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Miércoles, 5 de marzo de 2008

Me despierto de golpe al oír una voz fuerte, de hombre, hablando del tráfico. La radio. Estoy en un coche que no reconozco, con asientos grises de piel y un arbolito que cuelga del espejo retrovisor, como en los taxis. Poco a poco, las piezas empiezan a encajar en mi cabeza: es el taxi que Mary pidió para que me llevara a la estación.

—¿Por qué estamos en la autopista? —le pregunto al conductor.

A través del espacio que hay entre su asiento y el reposacabezas veo un trozo de cuello rosado y un poco de pelo blanco, tan pulcramente peinado que parece una alfombra que termina en una perfecta línea recta en la base del cráneo. Los coches están parados en los tres carriles. Nosotros estamos en el de en medio. Un poco más adelante hay gente que se ha bajado del coche y se estira o que, apoyada en la ventanilla, habla con otros conductores. Me pregunto cuánto tiempo llevamos aquí y cuánto he dormido. Fuera está oscureciendo.

—Usted quiere ir a Spilling, ¿verdad?

—Iba a tomar el tren —le digo—. Pensé que me llevaba a la estación.

—Me dijeron que la llevara a casa, señorita.

—No. —Hago un esfuerzo por ahuyentar el deseo de abandonarme de nuevo al sueño reparador—. No llevo suficiente dinero para…

—No le hará falta —responde el conductor, moviendo el retrovisor para que podamos vernos las caras. Tiene los ojos grises, con bolsas debajo y en torno a ellos, y unas pobladas cejas blancas que apuntan hacia delante en vez de ser lisas y planas—. La carrera la ha pagado mi cliente; lo único que necesito es que me eche una firma cuando lleguemos. Si llegamos… —añade, alegremente.

—¿Su cliente?

—Villiers.

—Debe de haber algún error —le digo.

—No hay ningún error, señorita. Me dijeron que la llevara a Spilling. Aunque, por lo que parece, nos llevará un buen rato. Debe de haber habido un accidente, y solo han dejado libre un carril. ¿Tiene sed? Ahí detrás hay agua, en una bolsa isotérmica. Se lo habría dicho antes, pero se había quedado traspuesta.

A mi derecha, debajo del asiento delantero, hay una especie de caja azul. Me desabrocho el cinturón, me inclino hacia delante y la abro. En su interior hay ocho botellas de agua mineral sin abrir.

—Sírvase usted misma —dice el conductor—. Son para usted.

Estoy confusa. ¿Por qué son para mí? ¿Por qué iba a necesitar ocho botellas de agua?

—No, gracias —digo. Me siento incómoda, porque me está observando—. La verdad es que preferiría que me llevara a la estación.

En la parte trasera del asiento hay un bolsillo del que sobresale una revista con la portada de color rojo. The Insider.

—Es nueva en Villiers, ¿no? Parece demasiado joven para tener una hija allí. ¿Una entrevista de trabajo?

—Fui a visitar a alguien.

—¿Es la primera vez? Eso explica por qué no está acostumbrada al Rolls-Royce. Si fuera una madre o una profesora, o incluso una de las niñas, no esperaría menos. Entre usted y yo: de vez en cuando resulta agradable encontrar a alguien que no lo da todo por sentado. No será usted una exalumna de Villiers, ¿verdad?

—No.

—Se nota. Villiers es nuestro mejor cliente. Solo trabajan con nuestra agencia, y le diré por qué: por el servicio que damos. ¿Quiere que ponga la radio ahora que está despierta? Le pido disculpas si antes la he molestado; la encendí para escuchar el boletín del tráfico.

—No me importa.

Hablar exige una energía que ahora no puedo malgastar. Tengo que pensar en lo que voy a decirle a Saul. Después de haberme negado a verlo en persona durante tanto tiempo, no tengo derecho a presentarme sin avisar y bombardearlo a preguntas. Y el hecho de saber que estará encantado de verme, que me responderá a todo de buen grado, solo hace que me resulte más difícil si cabe.

