Miércoles, 5 de marzo de 2008
Aidan y yo solíamos pintar en esta habitación —dice Mary—. Junios. Pintábamos durante horas y horas, en silencio. Después de la muerte de Martha, le hice una copia de la llave de esta casa. A menudo solía quedarse a pasar aquí la noche. —Se vuelve hacia mí—. En la habitación de invitados, la misma en la que has dormido tú.
Hago un esfuerzo por no cambiar mi expresión. En esta habitación hay algo que no me cuadra, aunque no sabría decir de qué se trata. Me quedo mirando el montón de cuadros destrozados que tengo frente a mí, sin acabar de dar crédito a lo que veo.
—¿Te importa que no te lo haya dicho? —Me doy cuenta de que Mary se refiere a Aidan y a la habitación de invitados—. Solo es una habitación. No creo que las habitaciones conserven los recuerdos del pasado. No hay ningún ambiente especial; solo es algo que está en la cabeza de la gente.
—¿Le hiciste una copia de la llave a Aidan? —De repente, me parece importante aclarar todos los detalles—. Pero esta casa no es tuya: no eres su propietaria.
Mary se encoge de hombros.
—¿Y? Soy yo quien la utilizo.
—¿Qué pensaba la madre de Martha del hecho de que Aidan se quedara aquí?
Si yo tuviese una hija que se había ahorcado por culpa de un hombre que la trataba mal, no lo habría querido tener cerca ni en una casa de mi propiedad.
Si hubiese visto cómo se ahorcaba mi mejor amiga, o mi amante, o mi examante, la última cosa que hubiera deseado es estar en la habitación donde había ocurrido.
—Se lo oculté a Cecily —dice Mary—. No se lo dije a nadie.
—¿Por qué los padres de Martha no dejaron esta casa después de que ella muriera? —le pregunto—. ¿Por qué siguen pagado el alquiler para que puedas seguir disfrutándola tú…, alguien que ni siquiera es de su familia?
—Yo soy un residuo de la vida de Martha. —Mary sonríe—. Cecily no me tiene especial simpatía, pero aun así le gusta que me deje caer por aquí… Soy un recuerdo manoseado de su adorada hija.
Mis ojos se posan de nuevo en la montaña que tengo ante mí.
—¿Cuántos cuadros destrozaste para hacer… esto?
—No los conté. Cientos.
—¿De quién eran?
—Míos. Yo los pinté; me pertenecían. Aunque durante tiempo pensé que había vendido alguno de ellos a alguien.
Decido esperar a que continúe hablando.
—Si pintaba algo que no era lo bastante bueno, Aidan me lo decía. Y siempre tenía razón, por desgracia. Al final, gracias a su ayuda, no solía ocurrir muy a menudo. Le costaba dedicarles algún elogio, pero al menos cesaron las críticas. Un día me preguntó si estaba lista para hacer mi primera exposición. Me habló de una galería de la que yo no había oído hablar; me dijo que conocía al dueño y que, si no tenía nada que objetar, se llevaría mis cuadros a Londres para enseñárselos. —Mary suelta una sonora carcajada—. Evidentemente, no tenía nada que objetar. Estaba excitadísima. Aidan se llevó los cuadros. Dieciocho, concretamente. Volvió al día siguiente con una gran noticia: la galería quería exponer mis cuadros.
Veo cómo la felicidad y la emoción se borran de su cara mientras recuerda lo que ocurrió a continuación.
—No sé por qué no le pedí a Aidan que me dejara acompañarlo a Londres, para ver personalmente la galería… No se me pasó por la cabeza, no le pedí nada. «Deja que me ocupe yo», me decía él, y dejé que lo hiciera. Cuando le pregunté cuándo iba a celebrarse el vernissage, me dijo que no habían previsto ninguno, que esa galena no solía hacerlos. Ahora sé que no hay ninguna galería de arte que no celebre un vernissage: son muy importantes para las ventas y la publicidad. Sin embargo, en aquella época yo era nueva en el mundo del arte. Aidan era el que tenía experiencia, el que había vendido todos los cuadros de su exposición y el que había sido artista residente en el Trinity College de Cambridge y en la National Portrait Gallery. Yo creí lo que me decía. Le dije que quería conocer al propietario de la galería, al hombre al que le habían gustado tanto mis obras, pero Aidan me disuadió. «No les gusta que los artistas estén rondando por ahí», me dijo. «Es mejor que te mantengas al margen y que yo sea tu intermediario». Me dijo que el dueño de la galería estaba muy intrigado conmigo, y era mejor que siguiera estándolo. Y yo, como una tonta, me lo tragué.
