hablando.

—Me alegro de que la mandaran a usted —dijo—. Vayamos a la trastienda.

—¿Se alegra de que me hayan mandado? ¿Quién?

Charlie se quitó el abrigo y se lo colgó del brazo. En la galería hacía un calor insoportable, ese calor pesado y húmedo que provocaba demasiada gente encerrada en un sitio demasiado pequeño.

Saul no la había oído, y Charlie le repitió su pregunta. Parecía desconcertado.

—¿No ha venido porque he llamado?

—No. ¿A quién ha llamado?

La trastienda era una habitación muy grande que habría podido ser la de un chico con inclinaciones artísticas, inspirado aunque poco disciplinado. Había rotuladores por doquier, en todas las superficies y en el suelo; el pie de Charlie resbaló encima de uno mientras caminaba. Apoyadas contra la pared había enormes cartulinas blancas manchadas de pintura y cuadros enmarcados y sin enmarcar en pilas que se sostenían en un precario equilibrio. Sobre la mesa había esprays de pintura manchados junto a pañuelos de papel, la mayoría arrugados o hechos una bola, trozos de madera, cola…

—Quería hablar con alguien —dijo Saul, jugueteando con los tirantes rojos que siempre solía llevar—. Ayer y hoy ha habido un trasiego de policías entrando y saliendo de aquí; no han parado de hacerme preguntas, aunque ninguno quería responder a las mías. Estaba preocupado. Creo que hay gente que me importa y que podría estar en un apuro… o incluso puede que hayan desaparecido, y…

—¿Podría tratarse de Ruth Bussey, Aidan Seed y Mary Trelease?

Por un instante, Saul pareció satisfecho, aunque de inmediato su rostro adquirió una expresión ansiosa.

—¿También está aquí para preguntarme por ellos?

—Extraoficialmente.

—Mary Trelease no es alguien que me importe —dijo Saul, con aire pensativo, como si no quisiera admitir que no le importaba—. Aunque, evidentemente, no le deseo nada malo. Es una mujer muy extraña; conflictiva. Perdí a Ruth por su culpa. ¿Sabía que ella trabajaba conmigo?

—Ruth me contó la pelea que tuvo con Mary Ocurrió aquí, ¿verdad?

Saul asintió con la cabeza.

—¿La presenció?

—Solo el final. Fue algo muy desagradable.

—¿Qué fue lo que pasó exactamente?

—Espere un minuto. Lo siento. —Saul parecía agitado. Se apretaba la palma de la mano izquierda con el dedo pulgar de la derecha, como si tratara de hacer un agujero—. ¿Podría decirme al menos si Ruth y Aidan están bien? Ambos son… Bueno, me angustiaría mucho saber que están en apuros…

—No puedo decirle si están bien —contestó Charlie, sintiéndose mal al ver el efecto que su respuesta había provocado en él—. Será mejor que se lo pregunte a la gente de Londres con la que ha hablado…

—¿De Londres? No he hablado con nadie de Londres. —Saul se iba poniendo cada vez más nervioso—. Los agentes de policía que vinieron eran de aquí. Los he visto entrar en el Brown Cow. Y a veces también los he visto salir de allí borrachos como una cuba. La he visto a usted con ellos. No recuerdo sus nombres. Uno de ellos era alto y… corpulento; tenía acento del norte.

—¿Y el otro era bajito, con el pelo moreno y cara de canalla pendenciero? —preguntó Charlie. Sellers y Gibbs. Los ayudantes de Coral Milward. Debían de haber saltado de contento al descubrir las desgracias de su exjefa expuestas en la pared del dormitorio de Ruth Bussey. Charlie recordó la forma en que Milward se había burlado de ella a costa de dichas desgracias y sintió que la invadía una oleada de rabia—. Hábleme de la pelea de Ruth y Mary —dijo.

Saul tenía la expresión de alguien a quien pillan desprevenido.

Creí entender que Ruth se lo había contado. Mary le trajo un cuadro suyo para que se lo enmarcara. ¿Ruth quiso comprarlo y Mary no quiso vendérselo?

—Básicamente fue eso, sí. Mary es la única artista que conozco que no quiere vender sus obras. Ni siquiera le gusta que la gente las vea. En una ocasión llegó a decirme que preferiría que no mirara sus cuadros mientras los enmarcaba. Le dije que eso era imposible. Sabiendo cómo era, nunca me habría atrevido a proponerle que me vendiera uno de sus cuadros, aunque tiene mucho talento. Debería habérselo advertido a Ruth. —Saul apretó con más fuerza el dedo pulgar contra la palma de la mano—. Dígame, ¿Mary ha vuelto de nuevo a atacar a Ruth? Nunca me lo perdonaría si ha sido así.