Pensaba que Saul me había enseñado todas las obras de arte que poseía. ¿Por qué no me mostró el cuadro de Aidan? Antes de que Mary me atacara en la galería, solíamos cenar juntos de vez en cuando, en su casa, con su familia, o en la mía, donde solo estábamos él y yo; me sentía mal por ello, pero Blantyre Lodge es demasiado pequeño para organizar una cena en condiciones. El objetivo principal de esas veladas era ver los nuevos cuadros que habíamos comprado. Bromeábamos sobre nuestras respectivas «colecciones». Saul me decía: «Tú y yo somos los que establecemos los gustos del futuro, Ruth. Cuando por fin la gente haya comprendido que todos esos esqueletos de bebés en escabeche y todos esos cráneos con diamantes incrustados y camas sin hacer no son más que un fiasco, tú y yo estaremos ahí para marcar tendencias. Y el arte de verdad volverá a reinar».

¿Sabe Saul dónde está Aidan? ¿Sabe por qué puso a uno de sus cuadros el título de El asesinato de Mary Trelease?

—¿Le va bien Radio Dos, señorita? —me pregunta el taxista—. ¿O prefiere escuchar alguna cancioncilla? Tengo un par de CD.

La palabra cancioncilla me hace pensar en It’s a Long Way to Tipperary y en Pack Up Your Troubles in Your Old Kit Bag, dos canciones que me obligaron a aprenderme en la escuela y que odio.

—La radio está bien —le contesto.

—En el bolsillo de mi asiento hay un ejemplar de la revista de la escuela —dice—. Es el último número. Está ahí para que la lea, si se aburre. Eche un vistazo al estilo de vida de la otra mitad.

Una mitad muere. La otra mitad sigue con vida.

Saco The Insider del bolsillo de piel y empiezo a hojear sus páginas. Hay fotografías de alumnas en fila, sonriendo, todas vestidas con blusas amarillas y chaquetas granates. Cada foto representa un éxito: dinero recaudado para obras de caridad, un triunfo en una competición de discursos entre varias escuelas. En la página siguiente hay más fotos de estudiantes de Villiers, aunque esta vez vestidas con chándales amarillos o bañador mientras sostienen sendos trofeos. Veo a Claire Draisey, la mujer que conocí anoche, vestida también con un chándal amarillo, y al leer el pie de foto me entero de que, además de la directora del internado, también es la entrenadora de baloncesto y de natación sincronizada.

En la página siguiente se ve la foto de un edificio moderno, blanco, de forma hexagonal, con grandes ventanas en todos los lados. Estoy a punto de pasar página cuando dos palabras me llaman la atención: «Cecily Wyers». El edificio lleva su nombre. Leo el párrafo que figura debajo de la fotografía. Cita a la madre de Martha Wyers, que también fue alumna de Villiers; dice que siempre ha sentido pasión por las artes, razón por la cual ella y su marido donaron la mayor parte del dinero que había hecho realidad un sueño de Villiers: tener un teatro y una escuela de arte dramático propios. Me quedo mirando fijamente esas cinco líneas de texto después de haberlas leído, como si pudieran contarme algo de Martha que aún no sé.

Me parece extraño que Cecily no decidiera poner al edificio el nombre de Martha en vez del suyo.

Estoy a punto de cerrar la revista para volverla a poner en su sitio cuando otro nombre, al final de la última página, atrae de nuevo mi atención. No, no puede ser. Lo miro fijamente, esperando a medias que desaparezca, pero no lo hace. Goundry. El nombre sigue ahí, pero el contexto carece de sentido. Noto un hormigueo en los brazos que asciende por la espalda hasta la nuca y luego baja hasta las rodillas. Es como si me pincharan la piel con un montón de alfileres.

