5/3/08
—Si partimos de la hipótesis de que Aidan Seed estranguló a una mujer, una desconocida, en el dormitorio de su casa que da a la calle, eso significa que no mató a Gemma Crowther —dijo Simon. Había ido a la barra para pedir una pinta para él y otra para Charlie, aunque ella le había dicho dos veces que quería un vodka con naranja—. Los métodos son muy distintos.
—Puede que fueran distintas las situaciones —señaló Charlie—. Pudo haber cometido un asesinato de forma impulsiva, y haber planeado el otro.
Simon guardó silencio unos instantes y, al final, dijo:
—No puedo decir que estés equivocada porque no tengo nada concreto, pero… No lo sé… Nunca he matado a nadie, pero dudo que matar sea como cocinar, algo que puedes ir variando: un día calientas las judías en el microondas y otro en el fuego. Por mi experiencia, muchos asesinos solo tienen una forma de matar, ya sea porque el método es parte de un ritual que consideran importante o porque consideran que es la única manera de hacerlo. Alguien que pierde los estribos y estrangula a una mujer no mataría a sangre fría con una pistola… Sin el ímpetu del momento, no sería capaz de matar a nadie. Alguien que dispara un arma quiere tener un control absoluto de la situación. No se arriesgaría a estrangular a alguien, no fuera que la víctima tuviera más fuerza que él o…
—Tal vez —lo interrumpió Charlie—. Tal vez todo eso puede aplicarse a la mayoría de los asesinos, pero podría haber uno que…, llamémoslo Aidan Seed, que ha matado empleando más de un método. ¿Y quién ha dicho que tengas que perder los estribos para estrangular a alguien? Eso también puede planearse.
—Milward dijo que no consideraba sospechoso a Seed —prosiguió Simon—. Al menos admitamos que es una posibilidad: Trelease mató a Crowther porque Seed se veía con ella o porque le había regalado Abberton, o puede que por ambos motivos. Sabemos que a Trelease le gusta conservar sus cuadros; no quiere que acaben en manos de unos desconocidos. También sabemos que agredió a Ruth Bussey, la novia de Seed… Puede que a estas horas ya la haya matado.
Charlie emitió un gruñido de desaprobación.
—Y ahora vas a decirme que Mary Trelease está obsesionada con Seed y que va matando a las otras mujeres de su vida. Esa es una idea estrafalaria, incluso viniendo de ti.
—¿Crees que podemos dar por sentado que el Adam Sands de la novela de Martha Wyers es Aidan Seed? —preguntó Simon.
—Sin duda alguna. Llamé al Trinity College de Cambridge. Martha Wyers optó al mismo puesto que consiguió Aidan. Se conocieron en la entrevista, igual que Adam Sands en la versión de ficción que escribió Martha.
—Entonces tengo razón —dijo Simon, como si se tratara de un hecho—. Trelease asesinó primero a Wyers y luego a Crowther porque las consideraba sus rivales frente a Aidan. Y matará a Ruth Bussey por la misma razón, si es que no lo ha hecho ya.
—¿Y cómo encaja Abberton en todo esto? —preguntó Charlie.
—No lo sé.
—¿Y dónde estará Seed ahora? Has dicho que Trelease lo obligó a conducir su coche a punta de pistola…
—Lo ha matado.
—Muy oportuno —repuso Charlie, con sequedad—. Cada vez que menciono a alguien, tú dices que Mary Trelease lo ha matado. ¿Pruebas? Ninguna. Y por eso me lo dices a mí y no a Milward ni a Kombothekra.
—Milward no está dispuesta a escucharme. La cagué. —Se quedó mirando fijamente a Charlie, lanzándole un desafío para que lo criticara—. Estaba a punto de confiar en mí, pero la amenacé. Y me echó a la calle sin pensárselo dos veces. En cuanto a Kombothekra… —Simón lanzó un profundo suspiro—. Me llamó hace un rato para ponerme al día. Le he dicho que era un cobarde.
—¿Un cobarde?
Charlie estaba confusa.
—Esta situación… Nosotros dos fuera del caso, él infringiendo las reglas para pasarnos información… En mi opinión, para Kombothekra todo son ventajas. Nos tiene bajo presión y compra nuestra lealtad…, porque no se lo serviremos en bandeja a Proust después que se haya jugado el cuello por nosotros, ¿no? Él puede contarnos todo lo que quiera sin arriesgar nada. Cuanta más información filtre, más obligados estamos a devolverle el favor cubriéndolo. Desde nuestro punto de vista, es él quien está en la estacada porque está de nuestra parte. Y según Muñeco de Nieve, sigue siendo el buen chico que nunca da un paso en falso. —Simon se encogió de hombros—. Una manera fácil, para un pelota como Kombothekra, de fingir que es dueño de sus actos. Eso es lo que pensaba hasta que me llamó Gibbs.