»Me trajo un catálogo de la exposición. No era nada del otro mundo, solo unas hojas dobladas y grapadas. Sin embargo, figuraban los títulos de mis cuadros, las fechas de la exposición y algunos datos biográficos sobre mí. Yo me sentía muy orgullosa. —Mary parpadea para ahuyentar las lágrimas—. Aidan iba y venía de Londres, o al menos eso creía yo, para comprobar cómo marchaba todo. Bien; cuando venía siempre me decía que todo iba bien. Parecía alegrarse por mí. Mis cuadros se vendían. Yo no podía creerlo. Un día, Aidan se presentó y me dijo que se habían vendido todos. Incluso tenía… —El rostro de Mary se contrae en un gesto de dolor—. Tenía una lista de las ventas para que yo viera quién había comprado los cuadros. Había nueve nombres; no creo que tenga que decirte cuáles eran.
No tengo ni idea de qué me está hablando. ¿Cómo puedo saber quién compró sus obras?
—El primero era Abberton —dice, en voz baja—. No me menciones el resto, por favor. No soporto oírlos.
Siento un escalofrío en la espalda.
—Esa noche, Aidan me llevó a cenar fuera, para celebrar que se había vendido todo. Entonces fue cuando traicioné a Martha.
—Pasaste la noche con él.
Prefiero que sea yo y no ella quien lo diga.
—No. —Su rostro muestra una máscara de disgusto—. Aidan y yo nunca tuvimos relaciones sexuales. Martha se había acostado con él, y sabía que era un desastre en la cama.
—¿Cómo traicionaste a Martha? —le pregunto.
—Le dije a Aidan que si tuviera que elegir entre una vida plena y feliz y mi trabajo, me quedaría con mi trabajo. Con la pintura. Él me sonrió cuando se lo dije, y ambos sabíamos qué significaba eso: que éramos únicos, y que Martha nunca habría sido como nosotros. Hablamos abiertamente de ello… Aidan me contó que Martha había reconocido haber mentido a la periodista que los había entrevistado. —Con los ojos entornados, Mary me pregunta—: ¿Te he contado ya lo de la entrevista?
Asiento con la cabeza.
—Ella mintió y dijo que elegiría la literatura, aunque lo habría dejado sin dudarlo si hubiese podido tener a Aidan. Él la despreciaba por haber mentido; despreciaba su superficialidad con respecto a su trabajo… No quería estar con alguien así. Martha no se merecía a Aidan; nunca se lo mereció.
Mary se aprieta la mano con la boca.
—Háblame de la exposición —le digo.
«Dieciocho cuadros. Dieciocho marcos vacíos en las paredes del taller de Aidan». Aunque no sé si son dieciocho. Nunca los he contado.
—El día después de la cena de celebración, después de volver a tener los pies en el suelo, empecé a hacer preguntas: ¿Cuándo iba a cobrar el dinero? Teniendo en cuenta que se habían vendido todos mis cuadros, ¿estaba vacía la galería? Aidan se burló de mi ignorancia y me dijo que la exposición seguiría abierta hasta el último día, según lo previsto. Él me había obligado a hinchar los precios para que me quedara una buena suma de dinero después de que la galería hubiera descontado su comisión. Bromeó sobre el hecho de que él también debería quedarse con una comisión, ya que era quien lo había organizado todo. Yo no dejaba de preguntarme por qué me había ayudado tanto. Me dedicaba más tiempo a mí y a mi exposición que a su obra. Si hubiese tratado de explicarme el porqué, habría acabado pensando que estaba entusiasmado con mi talento.
Percibo en su sarcasmo el odio que siente por sí misma.
—Yo sabía que era buena. Lo veía. Aidan era un artista, y para los artistas, el arte debería estar por encima de todas las cosas. Y yo creía que así era para él. Hasta que un día fui a Londres a visitar a una amiga y decidí desobedecer sus órdenes.
—¿Fuiste a la galería?
—No pude resistirme —dice Mary, volviéndose hacia mí—. Dime, ¿tú te habrías resistido? Pensé que no estaba haciendo nada malo, siempre que no entrara. Solo iba a mirar a través del escaparate para echar un vistazo y ver mis obras en ese decorado tan insólito y excitante…, una galería de verdad. Quería ver las etiquetas rojas de «vendido» pegadas en mis cuadros…
Mary se queda sin palabras. Un espeso y pesado silencio se apodera de la habitación, un silencio que me da miedo romper.
—¿Mary? ¿Qué fue lo que viste?
Al ver que no responde, vuelvo a preguntárselo.