Releo el párrafo. Goundry no es un apellido demasiado común. Si hubiera sido Wilson o Smith, ni siquiera me habría fijado. Suelto la revista, abro el bolso y saco la lista de los cuadros vendidos que me ha dado Mary. Ahí está de nuevo el apellido: Señora C. A. Goundry. Y una dirección de Wiltshire. Mi corazón late a un ritmo más lento y desacompasado mientras algo más en la página atrae mi atención. Hasta ahora no había leído las direcciones; me había impresionado demasiado al ver los nueve nombres, todos tan inocentes y nada enigmáticos: la gente que había comprado los cuadros de la exposición que Aidan había hecho en el año 2000.

Las señas correspondientes a Ruth Margerison, que compró una obra titulada ¿Quién es la más bella?, son Garstead Cottage, The Avenue, Wrecclesham. La casa de Mary. Miro fijamente la lista escrita a mano. Conozco esa caligrafía, la «M» ondulada de Margerison…

Desorientada y presa del pánico, me aclaro la garganta.

—Perdone…

El conductor apaga la radio.

—¿Sí, señorita?

—Hay un artículo sobre un concurso de jóvenes talentos. En la revista.

—Exacto. Se celebra todos los años, el primer sábado después de San Valentín. Hay muchas presiones para que Villiers se convierta en una escuela mixta, pero la directora y el consejo de administración no quieren saber nada del asunto. Todas las estadísticas dicen que es más fácil educar a las chicas cuando no están rodeadas de chicos, ¡pero intenta que ellas lo entiendan! Y algunos padres… Bueno, dicen que si sus hijas quieren chicos, esperan que la escuela se los consiga, como quien ofrece buena comida o habitaciones individuales. —Se echa a reír—. La verdad es que yo oigo más quejas que la directora. Pero no puedo hacer gran cosa; solo soy un taxista. La mayoría de esa gente cree que puede comprarlo todo, y normalmente es así, pero el consejo de administración no cede ni un milímetro para que la escuela sea mixta. Saben que les echarían una bronca en cuanto empezara a bajar el rendimiento.

Tengo ganas de gritarle para que vaya al grano.

—El día de San Valentín tiende a agravar el descontento, como ya se puede imaginar —dice, rascándose la nuca—. El concurso se convoca como una diversión; está pensado para que las chicas se olviden de las tarjetas que nunca llegan porque los chicos ni siquiera saben que existen, aisladas como están en medio del campo. Realmente, es una lástima. Pero a ellas les gusta el concurso; es el único en que las diversas casas de las estudiantes compiten entre ellas, ¿sabe? Normalmente, en los concursos suelen competir con otras escuelas, y las alumnas tienen que hacer un frente común. Es algo que les inculcan desde el primer día: Villiers es una gran familia feliz, y exige una lealtad absoluta. Y, para ser justos, es un lugar feliz. No me habría importado que mis hijas hubiesen estudiado allí. Aunque no estaba a mi alcance…

Las casas de las estudiantes. Vuelvo a leer el párrafo: «Este año, por primera vez desde que en 2001 decidimos convocar el concurso de talentos de San Valentín, ha ganado la casa Goundry, con un total de 379 puntos. ¡Bien por Goundry! El tradicional desayuno tendrá lugar el 1 de marzo en el comedor de Goundry, y esta vez esperemos que no haya chicas —ni miembros del personal administrativo o docente— tratando de colarse, muchas gracias: ¡sabemos que ha ocurrido en años anteriores y esta vez tomaremos medidas muy serias!».

Es absurdo, pero voy a preguntárselo.

—Dígame, por casualidad no sabrá cuántas casas hay, ¿verdad?

—Por supuesto que sí. No hay demasiadas cosas sobre Villiers que yo no sepa. Hace mucho que…

—¿Cuántas hay?

Me concentro en su cuello rosado, tratando de no pensar en nada más.

—Vamos a ver… —Empieza a golpear el volante con los dedos. Cuento los golpecitos. La incredulidad me paraliza cuando se detiene al llegar a nueve—. En total, nueve.

—¿Cómo se llaman?