—¿Y ahora?
—Estaba equivocado —continuó Simon—. Al parecer, Kombothekra nos apoya públicamente más de lo que yo creía. Sellers y Gibbs saben que se comunica regularmente con nosotros, y me ha estado defendiendo ante Proust. Dos cosas que no sabía cuando la tomé con él.
—Sam no es rencoroso —dijo Charlie—. Dile que lo sientes y cuéntale tu enrevesada teoría. No sé si te servirá de algo, pero yo creo que es cien veces más probable que haya sido Seed y no Mary Trelease quien matara a Gemma Crowther. Él tenía un motivo real para hacerlo… Crowther estuvo torturando a su novia durante tres días.
Simon negó con la cabeza.
—Seed no es de los que se vengan, y menos de los que harían daño a alguien deliberadamente… Por eso pienso que el estrangulamiento de esa mujer, en el número 15 de Megson Crescent, fuera quien fuera, no fue algo planeado.
—¿Cómo? ¿De dónde has sacado todo eso?
—¿Has oído hablar de George Fox? —le preguntó Simon.
—No.
—Nació en 1624 y murió en 1691. Fue el padre fundador del cuaquerismo; de hecho, fue quien lo inventó. Gemma Crowther lo idolatraba.
—¿Cómo lo sabes?
—Cuando Milward me echó, me metí en un cibercafé. No hay que seducir a un ordenador para que te proporcione información, y mucho menos darle las gracias por ello.
«Ni hacer el amor con él», se dijo Charlie. Puede que Simon prefiriera casarse con un Toshiba Equiym M70. Charlie sabía el nombre del modelo porque le debía uno a su hermana.
—Crowther escribió sobre George Fox en al menos cuatro páginas web sobre cuáqueros, citando sus palabras sobre sabiduría espiritual como si pensara que el sol salía por su culo. En una de esas páginas, alguien colgó un comentario titulado «Chorradas» en el que le leía la cartilla a Crowther, alguien con una opinión no tan halagüeña sobre Fox. ¿Adivinas quién?
—Aidan… ¡Oh! ¿Len Smith?
Simon negó con la cabeza.
—Seed utilizaba el nombre de Len Smith en las reuniones cuáqueras, cuando fingía ser amigo de Crowther, pero on line empleaba otro alias para burlarse de sus opiniones: Adam Sands.
Charlie abrió unos ojos como platos.
—¿Adoptó el nombre del personaje de la novela de Martha Wyers, el que estaba inspirado en él?
Como si, después de todos los años transcurridos, quisiera confirmar la versión que Martha escribió sobre él. ¿Se trataba de un sentimiento de culpa, porque ella lo había amado hasta el punto de quitarse la vida mientras que él nunca la había querido?, se preguntó Charlie.
—George Fox era un cretino arrogante que se creía superior a todo y a todos —explicó Simon—. Era un tirano… Un tipo petulante, rudo, grosero, intolerante y despiadado; recuérdalo, porque es importante. Y lo que es aún peor: Fox negaba la inevitabilidad del pecado.
—Suena muy complicado —repuso Charlie, preguntándose qué tendría que ver todo aquello con Aidan Seed.
—La idea es que los seres humanos suelen cagarla a menudo y necesitan pedir perdón a Dios por sus errores —dijo Simon—. Yo crecí con la idea del pecado. Era algo que formaba parte de mi infancia, como ver a escondidas la serie Grange Hill. En eso consiste la educación católica: rezar un avemaría cada vez que tienes un mal pensamiento o le cuentas una mentira a tu madre.
—Entonces, ¿rezar un avemaría es como escribir una frase en un cuaderno como castigo? Diez, cincuenta, cien veces, en función de lo grave que sea tu pecado.
—Más o menos —repuso Simon—. Yo odiaba la idea…, aún sigo odiándola, aunque ahora soy capaz de admitir que tenía su lado positivo: ponía el acento en lo que estaba bien y lo que no, y el mal debe ser reparado. Tienes que decir que lo sientes y enmendarte. Básicamente, la idea es que Dios es el jefe, luego viene el papa, luego el cura de tu parroquia y finalmente los padres, y tú eres una brasa ardiente que espera ser lanzada al fuego del infierno.
—Suena genial —dijo Charlie—. Tu infancia debió ser una delicia.