—¿«De nuevo»? —dijo Charlie—. ¿Qué ocurrió exactamente entre ellas? ¿Qué daños sufrió Ruth?

—No le rompió ningún hueso, si es eso a lo que se refiere. El daño fue sobre todo psicológico. Mary empujó a Ruth contra la pared, cogió un bote de pintura roja y se lo lanzó a la cara. Después de eso, Ruth se encerró en sí misma; no quiso volver al trabajo ni hablar con nadie.

—¿Qué es lo que me está ocultando? —Charlie ladeó la cabeza, obligándolo a mirarla a los ojos—. Escuche, la semana pasada Ruth vino a verme para pedirme ayuda. Creo que puede estar en peligro. Todo lo que me diga, cualquier cosa, puede marcar la diferencia entre que la encuentre o no.

—Cualquier cosa que le diga daría igual, se lo aseguro.

Charlie había pensado que Saul sería un pelele, pero al parecer había decidido mantenerse en sus trece. Y eso no hacía sino reforzar la decisión de Charlie de obligarlo a ceder.

—Eso no lo sabe —le dijo—. Por favor, no se lo pediría si no fuera estrictamente necesario.

Saul se quedó mirando fijamente el suelo.

—Ruth se orinó encima, ¿comprende? Fue horrible. Para ella debió de ser algo espantoso. Ocurrió delante de Mary, de mí y de una pareja que acababa de entrar en la galería: esperaban ver algún cuadro que les gustara mientras daban una vuelta y no una mujer sollozando, con la cara manchada de pintura roja, de pie sobre un charco de orina… —Saul lanzó un suspiro—. No debería habérselo contado. ¿Cómo se sentiría si alguien repitiera una historia así sobre usted?

—La gente sabe cosas mucho peores sobre mí —le dijo Charlie bruscamente—. ¿Ha oído alguna vez el nombre de Martha Wyers?

Saul arrugó la frente.

—Martha… Sí. Es escritora, ¿verdad? Aidan la conocía. Hace años los entrevistaron a los dos; creo que sus fotos aparecieron en los periódicos. Artistas jóvenes, atractivos, con mucho glamour… Ya sabe.

—¿Llegó a conocerla?

—Sí, creo que sí. Aidan hizo una exposición en una galería de Londres.

—TiqTaq.

—Exacto. —Saul se sorprendió de que Charlie lo supiera—. Creo que Martha Wyers asistió al vernissage. No recuerdo su cara, pero el nombre sí me suena. Puede que Aidan nos presentara. En cualquier caso, creo recordar que ella estuvo allí. —Cogió un rotulador que había encima de la mesa y empezó a girarlo con los dedos, mientras se remontaba mentalmente a muchos años atrás—. Puede que viniera con su madre. Sí, eso es: la madre me habló del libro de Martha.

Hielo en el sol.

—Me temo que no recuerdo el título. La madre no hacía más que hablar del éxito de su hija, y Martha parecía muy avergonzada.

—¿Recuerda si Mary Trelease asistió al vernissage de Aidan?

Una expresión de estremecimiento cruzó el rostro de Saul.

—¿Por qué iba a estar Mary allí? —dijo—. Mary no conoce a Aidan. —Al ver que Charlie no lo contradecía, Saul añadió—: Por favor, no me diga que se conocen. Nunca habría mandado a Ruth al taller de Aidan de haber sabido que existía alguna clase de relación entre él y Mary.

—¿Cuándo empezó a enmarcar los cuadros de Mary? —le preguntó Charlie vehementemente.

La gente que había decidido culparse de algo lo hacía aun cuando los demás le aconsejaran que no lo hiciera… Esa era la conclusión a la que había llegado Charlie, basándose en su propia experiencia. Pensó que sería mejor cambiar de tema para distraer a Saul de las preocupaciones que lo asaltaban en vez de sumirlo en ellas. Tenía que encontrarse con Kerry Gatti a las nueve y media en un pub de Rawndesley; no podía entretenerse.

—Hace bastante tiempo —respondió Saul—. Diría que unos tres o cuatro años. Podría comprobarlo, pero dudo que guarde facturas que se remonten a más tiempo.

Como si quisiera demostrármelo, cogió una hoja de papel de la mesa, se quedó mirando fijamente un instante los trocitos de madera que había debajo y volvió a colocarla exactamente donde estaba.