Con paciencia, como si estuviera recitando el nombre de sus hijas —las que no había podido permitirse mandar a Villiers—, empieza a enumerarlas, ajeno al horror que cada uno de esos nombres provoca en mi mente.

—Abberton, Blandford, Darville, Elstow, Goundry: la última ha sido la ganadora del concurso de talentos de este año. No se imagina qué alboroto provocó el resultado. Goundry es una casa más abocada a lo deportivo; Darville y Margerison son más intelectuales, y Winduss está especializada en arte dramático y canto, por lo que es normal que esperen ganar todos los años.

Saber con antelación lo que iba a oír no ayudó a prepararme para ello. El sudor pega la camiseta a mi espalda. «No sé quiénes eran. Nunca nos lo dijeron. Qué curioso, ¿verdad?». Hasta ahora no había recordado las palabras de Mary. «Nos»: las alumnas. A las chicas no les habían dicho quiénes eran las personas cuyos nombres ostentaban sus casas. Gente real, seguramente.

—¿Dónde me he quedado? —dice el conductor—. Ah, sí, en Goundry. Luego están Heathcote; Margerison, que ya le he mencionado, y que es una de las que hace más hincapié en los estudios; Rodwell, y finalmente Winduss… o Luvvies, como la llamamos aquí…

Los coches vuelven a circular, primero despacio, pero al cabo de un momento a más velocidad. Los espacios entre los vehículos se van ensanchando.

—Parece que volvemos a movernos —dice el taxista.

—Pare, por favor —digo, con voz quebrada.

Todo ha cambiado en el tiempo que le ha llevado enumerar los nueve nombres.

—Estamos en una autopista, señorita. No puedo parar. ¿Se encuentra bien?

—¿Puede arrimarse al arcén?

—Si usted quiere, puedo hacerlo.

Por primera vez se apoya en el asiento y se vuelve para mirarme. La piel de su cara es tan rosada como la de su nuca y está hinchada en torno a unas mejillas llenas de venitas. Luce un bigote blanco que cubre enteramente el espacio comprendido entre la boca y la nariz, y una barba gris. Sería un buen rostro para pintar un cuadro; tiene más colores y texturas que la mayoría.

Me viene a la mente el retrato de Martha Wyers que pintó Mary, las diferentes texturas que la muerte confirió a su rostro: los labios con motas blancas, el mentón lleno de manchas…

Me echo hacia delante y me agarro al reposacabezas que tengo ante mí, respirando pesadamente mientras la certeza se abre camino en mi cabeza. El retrato de Martha… ¡Oh, Dios mío!

—¿Se encuentra bien, señorita?

—La verdad es que no. ¿Podría parar en el arcén?

—Es un poco peligroso… Un poco más adelante hay un área de servicio. Pararé allí.

Las manchas blancas en el mentón de Martha Wyers. En su momento pensé que eran magulladuras, o algún fluido que había salido de su boca…, vómito o sangre. Evité fijarme mucho en los detalles porque resultaban grotescos. Puede que hubiera sangre o magulladuras, pero también había algo más: una mancha de color marrón claro debajo del labio inferior de Martha, de forma similar a la que tendría un hueso de perro dibujado por un niño. Una marca de nacimiento.

Pienso en la pintura derramada sobre el montón de cuadros destrozados y en los mugidos de las vacas en los campos que se extienden ante Garstead Cottage. Y en Mary caminando en círculo, muy despacio, en torno a la pila de desechos de su comedor, lanzando un gemido sordo…

—¿Tiene un móvil? —le pregunto al conductor—. Necesito que me lo preste. Puedo pagarle.

—No diga tonterías —contesta él—. Puede usarlo todo lo que quiera. —Me lo tiende a través del espacio que hay entre el asiento del conductor y el del acompañante—. ¿No tiene móvil? Pensaba que hoy en día todo el mundo tenía uno.

—Yo no —digo.