—Nunca debería haberme dicho el nombre de la galería. O debería habérselo inventado… ¿Qué cuesta inventarse un nombre? Pero Aidan no tiene imaginación; por eso pinto mucho mejor que él. Los artistas deben tener imaginación. Connaughton.
—¿Qué es?
—La galería. Connaughton, Galería de Arte Contemporáneo. Mis cuadros no estaban allí. El tipo que había dentro nunca había oído hablar de mí. Llamé a Aidan, y cuando le dije lo que había visto…, o, mejor dicho, lo que no había visto, me dijo que volviera a Garstead Cottage. Su voz era muy… fría, muy inexpresiva…, no se parecía en nada a la del Aidan que yo creía conocer. Era como si estuviera poseído por un ser horrible, alguien ajeno y desconocido que hubiese devorado al antiguo Aidan. Entonces recordé que ese viejo Aidan había sido el que había llevado a Martha al suicidio. Yo misma me había permitido ignorar lo que sabía de él frente a la desesperada necesidad de agarrarme a alguien después de la muerte de Martha. Habíamos afrontado juntos aquella terrible experiencia, y durante un tiempo era lo único que importaba.
Cierro los ojos y pienso en Londres, cuando Aidan cambió su forma de comportarse conmigo. «Cada vez que un amigo triunfa, algo muere en mi interior». Él escribió eso en una tarjeta dirigida a Martha Wyers, después de que ella le mandara un ejemplar de su novela. ¿Había orquestado todo aquel montaje para hacerle daño a Mary, porque estaba celoso de su talento como pintora? Ojalá fuera él quien me contara la historia en vez de Mary, para ayudarme a comprender por qué lo hizo.
—Volví aquí —dice Mary, quedamente—. La puerta estaba abierta. Le llamé… Pero no contestó nadie. Me puse a buscarlo y lo encontré aquí. En el suelo, a su lado, había un montón de basura…, como ese, solo que más pequeño. No tenía ni idea de lo que era. Parecían desechos, aunque aquí y allá distinguía cosas que me resultaban familiares, formas y colores que reconocía, aunque no supe qué era hasta que él me lo dijo a la cara.
Empieza a caminar muy despacio alrededor del montón de residuos.
—Estaba muy orgulloso del plan que había trazado para destruirme. Dijo que le parecía «genial». No había ninguna exposición; jamás la hubo. Nadie había visto mi obra en Londres. Aidan se llevó mis cuadros, yo había dejado que lo hiciera, y los destrozó uno por uno. Gracias a mi viaje a Londres y a mi falta de autocontrol, yo lo había descubierto. Él había planeado esto… —Da un puntapié al montón de restos y lanza un gemido que me sobresalta, como si el dolor que alberga en su interior tuviera voz propia, una voz más ronca y grave que la suya—. Había planeado mi sorpresa para el último día de la exposición, cuando lo que yo esperaba era un cheque…
—Lo siento —digo, comprendiendo finalmente por qué no vende sus obras, por qué las guarda todas en su casa y no las confía a nadie.
—Me quedé donde estás tú ahora, sollozando, suplicándole que me explicara por qué. Entonces me dijo que tenía otra sorpresa para mí. Era una lista de ventas de una exposición…, pero no la que ya me había dado, la que había falsificado, sino una de verdad, la de su exposición en la Galería TiqTaq. Los nombres, Abberton y todos los demás, eran de la gente que había comprado los cuadros de Aidan. No eran de mis compradores; nunca lo fueron. Me había imaginado que todas aquellas personas apreciaban mi obra, cuando en realidad la que les gustaba era la de Aidan.
—Tus cuadros —digo, más a mí misma que a Mary—. Por eso eran perfiles de personas sin rostro, porque no eran reales.
Por eso lo sabía Aidan, por eso pudo predecir la serie, los títulos de los ocho cuadros que pintaría después de Abberton.
—Supongo que la gente que compró los cuadros de Aidan sí sería real —dice, bruscamente.
—¿Por qué? ¿Por qué haría algo así?
—Nunca me lo ha dicho, y eso es casi lo peor de todo. Se jactaba de lo que me había hecho, pero no me dio ninguna razón. Como siempre, no quiso explicar sus motivos ni sus sentimientos, salvo que le complació que durante la cena de celebración yo le hubiera dicho que antepondría mi trabajo a mi vida. Suena tan pomposo… Apenas llevaba un año pintando…, pero pintar ya se había convertido en lo más importante de mi vida. Era lo único que quería hacer. Y aún sigue siéndolo. Cuando se lo dije a Aidan en aquella cena, él sabía que iba a causarme un daño irreparable.