—Cuando Mary le dijo su nombre, la primera vez que vino a verlo…, ¿pensó que ya lo había oído antes?

—No. ¿Por qué? ¿Debería haberme sonado familiar?

Charlie no tenía ningún motivo para no contárselo, teniendo en cuenta que Saul había asistido al vernissage de Aidan y era posible que lo hubiera visto.

—En la exposición que Aidan hizo en la Galería TiqTaq había un cuadro titulado El asesinato de Mary Trelease.

Saul estaba estupefacto.

—¿Qué? Pero…

—¿No vio ese título?

—Aquella noche la galería estaba a rebosar. No creo que me fijara en todos los títulos, pero seguro que habría reparado en un cuadro que representara un asesinato, y no lo había. —Saul palideció—. ¿Han asesinado a… Mary? —Esta vez Saul no esperó ninguna respuesta—. La vi el año pasado por última vez —dijo, sacudiendo la cabeza—. Y la exposición de Aidan fue en 1999 o 2000, no lo recuerdo bien… Las fechas no…

Charlie se resistió a la tentación de decirle que estaba tan desconcertada como él, que lo estaba desde el pasado viernes, cuando Ruth Bussey la había metido en un asunto que no tenía ningún sentido, ni cronológicamente ni bajo ningún otro aspecto.

—Usted compró un cuadro en el vernissage de Aidan —dijo.

—Así es. Y si va a pedirme que se lo deje ver, le digo de entrada que no es posible. Lo tuve en mi poder menos de una semana.

—¿Y eso?

Saul se sonrojó.

—Supongo que será otra de esas cosas que debería contarle para ayudarla a encontrar a Ruth.

—Cuente con mi discreción —le prometió Charlie.

—Lo vendí. Pocos días después de llevármelo de la Galería TiqTaq recibí una llamada telefónica de un coleccionista de arte. Yo también me considero un coleccionista, aunque no al mismo nivel que aquel tipo. Para mí se trata de un simple placer. Es evidente que debía tratarse de un pez gordo del mundo del arte; quería saber si estaba interesado en venderle el cuadro de Aidan, el que yo había comprado. Sabía lo que yo había pagado por él, y me ofreció cuatro veces más.

Una expresión afligida asomó al rostro de Saul.

—Me sentí muy mal por ello, pero acepté el dinero. Por entonces, esta galería no marchaba tan bien como ahora. Y, aun así, a menudo tengo problemas de liquidez. Fue algo muy extraño; en realidad, el cuadro no me gustaba. Nunca se lo dije a Jan… Jan Garner, la dueña de TiqTaq; es una vieja amiga.

Charlie asintió con la cabeza.

—Ella creía que Aidan era la segunda maravilla del universo, después del pan de molde, pero a mí su obra no me entusiasmaba. Me caía muy bien como persona, hasta el punto de que le ofrecí un trabajo, pero sus cuadros tenían algo que me dejaba frío. En cierto sentido, eran demasiado… crudos. Cuando los mirabas de cerca era como recibir un puñetazo en el estómago. —Saul se encogió de hombros—. Sin duda alguna, eso contribuyó a mi decisión, aunque no me ayudó a sentirme mejor por haberme desprendido del cuadro; de hecho, me hizo sentir peor. Al día siguiente vino un mensajero y se lo llevó.

—¿Y el dinero? —preguntó Charlie.

—Ah, lo recibí casi de inmediato. Un par de horas después de nuestra primera conversación telefónica estaba ingresado en mi cuenta. Ocho mil libras.

—Una cantidad difícil de rechazar —tuvo que admitir Charlie.

No había ningún cuadro que ella no estaría dispuesta a vender por ese dinero, salvo los que sabía que valían mucho más, por supuesto. La Mona Lisa, o Los girasoles, de Van Gogh. En aquel momento, eran los dos únicos que le venían a la mente.

—Sinceramente, pensé que a Aidan le convenía más que uno de sus cuadros formara parte del fondo de un auténtico coleccionista que colgar de una de las paredes de mi casa —dijo Saul—. Sin embargo, nunca se lo conté… Quería hacerlo, pero nunca me atreví. Lo cual significaba que nunca podría volver invitarlo a cenar a mi casa mientras trabajara para mí.

—Supongo que no recordará el nombre de ese coleccionista, ¿verdad? —le preguntó Charlie, sin demasiadas esperanzas.

—De hecho, sí lo recuerdo. Yo nací en Dorset, y su apellido era el nombre del pueblo donde me crie, un lugar del que nadie ha oído hablar salvo que sea de allí. O, mejor dicho, su apellido era la mitad del nombre. Supongo que no le suena Blandford Forum, ¿verdad?