Y Aidan tampoco. Era una de las muchas cosas que teníamos en común: ambos odiábamos la idea de que una llamada de teléfono pudiera invadir nuestra intimidad en cualquier sitio.

Marco el número de información y, bajando la voz, pido que me pongan con la comisaría de policía de Lincoln. Espero escuchar alguna grabación, pero me responde una mujer.

—Buenas noches, policía de Lincolnshire. ¿En qué puedo ayudarle?

Pregunto por el agente James Escritt, preparándome para recibir malas noticias: ha terminado su turno hace una hora, ya no trabaja aquí, no tienen ni idea de dónde localizarlo…

No puedo pedírselo a nadie más, solo a él.

—Aguarde un momento —dice la mujer. Unos segundos después, oigo una voz que no oía desde hace años. Suena igual que siempre.

—Soy Ruth Bussey —le digo.

Sé que no se ha olvidado de mí, de la misma forma que yo no me he olvidado de él. Espero a que me pregunte cómo estoy y que mantengamos una pequeña charla. Sin embargo, me dice:

—Me he enterado de la noticia.

—¿La noticia?

—Gemma Crowther ha muerto.

—Yo no la maté —le digo de inmediato.

El taxi vira bruscamente hacia la izquierda.

—Lo sé —responde Escritt.

—Necesito que me haga un favor —digo.

Y acto seguido, sin importarme lo extraño que pueda sonarle a él o al hombre cuyo teléfono estoy utilizando, le pido si puede echar un vistazo a mis jardines. No a todos…, son demasiados. Solo a los que salieron en las revistas, los que recibieron un premio. Son tres. Le doy las señas. Tras dudar un instante, le digo:

—Y Cherub Cottage.

Escritt no me pregunta el motivo ni pone objeción alguna a mi extraña petición.

—¿Qué se supone que debo buscar? —me pregunta.

—Quiero saber si ha habido algún tipo de saqueo. O si los han destruido.

—¿Se refiere a los nuevos propietarios? —pregunta—. Ruth, no creerá que…

—No, no me refiero a eso. Estoy hablando de actos vandálicos en los jardines. Dígame, ¿ha habido alguna denuncia de daños por parte de los propietarios este año o el año pasado?

Se hace un silencio mientras Escritt se pregunta por qué creo que alguien puede haber cometido algún acto de vandalismo en unos jardines que diseñé hace años. Al ver que no digo nada, comprende que prefiero no explicárselo.

—A cualquier otra persona le diría que no —responde.

—Gracias.

—Me llevará un poco de tiempo. ¿Puedo localizarla en el número desde el que me está llamando?

—Durante un rato sí, aunque no sé decirle exactamente cuánto tiempo… Sé que es pedir demasiado, pero ¿podría darse prisa? Si ha habido alguna denuncia…

—La llamaré —dice, en tono cortante.

Aprieto el teléfono. El taxista no me pide que se lo devuelva. No dice nada. Saco la agenda del bolso y busco el número de Charlie Zailer. Después de la conversación con James Escritt, necesito hablar con alguien que me conozca, que me llame «Ruth» en vez de «señorita».

No hay tono de llamada, solo el mensaje del buzón de voz. Debe de estar hablando con alguien o tiene el móvil apagado.

—Soy Ruth Bussey —digo—. Llámeme en cuanto escuche este mensaje… El número es… —Me interrumpo a media frase.

—07968 442013 —dice el conductor.

Su voz no tiene la amabilidad de hace un rato. Tiene un tono aprensivo o de desaprobación; no sabría decirlo exactamente.

Repito el número y pulso la tecla de colgar. Luego me inclino hacia delante y dejo el móvil en el asiento del pasajero. Gracias.

—Estamos a punto de llegar al área de servicio. ¿Quiere que paremos?

«Dile que no. Vuelve a Spilling. Vuelve a casa. Deja que la policía se ocupe de todo».

—Volvamos atrás —le digo—. A Villiers. Aunque tenga que avanzar por el arcén, lléveme allí lo antes posible.