Viéndome desconcertada, y quizá interpretando como incredulidad mi confusión, Mary añade:
—Ah, pero si lo que quieres son sus motivos, yo puedo explicártelos. Quedaron bastante claros cuando me amenazó. Antes de que saliera de esta habitación y de mi vida, me rodeó el cuello con las manos y las apretó tan fuerte que pensé que iba a morir. Él me dijo: «Nunca volverás a pintar un cuadro, ¿entendido? Y nunca le contarás a nadie lo que pasó cuando Martha murió. Si me entero de que has hecho alguna de esas dos cosas, serás tú la que acabará colgada con una soga al cuello». —Mary se estremece—. Me dijo que no iba a permitir que nadie arruinara su carrera. Él iba a ser famoso, y ni Martha ni yo íbamos a impedírselo.
—Pero… Martha se suicidó —digo, como paralizada.
—Él habría podido salvarla —dice Mary—. Pero cuando lo intentó, después de haber llamado a una ambulancia, ya era demasiado tarde. No podía correr el riesgo de que la gente se enterase de lo ocurrido. Piénsalo: ¿qué dirían de un acto de cobardía que causó la muerte de una joven y prometedora escritora que tenía toda la vida por delante?
—Pero hasta ahora tú no le habías contado esto a nadie, y si él no hubiese destruido tus cuadros no habrías tenido ningún motivo para…
—De todas formas, él me odiaba, me odiaba mucho antes de la muerte de Martha. No me había perdonado las cartas que le había mandado cuando estaba en el Trinity y la trataba tan mal. Podía ver en su interior, hasta el fondo de su alma. Sabía que era un hombre marcado por la vida, un hombre que tenía miedo y, sin agallas para afrontar sus problemas, prefería hacer sufrir a los demás. Puedo demostrarte hasta qué punto me odiaba. Mira.
Mary sale corriendo de la habitación. La sigo por las escaleras hasta su dormitorio. Apesta a tabaco, y en el suelo hay tanta ropa tirada que apenas queda espacio libre. La cómoda de madera de caoba tiene todos los cajones abiertos. Mary saca algo del último.
—Esta es la lista de ventas de la exposición de Aidan.
Está escrita a mano, pero se lee sin dificultad.
—Mira el título del último cuadro.
El asesinato de Mary Trelease —leo, en voz alta—. ¿Le puso ese título a uno de sus cuadros?
—Esa fue su primera amenaza. Se divirtió mucho al señalar que en el cuadro no aparecía yo, y tampoco representaba un asesinato. Me dijo que le gustaban los títulos que desconcertaban a la gente. Dime, ¿ahora crees que tiene un poco más de sentido que le confesara a la policía que me había matado? Solo era parte de un juego que empezó hace muchos años.
Apenas soy consciente de lo que me dice. Mis ojos se quedan clavados en un nombre que no me esperaba: Saul Hansard. Saul compró uno de los cuadros de Aidan. Abberton, Blandford, Darville, Elstow: están todos aquí, debajo de la palabra compradores. Cecily Wyers también compró un cuadro, y lo mismo hizo un tal Kerry Gatti.
—Ahora entiendes por qué Aidan quiere matarme —dice Mary, con voz apagada—. Yo no dejé de pintar, pero él sí. Y no puede permitir que eso no tenga su castigo. —Se echa a llorar—. He tomado todas las precauciones para que no se enterara. No he expuesto mi obra, no la he vendido…, he hecho todo lo posible para mantener mi carrera en secreto, pero aun así lo ha descubierto. Gracias a ti. —Posa una mano sobre mi brazo—. No me malinterpretes. Ya sé que no es culpa tuya. —Sus uñas se clavan en mi piel—. Durante años, después de lo que me hizo, solo le pintaba a él. Una y otra vez, de memoria: la expresión de su rostro cuando me contó lo que había hecho. Cada vez que terminaba un retrato suyo, lo destruía inmediatamente y lo añadía al montón. Mi exposición —dice, en tono melancólico—. La única que he hecho.
Mi corazón late a toda velocidad, como si alguien estuviera golpeándolo contra mi pecho. Me quedo mirando los nombres y las direcciones de la gente que compró los cuadros de Aidan, unos cuadros que nunca he visto. Si los tuviera frente a mí, ¿me harían ver las cosas más claras? ¿Me acercarían a la persona que Aidan es en realidad? Intento convencerme de que no lo harían, pero no sirve de nada. El deseo de ver esos cuadros crece dentro de mí…, es algo casi físico, más allá de la razón. Es evidente por dónde debo empezar: por mi amigo, Saul Hansard.
Levanto los ojos y cruzo una mirada con Mary. Ni siquiera tengo que decírselo. Ella lo entiende.
—Te pediré un taxi —dice.