Charlie nunca había oído mencionar ese pueblo. Aun así, sabía qué mitad era el apellido del coleccionista cuya oferta Saul no pudo rechazar. Un hombre cuya esposa se llamaba Sylvia y que tenía una casa en una calle que no existía.

—Se llamaba Blandford —dijo Saul—. Sin embargo, no pondría la mano en el fuego con respecto al nombre, aunque creo recordar que era Maurice. Maurice Blandford.

En el Swan, en Rawndesley, hacía tanto calor y había tanta gente como en la galería. Charlie se dirigió a la barra y pidió una pinta de lima con soda: necesitaba rehidratarse. Descubrió a Kerry Gatti sentado a una mesa, con dos mujeres. Estaba enfrascado en la lectura de un libro, y no la vio. Aunque llegaba con retraso, él no la estaba buscando. Le daba igual que se presentara o no. Cogió su bebida y se abrió paso hasta la mesa, derramando un poco de líquido por el camino.

—Kerry.

—¡Jesús! —exclamó él, levantando los ojos—. ¿Le has pedido una muestra de orina a la camarera?

Una de las mujeres que estaban sentadas a la mesa alejó su silla de él y la otra le dedicó a Charlie una mirada para dejar claro que aquel tipo no tenía nada que ver con ella.

Kerry estaba leyendo un libro de Stephen Hawking: Breve historia del tiempo. El marcador estaba sospechosamente cerca de la portada. Seguramente no había pasado de las cinco primeras páginas.

—¿Eres así de borde porque tienes un nombre de mujer o porque fracasaste como cómico?

Él se echó a reír. Una de las cosas más irritantes de Kerry es que parecía disfrutar cuando lo insultaban.

—No soy el único que ha fracasado en su carrera. Por lo que he oído, la tuya está a punto de irse al traste. Y la de tu prometido también.

—¿Cómo sabes que estoy prometida? —preguntó Charlie en un tono despreocupado.

Con Kerry había que fingir que nada importaba. Ese era el truco. Si él se daba cuenta de que había dado en el clavo, hundía más el cuchillo. La parte positiva era que se le podían clavar tantos cuchillos como se quisiera. De toda la gente que conocía Charlie, Kerry era el único que no tenía ni merecía ni una pizca de consideración.

—Me honro en seguir tu evolución —repuso Kerry—. O mejor dicho: tu involución. ¿No me digas que estás pensando de verdad en casarte con ese cretino de Waterhouse, un tipo con nulo sentido del humor?

—Ese es el plan —contestó Charlie.

—Pues vaya plan, si es que hablas en serio. Personalmente, no creo que lo hagas. Lo que tú quieres es todo el bombo del compromiso, pero a última hora decidirás escapar. Seguro que aún no habéis fijado una fecha.

Charlie respiró profundamente.

—La hayamos fijado o no, no es asunto tuyo. Además, no estás invitado. Lo siento —dijo, dedicándole una falsa sonrisa.

—No lo sientas —repuso Kerry—. Tampoco podría ir… Sería demasiado embarazoso para ti.

—Nunca has hablado con Simon, ¿verdad? Él no sabía exactamente quién eras.

—Sí, vale, pero yo sí sé quién es él. Un cerebro en una cubeta. Una leyenda viviente como detective, pero un fracaso como futuro marido. ¿Sabe lo nuestro?

Charlie se echó a reír.

—Sí. Sabe lo nuestro y sabe que he follado con cientos de hombres antes de prometerme con él. Y, casualmente, entre esos hombres estás tú.

—¡Ay! —exclamó Kerry—. Dios, qué guarra…

—Si lo que me preguntas es si sabe concretamente que tú y yo… Como te he dicho, ni siquiera sabe muy bien quién eres.

—Pero lo sabrá. Os he hecho un favor; soy así de enrollado. Cuando os hayan despedido y estéis sin blanca, llamad a First Call y preguntad por Seb. Le he dicho que Waterhouse es bueno. Le mentí y le dije que tú también eras buena, por los viejos tiempos. Si sois amables con él, os dará trabajo. No me gustaría desanimaros, pero es probable que no tengáis el placer de trabajar con moi. Dentro de unos días voy a presentar mi dimisión; quiero volver a probar suerte en el teatro. —Kerry se encogió de hombros—. Soy un tipo gracioso, y en este mundo hay que potenciar el talento que tienes. Lamento oír que tú no lo has hecho con el tuyo desde que te has prometido. Me han dicho que últimamente ha aumentado el número de llamadas a los samaritanos, y ahora entiendo por qué. En otros tiempos llevaste a cabo un buen servicio a la comunidad.