—No estoy hablando de mí —respondió Simon, sonrojándose, aunque era evidente que sí se había referido a él, a menos que Charlie no se hubiera confundido y fuera George Fox quien había visto Grange Hill—. Fox decía que no podía cometer ningún pecado porque tenía la luz en su interior…, lo cual equivalía a afirmar que era Dios. Eran los demás quienes cometían pecados, los seres inferiores, y cuando lo hacían, él no les concedía su perdón. Adam Sands tenía una historia que lo demostraba. Te enseñaré la página web para que la leas. También hubo otro cuáquero importante, un tal James Nayler, que acabó metiéndose en líos porque permitió que algunas de las discípulas que lo adoraban manifestaran públicamente lo que sentían por él. Fue acusado de blasfemia y de parodiar la entrada de Cristo en Jerusalén.
Charlie puso los ojos en blanco.
—Hay gente que está fatal.
—Nayler sufrió horribles castigos por lo que fue juzgado como blasfemia: fue encarcelado, azotado, le pusieron en la picota… Fox se distanció de Nayler cuando este tocó fondo. Luego, cuando Nayler salió de prisión, destrozado, y cuando se arrepintió públicamente de lo que había hecho, condenando en varias declaraciones sus actos, suplicando solo reconciliarse con Fox, este lo repudió.
—Parece que estés citando de memoria —dijo Charlie—. ¿«Lo repudió»?
—Es la expresión que empleó Adam Sands. Por su tono, parecía bastante indignado por el hecho de que el fundador de esta progresista y pacífica religión que prometía tolerancia y perdón fuera un maldito hipócrita…, culpable del mismo comportamiento de exaltación de uno mismo que era incapaz de perdonar a Nayler. Como Sands, Seed concluye su contribución a la página web diciendo, y cito textualmente: «Sin acto de contrición y sin capacidad para perdonar, no hay esperanza para ninguno de nosotros. ¿Quién querría formar parte de algo creado por un miserable como George Fox?».
—¿Le contestó Crowther? —preguntó Charlie.
—Solo con palabras del propio Fox: una larga cita, una historia sobre la Nueva Jerusalén y sobre que solo acogerá a quienes no ofenden el espíritu de Dios. Los demás, las bestias y las meretrices, obnubilados por el espíritu del error, serán enviados a Babilonia.
—Encantador —murmuró Charlie—. Creo que empiezo a vislumbrar por qué el cuaquerismo atrajo a gente como Crowther y Elton.
—¿Entiendes ahora por qué no creo que Seed sea un asesino que mata por venganza? Si piensas matar a alguien, ¿por qué no hacerlo sin más? ¿Por qué fingir que eres amigo suyo y discutir con esa persona en los foros de Internet?
—Tengo una pregunta para ti —dijo Charlie—. Si Seed no mató a Crowther ni jamás tuvo intención de hacerlo, y si no era amigo suyo y ni siquiera un cuáquero, ¿qué coño hacía saliendo por ahí con ella? ¿Por qué le regaló Abberton?
La expresión de Simon se ensombreció.
—No tengo ni idea —contestó él, de mala manera, furioso, como siempre, por su propia ignorancia.
Charlie abrió el bolso, sacó el catálogo de la exposición que le había dado Jan Garner y lo colocó delante de Simon, preguntándose si sería capaz de prestarle atención. A diferencia de él, habría podido jactarse de que había averiguado algo, pero le habría parecido demasiado cruel y, además, la cosa sería obvia dentro de un momento.
—El asesinato de Mary Trelease —dijo Simon, leyendo en voz alta—. Óleo y acuarela. Dos mil libras.
Charlie le pasó la lista de ventas.
—Ten en cuenta que son dos mil libras de hace ocho años. Seguro que esa es la suma de dinero que J. E. J. Abberton debía llevar normalmente en el bolsillo. Solo hay un problema: su dirección, la que aparece en esta lista, no existe.
—¿Estás segura?
Charlie trató de no tomarse la pregunta como un insulto.
—Me he pasado horas llamando al 118118, comprobándolo una y otra vez. En la exposición de Aidan Seed había dieciocho cuadros, tres de los cuales fueron vendidos a personas reales con señas reales: Cecily Wyers, Saul Hansard y Kerry Gatti.
—Dime, ¿crees que Cecily Wyers es la madre de Martha?
—Eso parece, según lo que Jan Garner me ha contado sobre una madre y una hija que discutieron por culpa de un cuadro.
Simon asintió con la cabeza.