—Tú conoces a Aidan Seed —dijo Charlie—. Asististe a su vernissage en el año 2000.

—¿Ah, sí?

—Compraste un cuadro. Unos días después de haberlo retirado, recibiste una llamada de alguien tan interesado en él que te ofreció bastante más de lo que tú habías pagado. Mucho más.

—Nunca me gustó Seed, y menos aún sus repulsivos cuadros —repuso Kerry—. Nunca le hubiera comprado uno si no fuera porque había bebido más de la cuenta. Parecía que iba a convertirse en quién sabe qué, y pensé que sería una buena inversión. Y resultó que obtuve beneficios mucho antes de lo esperado.

—Vendiste el cuadro que compraste a un tal Maurice Blandford. O puede que ese no fuera su nombre. Tal vez fuera Abberton, o…

—El primer nombre era correcto: Maurice Blandford. Le chupaste la polla, ¿verdad?

—No. En el caso de que exista y que tenga una polla digna de ser chupada…, no.

—Todas las pollas son dignas de ser chupadas —contestó Kerry—. Te lo digo yo, que soy el afortunado dueño de un precioso ejemplar.

—Supongo que te refieres a ese de reserva que guardas en un bote con formol para las grandes ocasiones…

—Tú lo has dicho.

¡Maldita sea! Charlie se dijo que debería haberlo pensado antes. Se lo había buscado.

—Dime, ¿te contrató Aidan Seed para que siguieras a Ruth Bussey? ¿Para que investigaras sobre su pasado?

—La regla vale tanto para ti como para el señor Neil Dunning. —Antes de sonreír compasivamente a Charlie, Kerry tomó un sorbo de su bebida, que parecía oporto—. Lo siento por ti, ya que no estás en condiciones de volver mañana por la mañana con una orden judicial. Admítelo: no estás en el caso. Esto te va a encantar: Dunning me ha preguntado si se puede confiar en ti y en Waterhouse. —Kerry sonrió, profundamente satisfecho de ser el encargado de informarla de la noticia—. No te preocupes, he hablado bien de ti. Si te sirve de algo, ten por seguro que Dunning no me sacará nada, con o sin orden judicial, por lo que no puedes acusarme de jugar sucio.

Por primera vez, Kerry parecía hablar en serio desde que Charlie había llegado.

—No soy el Ejército de Salvación, cariño. Yo solo ayudo a la gente después de que el dinero haya pasado de una mano a otra. Sin eso, no hago preguntas ni ofrezco respuestas. Esa es la cualidad más importante para alguien que se encuentra en una posición tan delicada como la mía. ¿Acaso te he preguntado quién es ese tal Maurice Blandford?

Kerry se lamió un dedo y lo movió en el aire, anotándose un imaginario punto a su favor.

—¿Conociste personalmente a Blandford? —le preguntó Charlie—. ¿O solo te mandó un mensajero y te hizo una transferencia a tu cuenta bancaria? Eso fue lo que hizo, ¿verdad? ¿No te pareció un poco extraño?

—Lo único que me parece extraño son tus preguntas. Y las de Dunning. Considerándolas en conjunto, yo diría que Aidan Seed es sospechoso de un asesinato que le quita el sueño a Dunning. Y puede que Maurice Blandford también lo sea, aunque no sé cómo ni me interesa. Como te decía, o el dinero pasa de una mano a otra o…

—Supongo que no conservarás el extracto del banco con el nombre y el número de cuenta de quien hizo la transferencia, ¿verdad?

Kerry se rio entre dientes.

—Es lo que me gusta de ti: ese vago aroma de desesperación…, un perfume que es como tu sello personal.

Charlie insistió.

—¿Cuánto te pagó Blandford por el cuadro? ¿Una cantidad que rondaba las ocho mil libras?

—Si lo que quieres es que te pregunte cómo sabes todas estas cosas, tendrás que esperar sentada —dijo Kerry—. No pienso husmear, por si surge un conflicto de intereses. —Levantó la copa y la hizo chocar con la de Charlie—. Tengo que pensar en mi patrocinador, en mi jubilación anticipada. En mi nombre en los carteles luminosos de los clubes…

—¿Patrocinador?

Kerry le dio una palmadita en la mano.

—En la vida todo se reduce a saber de parte de quién estás. Tú estás de parte de Simon Waterhouse…, y esa es la razón de que tu carrera y tu vida privada se estén yendo a pique. ¿Yo? Yo estoy de parte de mis clientes, porque al acabar el día son los que pagan mis facturas.

—Has dicho «patrocinador», en singular. —Kerry parecía contrariado. Charlie se lamió un dedo y se anotó otro punto imaginario—. Se diría que el dinero te persigue, Kerry. Primero compras un cuadro de un tipo al que no soportas por… ¿Cuánto te costó? ¿Mil libras? Y luego un desconocido te ofrece ocho mil por él cuando no hace ni un mes que lo tienes en tu casa.

—En realidad le convencí de que subiera hasta diez mil —la corrigió Kerry—. Y no había pasado ni una semana.

Charlie le creía con respecto a su falta de curiosidad. También sabía que, como la mayoría de los hombres, tenía que demostrar que sabía más y que era quien marcaba las reglas del juego.

—Y luego consigues una clienta que te paga más de la cuenta —prosiguió Charlie, deseando no equivocarse en su suposición—. Te paga tan bien que puedes plantearte dejar tu trabajo y dedicar el resto de tu vida a fastidiar al escaso público que frecuenta pubs y clubes de tercera de todo el país. Tu patrocinador, que no es Aidan Seed. Has dicho que no te caía bien, de modo que no puede ser él quien ha comprado tu lealtad. Es Mary Trelease, ¿verdad? Ella es quien te ha pagado para que siguieras a Ruth Bussey.

Mary, con su distinguido acento y su educación de Villiers, tan fuera de lugar en el barrio de Winstanley. ¿Quién más podía ser?

—O Gemma Crowther —añadió Charlie, por si acaso—. ¿Cuál de las dos patrocina tu regreso a los escenarios? ¿Mary o Gemma?

—Ninguna de las dos. —Kerry mostraba una expresión satisfecha—. A menos que alguna de las dos haya hecho un testamento del que aún no sé nada.

—¿Qué has dicho?

—Estás llamando a la puerta equivocada.

Kerry pronunció cada palabra muy despacio, como si estuviera hablando con un imbécil.

«Finge que ya lo sabes. Finge que ya sabes lo que él sabe o cree saber».

—Dime, ¿Aidan Seed ha matado a Gemma Crowther? ¿Ha matado a Mary Trelease?

Kerry entornó los ojos. Parecía un gato relamiéndose los bigotes.

—Más que esto no puedo decirte: estás un paso por delante de tu colega cockney.

—Dunning no sabía que Mary Trelease estuviera muerta —dijo Charlie, consciente de la aceleración de su pulso.

—Parecía estar un tanto confuso —convino Kerry.

—Hablaba de ella como si aún estuviera viva. Y te preguntó si la conocías. —Charlie no sabía adónde la llevaría todo aquello, pero tenía la sensación de que iba por buen camino. Deseó que Simon estuviera con ella—. ¿Le dijiste que estaba muerta?

Kerry levantó las manos.

—No es cosa mía ponerlo sobre aviso. Si mañana vuelve con una orden judicial, tal y como ha prometido, no conseguirá nada de mí ni de mi inmaculada agencia. Yo no le cuento nada a nadie.

—A menos que el dinero cambie de manos, ya lo sé —dijo Charlie, impaciente—. Muy bien… Entonces, ¿de cuánto estamos hablando? Dime lo que quieres por contarme todo lo relacionado con Aidan Seed, Mary Trelease…

—Charlie, cariño, no te rebajes hasta ese punto. Sabes perfectamente que no podrías incluirlo en tu cuenta de gastos.

—… y Martha Wyers.

Aquel nombre borró la sonrisa del rostro de Kerry.

—Dunning no te preguntó por ella, ¿verdad? Vamos, fija tu precio.

—Estoy fuera de tu alcance —repuso Kerry—. Económicamente hablando. A menos que quieras pagarme en especies. —Se quedó mirando fijamente los pechos de Charlie y se pasó la lengua por el labio inferior—. Es posible que me convencieras.

—Sí, claro. ¿Aún sigues teniendo esa piel de leopardo en tu habitación?

—La piel de leopardo es sexy, señorita.

—No cuando está cubierta de migas de bizcocho.

Al decir eso, Charlie recordó con quién estaba hablando. «No conseguirá nada de mí ni de mi inmaculada agencia». Nada relacionado con Kerry Gatti era inmaculado. Seguía siendo el cerdo arrogante de siempre. Junto a sus pies había un maletín abierto. Se lo había colocado entre las piernas.

Charlie empujó hacia él su lima con soda.

—Voy a pedir una copa de verdad —dijo.