—Wyers, Gatti y Hansard compraron un cuadro cada uno. Así pues, quedaron quince, que fueron vendidos a nuestros viejos amigos, la pandilla de los nueve. —Charlie le leyó los nombres por orden alfabético—. Señor E. Heathcote, doctor Edward Winduss, señor P. L. Rodwell, Sylvia y Maurice Blandford, señor. C. A. Goundry, Ruth Margerison, señor. J. E. J. Abberton, E. & F. Darville, profesor Rodney Elstow. Los Darville compraron cuatro cuadros, Rodney Elstow tres y el doctor Edward Winduss dos. El resto, uno por cabeza. —Charlie hizo una pausa para recuperar el aliento—. Las direcciones que anotó Jan, y que supuestamente corresponden a esos nueve compradores, no existen. O, mejor dicho, ocho no existen y una…
—¿No es posible que esa gente no figure en la guía telefónica?
—No.
—Me parece imposible que ninguna de esas nueve personas tenga un número de teléfono fijo —dijo Simon.
—¿Cuántas probabilidades hay? En cualquier caso, he llamado a la oficina de correos después de haber terminado el rastreo telefónico. No existen, Simon. Salvo Ruth Margerison.
Simon se quedó mirando la lista fijamente.
—Garstead Cottage, The Avenue, Wrecclesham.
—En Wrecclesham se encuentra Villiers, la escuela donde estudiaron Wyers y Trelease. Cuando estaba en la oficina de correos, pregunté cuál era la dirección y el código postal. ¿A que no sabes lo que figuraba debajo de «Villiers»? La dirección y el código postal de Ruth Margerison.
Simon frunció el ceño.
—No te sigo.
—Villiers ocupa un terreno tan grande que tiene varios códigos postales. En total, hay unos veinte edificios que pertenecen a la escuela, todos listados individualmente. Uno de ellos es Garstead Cottage. Está en The Avenue, que debe de ser el nombre de una de las calles situadas dentro de la propiedad. Llamé a Villiers, les pedí que me pasaran con Ruth Margerison, en Garstead Cottage, pero me dijeron que allí nunca había vivido nadie que se llamara así.
—¿Preguntaste quién vivía en la casa?
—Sí, pero no saqué nada en claro. Cada vez que llamo allí, solo me responden muy educadamente con monosílabos pero nadie me echa una mano. No quieren hablar de Martha Wyers.
—Tenemos que ir a Villiers —dijo Simon, apurando su cerveza—. Somos policías… Tendrán que hablar con nosotros. No saben que hemos sido suspendidos de servicio.
—Mientras venía hacia aquí he llamado a Jan Garner desde el taxi —dijo Charlie—. Le pregunté si tenía archivados los pagos que efectuó toda esa gente. Me dijo que no, porque había pasado demasiado tiempo, y que no lo recuerda. En la lista de ventas solo hay una señal de visto bueno al lado de cada nombre; es para verificar que el comprador ha pagado. Dice que al menos uno de ellos pagó en metálico… Lo recordaba porque no es demasiado habitual.
—Si las direcciones no existen, puede que los compradores tampoco —sugirió Simon.
—Hay una cosa que Jan sí recordaba: no conoció personalmente a casi ninguno de ellos. Me dijo que en el vernissage solo se vendieron tres cuadros.
—¿Los de Cecily Wyers, Kerry Gatti y Saul Hansard?
—No estaba segura de ello, pero me dijo que es posible. Los otros se pusieron en contacto con ella después, por teléfono. Los pagos y los envíos se hicieron por correo o a través de mensajeros.
Simon volvió a fruncir el ceño.
—¿Y eso es normal?
—Jan dice que no. Ella lo interpretó como un indicio de hasta qué punto se había extendido la fama de Aidan: la gente compraba sus obras sin ni siquiera haberlas visto. Dos de los compradores, Elston y Winduss, querían ser los primeros de la lista para comprar sus futuros trabajos… Jan lo anotó en su archivo.
—Una mujer un poco ingenua, ¿no? Todos esos compradores a quien nunca vio la cara…
—Estaba ganando mucho dinero vendiendo cuadros… ¿Por qué iba a plantearse nada? —dijo Charlie—. Fue la exposición de más éxito de toda su carrera.
—Villiers. —Simon se levantó y cogió su cuaderno—. Esa es mi próxima parada. ¿Vienes?
—¿No deberíamos hablar primero con Milward? —preguntó Charlie.
—Hazlo si es lo que quieres —repuso Simon—. Yo paso. Si vuelvo a ver a esa mujer, acabaré dándole un guantazo.
Charlie no era capaz de imaginarse a Milward interesándose por el catálogo de una antigua exposición de pintura.
—No —dijo—. Yo vuelvo a casa. Uno de los dos debería hablar con Kerry Gatti, y creo que me va a tocar a mí. —Lanzó un suspiro—. Hoy es mi día de suerte. Otro más.