Mientras se levantaba, Kerry abrió su libro. Puede que realmente quisiera leer algo sobre los agujeros negros. Ojalá se cayera en uno…

En la barra, Charlie mostró su placa a dos jóvenes que estaban a su lado, de pie.

—Os doy veinte libras a cada uno por meteros conmigo —les dijo—. Lo bastante fuerte como para que se entere todo el pub. Podéis acusarme de haberos dado un empujón.

—¿Cómo? —dijo uno de ellos, lento de reflejos.

—Enséñanos la pasta —dijo su amigo.

Tras comprobar que Kerry estaba ocupado con Stephen Hawking, Charlie les dio a cada uno un billete de veinte libras. Ambos se echaron a reír.

—¿Eso es todo lo que sabéis hacer? —les preguntó Charlie.

No esperaba de ellos una interpretación de Óscar, sino tan solo un ataque verbal a gritos, algo que parecían capaces de hacer. Al final, Charlie tuvo que amenazarlos con llevárselos a comisaría por robo, por haberla estafado con su dinero. Finalmente, uno de ellos, el que parecía un poco más espabilado, empezó a gritarle. Demasiado fuerte, sobreactuando, aunque daba igual. Charlie dejó que la insultara y la amenazara durante medio minuto; luego, al alejarse de la barra, dijo:

—Mira, olvídalo. No quiero líos.

Mientras se dirigía de nuevo hacia la mesa, él se puso a gritarle obscenidades. «Ese cabrón se está ganando hasta el último penique». Charlie oyó que el barman amenazaba con echarlo si no paraba.

—¿Qué ha sido eso? —Kerry parecía divertido—. ¿Dónde está tu copa?

—No vale la pena —respondió ella, lacónicamente.

—He oído decir que… Venga, dame la pasta; yo te pido la copa.

—No voy a darte una mierda. —Charlie se abstuvo de preguntarle qué había oído decir. ¿Se estaría refiriendo al hecho de que había pedido el traslado del departamento de investigación criminal? ¿Acaso la gente pensaba que había sido porque tenía miedo?—. Si queréis, tú y tu patrocinador podéis invitarme a un vodka con naranja.

En cuanto Kerry estuvo ante la barra, Charlie agarró con los pies el maletín abierto y lo atrajo hacia ella. En su interior había un libro titulado La voz y el actor, la cuarta temporada de la serie The Wire en DVD, varios CD —Rush, Pink Floyd y Genesis— y dos carpetas azules poco voluminosas. Abrió una de ellas y vio escrito el nombre de Aidan Seed. Por un instante se quedó como paralizada: estaba poco acostumbrada a que las cosas salieran como deseaba.

Tras esconder las dos carpetas debajo de la camiseta y cruzar los brazos sobre el pecho, Charlie se dirigió hacia las escaleras que conducían al servicio de señoras. Sin embargo, en vez de seguir hasta el piso de arriba a una chica borracha de gruesas pantorrillas que llevaba unos zapatos de tacón manchados de barro, continuó hasta el fondo del pasillo. Junto a la puerta del servicio de caballeros había otra con un cartel que anunciaba «Salida de emergencia». Charlie empujó la barra plateada y la puerta se abrió a un callejón lleno de cajas vacías y contenedores de reciclaje.

Dobló la esquina del pub, cruzó el aparcamiento que había enfrente y salió a la calle. Su audi estaba estacionado bajo una farola, con dos ruedas en la calle y las otras dos sobre la acera. Mientras se sacaba las carpetas de debajo de la camiseta, apuntó al coche con el control remoto y pulsó el botón de apertura. Nada. «¡Vamos!», masculló, pulsando de nuevo el botón. Nada. Volvió a pulsarlo otra vez, y otra. ¡Mierda! Miró por encima del hombro: ni rastro de Kerry. De momento…

Charlie trató de abrir el coche manualmente y desconectar la alarma. El ruido, un ii-o-ii agudo, parecía, amplificado, el de una sierra cortando metal. La gente que pasaba por la calle le dedicó miradas de odio mientras murmuraba palabras que no pudo oír, aunque prefirió no ser capaz de hacerlo.

Sudando, a pesar del calor, pulsó el botón de cierre de la llave varias veces, aunque sin resultados. Era inútil. Luego volvió a pulsar el botón de apertura, pero con el mismo resultado. La batería estaba muerta; sin una nueva, era imposible desconectar la alarma.

Se volvió de nuevo y esta vez vio a Kerry. Estaba en el aparcamiento, mirando a derecha e izquierda. Se agachó junto a la pared que separaba el pub de la calle; luego, levantó la cabeza a tiempo para verlo correr hacia la parte de atrás del Swan. Sabía que, al no encontrarla allí, volvería de un momento a otro.

Sin darse tiempo para pensar, Charlie se alejó el coche, cuya alarma seguía sonando, cruzó corriendo el aparcamiento, subió las escaleras de la puerta del pub y entró, apretando con fuerza las carpetas para que no se cayera nada. Kerry no miraría dentro; no pensaría que, después de lo que había hecho, ella sería tan estúpida como para volver.

Charlie subió las escaleras que conducían hasta los servicios de señoras, empujó a un par de adolescentes borrachas que se cruzaron en su camino y se encerró en un cubículo.

No abrió las carpetas de inmediato, porque estaba demasiado ocupada respirando: le pareció que era algo que llevaba un rato sin hacer. Aún podía oír el maldito coche. Solo después de que cesaron las pulsaciones en su cabeza y fue capaz de ver delante de ella un cubículo inmóvil y lleno de pintadas en vez del que le bailaba ante los ojos, estuvo lista para leer lo que había sacado del maletín de Kerry.

Había una carpeta sobre Aidan Seed y otra sobre Ruth Bussey. En la de Ruth no descubrió nada que no supiera ya: padres cristianos evangélicos, una empresa de diseño de jardines, tres premios BALI… La mayor parte de la información reunida por Kerry tenía que ver con Gemma Crowther y Stephen Elton. Había mucho material sobre el juicio. Charlie pensó en lo mucho que se habría jactado de haber metido la nariz en algo tan goloso.

Charlie abrió la otra carpeta. Contenía información sobre Aidan Seed que desconocía: detalles sobre su educación, la muerte de su padre a causa de un cáncer de pulmón… Leyó las páginas por encima, buscando algo importante. La madre de Aidan también había padecido un cáncer de pulmón. Y su padrastro…

Charlie lanzó un grito por el shock. «El padrastro de Aidan Seed». Eso era. Sacó el móvil del bolso y llamó a Simon. Buzón de voz. ¡Mierda! ¿Dónde estaría? Él siempre contestaba al teléfono; era muy neurótico. Para él, cada llamada perdida era una ocasión perdida para siempre. Charlie solía burlarse de él por eso, y por recibir más llamadas de su madre que de cualquier otra persona.

En el cubículo de al lado, alguien tiró de la cadena. Charlie esperó hasta que cesó el ruido de la cisterna y llamó de nuevo a Simon. Esta vez le dejó un mensaje. «El padrastro de Seed se llama… Len Smith. Está en la prisión de Long Leighton, en Wiltshire, cumpliendo una condena a cadena perpetua por un asesinato que cometió en 1982. Estranguló a una mujer». Kerry no había anotado en su informe si la mujer estaba desnuda o en la cama cuando murió, pero Charlie lo sabía. Hizo un rápido cálculo mental: Aidan Seed tenía treinta y dos años cuando el Times publicó en 1999 el suplemento en el que aparecía, lo cual significaba que en 1982 tenía… quince.

«Smith mató a su pareja en su casa —informó a Simon—. Creo que no es necesario que te dé la dirección: el 15 de Megson Crescent. Vivían allí con los tres hijastros de Smith, Aidan y el hermano y la hermana de este». En el caso de que Simon tuviera la misma reacción de incredulidad que había tenido ella, añadió: «No me lo estoy inventando. Aidan vivió en esa casa hasta que decidió independizarse. La mujer por cuyo asesinato fue condenado Len Smith se llamaba… Mary Trelease».

La carpeta contenía fotocopias de fotografías sacadas de los periódicos: aunque tenían mucho grano, eran lo bastante claras como para que Charlie pudiera distinguir que la Mary Trelease a la que había asesinado Len Smith no se parecía en nada a la Mary Trelease que ella había conocido. Conocido en la misma casa en la que había vivido y fallecido la primera Mary Trelease. Charlie ya había visto a aquella mujer, pero ¿dónde? La primera Mary Trelease había muerto hacía veintiséis años. Ahora, Smith tenía setenta y ocho, según había anotado Kerry. Le habían denegado la libertad condicional en varias ocasiones.

Charlie estaba a punto de guardar el móvil en el bolso cuando vio el icono de un sobrecito en la pantalla. Un mensaje. ¿Cuánto tiempo llevaría allí? ¿Cuánto tiempo había pasado desde que había comprobado los mensajes por última vez? Pulsó la tecla 1 para escucharlo, esperando oír la voz de Simon, pero, dando un brinco de sorpresa, la que escuchó fue la de Ruth Bussey.